26 abril, 2012

Liliana Bodoc (Argentina, 1958)


El espejo africano (fragmentos)

Hay objetos que jamás nos pertenecerán del todo. No importa que se trate de antiguas reliquias familiares, pasadas de mano en mano a través de las generaciones. No importa si los recibimos como regalo de cumpleaños o si pagamos por ellos una buena cantidad de dinero… Estos objetos guardan siempre un revés, una raíz que se extiende hacia otras realidades, un bolsillo secreto. Son objetos con rincones que no podemos limpiar ni entender. Objetos que se marchan cuando dormimos y regresan al amanecer.
Los espejos, por ejemplo. No hay duda alguna de que los espejos pertenecen a esta categoría. Más aún… Si tuviésemos que hacer una lista de objetos fantasmales, rebeldes, incontrolables, los espejos ocuparían el primer lugar.
Mucho se escribió sobre ellos. Poemas y cuentos, leyendas y relatos de horror. Se ha dicho que son puertas hacia países fantásticos. Se ha dicho que son capaces de responder, con sinceridad, las oscuras preguntas de una madrastra. “Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa?”
Pero aun así, con tanta letra escrita, siempre habrá nuevas cosas que contar, porque en los espejos cabe el mundo entero.
*
Esta es la historia de un espejo en particular. Pequeño, casi del tamaño de la palma de una mano. Y enmarcado en ébano. Un espejo que cruzó el mar para ser parte de múltiples historias, no todas buenas, no todas malas.
Un pequeño espejo que enlazó los destinos de distintas personas en distintos tiempos.
En el comienzo hay un atardecer rojo y polvoriento, atravesado por una manada de cebras. Un paisaje extendido en su propia soledad que, aunque desde lejos puede parecer un dibujo, es de carne y hueso. De sed y música.
Hay también un sonido que trae el viento.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Son tambores los que están hablando, los que están llorando.
¿Y por qué tambores?
Porque la historia de este pequeño espejo, enmarcado en ébano lustroso, comienza en el África.
1
Entre África y América del Sur.
1779 a 1791, aproximadamente
La costumbre de cargar cestos en la cabeza los mantenía erguidos. Y con el pensamiento más cerca del cielo que de los pies.
Era una aldea con pocos habitantes, donde cada uno hacía su parte del trabajo y tenía su lugar en las danzas. Aquellas personas conocían la diferencia entre un fuego sagrado y un fuego familiar donde asar alimentos. Separaban sin dificultad las plantas benéficas de las maliciosas; aceptaban las lluvias y las sequías. Y cuando se tendían a descansar, eran capaces de reconocer cientos de formas en las nubes.
Imaoma era un joven cazador, tan diestro que la aldea entera lo consideraba un elegido de los Antepasados.
*
Atima era una hermosa muchacha, buena en el arte de teñir plumas y coser pieles.
Eran tiempos de cacería.
El día había amanecido con olor a madera. Y el más anciano de la aldea miraba a su alrededor con una sonrisa divertida, como si supiese que algo agradable estaba a punto de suceder.
Imaoma miró a la joven Atima por la mañana. La miró con fijeza y siguió andando.
Imaoma miró a Atima por la tarde. Ella se cubrió las mejillas con las manos y puso su pie derecho sobre su pie izquierdo.
Cuando cayó la noche y la aldea entera se reunía alrededor del fuego, Imaoma volvió a mirarla. ¡Todo estaba dicho!
Tres miradas de un hombre a una mujer, en el curso de un día, eran invitación a boda, siempre que las familias aceptaran.
Y las familias aceptaron, porque Imaoma y Atima eran los dos ojos de un mismo pez, las dos laderas de una misma montaña. Y tendrían una descendencia saludable.
Los festejos se realizaron poco tiempo después. Hubo carne y fruta para toda la gente de la aldea. Y para algunos parientes que llegaron de lejos.
Atima le dio a su esposo un brazalete de piel como regalo.
Imaoma le dio a su esposa un pequeño espejo enmarcado en ébano, que él mismo había tallado con paciencia.
Alzaron una choza en el sitio indicado por los mayores. Y la vida continuó su curso al son de los tambores.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Pero al año siguiente, los tambores empezaron a anunciar desgracias. Primero unos, después otros… Todos los tambores resonaban con mensajes confusos. Como si no estuviesen seguros de sus visiones. O se apenaran de asustar a los hombres con tan malas noticias.
El tiempo caminó a su modo, ni rápido ni lento. Y pasó otro año.
Los tambores continuaban sonando roncos y tristes. Ellos sabían, anunciaban, advertían que grandes males se avecinaban.
Tres años y algunas lluvias habían pasado desde la boda de Imaoma y Atima. Para entonces, los tambores repetían un solo mensaje: “Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón. Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón”.
Atima se había alejado de la aldea, buscando frutos comestibles. Su pequeña hija estaba junto a ella. La niña iba a cumplir tres años, y eso significaba que todavía llevaba el nombre de sus padres. Cuando cumpliera doce años, ella misma elegiría el nombre para el resto de su vida. Mientras tanto, era “Atima”, por su madre. Y era “Imaoma”, por su padre. Es que la gente de aquellas aldeas les daban a los nombres su justo tiempo y su verdadera importancia.
Atima, la madre, y Atima Imaoma, la niña, juntaban frutos y cantaban. Pero no estaban solas, ni a salvo…
Muy cerca de ellas, unos hombres de piel descolorida las miraban desde la espesura, con ojos brillantes como monedas de plata. Eran cazadores de hombres y preparaban las redes, se humedecían los labios con la lengua, tensaban sus corazones.
Los cazadores comenzaron a avanzar sin hacer ningún ruido.
Atima Imaoma preguntaba cantando. Atima, su madre, respondía del mismo modo.
Los cazadores tenían órdenes precisas: aquella vez debían ser niños. El mercado de esclavos los necesitaba, y pagaba por ellos buenas sumas de dinero. Además, cabían mayor cantidad en un barco, requerían menos alimentos y ocasionaban pocos problemas.
Atima le dio a su pequeña hija un fruto rojo y repleto de jugo. Atima Imaoma lo mordió con gusto. Y el jugo dulce le ensució la boca.
Los hombres de piel descolorida eran, igual que Imaoma, grandes cazadores. Pero Imaoma cazaba con lanzas, y ellos con redes. Imaoma cazaba animales para que la aldea entera tuviera alimento. En cambio, la red de los cazadores cayó sobre Atima Imaoma. Sobre su vida, sobre su boca sucia de jugo rojo.
La pequeña creyó que se trataba de una lluvia distinta a las que conocía. Quiso extender los brazos hacia su madre, pero las sogas la atraparon más todavía. Sus ojos negros cabían perfectos, húmedos, en los agujeros de la red.
Atima, la madre, peleó contra los cazadores tanto como pudo. Y gritó con la fuerza de siete gargantas. Sin embargo, era apenas una delgada mujer que nada podía contra un grupo de hombres. Cuando acabó de comprenderlo, Atima se desprendió de la cintura una bolsita de cuero, y se acercó a uno de los cazadores, suplicando en su lengua.
Las súplicas se comprenden en cualquier idioma. Y en casi todos los corazones pueden quedar ventanas abiertas.
El hombre que estaba al mando entendió lo que Atima deseaba. Tomó la bolsita de cuero y comprobó su contenido: dentro de ella solo había un pequeño espejo.
-¿Quieres dárselo a tu niña? -preguntó.
Atima lo miró esperanzada.
Entonces, el hombre metió sus grandes manos por la red y colgó el amuleto al cuello de Atima Imaoma. Y en ese gesto, agotó su bondad.
Atima Imaoma se iba para siempre.
El barco en el que la llevaron, con otros cientos de esclavos, cruzó el ancho mar hasta llegar a una tierra donde la gente compraba gente.
*
-¡Vean la fuerza de este jovencito! ¡Vean el porte…!
-¡Aquí, aquí…! ¡Los dientes de esta niña lo dicen todo! ¡Sana, fuerte, a buen precio!
Los esposos Fontezo y Cabrera caminaban por las calles del mercado de esclavos.
Aquel día no tenían intenciones de comprar. Solamente habían ido a curiosear y a comentar los últimos sucesos. Habrá que decir que se trataba de gente importante para la cual la ciudad no tenía secretos.
-Mire esa niña -la señora Fontezo y Cabrera detuvo a su esposo tomándolo del brazo. Enseguida se acercó a una de las pequeñas que estaban en venta y le sonrió.
Atima Imaoma la miró con seriedad, aunque sin miedo ni enojo.
-No pretenda comprarla -se adelantó su esposo-. No es necesaria ahora.
-Es verdad -admitió su esposa-. ¡Pero mire sus ojos
-Mujer, he dicho que no nos hace falta.
La señora Fontezo y Cabrera tenía una opinión distinta. Y la expresó con entusiasmo.
-Claro que hace falta… Esta niña debe tener la edad de nuestra Raquel. ¿No cree usted que podría ser su doncella personal?
El señor Fontezo y Cabrera tuvo que aceptar que aquella africanita tenía algo especial.
-¿Qué llevás ahí? -le preguntó, señalando la bolsita que colgaba de su cuello.
Atima Imaoma no entendió las palabras, pero entendió el gesto. Y enseguida, protegió con sus dos manos la herencia de su madre sin saber que, de ese modo, se ganaba la voluntad de su futuro amo.
-Vaya con su carácter -dijo el señor Fontezo y Cabrera, complacido con la bravura de la pequeña, igual que se complacía viendo cómo mostraban los dientes sus valiosos cachorros de caza.
Entonces, como el precio que pedían por ella le pareció razonable, decidió que la llevarían consigo.
Al momento de comprar un esclavo era necesario ponerle un nombre, de modo que quedara asentado en las notas de propiedad.
-La llamaremos…, ¿cómo la llamaremos?
Entre todos los niños que estaban a la venta, aquella era la única que no profería sonido alguno. Entonces, el señor Fontezo y Cabrera encontró el nombre que buscaba:
-La llamaremos Silencio -dijo.
*
Bien podría decirse que Silencio fue afortunada.
El matrimonio Fontezo y Cabrera tenía una sola hija. Y Silencio fue destinada a ser su doncella.
Silencio fue tratada con benevolencia. Tenía buena comida, buena ropa y buen trato. Pasaba casi todo el tiempo con Raquel. Recibía algunos de su juguetes en desuso, compartía sus dulces. De vez en cuando, si a Raquel le dolía la panza o tenía catarro, Silencio se acostaba sobre sus pies para mantener el calor de su amita enferma. Y eso era mucho mejor que dormir en las barracas frías.
Raquel y Silencio crecieron juntas.
Raquel aprendía las danzas de salón y luego se las enseñaba a Silencio. Silencio estaba obligada a ayudar en algunos quehaceres domésticos, y Raquel se aburría. Cuando Raquel tuvo que aprender las labores, que correspondían a una niña educada, se empeñó en que Silencio aprendiera con ella. De otro modo tejía mal y bordaba peor.
-Será mejor que Silencio esté con ella -dijo su madre.
Y el señor Fontezo y Cabrera acabó por aceptar.
Raquel creció con alegría. Y Silencio agradeció la suerte que le había tocado en casa de sus amos.
En la cocina, Silencio solía escuchar los relatos que las cocineras negras hacían sobre tormentos y castigos que recibían los esclavos en otras casas. Lluvias de azotes si se les veía un mal gesto, cadenas si desobedecían o haraganeaban. Muerte por sed si intentaban escaparse.
-Demos gracias por la bondad de nuestros amos -decían las negras ancianas.
Silencio daba gracias con ellas.
Pero Silencio tenía una tristeza: su nombre. Por mucho que se esforzara, no lograba recordar el nombre que tenía en su tierra. Mientras más intentaba recuperarlo, más se alejaban los sonidos. Y una voz de mujer, llamándola, se mezclaba con los trinos y los rugidos de una selva distante.
A veces, Raquel encontraba a Silencio mirándose en su pequeño espejo, con los ojos perfectos, húmedos.
-¿Estás triste, Silencio? ¿Pensás en tu nombre? Si querés probamos a ver si te acordás.
Entonces, comenzaba una lista: María, Mercedes, Pilar, Inés, Antonia.
-Esos no -decía Silencio.
-Aurora, Matilde, Jacinta…
-Esos tampoco.
Y el nombre africano se perdía, retrocedía a un sitio donde la memoria ya no encuentra caminos de regreso.
*
Para su cumpleaños número doce, Raquel le pidió a su padre un regalo especial. La niña deseaba enseñarle a Silencio las letras y los números.
-¿No tiene usted mejores cosas que hacer? -le preguntó el señor Fontezo y Cabrera a su hija.
-No me gusta bordar. Me gusta ser maestra.
-¡Conque le gusta ser maestra…! Entonces puede enseñarles a sus primos pequeños.
-Ellos solo vienen de vez en cuando.
El señor Fontezo y Cabrera dio una profunda pitada a su cigarro. Después pronunció palabras llenas de humo.
-Entienda y recuerde que ellos no poseen un alma como la nuestra. Y por lo tanto, no poseen nuestras capacidades.
-Pero Silencio está siempre conmigo y es como si fuera un poquito blanca.
Aquella tarde, la mirada severa de su padre dio por acabada la conversación.
Sin embargo, Raquel insistió al día siguiente. Y al siguiente.
En esta oportunidad, el señor Fontezo y Cabrera demoraba en ceder al pedido de su hija. Sabía que semejante cosa no sería bien vista por sus amigos. ¿Es cierto que en tu casa los esclavos aprenden a leer y escribir?, preguntarían. ¡Un asunto inaceptable!, murmurarían a sus espaldas. Pero por otro lado pensaba que, de seguir las cosas tal como iban, pronto se vería obligado a negarle, y aun a quitarle, a su pequeña Raquel, las ventajas con las que había crecido. ¡Y el señor Fontezo y Cabrera había aprendido que el lujo resulta natural como el aire cuando se lo conoce desde la cuna!
Al fin, pudo más este pensamiento.
-¡Pongo una estricta condición…! -dijo el señor Fontezo y Cabrera antes de darse por vencido-. Que esto sea un secreto. Usted le dará esas clases en el granero, y no lo contará a sus amistades. Ni a sus primos.
Raquel y Silencio buscaron una madera bastante grande y lisa, que apoyaron contra una de las paredes del granero. Allí escribirían las letras y los números con pedazos de yeso. Luego acomodaron unos fardos de heno como asientos. Y tuvieron su escuela.
Por su parte, el señor Fontezo y Cabrera se tranquilizó imaginando que aquel juego aburriría muy pronto a su hija.
¡Cuánto se equivocó!
Los meses pasaron… Y el granero donde Raquel le enseñaba a Silencio las letras y los números jamás estuvo ocioso.
La vida transcurría con bien. O al menos, eso parecía.
A veces, Silencio solía tomar su espejo y, frente al cristal, intentaba recordar su nombre.
Josefina, Alma, Anita…
-Esos no.
Aurelia, Magdalena…
-Esos tampoco.
*
Era una siesta calurosa de diciembre en la ciudad rioplatense del año 1791.
El señor Fontezo y Cabrera y su esposa mandaron llamar a Raquel para hablar con ella sobre algo importante. Aquello no hubiese sido extraño. Era frecuente que, ante cualquier falta de Raquel, sus padres se esforzaran en largas amonestaciones, intercaladas con fábulas y versículos. Pero esa vez parecía diferente.
Raquel no imaginaba lo que estaba a punto de escuchar, porque nadie le había advertido que la situación económica de la familia era desesperada. Y que su padre enfrentaba el fantasma de la ruina.
-Verá usted, hija -dijo el señor Fontezo y Cabrera-, las cosas por aquí no están del todo bien…
La esposa del señor Fontezo y Cabrera no alzaba la vista de su bordado. Sin cesar, daba puntadas verdes y puntadas azules en los bordes de un mantel de hilo.
-He intentado demorar esto -continuó el padre-. Sin embargo, ya no hay manera de retrasar algunas tristes decisiones. Son decisiones que me pesan, créame. Me pesan mucho.
Justo entonces, su esposa se pinchó el dedo con la aguja. Una puntada roja en el ramo de flores que bordaba.
-Necesitamos reunir algún dinero, y para eso deberemos desprendernos de ciertas cosas de valor. Alhajas de su madre, los caballos de raza…
En el mantel de hilo, las flores se marchitaban apenas bordadas. Quizá por eso, el señor Fontezo y Cabrera se dispuso a decir todo de una sola vez. Y con tono que no dejara lugar a reclamos.
-…y algunos de nuestros esclavos. Silencio es una de nuestras siervas domésticas de mayor valor. Joven, sana y de buen carácter, de manera que…
Raquel había entendido.
-Podría vender una cocinera -comenzó a decir Raquel-. Siempre dice usted que son de las mejores y que sus amigos las envidian…
-Compraron a Silencio para una hacienda en las provincias del oeste.
Y esta vez, no había más que decir.
Todos allí sabían lo que significaba el trabajo de los esclavos en las haciendas: sol a pleno durante interminables jornadas, látigo para los débiles, noches dolorosas, picaduras de insectos, agua con mal sabor.
Y los tambores volvieron a llorar.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
En aquella oportunidad, Raquel comprendió que de nada valdría pedir ni encapricharse. Además, las palabras de su padre le traían otras preocupaciones.
-¿Mi piano se quedará aquí?
-Por supuesto, Raquel. Tu piano se quedará.
El señor Fontezo y Cabrera dio por terminada la conversación.
-Ve y dile a Silencio que junte las cosas que le pertenecen. Mañana vendrán a buscarla.
La señora Fontezo y Cabrera seguía bordando flores muertas.
*
Muy pocas cosas tenía Silencio. Y ni siquiera se las llevaría todas.
Apenas armó un bulto de ropa. Después tomó su espejo. Y se fue al granero donde aprendía letras y números. Pasaría allí la última noche. Y allí esperaría a sus nuevos amos.
El granero estaba solitario. En el pizarrón, que se apoyaba contra la pared, permanecía escrita una parte de la clase dedicada a la letra M.
Silencio sostuvo, frente a su rostro, el pequeño espejo enmarcado en ébano. Entonces comenzó a moverlo muy despacio. De este modo podía ver, en el reflejo del cristal, el sitio donde había sido feliz: las altas ventanas, los techos de madera oscura, los fardos de heno, el piso de paja, un recipiente de tinta olvidado.
El espejo le mostró también el pizarrón, con las palabras que ella misma había escrito dos días antes: “AMO A MI AMITA”.
Pero el espejo, como sucede, mostraba el mundo dado vuelta: “ATIMA IM A OMA”.
Eso leyó Silencio en el pequeño espejo enmarcado en ébano que su madre le había dado antes de que se la llevaran para siempre. ATIMA IM A OMA.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
En el revés de las cosas, podrían haber dicho los tambores… En el revés de las cosas suele estar la verdad.
Al día siguiente a Raquel le costó trabajo entender por qué Silencio no estaba llorando.
-Porque tengo doce años, y puedo elegir mi nombre.
-¿Ya lo hiciste? -preguntó Raquel.
La esclava asintió con la cabeza y con la sonrisa.
-¿Qué nombre elegiste? ¿Aurelia?
-No.
-¿Josefina, Alma, Anita?
-No.
-¿Remedios, Magdalena?
-Tampoco.
-¿Qué nombre elegiste? ¿Esther?
-Ese tampoco
-¿Qué nombre elegiste?
-Atima Imaoma.
Raquel no había entendido. Y volvió a preguntar:
-¿Qué dijiste?
-Atima Imaoma -respondió la esclava.
-¿Y cómo se te ocurrió ese nombre?
-No fui yo. Me lo dio el espejo.
Raquel movió la cabeza igual que, a veces, lo hacía su madre.
-No hables así. Tus nuevos amos te van a azotar por andar repitiendo hechicerías de negros. ¿Me entendiste?
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Y los nuevos amos llegaron a media mañana. Sin tiempo para esperar largas despedidas y, mucho menos, llantos. Atima Imaoma y Raquel apenas pudieron darse el último abrazo.
Fue entonces cuando Raquel dijo algo que aún no podía entender.
-Te voy a buscar. Prometo que, algún día, iré a buscarte.
-¡Arre…! -y el carro partió con rumbo a las provincias del oeste.
Raquel corrió un poco por el camino, repitiendo un saludo que solo ellas podían entender.
-Adiós, Atima Imaoma…
“Adiós”, respondieron los tambores.
*
Los objetos se mueven con las personas. Viajan, se pierden, se venden, se compran. Cruzan el mar. O quedan olvidados, por mucho tiempo, en el fondo de un baúl.
Con los espejos sucede lo mismo.
A un pequeño espejo enmarcado en ébano le pueden suceder muchas cosas. Pudo, ¿por qué no?, ser donado para la causa del ejército libertador.
Se han donado para la sagrada causa de la libertad: 2 anillos de oro, 5 peinetones de carey, 17 caballos, 1 cuchillo con mango de plata, 11 ponchos, 9 mantas, 1 espejo enmarcado en ébano…
¿Qué haría con un espejo el general San Martín? Como sea, algo extraño relacionado con el espejo ocurrió años después. Fue cuando el pequeño espejo enmarcado en ébano volvió a cruzar el mar. Esta vez, hacia el continente europeo.
2
España, provincia de Valencia,
octubre de 1818
-¡Ni los ojos, Dorel…! No lleves ni tus ojos más allá del umbral de la casa, porque nunca se sabe dónde se esconde lo peor… ¡Y menos al atardecer!, que ya sabemos, Dorel, las calamidades que el atardecer esconde entre sus barbas rojas. Bien posible es que los moros ronden en busca de cabezas, que luego ahuecan para utilizar como cacerolas. Ya te dije que ellos lo hacen, ¿verdad?
- Pero…
-¿Dices “pero”…? ¿Qué “pero” vas a oponer a las enseñanzas de María Petra? Nada de peros, ni de peras ni de Pérez… Recuerda que aquí los males son tan numerosos como las moscas. Y a propósito, ¿te he dicho ya de una nueva mosca que clava aguijones en el rostro del que duerme? Así es. Y a la mañana siguiente, despiertas con urticaria de color azul, ¡y pobre de ti si te la rascas! porque, entonces, el veneno de la mosca entra y va directo al corazón. Y en el propio y mismísimo corazón de la víctima comienza a formarse, ¿cómo te diré?, un barrio, una provincia, un país de moscas…
Dorel hizo un esfuerzo por tragar la comida que se llevaba a la boca. Y asintió con la cabeza, como siempre lo hacía.
María Petra, la propietaria del negocio de antigüedades más próspero de Valencia, tenía poco, poquísimo cabello. Y muchos, muchísimos fantasmas.
Por esa causa, mantenía cerradas las ventanas. Excepto, la vidriera donde se amontonaban los objetos que María Petra había comprado por unos pocos centavos, y que luego vendía con buenas ganancias.
La casa oscura de María Petra tenía el olor triste de los lugares donde nunca entra el sol. Y tenía también su propia música hecha con el chirriar de las puertas, los crujidos del piso de madera, y el borboteo de una olla donde hervía eternamente algún té de yuyos.
María Petra salía de su casa solo una vez al mes. Caminaba tres cuadras y media, subía nueve escalones y llamaba a la puerta de su tía. Permanecía una hora exacta de visita y regresaba por el mismo camino. Aquella era la única vez que Dorel quedaba al frente del negocio de antigüedades. Y podía perderse en sus propios sueños.
Era habitual, por ese entonces, la costumbre de criar un huérfano. Ofrecerle casa, comida, y algo parecido a un hogar, a cambio de trabajo. María Petra acostumbraba a hablar del asunto muy a menudo:
-Cada vez que recuerdo cómo estabas cuando te saqué del orfanato, Dorel… ¡Puro hueso y puro pensamiento! El pensar no es nada bueno, ¿ya te lo he dicho, verdad?
-Sí, señora.
Pero aquel día, María Petra andaba con ganas de recordar.
-Tenías seis años y eras así de flaco, una ramita de tomillo. Pero te traje aquí, y te alimenté con caldo bien grasoso y puré de coliflor. Te enseñé a lustrar los objetos de metal, a lavar almohadas de plumas… ¡Y otras cosas preciosas que un niño como tú, tan sin gracia, nunca hubiese aprendido! Hoy ya eres un joven bien crecido, ¿tienes diecisiete, verdad? Y eres muy feliz. ¿No es así, Dorel?
-Así es, señora.
María Petra apartó el plato lleno de huesos que tenía frente a sí, y cruzó sobre la mesa sus brazos carnosos y blancos. Se sentía contenta de ser tan buena persona.
-Si hasta te permito recibir, cada sábado, la visita de ese maestrillo que viene con sus librotes a contarte que tal o cual río nace en tal o cual parte. Y que tal o cual animal tiene tales o cuales costumbres. Por mi parte, no puedo hallarle utilidad alguna a esos saberes. Pero a ti te gusta eso, ¿o no, Dorel?
-¡Sí, señora! ¡Eso sí! -respondió el joven que, por primera vez durante aquella conversación, pareció sincero y entusiasmado.
Para Dorel, aquella vida era la única posible. Sin embargo, el joven tenía un sueño poderoso. Y María Petra estaba a punto de mencionarlo.
-Te diré que no has sido tan malo… Los hay peores que tú, eso es cierto. Jóvenes criados que hasta les roban a sus protectores. No eres tan malo, debo admitirlo. A no ser… -María Petra tamborileó con los dedos en la mesa-, a no ser por el famoso asunto de tocar el violín.
Dorel escuchó. Y se miró las manos. Un violín había llegado una vez al negocio de antigüedades. Entonces, con una gracia increíble para alguien que jamás lo había hecho antes, Dorel pasó el arco sobre las cuerdas. Y ya no pudo olvidar ese sonido.
-La música, Dorel, bien te lo he repetido, nació en el casamiento de una bruja -María Petra habló con voz de contar leyendas-. Parecer ser que una bruja fue invitada al casamiento de una de sus primas. Llegó, disfrutó del banquete. Pero cuando fue la hora de los obsequios, notó que no tenía nada que ofrecerle a la novia. Entonces, concibió la idea de abrir su boca, deforme y dientuda, y tararear. Así nació la música, Dorel. ¡Y bien hiciste en olvidarla!
Las venas de Dorel vibraron como cuerdas.
-Porque la olvidaste, ¿verdad?
-Sí, señora.
Pero la sangre de Dorel se movía como el mar. María Petra se inclinó hacia el rostro del joven.
-¿Son lágrimas lo que veo en tus ojos?
-No, señora. No tengo motivos para llorar.
Pero el corazón de Dorel quería salir al galope.
-Lo mismo creo yo. No tienes ningún motivo para llorar, y muchos motivos para considerarte dichoso. ¿No es así?
Dorel no respondió. No podía hacerlo.
-Responde, Dorel. ¿No es así?
Dorel no respondió. No quería hacerlo.
Pero María Petra seguía preguntando:
-¿No es así, Dorel?, ¿no es así?
Agobiado, triste de repente, como si dentro de él se hubiese puesto a llover, Dorel quiso responder. Y pudo:
-No, señora. No es así.
El rostro de María Petra quedó inmovilizado en un gesto que expresaba asombro y horror. Pero Dorel había comenzado y ya no podía detenerse. Habló en voz muy baja, con la mirada puesta en una mancha de grasa que tenía el mantel.
-No soy feliz, señora María Petra. Ni nunca lo seré si no me deja usted tocar el violín. El maestro dice que la música es buena para el alma. Y dice además que no es posible que ronden por aquí los moros, porque esa guerra acabó hace tres siglos…
¡Al fin entendía María Petra…! Era ese maestro de mala muerte quien llenaba la cabeza del huérfano con horribles ideas. Pero ella era mujer de carácter, y sabía muy bien lo que debía hacer.
-¡Nunca más! -sentenció-. Y poniéndose de pie comenzó a vociferar, mientras daba vueltas alrededor de la mesa-. No volveré a permitir que ese hombre te visite. Mi puerta -y María Petra remarcó el “mi”- jamás se abrirá ni para él ni para sus libros. ¡Se lo diré este mismo sábado, apenas asome por aquí su cara de mono sabio!
Por supuesto, María Petra cumplió su promesa.
El sábado por la tarde, el maestro llegó a visitar a Dorel. Llamó a la puerta, y como siempre lo hacía puesto que era un hombre bien educado, se quitó el sombrero y sonrió al ver aparecer a María Petra.
-Tenga usted buenas tardes, señora.
Por toda respuesta, la propietaria del mayor anticuario de Valencia extendió el brazo:
-¡Fuera…! Aléjese usted de mi casa.
Pensando que se trataba de una broma o de un malentendido, el maestro amplió su sonrisa.
-No comprendo -dijo.
-¿Qué es lo que no comprende? -María Petra repitió con claridad-. Aléjese usted de mi casa -y remarcó el “mi”.
Como el maestro no tuvo mejor idea que insistir, María Petra se vio obligada a decirle, palabra por palabra, grito por grito, todo lo que tenía en contra de sus libros y de sus ideas, de sus números, de sus letras, de sus mapas y de sus palabras en latín. Ninguno de los argumentos que el maestro intentó oponer sirvieron de nada. María Petra, fuera de sí, solo le exigía que se marchara, que no regresara jamás a torcer la cabeza del pobre huérfano y, sobre todo, que no volviera a decir que la guerra contra los moros había acabado hacía tres siglos porque ella los escuchaba todas las noches, cuando les sacaban filo a sus sables curvos.
Después de un rato de intentar tranquilizar a la mujer, el maestro pareció darse por vencido. No perdió, sin embargo, su caballerosidad. Y saludó a María Petra llevándose la mano al sombrero.
Antes de marcharse, vio el rostro de su alumno por la vidriera del negocio de antigüedades. Allí, entre teteras de plata labrada, espadas y almohadones bordados, Dorel tenía el aspecto de un ángel de porcelana.
El maestro saludó al niño con la mano en alto. Y pareció que sus ojos intentaron decirle algo. Algo como “corre, Dorel, corre tan lejos como puedas”.
*
Aquella misma semana tocaba la visita mensual de María Petra a casa de su tía.
En esos días, desde el episodio con el maestro, apenas si había abierto la boca, y solo para dar órdenes que Dorel cumplió sin chistar.
Eran las dos de la tarde cuando María Petra apareció en el negocio con su vestido azul y su sombrero.
-Voy a salir -dijo. Y como si fuera necesario, aclaró-. Visitaré a mi tía.
-Claro, señora.
-Quedas a cargo, Dorel.
Las campanillas de bronce sonaron alegres cuando María Petra traspuso la puerta en dirección a la calle. Dorel suspiró todo el aire que tenía amontonado en el pecho. Y aunque no sonrió, al menos se sintió aliviado.
Sin embargo, no habría alcanzado María Petra la esquina, cuando un joven de cabello rojizo entró al negocio. Traía un pequeño paquete en las manos. Parecía asustado o tímido.
-Me manda mi madre -dijo-. Ella desea vender esto.
El recién llegado desenvolvió su tesoro. Se trataba de un espejo enmarcado en ébano, más o menos del tamaño de la palma de una mano.
Sin prestarle demasiada atención, Dorel negó con la cabeza. Pero el joven insistió.
-Mira que este espejo vino desde América. Lo trajo mi padre. Mi padre es sargento, y hace poco que regresó a causa de una herida que recibió peleando contra el ejército del tal don San Martín. ¿Sabes algo sobre eso?
Dorel sabía porque el maestro le había hablado sobre esas guerras, y le había dicho que, aunque había un océano de por medio, no les eran ajenas.
Mientras Dorel recordaba, el joven seguía con lo suyo:
-Si lo miras con detenimiento, verás que tiene bien tallada la madera.
Dorel lo tomó en sus manos. Él ya sabía reconocer objetos verdaderamente antiguos y diferenciarlos de baratijas y de imitaciones. Dio vuelta el espejo y vio una marca hecha a punzón en la parte inferior.
-Aquí está dañado -dijo Dorel, en su papel de comerciante.
-Por solo cuatro monedas te lo dejo -respondió el joven.
Dorel comprendió que, dañado o no, el objeto tenía mucho valor. Seguramente, a María Petra le complacería mucho una buena compra.
-Te doy tres monedas -ofreció Dorel.
-Es para medicinas -era evidente que el joven de cabello rojizo decía la verdad-. Necesitamos cuatro monedas para poder comprarlas.
Dorel dudó. Pero las palabras de María Petra repicaron en su cabeza: “Nunca te conmuevas por la palidez, el hambre o la tragedia de los clientes porque entonces llevarás mi negocio a la ruina”.
-Tres monedas o nada -dijo Dorel.
-Está bien -aceptó el joven-. Algo es algo. Y ya veremos de encontrar la que nos falta.
Tomó las tres monedas que Dorel sacó de una lata. Saludó y se fue.
Dorel se dispuso a sacarle brillo a la nueva adquisición para enseñársela a María Petra cuando esta regresara de visitar a su tía. Tomó un paño y comenzó su tarea. Primero la parte posterior, para dejar lustroso el ébano.
¿Qué será esta marca hecha a punzón sobre la madera?, se preguntó el huérfano.
Cuando la parte de atrás estuvo impecable, Dorel mojó el paño en alcohol para limpiar el cristal.
Entonces, el espejo le mostró su rostro casi gris de tanto encierro. Le mostró sus ojos casi viejos de no ver el mundo. Dorel intentó sonreír y notó que su boca no recordaba cómo hacerlo. Su corazón comenzó a latir muy fuerte, igual que si tuviera un tambor en el pecho.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
¿Por qué no le había dado al joven las cuatro monedas, si el espejo se vendería en más de diez? Tal vez, ya se parecía demasiado a María Petra… Mirándose bien, veía hasta los mismos rasgos en su rostro. Pero no quería, no quería parecerse a ella. Quería parecerse a su madre. Dorel no la había conocido, pero siempre la había imaginado como una dulce mujer que sabía cantar. Su madre nunca se habría aprovechado de un desesperado.
Pero María Petra iba a ponerse contenta con una buena compra.
Pero el maestro siempre repetía que la estatura de un hombre es la de su corazón.
Y su madre, ¿qué diría su madre…? “Quizás aún puedas alcanzarlo.”
Dorel tomó otra moneda de la lata.
¡Corre, Dorel, corre tan lejos como puedas!
“¡No salgas a la calle, Dorel, que los moros buscan cabezas!”
“Dorel, esa guerra acabó hace tres siglos.”
“Dorel. Buscan cabezas, Dorel, hace tres siglos, que buscan cabezas, que acabó la guerra… ”
“No salgas a la calle, Dorel.”
“¿Qué diría tu madre? ¡Corre, Dorel, corre tan lejos como puedas!”
“Hace tres siglos, buscan cabezas, la estatura de un hombre es la de su corazón.”
*
Dorel tomó el espejo para darse coraje. Avanzó unos pasos. Solamente abriría la puerta. Tal vez, el joven estaba por allí cerca, pidiendo la moneda que le faltaba.
Las campanillas que colgaban de la puerta volvieron a sonar. Dorel asomó la cabeza y miró hacia ambos lados de la calle. El joven que acababa de venderle el espejo de ébano no estaba a la vista.
Dorel respiró hondo. Podría atreverse a llegar a la esquina. Le daría al joven la cuarta moneda para su medicina y regresaría de inmediato. Volvió a respirar. La tarde olía fuerte.
Cerró la puerta a sus espaldas. Y empezó a caminar.


de El espejo africano © Liliana Bodoc, Ediciones SM, Buenos Aires, 2008.

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