18 agosto, 2011

Adriana Lisboa (Brasil, 1970)



HARUKI
Haruki caminó hasta la esquina de Machado de Assis y siguió por esa calle en dirección al subterráneo. Que también daría señales de fin de tarde. Nada a lo que él no estuviera acostumbrado. Haruki era una persona de medios de transporte público. Hacía mucho tiempo que no tenía auto. Los autos, además de costar dinero, costaban seguro, costaban garaje, costaban neumáticos pinchados, costaban un día el vidrio hecho pedazos por el que se robó el equipo de sonido, costaban lugar para estacionar y costaban búsqueda de lugar para estacionar, costaban faroles rotos en un choque sin importancia, costaban paragolpes rayados y laterales rayadas por alguien que pasó con un clavo o con una llave y costaban miedo a los secuestros express sobre todo en aquella época fatídica entre Navidad y Carnaval y la policía gentilmente ya avisaba que las personas debían tener mucho cuidado y que no era necesario ser rico para sufrir uno de esos secuestros. Una vez él tuvo un escarabajo de color rojo tirando a vino, año de fabricación 1972. Era un auto simpático. Se prendió fuego.
El sudor de su rostro se había secado. Era bueno sentir el frío soplando dentro de la camisa y por entre los cabellos. De repente era bueno estar allí, en Río de Janeiro, en aquel momento, y ser quien él era, el dibujante con la mochila en la espalda; por un instante era bueno que lloviera y saber que en diez minutos llegaría a la estación Largo do Machado.
Era bueno saber que había cosas como la inversión de las estaciones en los dos hemisferios, husos horarios, un lugar en el que el sol nacía mientras en otro se ocultaba. Cosas que eran del orden de la casi ficción. Era bueno saber que existía un Japón de hecho, un lugar donde las personas abrían el paraguas o se lamentaban por la falta de paraguas y pisaban en otro suelo de hecho.
Tú estarías feliz, viejo, pensó, olvidándose de que, en vida, él no tuteaba a su padre. Ni le decía viejo, en verdad. Tal vez la muerte permitiera otro tipo de intimidad, algo de la falta de ceremonia que él había  (¿había?) intentado conquistar en vano durante cuarenta años. Hacía más fácil la improvisación. De repente el padre era un amigo, y de repente Haruki acababa de salir del consulado de Japón con la promesa de una visa para actividades culturales.
Aquel mismo Japón ignorado por cuarenta años y que ahora, súbitamente, como un susto, se abría a esas mismas improvisaciones. Se volvía posible, como tratar al padre afectuosamente de tú. De viejo. Palabras como palmaditas en la espalda.
Japón saltando hacia dentro de su vida, todo debido a ella. Yukiko. La traductora. Hoy, solo eso: la traductora. Los nombres de los dos iban a casarse en la ironía de la tapa de un libro. Iban a colocar sus nombres en el papel. Amorosamente, fríamente, livianamente.
La lluvia fina dejaba luminoso el mundo delante de los ojos de Haruki. El asfalto pulido de la calle Machado de Assis brillaba. Los autos estacionados brillaban. Las hojas de los árboles. Las escaleras en la entrada de los edificios. Hasta el sonido de las cosas brillaba en la lluvia, las ruedas de los autos en el asfalto, una frenada brusca y la bocina, la radio del portero.
Era necesario reconocer y reverenciar esos momentos. Eran rápidos y escasos. Momentos en que sin motivo aparente todo parecía estar en orden, ajustarse, encajarse. Se acababan las preguntas y la necesidad de hacerlas. Se acababa la prisa, el tener adónde ir, el venir de algún lugar. Simplemente las suelas de los zapatos golpeaban en la vereda húmeda y listo, el mundo prescindía de otros significados.
Un pie después del otro.
Momentos rápidos y escasos. Aquel se deshizo de repente, en el cruce con la calle de Catete. Haruki notó que perdía algo, llegó a mirar hacia atrás automáticamente, para ver si encontraba un pedazo de sí caído en la vereda. Pero era el instante que se disolvía, como una cucharada de sal dentro del agua.  Y Haruki sacudía la cucharita, deshacía el instante, porque no podía ser diferente, si nosotros no matamos las epifanías ellas acaban matándonos, y atravesaba la calle en la dirección familiar de la entrada del subte.
En el rápido trayecto hasta la estación Botafogo hizo lo que siempre hacía. Sacó un libro de la mochila. Con frecuencia era algo relacionado con lo que estuviese ilustrando o preparándose para ilustrar.
Aquella tarde, de pie, un poco apretado entre los demás pasajeros, sacó el libro que había dado inicio a todo.
Cierto, había un placer en ello: sacar de la mochila un libro en japonés y hojearlo interesado, como si estuviera entendiendo algo. Como si los motivos que hicieron que lo tomara, aquella misma tarde, de la biblioteca, no fueran solo estéticos, ver aquel montón de signos gráficos indescifrables juntos e intentar saber en qué podían colaborar en las ilustraciones.
Dar vuelta las páginas para un lado, para el otro, y de soslayo advertir la reacción de los más próximos, las miradas sin disimulo.
En el vagón del  metro, inmensas uñas escarlata aquí. Una alianza de oro. Uñas cortas y mordidas allí. Conversaciones. Rostros de después del trabajo. Pasó un olor a transpiración. Pasó también un perfume dulce. Hubo una rápida parada en la estación Flamengo. Hasta que Haruki bajó en la estación Botafogo y oyó una voz a su lado, una voz de mujer, como tironeándole de la manga de la camisa, la voz, tan diferente de las voces ambiente que lo circundaban y lo adormecían allí en la plataforma del metro: disculpa, pero me dio mucha curiosidad. Eso que estabas leyendo, ¿es japonés o chino?
Media hora más tarde, los dos tomaban un café y sostenían la mirada llena de curiosidad e indecisión por encima de la mesa.
La mujer ya tenía nombre. Celina. Y, en forma coherente con este nombre, a Haruki le parecía algo volátil. Tal vez en su interior ella no tuviera huesos ni músculos ni vísceras, sino aire. Un pedazo de cielo recubierto por la fina epidermis humana.  Un pedazo de cielo casi humano. Por fuera, ella era la sonrisa más triste que había visto en los últimos tiempos.
Durante media hora él habló casi todo el tiempo, haciendo un resumen irregular de su vida para nada japonesa que ahora se disfrazaba con un libro en japonés.
Primero, todavía en el metro, él le explicó a Celina: es japonés, pero no estaba leyendo el libro, solo lo hojeaba. No hablo japonés. ¿Estás viendo estos símbolos? Podría ser griego. Podría ser ruso. No conozco ninguno. No tengo la menor idea de lo que quieren decir.
Tú parecías estar leyendo, dijo ella.
Él se encogió de hombros.
Tengo que hacer un trabajo con este libro. Estaba sólo mirando.
Silencio del otro lado durante algunos instantes. Pero después, la curiosidad insistente: ¿harás un trabajo con un libro que no puedes leer?
Los dos subían juntos las escaleras mecánicas del metro. Haruki vio que ella no se contentaría con evasivas. Parecía querer saber qué estaba haciendo un hombre con cara de japonés  absorbido en la lectura de un libro en japonés si no entendía nada de japonés. Era un misterio muy importante, pensado de esa forma. Sobre todo por su aparente trivialidad.
Y entonces, ¿la masculinidad lo obligaba a invitarla a un café (después quién sabe si a su casa y a su cama) a una mujer que lo abordaba a la salida del subterráneo? Pensó en el asunto por un instante. Casi pragmáticamente.
Él quería hablar del libro. Todavía no había conversado en serio con nadie sobre aquel trabajo.
Era un trabajo que daba miedo, también, por varios motivos. Proyectaba sombras. Hacía ruidos oscuros. Rozaba su piel con largas patas, con babas de animal, con cuernos de diablo, con indicios de otro mundo.
Tal vez aquella Celina hecha de aire y de una sonrisa triste hubiese aparecido solo para eso: para escuchar.
Un proyecto de ilustración. Un viaje. Una visa en el pasaporte. Pasaporte que tuvo que sacar una tarde de romería a la Policía Federal, antes de llevarlo al Consulado de Japón.
Ilustro libros, dijo él. Normalmente libros infantiles. Ahora me llamaron para hacer algo diferente.
Paró en el medio del flujo humano, en los corredores del metro, y le mostró el libro a Celina. Un incauto.
Este es un diario de Bashō. Un poeta japonés. Del siglo diecisiete, dijo. Continuó caminando. Es la primera vez que traducen a Bashō aquí en el Brasil, me llamaron para ilustrar la traducción. Y me la mandaron y ya la leí, pero quise pedir prestado el original en la biblioteca. Solo para saber cómo es el texto, visualmente.
Celina caminaba mirando para abajo.
Creo que yo haría lo mismo, dijo. Incluso no entendiendo una palabra, como tú. Solo para verlo, solo para tener en las manos el texto original.
Él se dio vuelta mientras pasaban los molinetes, a la salida.
¿Quieres tomar un café?
Y ahora hacía media hora que los dos se conocían, media hora y algunos minutos, sobre la mesa y sobre los dos pocillos de café vacíos.
Ya tenían un histórico de paisajes: metro, acera y calle ahora sin lluvia, librería donde entraron a tomar un café. A esa altura sabían uno del otro, entre otras cosas: que Celina tomaba café sin azúcar, que Haruki le ponía dos cucharadas.
Una casi intimidad en el centro de la curiosidad y la indecisión.

de Rakushisha (Frag.), 2007.

No hay comentarios.:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...