Casa de familia
-¡Martina! ¿Alguien vio a Martina?
Si cierro los ojos, el olor a piel de caballo me da arcadas. Pero los gritos de mi tía se diluyen y esos cuerpos encorsetados en vestidos de utilería, que giran y giran como muñecos en una caja de música, desaparecen.
-Martinaaaaaaa.
Ahora se convierten en una bola luminosa y si aprieto más los ojos, se reducen a un punto brillante en el medio de mi frente. Hasta que los abro y veo un cielo de estrellas. Literal. Una nube gris fosforescente está a punto de cubrirlas y yo acostada en el pasto. Me pica la espalda. Una hilera de hormigas arma un recorrido que empieza en mi mano izquierda y llega al cuello. Es el mareo. Es mi brazo adormecido. Un giro, yo también puedo girar con la música.
Y ahí las veo otra vez, muñequitas, que mueven el culo con un reggeaton que alguna vez le escucharon cantar a la empleada. Hoy le sacaron el uniforme y le dieron la noche libre porque se casa la hija de Helena, Helena con H. Qué linda que está con todo ese follaje de tul blanco, una gran paloma de tarjeta de fin de año. ¿Alguien vio a Martina?, otra vez el grito. Eso: ¿alguien me vio tirada en el jardín? ¿Alguien vio mi zapato mordisqueado por el perro gigante que le ladró a los autos, uno por uno, como si fueran platos voladores? ¿Alguien me ve haciendo arcadas a punto de vomitar el lomo al champignon? Ya no es olor a piel de caballo lo que siento.
-Acá hay agua, si querés.
Un chico. Tiene una remera blanca y dientes más blancos todavía, que titilan como la nube fosforescente que ya tapó todo el cielo. Me muestra una botellita y veo que le falta un dedo. El meñique es un espacio vacío.
-Me vine a fumar y te vi. Hablabas sola. ¿Te ayudo?
-No, gracias, puedo.
No puedo. Siento que estoy en una camilla a punto de entrar al quirófano, un reflector sobre mi cabeza y el médico con una boca sonriente que me dice tranquila, tranquila, en unos segundos ya no vas a sentir nada.
*****
Postes. Un montón de postes que desfilan en hilera del otro lado de la ventanilla. Detrás de los postes está el campo y la línea perfecta que parte al sol en dos. Si pudiera colgar la vista en esa línea, en ese medio sol, en algo fijo. Como hacen los marineros que sufren mal de mar. Pero la línea está lejos y la carrera de postes no para. A mi lado, una mano trata de sintonizar algo en la radio de la que sale ruido a lluvia.
-Te da impresión.
-No, no me da.
-Antes sentía que todavía tenía el dedo. Ahora ya no me pasa.
Es el chico blanco. El de remera blanca y dientes más blancos todavía. Con la mano izquierda se agarra fuerte del volante de cuero negro deshilachado que parece carcomido por un animal. El piso del auto está caliente. Lo digo en voz alta, el piso está caliente, mientras subo los pies al asiento y me los froto.
-¿A dónde vamos?
No me importa demasiado a dónde vamos en realidad. El pasto se puso naranja y los postes, más negros. La última oscuridad antes de que termine de amanecer. Ahí está la mano mutilada, un rayo de sol la ilumina, y me acuerdo. Era una serie, o una película, el chico se quería cortar el brazo, sentía que no era parte de su cuerpo, se desesperaba, no podía ni mirarlo, le parecía un animal salvaje, una víbora colgada de su hombro, una maldición. Y se lo cortó con una sierra, sin anestesia. Y se murió de placer o de dolor, no se entendía. Era un final medio poético, surrealista. Una mierda.
-¿Sabías que si te querés cortar una parte del cuerpo nadie te lo puede impedir, ni siquiera la ley?
La voz me sale finita. Soy una nena que repite lo que aprendió en la escuela, una nena que habla de germinación y de palabras esdrújulas. Remera blanca me mira. Me dice que siga, que le gustan las historias de amputados. Sólo llego a verle un costado de la cara y adivino que lo que brilla debajo de su ojo es una pequeña cicatriz. Cómo se puede tener dientes tan blancos. Algo de él me resulta familiar. Quizás sea ese primo segundo al que no vimos nunca más. Decían que tenía problemitas. Así decían, pobrecito, está con problemitas. Y la madre nunca lo mostraba. No me acuerdo su nombre. Pero no quiero hablar de familia, de tías viejas en común, del tío solterón que guarda la plata en carteras de mujer. Siempre se habla de lo mismo. Remera blanca me pregunta qué hacía en el casamiento.
-Me aburría de todas esas culonas recolectando chismes y trataba de emborracharme.
-Sos de las que se hacen las rebeldes.
-Eso dice mi madre, le gusta repetirlo. Soy Martina.
El auto empieza a corcovear. Remera blanca aprieta el acelerador al máximo pero solo logra un gruñido seguido de un ahogo. El auto tose y remera blanca putea. La re puta madre que te re mil parió. Golpea el volante roído y me mira. Lo de su pómulo es una cicatriz. Pone su mano sin el dedo sobre mi rodilla y dice vamos, esta chatarra se queda acá. Me llamo Gonzalo, decime Gonzo.
*****
Las ojotas son cinco números más grandes que mi pie pero es lo único que hay en el baúl. Estaban envueltas en una toalla húmeda y Gonzo me dice que me las ponga. No parecen ser de él, pero lo dice con total sentido de la propiedad. Camino y cada tanto me tropiezo. Eso me pone nerviosa. Quisiera verme elegante, ágil. Quisiera decir algo cómico e inteligente mientras avanzamos en silencio por este camino de tierra. Gonzo se saca la remera y se la pone en la cabeza como un barrabrava. Tiene el cuerpo bronceado y es consciente de que lo miro, de que no puedo dejar de mirarlo. Mi vestido celeste se va tiñendo de marrón y dos aureolas de transpiración se agrandan debajo de mis axilas. Trato de taparlas con los brazos pero si lo hago me cuesta caminar. Espero que esas nubes avancen rápido y tapen el sol.
-En media hora se va a largar a llover y esto va a ser un barrial.
La voz suena apagada, como si hablar implicara un esfuerzo. Como si no quisiera hacerlo, pero sí. Como si no debiera. Pero sigue.
-Conozco la zona.
-Ah, yo no sé bien dónde estamos, el campo siempre es igual en cualquier parte, ¿no?
-No, no es igual.
Eso es todo. El chico de sonrisa blanca no parece ser el mismo de la noche anterior. O de lo que recuerdo de la noche anterior. No se esfuerza por seducirme ni por intercambiar más de dos o tres frases. Después de cuarenta minutos, su predicción se cumple con algo de retraso. Los primeros gotones se estrellan en el polvo y casi al instante se ponen a rebotar. Nos golpean en las piernas, en los brazos, en la cabeza. Son municiones. Son piedras con forma de bolas de naftalina. Gonzo me grita que corra pero no puedo. Con estas ojotas me voy a ir de boca. Se me acerca, furioso, y sin decir nada, me da un tirón del brazo. Estoy corriendo. Las ojotas como zapatos de payaso que se doblan y yo que de repente me empiezo a reír como una desquiciada. Me río a carcajadas y Gonzo me vuelve a mirar. Aprieta los labios y hace una mueca extraña. Hasta que se ríe mostrando todos los dientes y me lleva debajo de unos árboles. Me seca la cara con su remera y me dice que estuve muy bien. Sí, muy bien. Solo faltan cinco minutos y llegamos. Esta vez tampoco pregunto a dónde.
-¿Sos amigo del novio?
-No, ya no.
-¿Y por qué estabas ahí?
-Intentaba robar un auto.
Me vuelvo a reír. El último auto que alguien se robaría de esa estancia era el Duna marrón con el que nos quedamos varados. Esta vez él se sonríe, pero sin mucho entusiasmo. La cicatriz se le arruga sobre el pómulo. Mi hermano me pegó con una raqueta de tenis. Dice y me pasa la remera por los hombros. Frota con suavidad, con devoción. Me seca el cuello, la nuca, vuelve hasta mi pecho y deja la mano ahí. Puedo escuchar su respiración agitada. Puedo olerlo. Hasta que saca el trapo con violencia, retrocede como si hubiera tocado algo prohibido, se pone la remera otra vez sobre la cabeza y me dice que camine, que lo siga. Me miro el vestido empapado, mi cuerpo pegado al satén que era celeste, los pezones duros, mis pies embarrados, mis manos vacías. Nada que diga quién soy. Nada que diga dónde estoy.
***
El hombre es flaco, de unos 40 años y tiene una camisa azul de manga corta con una libreta en el bolsillo. Dice pasen, pasen, con mucha seguridad. No importa que Gonzo esté en cuero y yo con un harapo mojado, el pelo pegado a la cara y ojotas de pie grande. El hombre dice pasen pasen como si nos conociera y se alegrara de vernos, pero yo no estoy segura de entrar. Podríamos seguir caminando, ya no me importa que afuera se esté reeditando el diluvio universal. Quizás haya otras casas allá adelante, un bar, un teléfono público, un taller mecánico. Gonzo me toma del brazo, como si me acariciara, y me dice que entremos.
La mesa está preparada con el desayuno pero nadie come. Cinco pares de ojos siguen nuestros mínimos movimientos. La mujer trae una toalla y me la pone sobre los hombros. Está vestida como un ama de casa de los años cincuenta y su cara tiene una sola expresión. Como si algo le doliera pero tuviera que soportarlo estoica.
-¿Podemos empezar?
Lo dice una nena de unos siete años con el pelo revuelto y en camisón. Y entonces todos juntos se levantan de la mesa, se toman de las manos y cierran los ojos. El hombre saca la libreta de su bolsillo, que no es una libreta. Lee: “Cantad a Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria de su santidad, porque un momento será su ira, pero su favor dura toda la vida, por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría.” Gonzo me agarra la mano y escucho que repite Alabado sea el señor a coro con el resto. Aprieto mis dedos contra los de él. No quiero que me suelte. Nadie se mueve, nadie se sienta. Hasta que la nena pregunta si hoy puede cantar ella. Y canta. Con su voz aguda vuelve a invocar a Jehová, y habla de Abraham, de Isaac y del hijo que ordena sacrificar, oh cordero de dios, canta, oh cordero de dios. Podría ser una canción pop pero hay demasiada sangre en su letra. Muchos animales muertos. Tendríamos que salir de acá. Tendríamos que salir corriendo. Pero Gonzo ya está tomando el café con leche y pidiendo que le pasen un poco de pan. La mujer me mira. Me acomodo la toalla sobre el pecho pero me sigue mirando. Me tiene lástima. Soy la pordiosera que acaban de rescatar en medio de una tormenta. Soy la Magdalena que se salvó de ser apedreada.
A Gonzo lo ubican en un catre en el garaje y a mí en una salita junto a la cocina. Son las once de la mañana pero la familia del Señor ha decidido que debemos dormir. Y yo me siento tan cansada. Debería pedir un teléfono pero en cambio me acomodo en el sillón que me ofrecen y me quedo ahí, casi inmóvil, con los brazos alrededor de un almohadón manchado con rouge y la cabeza contra la ventana.
La lluvia no golpea el vidrio sino que cae como si alguien volteara baldes infinitos desde arriba. Una cortina que distorsiona el afuera y devuelve todo con aumento. Los árboles raquíticos, la pila de ladrillos en el jardín sin pasto, la calle de tierra, el carro de madera abandonado en la zanja, la casilla de cemento a medio hacer. Y la nena, que no está afuera sino adentro, en el reflejo del vidrio enrejado. Que se acerca, me toca el pelo seco convertido en una mata enredada y me pregunta cómo me llamo. Dice que mi nombre no le gusta, que es nombre de varón, que el de ella es más lindo. Su hermano está también parado junto a mí, vestido con un short de fútbol. Él quiere saber por qué tengo un pez colgando de la cadenita. Es un regalo, respondo, y me da la sensación de que me lo va a pedir. Pero no, da media vuelta y se va. La chiquita, que cambió el camisón por unas calzas rosas y una remera de los juegos bonaerenses, también se da vuelta. Pero antes de irse, gira la cabeza y me pregunta si ya me sacaron los demonios. Te van a llevar con las otras mujeres y te van a limpiar, no duele. Dice con tono didáctico. Y entonces sí, se va.
Me levanto del sillón y salgo al pasillo. Las paredes están peladas. El único adorno es un almanaque del año anterior con una foto de tres gatitos. No hay sagrados corazones ni afiches con pasajes del Antiguo Testamento. Tampoco hay espejos, ni siquiera en el baño, que pierde agua. El goteo del inodoro se amplifica con tanto silencio. Arrastro los pies con un sonido mudo, apenas áspero, pero igual sé que me están vigilando. Los ojos gigantes me persiguen, saben mis movimientos. Llego hasta el garaje y veo a Gonzo, que ronca como si le hubieran dado una cama en el paraíso. Cierro la puerta y me acuesto junto a él. Le paso la mano por el pelo, por la cara, y pongo mi cabeza en su pecho. En una esquina veo un estante con estéreos de auto, parlantes, cables. Gonzo está tibio, suave, huele bien a pesar de la lluvia, de la transpiración, de la humedad de este garaje. Me meto debajo de su brazo y me acerco a su oído. Le digo que nos vayamos, que salgamos de este lugar, que por qué me trajo, por qué me sacó del casamiento, qué hacía realmente ahí, que me diga algo, que me responda todo lo que no le pregunté antes, que sé que no está dormido, que lo siento en su respiración, que no se haga, que necesito salir de este lugar, que estoy aterrada.
Sigue con los ojos cerrados pero su cuerpo ya no está blando. Siento la tensión en sus brazos, en las venas hinchadas de sus manos grandes. Lo sacudo. Lo sacudo y le grito. Y entonces sus ojos negros se abren y se clavan en los míos y en un solo movimiento tengo su cuerpo sobre mí, las muñecas atenazadas por sus manos como un Cristo y todo su peso sobre mi cadera, mi panza, su boca a centímetros, sus labios que se mueven y no sé qué dicen porque levanto la cabeza y lo beso, lo beso desesperada, quiero morderlo, quiero que su lengua se mueva frenética entre mis dientes, quiero que me saque el vestido mugriento, quiero sus manos grandes. Pero no. Gonzo se acomoda a mi lado, me abraza, me dice qué linda putita que sos, me acaricia el pelo pastoso y se queda así, como si la batalla de recién hubiese sido un sueño más.
Me suelto de sus brazos y corro. No sé donde están los ojos, no sé si me siguen, pero atravieso el pasillo y ya estoy en la entrada, mi mano sobre el picaporte y la puerta que no se abre porque alguien lo impide.
-¿A dónde vas, Martina?
El hombre de la biblia de bolsillo se pone delante de mí. Está transpirado y su frente húmeda refleja la luz de la ventana.
-Llueve, ¿por qué no esperás un poco más?
-Me parece que se quería escapar, papi.
-Vos callate, Yamila, andá a tu cuarto.
La nena se va, clavando los pies en el piso, como si con cada paso quisiera hundirlo. Y yo quiero irme con ella, lejos de este hombre que me mira como el cordero de Abraham, que ahora me agarra el brazo y me obliga a volver a la salita, y entonces yo le grito que me suelte, soltame hijo de puta, soltame hijo de re mil puta, y estiro mi otro brazo y alcanzo a sacarle la biblia del bolsillito y le digo que me suelte o se la rompo en pedazos y él se ríe, estuviste viendo demasiadas películas, nena, demasiadas películas, dice, y se vuelve a reír, y pierde fuerzas, entonces me suelto y cuando me doy vuelta para correr ahí está Gonzo, como un espectador fantasmal.
-Dejala ir.
-¿Qué te pasa? Vos la trajiste, ¿no?
-No nos sirve, Ramón, dejala.
-¿Y vos qué mierda sabés cuál de estas pendejas sirve y cuál no? Todas sirven.
El hombre me vuelve a agarrar de un brazo, se pone detrás de mí y me lo retuerce. Imagino escenas de acción, movimientos de karate, patadas voladoras. Pero nada de eso sucede, nada se mueve. Excepto la mano del hombre que se ajusta más sobre mi piel. Me quema. Me duele. Y entonces siento la ráfaga de aire caliente en la nuca y el sonido de un golpe seco. Ahora la puerta está abierta, es un remolino que sacude los árboles y se mete con polvo en la casa, y la mano que ya no retiene mi brazo porque la puerta se abrió y ahora se vuelve a cerrar con violencia, el peso de un cuerpo que resbala sobre mí y cae, la sangre que corre por su frente iluminada, y yo que lo miro a Gonzo, que se acaba de arrodillar junto a esa cabeza desmayada, y me mira sorprendido, y entonces tiro del picaporte y veo el filo de la puerta que dio contra el hueso, contra la carne, empujada por ese viento repentino, que nadie esperaba, así, como un soplo sagrado, y salgo corriendo, piso el barro y corro sin mirar. Y corro sin saber si hay alguien detrás de mí. La lluvia es una llovizna que no moja, pega. Latigazos agitados por ese viento. Podría rezar. Dios mío, dios mío. Pero corro, con el vestido enrollado en una mano y los pies que ya no distinguen el lodo de las piedras.
Este es el camino. Acá dejamos el Duna que ya no está. Sigo hasta la ruta y siento el asfalto caliente, rugoso. El pasto de la banquina me alivia. Ahora sólo puedo dar pasos lentos, arrastrados. El campo es así, todo igual, la línea perfecta del horizonte que siempre divide el mismo cuadro, todo en su lugar, nada se mueve. Sólo el sonido. Es un motor que se acerca. Debería correr, pero ya no puedo. El hombre del camión me mira sentada a su lado y no dice nada. Soy el fantasma de una novia vestida de celeste. Soy la aparecida de los campos. Soy el alma en pena que vaga por los fogones y se roba el vino. Soy un espíritu deshilachado. Ahora el hombre dice que va para Chascomús, que puede dejarme ahí. Y yo me recuesto contra la ventanilla. Quiero ver el desfile de postes.
Fernanda Nicolini nació en Morón en 1979, creció en Mar del Plata, y estudió en Buenos Aires, en donde vive después de haberse mudado 16 veces. Pasó por la Facultad de Derecho en un momento de desorientación en su vida pero desde hace diez años trabaja como periodista. Fue redactora de las revistas TXT y Noticias, del desaparecido diario Crítica de la Argentina, colaboró con Gatopardo, Rolling Stone, Ñ, entre otras, y actualmente edita Brando y Llegás a Buenos Aires. En sus momentos de ocio, que no son pocos, solía dedicarse a la poesía (publicó las plaquetas Rubia y Once, y el libro Ruta 2) pero en el último tiempo lo intenta con la prosa. Editó junto a Mercedes Halfon la novela Te pido un taxi, y cuentos en diversas antologías. No entiende twitter, apenas usa facebook pero, cada tanto, postea con consciencia de su anacronismo en el blog autobombo.blogspot.com. Está a punto de mudarse, otra vez.
Círculo de Poesía. Revista electrónica de literatura. Año 2, semana 33, agosto, 2011
-¡Martina! ¿Alguien vio a Martina?
Si cierro los ojos, el olor a piel de caballo me da arcadas. Pero los gritos de mi tía se diluyen y esos cuerpos encorsetados en vestidos de utilería, que giran y giran como muñecos en una caja de música, desaparecen.
-Martinaaaaaaa.
Ahora se convierten en una bola luminosa y si aprieto más los ojos, se reducen a un punto brillante en el medio de mi frente. Hasta que los abro y veo un cielo de estrellas. Literal. Una nube gris fosforescente está a punto de cubrirlas y yo acostada en el pasto. Me pica la espalda. Una hilera de hormigas arma un recorrido que empieza en mi mano izquierda y llega al cuello. Es el mareo. Es mi brazo adormecido. Un giro, yo también puedo girar con la música.
Y ahí las veo otra vez, muñequitas, que mueven el culo con un reggeaton que alguna vez le escucharon cantar a la empleada. Hoy le sacaron el uniforme y le dieron la noche libre porque se casa la hija de Helena, Helena con H. Qué linda que está con todo ese follaje de tul blanco, una gran paloma de tarjeta de fin de año. ¿Alguien vio a Martina?, otra vez el grito. Eso: ¿alguien me vio tirada en el jardín? ¿Alguien vio mi zapato mordisqueado por el perro gigante que le ladró a los autos, uno por uno, como si fueran platos voladores? ¿Alguien me ve haciendo arcadas a punto de vomitar el lomo al champignon? Ya no es olor a piel de caballo lo que siento.
-Acá hay agua, si querés.
Un chico. Tiene una remera blanca y dientes más blancos todavía, que titilan como la nube fosforescente que ya tapó todo el cielo. Me muestra una botellita y veo que le falta un dedo. El meñique es un espacio vacío.
-Me vine a fumar y te vi. Hablabas sola. ¿Te ayudo?
-No, gracias, puedo.
No puedo. Siento que estoy en una camilla a punto de entrar al quirófano, un reflector sobre mi cabeza y el médico con una boca sonriente que me dice tranquila, tranquila, en unos segundos ya no vas a sentir nada.
*****
Postes. Un montón de postes que desfilan en hilera del otro lado de la ventanilla. Detrás de los postes está el campo y la línea perfecta que parte al sol en dos. Si pudiera colgar la vista en esa línea, en ese medio sol, en algo fijo. Como hacen los marineros que sufren mal de mar. Pero la línea está lejos y la carrera de postes no para. A mi lado, una mano trata de sintonizar algo en la radio de la que sale ruido a lluvia.
-Te da impresión.
-No, no me da.
-Antes sentía que todavía tenía el dedo. Ahora ya no me pasa.
Es el chico blanco. El de remera blanca y dientes más blancos todavía. Con la mano izquierda se agarra fuerte del volante de cuero negro deshilachado que parece carcomido por un animal. El piso del auto está caliente. Lo digo en voz alta, el piso está caliente, mientras subo los pies al asiento y me los froto.
-¿A dónde vamos?
No me importa demasiado a dónde vamos en realidad. El pasto se puso naranja y los postes, más negros. La última oscuridad antes de que termine de amanecer. Ahí está la mano mutilada, un rayo de sol la ilumina, y me acuerdo. Era una serie, o una película, el chico se quería cortar el brazo, sentía que no era parte de su cuerpo, se desesperaba, no podía ni mirarlo, le parecía un animal salvaje, una víbora colgada de su hombro, una maldición. Y se lo cortó con una sierra, sin anestesia. Y se murió de placer o de dolor, no se entendía. Era un final medio poético, surrealista. Una mierda.
-¿Sabías que si te querés cortar una parte del cuerpo nadie te lo puede impedir, ni siquiera la ley?
La voz me sale finita. Soy una nena que repite lo que aprendió en la escuela, una nena que habla de germinación y de palabras esdrújulas. Remera blanca me mira. Me dice que siga, que le gustan las historias de amputados. Sólo llego a verle un costado de la cara y adivino que lo que brilla debajo de su ojo es una pequeña cicatriz. Cómo se puede tener dientes tan blancos. Algo de él me resulta familiar. Quizás sea ese primo segundo al que no vimos nunca más. Decían que tenía problemitas. Así decían, pobrecito, está con problemitas. Y la madre nunca lo mostraba. No me acuerdo su nombre. Pero no quiero hablar de familia, de tías viejas en común, del tío solterón que guarda la plata en carteras de mujer. Siempre se habla de lo mismo. Remera blanca me pregunta qué hacía en el casamiento.
-Me aburría de todas esas culonas recolectando chismes y trataba de emborracharme.
-Sos de las que se hacen las rebeldes.
-Eso dice mi madre, le gusta repetirlo. Soy Martina.
El auto empieza a corcovear. Remera blanca aprieta el acelerador al máximo pero solo logra un gruñido seguido de un ahogo. El auto tose y remera blanca putea. La re puta madre que te re mil parió. Golpea el volante roído y me mira. Lo de su pómulo es una cicatriz. Pone su mano sin el dedo sobre mi rodilla y dice vamos, esta chatarra se queda acá. Me llamo Gonzalo, decime Gonzo.
*****
Las ojotas son cinco números más grandes que mi pie pero es lo único que hay en el baúl. Estaban envueltas en una toalla húmeda y Gonzo me dice que me las ponga. No parecen ser de él, pero lo dice con total sentido de la propiedad. Camino y cada tanto me tropiezo. Eso me pone nerviosa. Quisiera verme elegante, ágil. Quisiera decir algo cómico e inteligente mientras avanzamos en silencio por este camino de tierra. Gonzo se saca la remera y se la pone en la cabeza como un barrabrava. Tiene el cuerpo bronceado y es consciente de que lo miro, de que no puedo dejar de mirarlo. Mi vestido celeste se va tiñendo de marrón y dos aureolas de transpiración se agrandan debajo de mis axilas. Trato de taparlas con los brazos pero si lo hago me cuesta caminar. Espero que esas nubes avancen rápido y tapen el sol.
-En media hora se va a largar a llover y esto va a ser un barrial.
La voz suena apagada, como si hablar implicara un esfuerzo. Como si no quisiera hacerlo, pero sí. Como si no debiera. Pero sigue.
-Conozco la zona.
-Ah, yo no sé bien dónde estamos, el campo siempre es igual en cualquier parte, ¿no?
-No, no es igual.
Eso es todo. El chico de sonrisa blanca no parece ser el mismo de la noche anterior. O de lo que recuerdo de la noche anterior. No se esfuerza por seducirme ni por intercambiar más de dos o tres frases. Después de cuarenta minutos, su predicción se cumple con algo de retraso. Los primeros gotones se estrellan en el polvo y casi al instante se ponen a rebotar. Nos golpean en las piernas, en los brazos, en la cabeza. Son municiones. Son piedras con forma de bolas de naftalina. Gonzo me grita que corra pero no puedo. Con estas ojotas me voy a ir de boca. Se me acerca, furioso, y sin decir nada, me da un tirón del brazo. Estoy corriendo. Las ojotas como zapatos de payaso que se doblan y yo que de repente me empiezo a reír como una desquiciada. Me río a carcajadas y Gonzo me vuelve a mirar. Aprieta los labios y hace una mueca extraña. Hasta que se ríe mostrando todos los dientes y me lleva debajo de unos árboles. Me seca la cara con su remera y me dice que estuve muy bien. Sí, muy bien. Solo faltan cinco minutos y llegamos. Esta vez tampoco pregunto a dónde.
-¿Sos amigo del novio?
-No, ya no.
-¿Y por qué estabas ahí?
-Intentaba robar un auto.
Me vuelvo a reír. El último auto que alguien se robaría de esa estancia era el Duna marrón con el que nos quedamos varados. Esta vez él se sonríe, pero sin mucho entusiasmo. La cicatriz se le arruga sobre el pómulo. Mi hermano me pegó con una raqueta de tenis. Dice y me pasa la remera por los hombros. Frota con suavidad, con devoción. Me seca el cuello, la nuca, vuelve hasta mi pecho y deja la mano ahí. Puedo escuchar su respiración agitada. Puedo olerlo. Hasta que saca el trapo con violencia, retrocede como si hubiera tocado algo prohibido, se pone la remera otra vez sobre la cabeza y me dice que camine, que lo siga. Me miro el vestido empapado, mi cuerpo pegado al satén que era celeste, los pezones duros, mis pies embarrados, mis manos vacías. Nada que diga quién soy. Nada que diga dónde estoy.
***
El hombre es flaco, de unos 40 años y tiene una camisa azul de manga corta con una libreta en el bolsillo. Dice pasen, pasen, con mucha seguridad. No importa que Gonzo esté en cuero y yo con un harapo mojado, el pelo pegado a la cara y ojotas de pie grande. El hombre dice pasen pasen como si nos conociera y se alegrara de vernos, pero yo no estoy segura de entrar. Podríamos seguir caminando, ya no me importa que afuera se esté reeditando el diluvio universal. Quizás haya otras casas allá adelante, un bar, un teléfono público, un taller mecánico. Gonzo me toma del brazo, como si me acariciara, y me dice que entremos.
La mesa está preparada con el desayuno pero nadie come. Cinco pares de ojos siguen nuestros mínimos movimientos. La mujer trae una toalla y me la pone sobre los hombros. Está vestida como un ama de casa de los años cincuenta y su cara tiene una sola expresión. Como si algo le doliera pero tuviera que soportarlo estoica.
-¿Podemos empezar?
Lo dice una nena de unos siete años con el pelo revuelto y en camisón. Y entonces todos juntos se levantan de la mesa, se toman de las manos y cierran los ojos. El hombre saca la libreta de su bolsillo, que no es una libreta. Lee: “Cantad a Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria de su santidad, porque un momento será su ira, pero su favor dura toda la vida, por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría.” Gonzo me agarra la mano y escucho que repite Alabado sea el señor a coro con el resto. Aprieto mis dedos contra los de él. No quiero que me suelte. Nadie se mueve, nadie se sienta. Hasta que la nena pregunta si hoy puede cantar ella. Y canta. Con su voz aguda vuelve a invocar a Jehová, y habla de Abraham, de Isaac y del hijo que ordena sacrificar, oh cordero de dios, canta, oh cordero de dios. Podría ser una canción pop pero hay demasiada sangre en su letra. Muchos animales muertos. Tendríamos que salir de acá. Tendríamos que salir corriendo. Pero Gonzo ya está tomando el café con leche y pidiendo que le pasen un poco de pan. La mujer me mira. Me acomodo la toalla sobre el pecho pero me sigue mirando. Me tiene lástima. Soy la pordiosera que acaban de rescatar en medio de una tormenta. Soy la Magdalena que se salvó de ser apedreada.
A Gonzo lo ubican en un catre en el garaje y a mí en una salita junto a la cocina. Son las once de la mañana pero la familia del Señor ha decidido que debemos dormir. Y yo me siento tan cansada. Debería pedir un teléfono pero en cambio me acomodo en el sillón que me ofrecen y me quedo ahí, casi inmóvil, con los brazos alrededor de un almohadón manchado con rouge y la cabeza contra la ventana.
La lluvia no golpea el vidrio sino que cae como si alguien volteara baldes infinitos desde arriba. Una cortina que distorsiona el afuera y devuelve todo con aumento. Los árboles raquíticos, la pila de ladrillos en el jardín sin pasto, la calle de tierra, el carro de madera abandonado en la zanja, la casilla de cemento a medio hacer. Y la nena, que no está afuera sino adentro, en el reflejo del vidrio enrejado. Que se acerca, me toca el pelo seco convertido en una mata enredada y me pregunta cómo me llamo. Dice que mi nombre no le gusta, que es nombre de varón, que el de ella es más lindo. Su hermano está también parado junto a mí, vestido con un short de fútbol. Él quiere saber por qué tengo un pez colgando de la cadenita. Es un regalo, respondo, y me da la sensación de que me lo va a pedir. Pero no, da media vuelta y se va. La chiquita, que cambió el camisón por unas calzas rosas y una remera de los juegos bonaerenses, también se da vuelta. Pero antes de irse, gira la cabeza y me pregunta si ya me sacaron los demonios. Te van a llevar con las otras mujeres y te van a limpiar, no duele. Dice con tono didáctico. Y entonces sí, se va.
Me levanto del sillón y salgo al pasillo. Las paredes están peladas. El único adorno es un almanaque del año anterior con una foto de tres gatitos. No hay sagrados corazones ni afiches con pasajes del Antiguo Testamento. Tampoco hay espejos, ni siquiera en el baño, que pierde agua. El goteo del inodoro se amplifica con tanto silencio. Arrastro los pies con un sonido mudo, apenas áspero, pero igual sé que me están vigilando. Los ojos gigantes me persiguen, saben mis movimientos. Llego hasta el garaje y veo a Gonzo, que ronca como si le hubieran dado una cama en el paraíso. Cierro la puerta y me acuesto junto a él. Le paso la mano por el pelo, por la cara, y pongo mi cabeza en su pecho. En una esquina veo un estante con estéreos de auto, parlantes, cables. Gonzo está tibio, suave, huele bien a pesar de la lluvia, de la transpiración, de la humedad de este garaje. Me meto debajo de su brazo y me acerco a su oído. Le digo que nos vayamos, que salgamos de este lugar, que por qué me trajo, por qué me sacó del casamiento, qué hacía realmente ahí, que me diga algo, que me responda todo lo que no le pregunté antes, que sé que no está dormido, que lo siento en su respiración, que no se haga, que necesito salir de este lugar, que estoy aterrada.
Sigue con los ojos cerrados pero su cuerpo ya no está blando. Siento la tensión en sus brazos, en las venas hinchadas de sus manos grandes. Lo sacudo. Lo sacudo y le grito. Y entonces sus ojos negros se abren y se clavan en los míos y en un solo movimiento tengo su cuerpo sobre mí, las muñecas atenazadas por sus manos como un Cristo y todo su peso sobre mi cadera, mi panza, su boca a centímetros, sus labios que se mueven y no sé qué dicen porque levanto la cabeza y lo beso, lo beso desesperada, quiero morderlo, quiero que su lengua se mueva frenética entre mis dientes, quiero que me saque el vestido mugriento, quiero sus manos grandes. Pero no. Gonzo se acomoda a mi lado, me abraza, me dice qué linda putita que sos, me acaricia el pelo pastoso y se queda así, como si la batalla de recién hubiese sido un sueño más.
Me suelto de sus brazos y corro. No sé donde están los ojos, no sé si me siguen, pero atravieso el pasillo y ya estoy en la entrada, mi mano sobre el picaporte y la puerta que no se abre porque alguien lo impide.
-¿A dónde vas, Martina?
El hombre de la biblia de bolsillo se pone delante de mí. Está transpirado y su frente húmeda refleja la luz de la ventana.
-Llueve, ¿por qué no esperás un poco más?
-Me parece que se quería escapar, papi.
-Vos callate, Yamila, andá a tu cuarto.
La nena se va, clavando los pies en el piso, como si con cada paso quisiera hundirlo. Y yo quiero irme con ella, lejos de este hombre que me mira como el cordero de Abraham, que ahora me agarra el brazo y me obliga a volver a la salita, y entonces yo le grito que me suelte, soltame hijo de puta, soltame hijo de re mil puta, y estiro mi otro brazo y alcanzo a sacarle la biblia del bolsillito y le digo que me suelte o se la rompo en pedazos y él se ríe, estuviste viendo demasiadas películas, nena, demasiadas películas, dice, y se vuelve a reír, y pierde fuerzas, entonces me suelto y cuando me doy vuelta para correr ahí está Gonzo, como un espectador fantasmal.
-Dejala ir.
-¿Qué te pasa? Vos la trajiste, ¿no?
-No nos sirve, Ramón, dejala.
-¿Y vos qué mierda sabés cuál de estas pendejas sirve y cuál no? Todas sirven.
El hombre me vuelve a agarrar de un brazo, se pone detrás de mí y me lo retuerce. Imagino escenas de acción, movimientos de karate, patadas voladoras. Pero nada de eso sucede, nada se mueve. Excepto la mano del hombre que se ajusta más sobre mi piel. Me quema. Me duele. Y entonces siento la ráfaga de aire caliente en la nuca y el sonido de un golpe seco. Ahora la puerta está abierta, es un remolino que sacude los árboles y se mete con polvo en la casa, y la mano que ya no retiene mi brazo porque la puerta se abrió y ahora se vuelve a cerrar con violencia, el peso de un cuerpo que resbala sobre mí y cae, la sangre que corre por su frente iluminada, y yo que lo miro a Gonzo, que se acaba de arrodillar junto a esa cabeza desmayada, y me mira sorprendido, y entonces tiro del picaporte y veo el filo de la puerta que dio contra el hueso, contra la carne, empujada por ese viento repentino, que nadie esperaba, así, como un soplo sagrado, y salgo corriendo, piso el barro y corro sin mirar. Y corro sin saber si hay alguien detrás de mí. La lluvia es una llovizna que no moja, pega. Latigazos agitados por ese viento. Podría rezar. Dios mío, dios mío. Pero corro, con el vestido enrollado en una mano y los pies que ya no distinguen el lodo de las piedras.
Este es el camino. Acá dejamos el Duna que ya no está. Sigo hasta la ruta y siento el asfalto caliente, rugoso. El pasto de la banquina me alivia. Ahora sólo puedo dar pasos lentos, arrastrados. El campo es así, todo igual, la línea perfecta del horizonte que siempre divide el mismo cuadro, todo en su lugar, nada se mueve. Sólo el sonido. Es un motor que se acerca. Debería correr, pero ya no puedo. El hombre del camión me mira sentada a su lado y no dice nada. Soy el fantasma de una novia vestida de celeste. Soy la aparecida de los campos. Soy el alma en pena que vaga por los fogones y se roba el vino. Soy un espíritu deshilachado. Ahora el hombre dice que va para Chascomús, que puede dejarme ahí. Y yo me recuesto contra la ventanilla. Quiero ver el desfile de postes.
Fernanda Nicolini nació en Morón en 1979, creció en Mar del Plata, y estudió en Buenos Aires, en donde vive después de haberse mudado 16 veces. Pasó por la Facultad de Derecho en un momento de desorientación en su vida pero desde hace diez años trabaja como periodista. Fue redactora de las revistas TXT y Noticias, del desaparecido diario Crítica de la Argentina, colaboró con Gatopardo, Rolling Stone, Ñ, entre otras, y actualmente edita Brando y Llegás a Buenos Aires. En sus momentos de ocio, que no son pocos, solía dedicarse a la poesía (publicó las plaquetas Rubia y Once, y el libro Ruta 2) pero en el último tiempo lo intenta con la prosa. Editó junto a Mercedes Halfon la novela Te pido un taxi, y cuentos en diversas antologías. No entiende twitter, apenas usa facebook pero, cada tanto, postea con consciencia de su anacronismo en el blog autobombo.blogspot.com. Está a punto de mudarse, otra vez.
Círculo de Poesía. Revista electrónica de literatura. Año 2, semana 33, agosto, 2011
No hay comentarios.:
Publicar un comentario