24 abril, 2012

Maria Rosa Lojo (Argentina, 1954)



Árbol de Familia(fragmento)
(Edit. Sudamericana - 2010- Argentina)

La hechizada

Mi tío Suso la recuerda bien. Se sentaba en la cocina, flaca y derecha, siempre cerca de la lareira, y siempre seria. Él, aunque era aún un niño, le llevaba la leche con trocitos de pan que la abuela levantaba con la cucharita, uno por uno, como las palomas comen el grano.
Doña Maruxa requería cuidados especiales, como si fuese una niña vieja y un poco deficiente. Es que años atrás, en su casi madurez, cuando sus muchos hijos vivían aún, solteros, en la casa paterna, había estado hechizada.
Al principio no se sabía que su mal fuese hechizo. Todo empezó con un enfriamiento, después de una romería.  Doña Maruxa, que aún no era abuela, sino sólo madre, cayó en cama. La frente y el cuerpo le hervían como una piedra donde se acabasen de asar castañas, los brazos se le agarrotaban como aspas de molino y sólo la leche recién ordeñada y unas sopas de vino con especias le pasaban por la garganta. Las vecinas le aplicaron cataplasmas y sinapismos, hasta que empezó a toser y se le limpió el pecho. Poco a poco le bajaron las fiebres y el cuerpo entero se le puso blanco, suave y pulido, como si fuese todo él de leche tibia.
Nunca había estado más lozana.
En la cara pálida le asomaron colores que parecían claveles de maquillaje y los ojos azules alumbraban la oscuridad, como cristales secretamente encendidos por una brasa. Nadie supo qué pasaba en el cuarto aquellas noches, cuando se apagaban todos los ruidos de la casa y solamente los ojos y la trenza rubia y la camisa de dormir con un ribete de encaje relucían y encantaban en la quieta penumbra. ¿Es que Benito, el bisabuelo, abrazaría despacio aquellas formas claras, con tanta dulzura como si temiera quemarse?
Por las mañanas –notaron los hijos— el padre se despertaba de buen humor, con el aliento perfumado de los que han bebido licor de menta o han comido pasta de almendras. Tarareaba unos aires de Rianxo mientras se lavaba las manos y la cara, y aunque el trabajo era tan duro como todos los días, parecía ir liviano, como si no llevase zuecos sino zapatos de fiesta.
Sólo un detalle por demás alarmante persistía. Cuando doña Maruxa se incorporaba e intentaba caminar, las piernas, que sin embargo podían moverse discretamente bajo las sábanas, perdían todo tino y control, se desbarataban y caían, inertes, y el bisabuelo, o uno de sus hijos, si estaba a mano, levantaba esos huesos frágiles, súbitamente de plomo, y arropaba a la enferma, recostándole la cabeza sobre las almohadas.
Con la madre en cama, se multiplicaban las tareas. Lavar, planchar y cocinar, barrer y fregar, asear los establos, preparar el pienso para los animales, ordeñar las vacas, buscar el toxo que prospera mejor sobre la curva del cerro, más las acostumbradas labores del campo. Todo caía ahora en las manos no siempre bien dispuestas del padre y de las hijas y de los hijos menores. La madre en cama era un adorno inadecuado, tan respetable como incómodo, que solamente producía otros adornos: visillos, cortinitas, mantelitos de crochet, elegantes fundas de almohadas que pronto empezaron a sobrar en los austeros rincones de la casa rural.
Si las vecinas ayudaron al principio, no tardaron en cansarse. Tenían sus casas, sus hijos, sus maridos, sus vacas, sus propias tierras menesterosas. Recomendaron más hierbas y otros sinapismos para las piernas antojadizas y se fueron alejando hasta desvanecerse por el sendero que llevaba al interior del valle.
Sólo alguna, ya solterona y acaso esperanzada en el pronto tránsito de la enferma hacia un mundo mejor y sin trabajos, demoró más en marcharse. Hasta que también ella decidió dejar a la familia en pena, y a la mujer obstinada en vivir tullida. El resplandor de la cara, los brazos llenos y redondos bajo el lino de los camisones, desalentaban a cualquiera.
El médico –caro y traído de Santiago— ya había entrado sin éxito a la casa. Después de beber dos tazas de caldo y de comer un bollo de pan tibio para reponerse del viaje, auscultó minuciosamente a la enferma. Le tocó las rodillas con un martillito inquisidor, la mandó toser y respirar profundo, le miró el fondo de la pupila transparente y las entretelas rosadas de la garganta, le golpeó el pecho y la espalda y le hizo flexionar todas las articulaciones.
Tuvo luego una breve y decepcionante conferencia con el padre, mientras despachaban sendas copitas de oruxo.
--¿Qué dice usted, doctor? ¿Qué tiene mi mujer?
--Pues la verdad sea dicha, amigo, yo no le encuentro nada.
--¡Pero si no puede moverse! ¡Si se cae cuando intenta dar dos pasos! ¿Cómo es posible que una mujer trabajadora y sanísima, que ha tenido uno tras otro siete hijos, haya venido a parar en esto?
--Siete hijos son muchos hijos. A veces hasta las mejores se cansan.
--Más hijos tuviera mi madre. ¿Y no vive aún, sin un catarro y con más de ochenta? Menos mal que está ahora con una hermana en Lugo, y no aquí para ver esto.
--Menos mal, seguramente –suspiró el médico--. Supongo que no sería grato para ninguna de las dos.
--Muy bien, ¿pero yo qué hago?
--Esperar. No hay dolencia que no tenga remedio. Pero el remedio de ésta no depende de mí.
Furioso con el médico, que le había costado sus buenos cuartos, don Benito, aunque sólo creía en la ciencia diplomada, decidió finalmente consultar a una meiga, a la que llamaban doña Bibiana, la más famosa de cuantas ejercían en los alrededores. Bien establecida, con una criadita, muebles de roble, y una casa junto al camino.
Tuvo que ir a buscarla en carro hasta la parroquia de Cures. Era una mujer menuda, vestida de negro, canosa, limpia. Le cruzaba el pecho una pañoleta de lana fina, gris perla, con bordados y muchos flecos. Dos zarcillos antiguos de plata y azabache pendían de los lóbulos.
“Mejor se vive de la brujería que de las malas cosechas”, resopló mi bisabuelo para sí, mientras la acomodaba junto a él en el pescante.
  --No murmures del que gana su pan con honradez, sirviendo a Dios y al prójimo –dijo de pronto la meiga, tocándose el crucifijo que le colgaba del cuello, como si hubiese oído sus malos pensamientos.
--Nada murmuré yo, señora –contestó Benito, dándose por ofendido. Pero se quedó lo más callado posible durante el resto del viaje, tratando de pensar solamente en llevar bien las riendas del caballo.
Cuando llegaron, la meiga pidió agua para lavarse las manos. Se la trajeron, en una palangana sin desportillar, y le acercaron para secarse un paño blanquísimo, bordado en punto cruz.
Lo primero que hizo, antes de revisar a la enferma, fue mirar la casa. Todo relucía en un orden estricto, casi hiperbólico.
--¿Quién está a cargo, ahora que enfermó la madre? –preguntó, aunque lo imaginaba.
--Yo --dijo la misma muchacha que le había acercado el agua.
-- ¿Cómo te llamas?
-- Felicidad, para servir a usted.
La cara no casaba con el nombre. Era larga y amarga, joven y poco agraciada.
-- ¿Cuántos años tienes? ¿Ya te han pedido?
-- Cumplí los dieciocho. ¿Pero quién va a pedirme? Así como están las cosas, ¿a quién se le ocurriría? ¿Qué sería de esta casa y del padre si yo me fuese? –contestó abruptamente.
Don Benito se miraba los zuecos, y asentía compungido.
 “Nadie te ha de pedir, con madre enferma o sana –pensó acaso la meiga—mientras pongas esa cara y tengas esos modos”.
Dijo otra cosa:
-- Siempre habrá un hombre bueno que se avenga a venir a esta casa y ayudarte. Y tu padre tendría en él otro hijo. Pero quizá tu madre se cure pronto.
--Dios la oiga —ladró, sordamente, Felicidad.
La meiga se encerró con la madre en el dormitorio. Don Benito, por dignidad y acaso por temor, se mantuvo lejos de la puerta, aunque la consulta amenazaba durar toda la tarde.
La hermana menor, Isolina, que era una niña, se quedó adherida a la pared de su cuarto, que daba al de los padres, para escuchar las ráfagas de voces filtradas a veces por las rendijas de la piedra.
“….estamos en un carril, mujer, cada uno en el suyo. Y no se puede escapar hacia atrás. La única salida está en seguir caminando.”  “….para qué. Pronto me pondré como una pasa, harta de todo, sin haber visto más mundo que cuatro fanegas de tierra…”, “pues quién tiene la culpa…no tus hijos, ni tus hijas…”, “no quiero, hasta aquí llegué”, “eres tú la que te has metido presa”, “mejor así que cuando andaba de un trajín en otro”.
Esas cosas dijo que oyó Isolina, pero no las contó a nadie entonces, y quedaron oxidadas en un rincón de la memoria, y les crecieron por encima el musgo verde y la tupida hierba, a tal punto que cuando decidió desenterrarlas ya no sabía si eran ciertas, o si eran las que ella misma hubiese dicho de haber estado en el lugar de la madre.
El padre, que había ido y vuelto varias veces del campo, abordó a la meiga ansiosamente cuando la vio salir, por fin, mientras el sol se oscurecía sobre el horizonte como el caramelo al fuego.
-- ¿Y qué dice usted señora? ¿Qué es lo que tiene?
-- Un mal de las mujeres que los hombres no padecen ni entienden.
-- ¿Pero se cura?
-- Lo sabrá Dios. Mejor dicho, lo sabrá ella.
-- ¿Cómo que lo sabrá ella? ¿Y yo qué haré entretanto?
-- Cuídala como hasta ahora. No lo hiciste tan mal. Bien gorda y lustrosa se puso.
--Pues con eso no arreglamos nada. Es mi mujer, no una vaca.
 --A veces los hombres atienden mejor a las vacas que a sus propias mujeres –apuntó la meiga, no sin sorna.
El bisabuelo Benito, que era hipertenso aunque lo ignoraba (como que murió de un ataque de apoplejía), empezó a colorearse de rojo subido.
--No lo digo por acusarte –lo aplacó la meiga —. Ya sé que no eres un mal marido y que ella te quiere. Y hazme caso: disfruta de esta situación mientras te dure y tu mujer esté tan guapa. ¿O no tiene también su lado bueno? 
Benito se puso más rojo aún, porque estaban sus hijas presentes. Sin decir palabra, casi empujó a la meiga deslenguada fuera de la casa y la subió al pescante. La visita les costó un lechón, y varios mantelitos del crochet más fino.
            Los meses fueron pasando. Si no hubiese sido por los gritos destemplados de Felicidad, que comandaba a los hermanos como un sargento de instrucción, el nuevo orden podría haber resultado, acaso, mejor que el anterior. Las fundas y cortinillas superfluas que Maruxa seguía labrando para entretenerse, cada vez con diseños más sutiles, probaron ser un buen negocio, primero ofrecidas y vendidas en las ferias de Boiro y de Noia, y luego, hasta solicitadas desde Santiago.
            Acostumbrado a lo insólito, Benito pensaba en lo que había sido la vida llamada normal únicamente cuando a otro se le ocurría recordárselo.
            --¿Cómo sigue Maruxa? –le preguntó una mañana su compadre, cuando lo vio arando el campo.
            -- Igual. De traza, muy bien. Pero no da dos pasos juntos. Los muchachos y yo la levantamos en vilo para que tome un poco el aire, y las niñas hagan la cama y ventilen la habitación.
            -- Es que tú no llamaste a quien corresponde.
            --¿Cómo que no? Si vinieron el médico de Santiago y la meiga de Cures y ninguno diera pie con bola.
            --Porque está embruxada. Los médicos no entienden de eso, y la meiga no tiene poderes suficientes.
            --Anda hombre, no me vengas con esas músicas.
            --Pues te digo que por aquí sólo hay uno que puede deshacer tales entuertos, y es el cura de san Amaro. Vete a buscarlo para que la vea.
            --¿Y qué me cobrará ese santo varón?
            --Seguramente menos que los otros. Dicen que le gusta el vino de Ribeiro, aunque no lo toma los días que da la misa.
            Perdido por perdido, el bisabuelo fue a traer al párroco. La primera visita fue sencilla y sin mayor protocolo. Don Evaristo se había vestido con su sotana corriente, como cuando salía a la calle los días de semana. Ya iba para viejo y las canas comenzaban a rendirle un capital creciente de respeto. Era el hijo único de una campesina y decían que de un cura pecador. Ya que éste no podía legarle al niño ni nombre ni fortuna, lo había puesto, al menos, en el camino seguro de una profesión rentable.
            Don Evaristo aceptó gustoso el vino de Ribeiro que le sirvieron, acompañado por unas lonchas de jamón. También, como la meiga, miró bien la casa y el ceño fruncido de Felicidad, pero no inquirió nada y pidió ver a la enferma. Lo sentaron en una silla con cojín, al lado de la cama.
            --¿Cómo estás, hija mía?—le preguntó mientras le daba a besar el rosario bendecido en la Catedral de Santiago.
            -- Aquí me ve usted, mi padre.
            -- Dios aprieta pero no ahoga.
            -- Pues a los pobres siempre nos ahoga un poco más.
            -- Más pobres los hay que tú, y todos somos pobres en algo, hasta los de casa rica. Bien sabrás, hija mía, que no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague.
            --Bien lo sé, padre mío. En esta casa pagáronse siempre todas las deudas. ¿Pero qué tiene eso que ver conmigo?
            --Que no hay mal que cien años dure. Que también se acabarán, en algún momento, tu enfermedad y tu penar.
            -- ¿Con la muerte?
            -- No hay por qué. Pudiera ser mucho antes.
            --Podrá acabarse la enfermedad, pero el penar…
            --La vida no es sólo penas.
            --Todo depende. A veces las enfermedades mismas nos hacen olvidar el mal de vivir.
            Don Evaristo y doña Maruxa se miraron un momento a los ojos, midiéndose de poder a poder. Don Evaristo veía una amazona astuta de pechos cubiertos, cuyas lanzas eran agujas de crochet. Doña Maruxa, un zorro de pelaje oscuro y zarpas de felpa gruesa, capaz de robarse la mejor gallina de un gallinero, sin que ladrasen perros ni cantase el gallo.
            --¿No te parece, hija, que sería una merced señaladísima, si por mi mano quisiera el Señor hacer el milagro de curar tu mal? Podrías volver al mundo y a la vida, pero tanto mejor que antes. Ya no serías una mujer cualquiera, sino aquella sobre la que Dios obró un milagro.
            --Me parece que más mérito, gloria y beneficio le traería eso a usted, que sería el milagrero.
            --Mujer, nadie obra milagros por sí, sólo como instrumento de Dios.  
            --No sé. Lo que es a mí, no me gusta el negocio.
            -- ¡Esto no es un negocio! ¿Qué estás diciendo?
            --¿No se entregó la pobre María Santísima, madre del Señor,  a Su Voluntad, para que Él obrara milagros en ella? Y ya ve usted lo que pasó.
            --Nada malo. ¿No está ahora en los cielos, y es Madre y Reina de todos los mortales?
            --Pues buen trabajo y dolores que le damos. Si hubiera tenido con su marido un niño normal, que no pensase en salir a predicar ni en convertir infieles, hubiese vivido mucho más tranquila.     
            --Eso es lo que tú quieres, por lo visto: vivir tranquila.
            --Sí, padre. Bastantes agitaciones tuve ya.
            Don Evaristo bendijo a la enferma y no habló más. Pero no se había dado por vencido. Cuando se despidió de Benito, no dejó de darle precisas instrucciones.
            --Pronto será el día de san Amaro, que este año cae en domingo. Tendremos un gran festejo en la parroquia. Que vistan a tu mujer como para misa mayor, con zapatos y mantilla y con las mejores ropas que tenga. Luego, la montas sobre el caballo joven, y la traes a la iglesia.
            --No se podrá. Si no se tiene sentada. Y nunca montara sobre el caballo joven.
            --La atas sobre la silla y vas a ver cómo se sostiene. Yo mismo vendré a buscarla.
            El día de San Amaro hizo sol.
            La madre se dejó vestir, no sin protestas, con enaguas infladas de almidón, saya nueva de tanto estar sin uso, blusa y pañoleta bordadas con lujo por ella misma cuando aún era muchacha.
            --No veo por qué tengo que ir a la iglesia. Dios no obliga a levantarse a los enfermos.
            -- Puedes ir a pedir por tu curación. Además, mujer, es fiesta. No habrá fiesta tampoco para nosotros si te quedas en casa.
La sacaron en andas, asperjada suavemente con agua de azahares y la subieron al caballo nuevo y aún espantadizo.
Como lo había prometido, el cura de san Amaro la esperaba en la puerta.
-- No puedo subirme a ese caballo, padre. No estoy acostumbrada a él ni él a mí. Me arrojará de la silla.
--No si te quedas bien quieta sobre ella, hija mía.
Se miraron y otra vez se midieron.
Doña Maruxa midió acaso, también, la distancia que la separaba del suelo. La altura era mucho mayor que si la hubiesen subido a la yegua vieja, gorda, mansa. Si amagaba dejarse caer caballo abajo, el animal resabiado y terco podría convertir su poca paciencia en estampida. Se rompería un hueso: quizá, para colmo de males, el fémur o la cadera y añadiría horribles dolores a la invalidez forzosa.   
Decidió quedarse tiesa y callada sobre la silla a la que pronto la aseguraron, como una prisionera.
Don Evaristo, revestido de casullas nuevas y birrete, perfumado de incienso, se empeñó en llevarla él mismo de la rienda. Nunca fue tan largo el camino hacia la parroquia, ni tan atestado no ya sólo de fieles, sino de curiosos. El cura había dejado filtrarse la noticia de que la enferma grave concurriría a misa para implorar su remedio.
Aprendiz de Virgen de la Macarena en su palanquín, doña Maruxa, balanceándose en el lomo de Xán, mirada por todos, bajaba los ojos como el avestruz esconde su cabeza en el hoyo, en un intento vano de pasar inadvertida. Alguien, casi blasfemo, arrojó flores a su paso. Un son de gaitas la seguía, solemne.    
Cuando llegaron a la entrada de la iglesia, los acompañantes formaban multitud. Por primera vez en el trayecto, miró, sin apuro ni vergüenza, las caras iluminadas y ansiosas. No ya sólo las de los suyos, sino las de todos. La vida era dura en Barbanza. Dura como la tierra labrantía sobre el suelo de roca, que se hacía rogar su fruto escaso. Dura como las dornas que se tragaba el mar, porque los hombres tensaban el hilo hasta el final y afrontaban la muerte, antes que volver con la barca vacía.
¿No esperaban esas caras lo inesperado? ¿La bondad de Dios, arbitraria y de pronto excesiva como un tesoro que emergía a la luz para que los días monótonos resplandecieran? Se sintió, quizás, la primera actriz de una obra largamente anhelada en un escenario donde la mayoría de los finales eran ásperos y tristes y volvían a hundir a los espectadores en el inclemente desamparo de esa vida.
Don Evaristo se acercó despacio hasta casi rozar el belfo de Xán. Tenía en la mano un cuenco lleno de agua bendita. Mojó en él la punta de los dedos y le hizo la señal de la cruz sobre las piernas. En algún momento, de su ojo verde como agua de estanque saltó un guiño que parecía una rana traviesa.
Desprendió luego a doña Maruxa de las espuelas y la tomó por la cintura.
--Está bien. Seremos socios—es posible que ella le haya dicho al oído, aunque esto sólo lo oyó, como un susurro deformado por el viento, la niña Isolina.
Doña Maruxa quedó de pie ante la puerta de la parroquia. ¿Se le aflojarían las piernas y se derrumbaría sobre la piedra centenaria? ¿O se la llevaría un viento de tormenta encandilado por sus ropas de fiesta? Nadie respiró ni se movió en ese anfiteatro hecho de cuerpos tensos hasta que la enferma, como si fuese otra vez la niña que daba sus primeros pasos sobre el granito rugoso, traspuso por sus medios, torpemente, el umbral que dividía lo sagrado y lo profano.
Desde entonces, doña Maruxa fue algo sagrada y aún más el cura de san Amaro, al que de aquí en adelante las madres le llevarían sus niños afiebrados, y a quien los inválidos tocarían el borde de la sotana por ver si un milagro semejante podía repetirse, aunque ninguno volvió a salirle jamás tan perfecto como ése. 
Meses después, la hechizada tuvo un neno, concebido en sus meses de inmovilidad y mantelitos. Fue el último hijo. Lo llamaron Domingos, como su abuelo paterno, y porque había nacido en el día del Señor. Creció grande, fuerte y rebelde a todo tipo de trabajo. Los médicos diagnosticaron alguna clase de enfermedad mental, con un nombre difícil de recordar. Exento de la maldición de Adán, y también de su pecado, los familiares y los vecinos que lo querían lo consideraron siempre un ánima inocente. Los que no lo querían –ya se verá por qué— pensaban otras cosas.
Doña Maruxa se iba con él algunas tardes, a ver el mar. Miraban disolverse en el horizonte las barcas de juguete y mientras la nai  tejía visillos de crochet, el hijo que siempre era niño lanzaba piedras que ganaban carreras a las viejas dornas.
Alguna de esas piedras se transformó en cormorán, aligerada por su largo vuelo, y migró hacia el futuro con su historia en el pico, hasta dar con el espejo inverso de las rocas marinas, en los acantilados de este sur del mundo.

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