EL ESPANTAJO
—Mátala— dijo el Espantajo, casi susurrando, acezando, con los dientes apretados, la voz muy dura pero con un tono disipado, deletreando, poniendo énfasis en la “a” del final que redondeaba abriendo los labios cuanto pudiera.
—Mátalaaaaaaa.
Galaor se lanzó con toda la fuerza de su cuerpo formado para la cacería. Primero inclinó el peso hacia adelante, las patas se agazaparon flexibles; en un instante, con un zarpazo rápido, logró coger a la paloma antes de que inicie la huida y le metió un mordisco en la parte más carnosa del cuerpo. Movió la cabeza con violencia, primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Con otro par de movimientos iguales pudo controlar el pequeño cuerpo mientras caían algunas plumas desde los dientes. La paloma dejó de oponer resistencia. Galaor entonces abrió la boca y la volvió a cerrar, se acercó hacia el Espantajo y dejó caer a la paloma sobre sus botas. Era un amasijo de plumas y baba, apenas se adivinaba la cabeza del animal, los ojos abiertos, como disecados.
— Buena— le dijo el chico al animal, acariciando el pelaje naranja que llevaba sobre el lomo, mientras dejaba suelta la mirada sobre la paloma tendida en la vereda.
El chico sonrió sin ganas y empezó a caminar junto al perro dejando atrás el juego de la cacería inútil.
—Maldito— se escuchó desde el otro lado del parque.
El Espantajo se sacó la cadena que llevaba a la cintura y Galaor paró en seco, olfateando el aire. Una mirada verde se deslizó entre la hierba recorriendo de este a oeste el jardín municipal, con las manos de uñas diminutas —se las comía— se acomodó el cuello de la casaca de cuero, luego metió lentamente una mano en el bolsillo para buscar el último cigarrillo de la tarde.
Se estaba haciendo de noche.
—Maldito— volvió a escuchar esta vez con un suave eco, casi imperceptible.
Galaor levantó el hocico. Algunas palomas que habían revoloteado sobre la cancha de fulbito se atrevieron de nuevo a posarse sobre los arbustos. El Espantajo prendió el cigarrillo e impaciente, con la misma voz cavernosa, gritó:
—Ya, sal de donde estés— y agregó con la voz en un tono más bajo y casi en una sola sílaba —mierrrrddda...
—Hijo de puta— se escuchó detrás de un Ford Falcón estacionado a un lado de la cancha. Una chica se levantó del suelo y caminó. Llevaba un polo blanco, una casaca de jean y una faldita transparente.
—Mierda, ¿qué tienes?— dijo el Espantajo.
—Asesino, tú y tu perro, par de malditos asesinos— llegó a decir la niña, (era apenas una niña, no tendría más de trece años) antes de acercarse hacia la paloma para recoger el cuerpo con extrema delicadeza. La levantó hacia su cara, la colocó junto a su mejilla y le lanzó un poco de aire, suavemente, con los labios haciendo una o. La cara se le ensució con un rastro de sangre.
El Espantajo se conmovió. Era algo tan inusual en él que estuvo a punto de perder la conciencia y besar a esa chica y tratar de resucitar al animal.
Pero se contuvo.
Sintió que una ráfaga caliente le atravesaba el cuerpo, desde el estómago hasta las mejillas, donde se instaló con un ardor vergonzoso. Se tocó las mejillas y pensó que se le habían enrojecido. Bajó la cabeza y llamó al perro. Sus ojos verdes adquirieron un tono acuoso, líquido, y el cigarrillo dejó de bailar en sus dedos para caer sobre el pasto de un preciso y nervioso pellizco.
Trató de fingir, de actuar, de luchar contra el calor del pecho. Y sonrió. Una sonrisa tonta, sin sentido, estúpida, inoportuna. De medio lado, casi una mueca.
La chica lo miró fijamente pero sus ojos sólo destilaban rencor, oscuridad, mugre, indignación. ¿Lo odiaba? No se dio por enterado, se pasó una mano por el pelo, el sol de la tarde, a contraluz, iluminó por un segundo la falda de la chica y el Espantajo pudo ver entre la tela celeste las piernas duras y delineadas.
—Galaor— gritó el muchacho —no te dije, bestia, que no la mates.
—Hipócrita— contestó de inmediato la chiquilla— yo te escuché diciéndole que la mate. Eres un cochino hipócrita de mierda cabrón chetumadre...
—Aprende a limpiarte los mocos antes de hablar como una jugadora...
—¡Hablo como chucha me da la gana!— e inmediatamente después de proferir toda esta sarta de palabrotas y groserías se puso a llorar. Lloraba con un tono muy quedo, unos gemidos breves y agudos, como lloran los perros pequeños apenas los separan de su madre.
Galaor se acercó a la chica y se puso a llorar con ella. Dentro de la raza de los perros sentimentales Galaor se llevaba todos los premios, no podía aguantar un solo segundo antes de lanzarse con sus gemidos berracos junto al que solloza por cualquier motivo. Incluso en las calles, cuando los niños caen sobre las piedras y sueltan un llantito engreído, Galaor siempre se acerca para aunarse al coro.
El Espantajo, que ya estaba acostumbrado de las manías sentimentales de su perro peleador, al principio iba a soltar una estruendosa carcajada pero se reprimió al sentir los ojos empapados de la muchacha que lo miraban fijamente.
— ¡Ves!— le dijo la niña sorbiendo los mocos —hasta él está arrepentido de lo que ha hecho.
—Llora cada vez que escucha llorar a alguien... es como el experimento del ruso ése...
—Nada... llora porque tiene los sentimientos que a ti te faltan.
— ¿Que a mí me falta qué?
—Sentimientos... Eso es lo que he dicho. Que tienes menos sentimientos que un perro.
El Espantajo se quedó pensando. La chica estrechaba con más fuerza a la paloma junto a su pecho.
—Puede ser— adujo de forma cínica instalándose cómodamente en su mejor trinchera —de hecho tengo menos sentimientos que ese estúpido animal... pero en todo caso no llora porque se haya dado cuenta de nada, sino porque tú lo haces... Mira, ya dejó de hacerlo...
Galaor se había acercado a su dueño moviendo la cola. Nuevamente estaba feliz. Los perros sólo necesitan de un segundo o de un gesto para cambiar de estado de ánimo. El Espantajo envidiaba a Galaor.
—Hubiera querido que me salga una lágrima aunque sea... pero soy así de duro, qué voy a hacer.
La chiquilla lo miró con ganas de pegarle pero no hubiera podido hacer nada contra ese cuerpo inmenso de pelo cortado disparejo. Quiso volver a repetir otras lisuras cuando en su mano, el cuerpo inerte de la paloma vibraba casi imperceptiblemente. La chica lo acercó a su pecho, acurrucó a la paloma, Galaor movió la cola.
— ¿Y tú cómo te llamas?— preguntó el Espantajo, haciéndose el desinteresado.
—No te voy a decir. Para qué— contestó ella concentrada en el cuerpo inerte— Ayúdame a enterrarla— la chica se levantó y se acercó al centro del parque, con las manos empezó a jalar la tierra. El Espantajo se sacó la casaca, se arrodilló sobre la tierra y la ayudó con ambas manos. Tenía los dedos gruesos y ásperos, perfectos para cavar la tierra.
La paloma vibraba imperceptiblemente, pero nadie se dio cuenta.
La ceremonia no duró ni media hora, la enterraron viva porque estaban en realidad más concentrados el uno en el otro que en el animal. Cuando estuvo la paloma totalmente cubierta, la muchachita se arrodilló y rezó con las manos juntas. El Espantajo se sintió inquieto e incómodo.
Terminado todo, el Espantajo caminó unos pasos hacia la zona del Ford Falcón, se recostó en el carro y sacó una chicharra del bolsillo. Con el último fósforo la prendió mientras miraba a la niña que jugaba con Galaor. La falda se movía con el viento, el pelo le caía suavemente sobre la cara. Tiraba una ramita y Galaor, experto en todo tipo de situaciones caninas, la recogía para entregársela moviendo la cola. Ella reía. Parecía haber olvidado por completo a la paloma.
—Oye, ven acá— le gritó el muchacho, la chicharrita estaba a punto de apagarse.
La niña vino corriendo alegre, acezando. Él le estiró la mano, ella cogió con suma destreza la chicharra y la absorbió en el aire hasta que no quedó ni el mínimo rastro de marihuana. Después sacó un verdadero troncho del bolsillo y lo estiró para que el Espantajo lo prenda.
—Sorry, no tengo fósforos.
—Me hubieras dicho, lo hubiéramos prendido con eso— señalo con su dedo el último residuo de papel que permanecía hecho cenizas sobre la vereda— ¿Y ahora? No sabes lo tranca que es conseguir un fósforo por acá...
—Eso no es problema. Vamos a caminar hacia la autopista, por ahí debe haber algo...
Los dos caminaron mientras Galaor correteaba alrededor de ellos.
— ¿Ya no me odias?— se animó a preguntar el muchacho.
—No te odio, te desprecio... Eres un asesino de palomas. Ya todos te conocen por acá. Todos saben de tu calaña. Pero yo no puedo odiar, soy incapaz de hacerlo... Yo he nacido para amar, eso me dice mi mamá siempre y ¿por qué no lo voy a creer? Lo que pasa es que tú no tienes quién te quiera. Debe ser muy triste llevar la vida que llevas.
El Espantajo se quedó mudo.
Después caminó algunos pasos y tuvo ganas de largarse, pero de inmediato le asaltó la idea del troncho recién armado y dejó su dignidad a un lado por el asqueroso vicio. Total: se trataba de una chiquilla de mierda.
El Espantajo caminó por inercia pero estuvo dudando unos segundos mientras miraba los zapatos de charol rojo que llevaba la insoportable que estaba a su lado. Pensó que quizás se trataba de una chiquilla sacerdotisa de esa nueva religión que se había puesto de moda. O de una niña que veía demasiados dibujos animado evangelistas.
Al llegar a la autopista ambos se acercaron a la baranda de metal. Caminaron cogiendo la baranda con una mano por el borde de la pista hasta que llegaron al primer puente peatonal. El Espantajo se adelantó a la chica y hurgó debajo del puente, cerca de la baranda. Encontró un fósforo. Ella sonrió y se acercó al muchacho, ambos se sentaron sobre la tierra, el Espantajo prendió el troncho y lo fumaron callados, mirando los carros que pasaban a toda velocidad.
— ¿Qué pasaría si cruzo la pista?
—Casi nada: volarías en mil pedazos— el Espantajo le devolvió el troncho— No seas malcriada y ni se te ocurra cruzar, que el perro iría detrás tuyo... No quiero que se muera.
— ¿Y yo no te importo?— le preguntó recibiéndolo.
—No mucho— le contestó mientras apoyaba la espalda contra el muro de la baranda que separaba la autopista de la vereda.
—Lo suponía— le contestó con cierta tristeza.
—Después de todo lo que me has dicho... ¡¿Estás loca o qué te pasa?! Sólo vine acá porque hace tiempo que no consigo una cantidad de yerba considerable como para estar en algo, lo demás no me importa...
Ella lo miró con cierta rabia y después acarició al perro. Galaor ladró. Un par de autos competían una carrera de piques a lo lejos. Se escuchaba el ruido de los motores. Por la autopista no dejaban de circular los carros rápidamente, dejando una estela de ruido que rebotaba contra el techo del puente.
La yerba se acabó. La chica se acercó al Espantajo, se sentó a su lado. Él la miró bastante fastidiado queriendo zafarse de la situación. Pero había algo en ella que lo encandilaba y no podía resistirse a ese acercamiento. Cuando estuvo a su lado, ella colocó muy despacio su cabeza sobre las piernas del chico.
— ¿Me puedes acariciar el pelo?— le dijo como si se tratase de lo más natural del mundo.
El Espantajo cada vez más nervioso se quiso apartar, pero Galaor se acercó a ambos y se echó tranquilo a los pies de la muchacha. El Espantajo, con las manos algo sudorosas, fue acariciando el pelo de la chica. Lo tenía muy suave, casi imperceptible, era terriblemente agradable hacer eso.
La chiquilla se metió el dedo gordo en la boca y comenzó a succionar. El Espantajo, sin saber lo que hacía, se lo sacó fastidiado.
—Ya estás grande para hacer eso.
Ella se limpió la baba del dedo en la casaca y siguió en la misma posición.
—Bueno, pero no dejes de acariciarme el pelo.
El Espantajo empezó a impacientarse pero continuó acariciando, despacio, sintiendo el suave roce en cada movimiento. Ella se quedó dormida.
—Ya sabía...
Por un momento pensó en dejarla ahí, durmiendo la yerba, pero se resistió porque cierto remordimiento le empezó a latir en la cabeza. Veía pasar los carros y gracias a la sensación placentera y brumosa del troncho todos los colores le parecían más vivos y la situación más soportable. Se imaginó que esa chica era su hijita. Una hija bastante grande. Luego sin darse cuenta le acarició también los brazos, despacio, lentamente, con paciencia. Y después las piernas y luego los dedos fluyeron hacia arriba, cada vez más, palpó las nalgas lentamente, luego el pubis sin un solo vello púbico. Se puso nervioso. Quiso hacerla hacia un lado para levantarse e irse corriendo. Pero en ese momento ella despertó.
— ¿Ha pasado mucho tiempo?
—No creo— le contestó él— todavía no oscurece del todo.
—Mi mamá se va a molestar, tengo que regresar a mi casa. ¿Quieres acompañarme? Me da miedo cruzar el río sola.
—No... no puedo. Tengo que encontrarme con alguien ahorita.
—Pero ya se está haciendo de noche. Me pueden asaltar.
—Oye, no te hagas... ¿quieres que ahora te crea una señorita cuando ya sé que eres una callejera? Sabes caminar sola perfectamente. Así que no te voy a acompañar ni mierda. No me vengas con huevadas...
— ¡Así que no te importa que me violen y me maten! Ah, yo no sé, ah.... si me violan y me matan y encuentran mi cadáver flotando todo hinchado sobre el río... será tu culpa.
—Ya pues. ¿Y qué?
—Yo no sé, ah.
Ella empieza a caminar, salta la baranda del muro que separa la autopista del parque y se aleja. Él la mira un rato. Luego vuelve la misma mirada verde sobre los carros que pasan corriendo de este a oeste. Suspira y trata de controlarse. Pero de pronto se para apresurado, salta la baranda, corre hacia el lugar donde ella se ha perdido. Galaor lo sigue a paso lento.
Al voltear la esquina que da hacia el río, la chiquilla estaba agazapada esperándolo.
—Te demoraste menos de lo que pensé.
El Espantajo para de golpe y se molesta consigo mismo por la poca efectividad de sus decisiones.
—Ya, pues, apúrate.
Los dos van caminando, bajan una loma para acercarse al río y ella se le adelanta un poco: juega con Galaor lanzándole palitos que el perro insiste en recoger una y otra vez. El Espantajo se queda mirando a la chica: se siente extraño, algo dulce le surge de adentro, un sentimiento que detesta porque le parece femenino, amanerado, maricón. Piensa que quizás eso sienta la gente que alguna vez jugó con una madre: él nunca tuvo infancia, del puericultorio pasó a la calle a los siete años, y en la calle se hizo de su fama apenas supo cómo robar para comer. La única ración de ternura la ha recibido de los animales: perros, gatos, aves y hasta de una iguana verde que mordía los pasadores de sus zapatillas. Animales que lo comprenden porque no le piden nada: les dan su lomo y él pasa la mano distraído. Se contentan con poco, igual que él. Pero ahora pasar la mano por el lomo de esa chiquilla lo ha perturbado como nunca, y detesta encontrarse en esa situación, porque no puede controlar nada: ni las miradas ni sus impulsos. Y la mira y tiene ganas de acercarse y besarla y pasarle de nuevo la mano por el pelo mal cortado.
La chiquilla está a punto de cruzar el río y él no sabe cómo llamarla para detenerla, sobre una sección poco profunda empieza a saltar entre las piedras. Su falda se moja, Galaor ladra, el viento sopla suave y él puede volver a ver las piernas de muslos firmes y tiernos. La noche envuelve al paisaje.
Pero de pronto Galaor levanta la cola y las orejas: algo está a punto de suceder. El Espantajo voltea hacia el otro lado del río pero sólo mira cómo una bandada de palomas se levanta simétrica hasta alcanzar las copas de los árboles. Las palomas vuelan en círculos, levantándose, y regresando al ras del suelo varias veces y Galaor, diestro en la cacería, tensa todo el cuerpo esperando el momento adecuado para dar el salto fatal. Se distrae y mientras observa complacido el instinto de su perro, el Espantajo no se da cuenta que frente a él aparecen cuatro individuos armados con metralletas recortadas y fusiles ligeros. El Espantajo se detiene e intenta llamar a la chica y al perro, pero no le hacen caso y siguen cruzando el río.
—Galaor...— grita desesperado —Galaoooooorrrrrrr...
En ese mismo instante cae abatido por las armas.
Los hombres se acercan sin dejar de disparar. Galaor intenta en un primer momento atacar al que está más rezagado pero la chiquilla lo atrapa por el cuello, se le tira encima y lo mantiene fuera del cuadro de combate. Tras breves segundos de un silencio de pavor, el jefe, un individuo de barba escuálida, se acerca y remata al Espantajo con un tiro en la cabeza.
—Idiota...
La chiquilla también se acerca despacio, Galaor se le ha adelantado y olfatea con su hocico la sangre que salta rojísima de las perforaciones del cuerpo. Los demás hombres revisan el pantalón del muchacho, le quitan una billetera vieja sin un centavo y unos papeles higiénicos que guardaba en el bolsillo de la casaca. El perro aúlla.
—Te demoraste demasiado. Ya te iba ir a buscar— le dice el hombre de la barba a la chica.
—Me quedé dormida, esa hierba era pura lechuga...— los dos se miran indiferentes — ¿Y me puedo quedar con el perro?
Galaor lloraba mientras olisqueaba con insistencia el cuerpo del muchacho. El hombre la miró a los ojos.
—Realmente te gusta el animal, ¿no?
—Sí... desde hace tiempo.
—Llévatelo.
Ella sonríe y salta contenta en busca de Galaor y lo llama con un silbido. El perro termina de olfatear al muchacho y se acerca a su nueva dueña moviendo la cola.
A Coco Pujalt, el verdadero Espantajo,
asesinado a balazos junto al mar de Bujama en 1997,
y a Wesser, su perro setter
—Mátala— dijo el Espantajo, casi susurrando, acezando, con los dientes apretados, la voz muy dura pero con un tono disipado, deletreando, poniendo énfasis en la “a” del final que redondeaba abriendo los labios cuanto pudiera.
—Mátalaaaaaaa.
Galaor se lanzó con toda la fuerza de su cuerpo formado para la cacería. Primero inclinó el peso hacia adelante, las patas se agazaparon flexibles; en un instante, con un zarpazo rápido, logró coger a la paloma antes de que inicie la huida y le metió un mordisco en la parte más carnosa del cuerpo. Movió la cabeza con violencia, primero hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Con otro par de movimientos iguales pudo controlar el pequeño cuerpo mientras caían algunas plumas desde los dientes. La paloma dejó de oponer resistencia. Galaor entonces abrió la boca y la volvió a cerrar, se acercó hacia el Espantajo y dejó caer a la paloma sobre sus botas. Era un amasijo de plumas y baba, apenas se adivinaba la cabeza del animal, los ojos abiertos, como disecados.
— Buena— le dijo el chico al animal, acariciando el pelaje naranja que llevaba sobre el lomo, mientras dejaba suelta la mirada sobre la paloma tendida en la vereda.
El chico sonrió sin ganas y empezó a caminar junto al perro dejando atrás el juego de la cacería inútil.
—Maldito— se escuchó desde el otro lado del parque.
El Espantajo se sacó la cadena que llevaba a la cintura y Galaor paró en seco, olfateando el aire. Una mirada verde se deslizó entre la hierba recorriendo de este a oeste el jardín municipal, con las manos de uñas diminutas —se las comía— se acomodó el cuello de la casaca de cuero, luego metió lentamente una mano en el bolsillo para buscar el último cigarrillo de la tarde.
Se estaba haciendo de noche.
—Maldito— volvió a escuchar esta vez con un suave eco, casi imperceptible.
Galaor levantó el hocico. Algunas palomas que habían revoloteado sobre la cancha de fulbito se atrevieron de nuevo a posarse sobre los arbustos. El Espantajo prendió el cigarrillo e impaciente, con la misma voz cavernosa, gritó:
—Ya, sal de donde estés— y agregó con la voz en un tono más bajo y casi en una sola sílaba —mierrrrddda...
—Hijo de puta— se escuchó detrás de un Ford Falcón estacionado a un lado de la cancha. Una chica se levantó del suelo y caminó. Llevaba un polo blanco, una casaca de jean y una faldita transparente.
—Mierda, ¿qué tienes?— dijo el Espantajo.
—Asesino, tú y tu perro, par de malditos asesinos— llegó a decir la niña, (era apenas una niña, no tendría más de trece años) antes de acercarse hacia la paloma para recoger el cuerpo con extrema delicadeza. La levantó hacia su cara, la colocó junto a su mejilla y le lanzó un poco de aire, suavemente, con los labios haciendo una o. La cara se le ensució con un rastro de sangre.
El Espantajo se conmovió. Era algo tan inusual en él que estuvo a punto de perder la conciencia y besar a esa chica y tratar de resucitar al animal.
Pero se contuvo.
Sintió que una ráfaga caliente le atravesaba el cuerpo, desde el estómago hasta las mejillas, donde se instaló con un ardor vergonzoso. Se tocó las mejillas y pensó que se le habían enrojecido. Bajó la cabeza y llamó al perro. Sus ojos verdes adquirieron un tono acuoso, líquido, y el cigarrillo dejó de bailar en sus dedos para caer sobre el pasto de un preciso y nervioso pellizco.
Trató de fingir, de actuar, de luchar contra el calor del pecho. Y sonrió. Una sonrisa tonta, sin sentido, estúpida, inoportuna. De medio lado, casi una mueca.
La chica lo miró fijamente pero sus ojos sólo destilaban rencor, oscuridad, mugre, indignación. ¿Lo odiaba? No se dio por enterado, se pasó una mano por el pelo, el sol de la tarde, a contraluz, iluminó por un segundo la falda de la chica y el Espantajo pudo ver entre la tela celeste las piernas duras y delineadas.
—Galaor— gritó el muchacho —no te dije, bestia, que no la mates.
—Hipócrita— contestó de inmediato la chiquilla— yo te escuché diciéndole que la mate. Eres un cochino hipócrita de mierda cabrón chetumadre...
—Aprende a limpiarte los mocos antes de hablar como una jugadora...
—¡Hablo como chucha me da la gana!— e inmediatamente después de proferir toda esta sarta de palabrotas y groserías se puso a llorar. Lloraba con un tono muy quedo, unos gemidos breves y agudos, como lloran los perros pequeños apenas los separan de su madre.
Galaor se acercó a la chica y se puso a llorar con ella. Dentro de la raza de los perros sentimentales Galaor se llevaba todos los premios, no podía aguantar un solo segundo antes de lanzarse con sus gemidos berracos junto al que solloza por cualquier motivo. Incluso en las calles, cuando los niños caen sobre las piedras y sueltan un llantito engreído, Galaor siempre se acerca para aunarse al coro.
El Espantajo, que ya estaba acostumbrado de las manías sentimentales de su perro peleador, al principio iba a soltar una estruendosa carcajada pero se reprimió al sentir los ojos empapados de la muchacha que lo miraban fijamente.
— ¡Ves!— le dijo la niña sorbiendo los mocos —hasta él está arrepentido de lo que ha hecho.
—Llora cada vez que escucha llorar a alguien... es como el experimento del ruso ése...
—Nada... llora porque tiene los sentimientos que a ti te faltan.
— ¿Que a mí me falta qué?
—Sentimientos... Eso es lo que he dicho. Que tienes menos sentimientos que un perro.
El Espantajo se quedó pensando. La chica estrechaba con más fuerza a la paloma junto a su pecho.
—Puede ser— adujo de forma cínica instalándose cómodamente en su mejor trinchera —de hecho tengo menos sentimientos que ese estúpido animal... pero en todo caso no llora porque se haya dado cuenta de nada, sino porque tú lo haces... Mira, ya dejó de hacerlo...
Galaor se había acercado a su dueño moviendo la cola. Nuevamente estaba feliz. Los perros sólo necesitan de un segundo o de un gesto para cambiar de estado de ánimo. El Espantajo envidiaba a Galaor.
—Hubiera querido que me salga una lágrima aunque sea... pero soy así de duro, qué voy a hacer.
La chiquilla lo miró con ganas de pegarle pero no hubiera podido hacer nada contra ese cuerpo inmenso de pelo cortado disparejo. Quiso volver a repetir otras lisuras cuando en su mano, el cuerpo inerte de la paloma vibraba casi imperceptiblemente. La chica lo acercó a su pecho, acurrucó a la paloma, Galaor movió la cola.
— ¿Y tú cómo te llamas?— preguntó el Espantajo, haciéndose el desinteresado.
—No te voy a decir. Para qué— contestó ella concentrada en el cuerpo inerte— Ayúdame a enterrarla— la chica se levantó y se acercó al centro del parque, con las manos empezó a jalar la tierra. El Espantajo se sacó la casaca, se arrodilló sobre la tierra y la ayudó con ambas manos. Tenía los dedos gruesos y ásperos, perfectos para cavar la tierra.
La paloma vibraba imperceptiblemente, pero nadie se dio cuenta.
La ceremonia no duró ni media hora, la enterraron viva porque estaban en realidad más concentrados el uno en el otro que en el animal. Cuando estuvo la paloma totalmente cubierta, la muchachita se arrodilló y rezó con las manos juntas. El Espantajo se sintió inquieto e incómodo.
Terminado todo, el Espantajo caminó unos pasos hacia la zona del Ford Falcón, se recostó en el carro y sacó una chicharra del bolsillo. Con el último fósforo la prendió mientras miraba a la niña que jugaba con Galaor. La falda se movía con el viento, el pelo le caía suavemente sobre la cara. Tiraba una ramita y Galaor, experto en todo tipo de situaciones caninas, la recogía para entregársela moviendo la cola. Ella reía. Parecía haber olvidado por completo a la paloma.
—Oye, ven acá— le gritó el muchacho, la chicharrita estaba a punto de apagarse.
La niña vino corriendo alegre, acezando. Él le estiró la mano, ella cogió con suma destreza la chicharra y la absorbió en el aire hasta que no quedó ni el mínimo rastro de marihuana. Después sacó un verdadero troncho del bolsillo y lo estiró para que el Espantajo lo prenda.
—Sorry, no tengo fósforos.
—Me hubieras dicho, lo hubiéramos prendido con eso— señalo con su dedo el último residuo de papel que permanecía hecho cenizas sobre la vereda— ¿Y ahora? No sabes lo tranca que es conseguir un fósforo por acá...
—Eso no es problema. Vamos a caminar hacia la autopista, por ahí debe haber algo...
Los dos caminaron mientras Galaor correteaba alrededor de ellos.
— ¿Ya no me odias?— se animó a preguntar el muchacho.
—No te odio, te desprecio... Eres un asesino de palomas. Ya todos te conocen por acá. Todos saben de tu calaña. Pero yo no puedo odiar, soy incapaz de hacerlo... Yo he nacido para amar, eso me dice mi mamá siempre y ¿por qué no lo voy a creer? Lo que pasa es que tú no tienes quién te quiera. Debe ser muy triste llevar la vida que llevas.
El Espantajo se quedó mudo.
Después caminó algunos pasos y tuvo ganas de largarse, pero de inmediato le asaltó la idea del troncho recién armado y dejó su dignidad a un lado por el asqueroso vicio. Total: se trataba de una chiquilla de mierda.
El Espantajo caminó por inercia pero estuvo dudando unos segundos mientras miraba los zapatos de charol rojo que llevaba la insoportable que estaba a su lado. Pensó que quizás se trataba de una chiquilla sacerdotisa de esa nueva religión que se había puesto de moda. O de una niña que veía demasiados dibujos animado evangelistas.
Al llegar a la autopista ambos se acercaron a la baranda de metal. Caminaron cogiendo la baranda con una mano por el borde de la pista hasta que llegaron al primer puente peatonal. El Espantajo se adelantó a la chica y hurgó debajo del puente, cerca de la baranda. Encontró un fósforo. Ella sonrió y se acercó al muchacho, ambos se sentaron sobre la tierra, el Espantajo prendió el troncho y lo fumaron callados, mirando los carros que pasaban a toda velocidad.
— ¿Qué pasaría si cruzo la pista?
—Casi nada: volarías en mil pedazos— el Espantajo le devolvió el troncho— No seas malcriada y ni se te ocurra cruzar, que el perro iría detrás tuyo... No quiero que se muera.
— ¿Y yo no te importo?— le preguntó recibiéndolo.
—No mucho— le contestó mientras apoyaba la espalda contra el muro de la baranda que separaba la autopista de la vereda.
—Lo suponía— le contestó con cierta tristeza.
—Después de todo lo que me has dicho... ¡¿Estás loca o qué te pasa?! Sólo vine acá porque hace tiempo que no consigo una cantidad de yerba considerable como para estar en algo, lo demás no me importa...
Ella lo miró con cierta rabia y después acarició al perro. Galaor ladró. Un par de autos competían una carrera de piques a lo lejos. Se escuchaba el ruido de los motores. Por la autopista no dejaban de circular los carros rápidamente, dejando una estela de ruido que rebotaba contra el techo del puente.
La yerba se acabó. La chica se acercó al Espantajo, se sentó a su lado. Él la miró bastante fastidiado queriendo zafarse de la situación. Pero había algo en ella que lo encandilaba y no podía resistirse a ese acercamiento. Cuando estuvo a su lado, ella colocó muy despacio su cabeza sobre las piernas del chico.
— ¿Me puedes acariciar el pelo?— le dijo como si se tratase de lo más natural del mundo.
El Espantajo cada vez más nervioso se quiso apartar, pero Galaor se acercó a ambos y se echó tranquilo a los pies de la muchacha. El Espantajo, con las manos algo sudorosas, fue acariciando el pelo de la chica. Lo tenía muy suave, casi imperceptible, era terriblemente agradable hacer eso.
La chiquilla se metió el dedo gordo en la boca y comenzó a succionar. El Espantajo, sin saber lo que hacía, se lo sacó fastidiado.
—Ya estás grande para hacer eso.
Ella se limpió la baba del dedo en la casaca y siguió en la misma posición.
—Bueno, pero no dejes de acariciarme el pelo.
El Espantajo empezó a impacientarse pero continuó acariciando, despacio, sintiendo el suave roce en cada movimiento. Ella se quedó dormida.
—Ya sabía...
Por un momento pensó en dejarla ahí, durmiendo la yerba, pero se resistió porque cierto remordimiento le empezó a latir en la cabeza. Veía pasar los carros y gracias a la sensación placentera y brumosa del troncho todos los colores le parecían más vivos y la situación más soportable. Se imaginó que esa chica era su hijita. Una hija bastante grande. Luego sin darse cuenta le acarició también los brazos, despacio, lentamente, con paciencia. Y después las piernas y luego los dedos fluyeron hacia arriba, cada vez más, palpó las nalgas lentamente, luego el pubis sin un solo vello púbico. Se puso nervioso. Quiso hacerla hacia un lado para levantarse e irse corriendo. Pero en ese momento ella despertó.
— ¿Ha pasado mucho tiempo?
—No creo— le contestó él— todavía no oscurece del todo.
—Mi mamá se va a molestar, tengo que regresar a mi casa. ¿Quieres acompañarme? Me da miedo cruzar el río sola.
—No... no puedo. Tengo que encontrarme con alguien ahorita.
—Pero ya se está haciendo de noche. Me pueden asaltar.
—Oye, no te hagas... ¿quieres que ahora te crea una señorita cuando ya sé que eres una callejera? Sabes caminar sola perfectamente. Así que no te voy a acompañar ni mierda. No me vengas con huevadas...
— ¡Así que no te importa que me violen y me maten! Ah, yo no sé, ah.... si me violan y me matan y encuentran mi cadáver flotando todo hinchado sobre el río... será tu culpa.
—Ya pues. ¿Y qué?
—Yo no sé, ah.
Ella empieza a caminar, salta la baranda del muro que separa la autopista del parque y se aleja. Él la mira un rato. Luego vuelve la misma mirada verde sobre los carros que pasan corriendo de este a oeste. Suspira y trata de controlarse. Pero de pronto se para apresurado, salta la baranda, corre hacia el lugar donde ella se ha perdido. Galaor lo sigue a paso lento.
Al voltear la esquina que da hacia el río, la chiquilla estaba agazapada esperándolo.
—Te demoraste menos de lo que pensé.
El Espantajo para de golpe y se molesta consigo mismo por la poca efectividad de sus decisiones.
—Ya, pues, apúrate.
Los dos van caminando, bajan una loma para acercarse al río y ella se le adelanta un poco: juega con Galaor lanzándole palitos que el perro insiste en recoger una y otra vez. El Espantajo se queda mirando a la chica: se siente extraño, algo dulce le surge de adentro, un sentimiento que detesta porque le parece femenino, amanerado, maricón. Piensa que quizás eso sienta la gente que alguna vez jugó con una madre: él nunca tuvo infancia, del puericultorio pasó a la calle a los siete años, y en la calle se hizo de su fama apenas supo cómo robar para comer. La única ración de ternura la ha recibido de los animales: perros, gatos, aves y hasta de una iguana verde que mordía los pasadores de sus zapatillas. Animales que lo comprenden porque no le piden nada: les dan su lomo y él pasa la mano distraído. Se contentan con poco, igual que él. Pero ahora pasar la mano por el lomo de esa chiquilla lo ha perturbado como nunca, y detesta encontrarse en esa situación, porque no puede controlar nada: ni las miradas ni sus impulsos. Y la mira y tiene ganas de acercarse y besarla y pasarle de nuevo la mano por el pelo mal cortado.
La chiquilla está a punto de cruzar el río y él no sabe cómo llamarla para detenerla, sobre una sección poco profunda empieza a saltar entre las piedras. Su falda se moja, Galaor ladra, el viento sopla suave y él puede volver a ver las piernas de muslos firmes y tiernos. La noche envuelve al paisaje.
Pero de pronto Galaor levanta la cola y las orejas: algo está a punto de suceder. El Espantajo voltea hacia el otro lado del río pero sólo mira cómo una bandada de palomas se levanta simétrica hasta alcanzar las copas de los árboles. Las palomas vuelan en círculos, levantándose, y regresando al ras del suelo varias veces y Galaor, diestro en la cacería, tensa todo el cuerpo esperando el momento adecuado para dar el salto fatal. Se distrae y mientras observa complacido el instinto de su perro, el Espantajo no se da cuenta que frente a él aparecen cuatro individuos armados con metralletas recortadas y fusiles ligeros. El Espantajo se detiene e intenta llamar a la chica y al perro, pero no le hacen caso y siguen cruzando el río.
—Galaor...— grita desesperado —Galaoooooorrrrrrr...
En ese mismo instante cae abatido por las armas.
Los hombres se acercan sin dejar de disparar. Galaor intenta en un primer momento atacar al que está más rezagado pero la chiquilla lo atrapa por el cuello, se le tira encima y lo mantiene fuera del cuadro de combate. Tras breves segundos de un silencio de pavor, el jefe, un individuo de barba escuálida, se acerca y remata al Espantajo con un tiro en la cabeza.
—Idiota...
La chiquilla también se acerca despacio, Galaor se le ha adelantado y olfatea con su hocico la sangre que salta rojísima de las perforaciones del cuerpo. Los demás hombres revisan el pantalón del muchacho, le quitan una billetera vieja sin un centavo y unos papeles higiénicos que guardaba en el bolsillo de la casaca. El perro aúlla.
—Te demoraste demasiado. Ya te iba ir a buscar— le dice el hombre de la barba a la chica.
—Me quedé dormida, esa hierba era pura lechuga...— los dos se miran indiferentes — ¿Y me puedo quedar con el perro?
Galaor lloraba mientras olisqueaba con insistencia el cuerpo del muchacho. El hombre la miró a los ojos.
—Realmente te gusta el animal, ¿no?
—Sí... desde hace tiempo.
—Llévatelo.
Ella sonríe y salta contenta en busca de Galaor y lo llama con un silbido. El perro termina de olfatear al muchacho y se acerca a su nueva dueña moviendo la cola.
A Coco Pujalt, el verdadero Espantajo,
asesinado a balazos junto al mar de Bujama en 1997,
y a Wesser, su perro setter
Periodista y poeta limeña. Ha publicado cuatro libros de poesía, "Asuntos circunstanciales" (1984), "Ese oficio no me gusta" (1987), "Mariposa negra" (1993, 1998) y Condenado amor (1995) y un libro de relatos "Me perturbas" (1994 y 2001). Asimismo, ha editado dos libros de crítica: "El Combate de los Ángeles" (Pontificia Universidad Católica, 1999) y "Estudios Culturales. Discursos, poderes, pulsiones" (junto con G. Portocarrero, V.Vich y S. López-Maguiña, RED, 2001). Junto a Mariela Dreyfus, publicó "Nadie sabe mis cosas: ensayos en torno a la poesía de Blanca Varela".
Doctora en Literatura por la Universidad de Boston, actualmente trabaja como directora del diplomado de periodismo de la Universidad Jesuita de Lima. Escribe la ya mítica Kolumna Okupa en el diario La República, y se desempeña como Secretaria Ejecutiva de la Coordinadora de los Derechos Humanos (CNDDHH).
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