22 abril, 2012

Silda Cordoliani (Ciudad Bolívar, Venezuela, 1953)

El beso del ángel

–Amigo, son apenas las ocho de la mañana. No me lo permiten. No puedo.
Eso dijo el muchacho que atiende este triste tarantín de playa. Lo que yo respondí lo he olvidado, pero no cabe duda de que logré convencerlo: aquí está la cerveza que tanto necesito, servida en un vaso de cartón que, según él, la disimula. ¡Mi enorme poder de convicción!, lo único que creo haber aprendido en casi quince años de encierro.
Bebo un sorbo y escribo, y ya, con estas pocas frases puedo percatarme de que algún cambio se ha dado: nunca antes para referirme a mi vida pasada hubiera utilizado la palabra «encierro». ¿Fueron estas horas tan definitivas para mí? ¿O es que acaso jamás intenté buscar un adjetivo para lo vivido? ¿O es que acaso eso que llaman cambio ha venido dándose, sin yo notarlo, desde hace tiempo? ¿Por dónde comenzar? Me he sentado a esta mesa sólo para escribir mi experiencia de anoche, desentendiéndome de los treinta adolescentes que a esta hora me esperan en un estrecho salón de clases. Yo, tan responsable, ¿qué estoy haciendo realmente aquí?
Podría empezar por el final, decir que abandoné el magnífico cuartucho mientras ellos dormían abrazados sobre el cálido colchón. Cuerpos desnudos que estuve admirando no sé cuánto tiempo antes de decidirme a salir, huyendo, asustado, como quien teme a su conciencia. Pero yo no tengo nada que temer de mi conciencia: ella nada tiene que reclamarme, ¿o sí? En todo caso, sólo puedo culparme por los treinta pares de ojos que miran insistentemente hacia una puerta por la cual hoy no entrará el profesor. (Borré la palabra «nunca» y puse en su lugar «hoy no»).
Si comienzo por el principio, debería referirme a ella, a la niña. Sergio la llamó así, «la niña». Pero él no sabe nada de niñas. Elisa me pareció más bien un ángel. (IV Concilio de Letrán, 1215: se concluyó que los ángeles carecían de sexo.) Posiblemente Elisa no tenga sexo, aunque su cuerpo sea demasiado semejante al de una mujer.
–Tengo catorce años –eso me dijo cuando le pregunté su edad antes de despedirnos. Antes de que Sergio me arrastrara hasta el bar.
Era una calle estrecha, empinada hacia el cerro. El Remolino alumbraba con su verde luz de neón buena parte del barrio miserable. ¿Qué intentaba Sergio con ese hablar y hablar acerca de las sorpresas maravillosas que deparaba la vida y de las que nosotros habíamos estado excluidos? Quizás sólo tranquilizarme, aunque no era necesario. La calle no me asustaba, y si se trataba de Elisa, yo la había percibido como un ángel, y ya sabía también que ni siquiera el rostro de los ángeles está libre de parecidos. Su cara fijada en mí, como reclamando alguna urgente referencia, me mantuvo ajeno a la supuesta inquietud que la visita a El Remolino pudiera producirme.
Y es que Sergio había tenido razón en aquel primer encuentro después de dos años sin vernos. Me habló entonces de todo lo que había sido su vida durante ese lapso, de cómo consiguió reconstruirla, de lo bien que ahora se sentía lejos de castigos e imposiciones. Me invitó afablemente a conocer a Elisa, pero no mencionó a Talud. (Ese nombre vino después, a la tercera o cuarta vez que nos vimos por casualidad, cuando Sergio insistió en que lo acompañara a La Guaira.) Supongo que me dejó hablar, al menos pronunciar algunas frases: mudo no puedo haber estado. Yo le diría que para mí no había sido tan fácil, y si llegué a sentirme en plena confianza, hasta podría haberle comentado mi desubicación y constante sorpresa ante lo que acostumbrábamos llamar «el mundo». Sí, en ese reencuentro feliz que de alguna manera me devolvía a lo único realmente conocido, él se refirió también a sus clases particulares de música, y de entre sus alumnos a una muy especial.
–Tienes que conocerla –recuerdo muy bien que me dijo–. Cuando la veas descubrirás que lo que creíamos piedra inmóvil en realidad existe.
Pido ahora la segunda cerveza al mesonero que hace un gesto cómplice y me doy cuenta de que Sergio siempre gustó de los enigmas: el rostro de Elisa continúa persiguiéndome y ya sé por qué.
En eso estaba, tratando de precisar los rasgos del ángel, cuando entramos a El Remolino. (Reviso lo escrito y veo que ya lo ubiqué. ¿Debería describirlo?) Supongo que todos los bares se parecen, todos tienen mesoneras que sonríen entre dientes maltrechos y arrugas que se adivinan a través de las sombras. A Rosmelia sí no creo habérsela oído nombrar, sin embargo la presentó como a su más querida amiga: edad indescifrable; color de pelo y ojos indescifrables; vestimenta indescriptible. Sentada en sus piernas sirvió las dos cervezas mientras Sergio insistía en una tercera para brindar todos juntos, pero Rosmelia se negó, dijo que ella y sus muchachas sólo bebían champán. Fue entonces cuando solté la carcajada, eso creo, cuando la imagen persistente de Elisa me abandonó para dejarme solo e indefenso frente al disgusto de Rosmelia por mi imprudente risa, frente a sus muchachas, sus hombres borrachos, su rockola, las inacabables botellas y el bar.
Talud apareció después de la medianoche: lo estábamos esperando, la promesa de su llegada había sido repetida a lo largo de toda la velada por Sergio y Rosmelia. Ésta ya parecía haberme perdonado y buscaba la aceptación de mi parte para sellar la paz definitiva: me invitaba constantemente a bailar entre sus idas y venidas de atención a los clientes.
Para describir la primera impresión que tuve de Talud sólo puedo recurrir a su piel deslumbrante de tanta lustrosa oscuridad en medio de aquella oscuridad. Su gracioso patuá no me alteró en absoluto, su alegría, en cambio, me hizo aceptar la nueva insinuación de Rosmelia y salí hipnotizado a la improvisada pista de baile en donde un rato después me descubriría, completamente solo, danzando el famoso vals de Strauss, infaltable en cualquier rockola que se precie.
Alguien, tal vez el propio Sergio, Talud, Rosmelia o alguna de las otras mujeres, me guió hasta mi silla para enseguida pedirme una opinión sobre ella, Elisa. Volver a Elisa en aquel extraño estado de excitación y abandono era exigirme demasiado. Sergio insistía en que le confiara mis más íntimas impresiones y yo clavaba mis ojos en Talud. En el rostro intensamente negro del trinitario se me reveló el del ángel. La recordé entonar torpemente, como nunca lo harían los habitantes del cielo, las notas solicitadas pocas horas atrás por Sergio tras el piano. Sus pómulos, su nariz y su boca fundidos en la oscuridad de los rasgos de Talud me aproximaban por instantes a la resolución del enigma. Pero no tuve oportunidad de dar con el secreto: el ambiente sofocado del bar y mi amigo empeñado en explicarme la relación del otro con Elisa, me lo impidieron.
–Su profesor de inglés –repitió varias veces–. Él es su profesor de inglés y yo su profesor de canto.
A cambio de mi opinión, le rogué entonces, apoyado por Rosmelia,
que cantara.
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Ya bebo la cuarta cerveza de esta mañana de sol y arenas que se incrustan en mis poros. El mar suena evocando un largo viaje en barco que hiciera siendo muy niño, de Las Palmas de Gran Canaria a Puerto La Cruz, Venezuela, el país elegido. Ya para entonces mi madre había decidido la vocación de su hijo. Mudados después al llano, debía asumir mi destino. Fue en el seminario de Calabozo donde, años más tarde, conocí a Sergio. Yo usaba sotana y él apenas intentaba comenzar a acostumbrarse. Pudo haber renunciado mucho antes, pero la posibilidad de estudiar música lo retuvo. Privilegiado por su talento, dedicaba las horas obligatorias de silencio y estudio a extraer sonidos maravillosos de un órgano o de su garganta. Muchos lo envidiaban, yo sólo lo admiraba, como anoche, cuando le pedía que cantara el Adestesfidelis.
La voz de Sergio se elevó por encima de los ruidos del bar, alguien apagó la rockola también transportado por el canto que Sergio repitió una y otra vez mientras yo retrocedía hasta la capilla que cobijó tantas dudas, volviendo a ver la piedra que era el rostro de Elisa en la oscuridad del de Talud.
No sé a qué hora de la madrugada abandonamos el bar en medio de los reproches de Rosmelia. Caminamos por callejones intrincados con la promesa de un vino exquisito y de la discoteca privilegiada de Talud. Cruzamos el corredor de una vieja casa con el mayor silencio posible que pueden conseguir tres hombres borrachos. Traspasamos el patio hasta llegar al cuarto prodigioso del trinitario. Encendió la luz sólo los segundos necesarios para prender una infinidad de velas, cuyas llamas inmóviles en aquel ambiente cerrado alumbraron un recinto tan maravilloso como el de cualquier ilustre sultán. Tal vez me falle la memoria, pero creo acordarme de tapices, alfombras y cojines diseñados con delicados arabescos. Talud nos atendió como a príncipes, descorchó lentamente el néctar prometido y lo escanció (ésa es la palabra) en copas que recuerdo del más fino cristal. No supe cuándo comenzó a oírse aquella extraña música, remedada por Talud en suaves quejidos que poco a poco hizo acompañar con su cuerpo. Descalzo, desnudo, el joven negro se deslizaba ágilmente por todos los rincones de la estrecha habitación como un pájaro danzante entre vapores de nubes. Las alas que sólo debían corresponder a Elisa eran de él. El espléndido espectáculo me pareció infinito, y si llegué a despertar de tan fascinante letargo, fue debido al beso profundo, lento y húmedo de aquellos inmensos labios que, confundidos con los de Elisa, me devolvían al ángel tallado en oscuro mármol, guardián del altar izquierdo de la capilla, único testigo de mi debilidad, de otro beso tan procaz como el de Talud, que Sergio me robó.

Relato incluido en el libro Mujer por la ventana de la escritora venezolana Silda Cordoliani, reeditado por 
Ediciones la Escalera

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