07 marzo, 2012

Vlady Kociancich (Buenos Aires, 1941)


ABISINIA             
(fragmento)

Para mí, en aquel tiempo, Irene estaba hecha de negaciones: nada pedía, nada deseaba. La veía raramente (nunca en la mesa, de tanto en tanto en la sala, a veces en la puerta de calle, cuando yo regresaba de mis rondas de amor y ella salía para misa de alba), raramente me dirigía la palabra antes de que yo lo hiciera, y en presencia de cualquier extraño se retiraba pronto, sin disculpa alguna, sin perturbación ni sonrojo, a su mundo de bordado y silencio.
Una sola vez, en los días groseramente coloreados que precedieron a mi enfermedad, debí tomarla en cuenta: quería tener un gato y solicitaba mi permiso.
Hasta hoy no he logrado comprender mi reacción.
―No me gustan los gatos, me gustan los perros. Pero el lugar de los animales es el campo y me niego a enjaularlos aquí.
Si ella defendía las virtudes de un gato contra la utilidad o la inteligencia de un perro, si postulaba la ventaja del cuidado afectuoso sobre la dura libertad, me hubiera derrotado. Yo no tenía argumentos a favor de uno o de otro; jamás me interesó animal alguno. Pero no dijo nada. Muy quieta, las manos entrelazadas en la falda, parecía reflexionar.

Me exasperó el silencio. Quería oír una protesta, enfrentar un enojo, ver una lágrima. Aunque me sabía incapaz de negarle un placer que me costaba poco y que a ella (pues había violado su propia ley de invisibilidad) debía importarle mucho.

―Comprendo ―dijo.
Que renunciara a un deseo inocente me sublevó. Antes de informarle que era libre de poseer un gato, un perro, un loro, un tigre, porque a mí me daba exactamente lo mismo, creí necesario instruirla con furia de mi aversión por toda bestezuela doméstica, de mi horror por las pequeñas vidas satélites, casi estaba creyendo esas mentiras, no advertí que le negaba el gato, que rechazaba su pedido.
La vi alejarse con su paso calmo después de haberme sonreído sin pena ni rencor. Atónito, mirándome la palma de las manos, que tenía mojadas, descubrí en mi exaltación una victoria sórdida.
Días después le pedía a un amigo que me buscara un gato.

***

 Piquet entra en el patio. Mira al hombre de la silla de ruedas. Titubea. El hombre está de espaldas a él, la cara entre las manos. Piquet hace una mueca de fastidio. Suspira, se encoge de hombros, tose discretamente para llamarle la atención. Durand gira la cabeza.
No hay lágrimas en los ojos verdes, que relumbran como los de un gato en la oscuridad. Sonríe. ¡Bien! ¡Muy bien! Ahora, Xavier Durand. Esta es la ocasión. Usa en nuestro beneficio al único amigo que te ha dejado en pie la delicada Irene. No mires hacia atrás. La decisión que tomaste en París es hoy anécdota risible. Cuéntale simplemente los hechos.
Hechos. No los sueños ni las pesadillas que te complace atribuirme. Recuerdas bien. Cómo olvidar la cara joven, azorada y estúpida del hombre que ella arrastró a tu cuarto en París. Más te horrorizó la perplejidad del muchacho que las atroces palabras de Irene. Olvida lo que ella prometió y se aplicó a cumplir desde esa noche. Sólo recuerda tu infinita compasión y tu tristeza por la presencia inútil del tercero.
Recuerda al joven mirándose los pies, roja la hermosa y tosca cara, demasiado humilde para atreverse a salir del cuarto sin una orden de los señores, ansioso de volver a su calle y su gente para contar la aventura de la noche, para recuperar con los suyos la risa y el aplomo que le faltaba ahora, pobre instrumento de carne pulsado por la dama de blanco frente al caballero que tenía una manta sobre las piernas. Recuerda la fascinación con que mirabas al muchacho (ni una vez posaste los ojos en Irene), como si no pudieras admitir aquellos pormenores fisonómicos que corroboraban su existencia: el cabello lacio, los ojos castaños, la pequeña cicatriz en la frente, la boca floja, la sombra de barba en un mentón de niño.
Recuerda que fue esa fascinación del horror lo que te hizo perder la primera batalla contra Irene. Porque sólo deseabas una cosa. Que se borrara de tu vista aquel cuerpo. Recuerda también que Irene no te pidió nada ese día. Quería probarte y te probó.
Recuerda tu silencio, tu inmovilidad, tus ojos clavados en la puerta cerrada, la carga del infierno sobre los dos, y el helado desprecio en la voz de Irene antes de irse ella también, abandonándote a un nuevo mundo, diciendo:
―Te jactas de ser un hombre ético. No es verdad, Xavier. A tu moral le falta la belleza que hay en la venganza.

 Extraído de: Abisinia, Editorial Galerna, 1985.

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