—(…) Escucha. Supongamos que no fuera una grieta
que hay en ti… supongamos fuera una grieta del Gran
Cañón.
—¡La grieta está en mí!—dije yo heroicamente.
F.S. FITZGERALD, El Crack-Up
que hay en ti… supongamos fuera una grieta del Gran
Cañón.
—¡La grieta está en mí!—dije yo heroicamente.
F.S. FITZGERALD, El Crack-Up
Pablo Simó dibuja en su tablero el perfil de un
edificio que nunca existirá. Como condenado a soñar
el mismo sueño cada noche, desde hace años repite
ese boceto: el de una torre de once pisos que mira al
Norte. Guarda en una carpeta la serie de dibujos idénticos,
no sabe cuántos son, perdió la cuenta hace tiempo;
más de cien, menos de mil. No los numera pero
los firma, arquitecto Pablo Simó, y les pone fecha.
Para saber qué día dibujó el primer boceto debería
buscarlo y fijarse al pie, pero no lo hace; el último lleva
la fecha de ese día: 15 de marzo de 2007. Se promete
contarlos alguna vez; dibujos de la misma torre,
sobre el mismo terreno, la misma cantidad de ventanas
y balcones a la misma distancia exacta, siempre el
mismo frente, el mismo jardín delante y alrededor del
edificio, con los mismos árboles, uno a cada lado de la
puerta de entrada. Pablo sospecha que si contara uno
por uno los ladrillos que dibuja a mano alzada sobre la
fachada se encontraría en cada boceto con idéntica
cantidad. Por eso no los cuenta, porque le da miedo
que sea así y comprobar que el dibujo no lo repite él
sino que le es inevitable.
Su lápiz Caran d’Ache tres milímetros sube y
baja por el papel, sombrea, retoca, mientras Simó se
miente, una vez más, que levantará esa torre algún día,
cuando por fin se decida a abandonar el estudio Arquitecto
Borla y Asociados. Pero hoy no es un día para tomar
decisiones, y con ese argumento Pablo intenta no
pensar que ya tiene cuarenta y cinco años, que la torre
cada vez está más lejos de ser otra cosa que trazos en
grafito sobre una hoja de papel blanco y que a dos metros
de él Marta Horvat cruza las piernas con descuido
como si nadie estuviera allí, sentado frente a ella.
Aunque Pablo Simó está pendiente de Marta,
ya no piensa en ella como lo hacía antes. No es que no
quiera, pero de un tiempo a esta parte ––y hace un esfuerzo
por no recordar con exactitud cuánto es ese
tiempo–– no puede pensar en ella sin que el placer que
le producía imaginarla suya se interrumpa con brusquedad
o hasta con violencia. Antes sí. Antes pensaba
en Marta todo el día y en ese pensamiento era dueño
de ella, la desnudaba, la besaba, la tocaba, y como no
encontraba ningúnmotivo para imaginar que un día se
separaría de Laura, Pablo Simó jugaba a que si su mujer
muriera, como todos moriremos algún día, Marta
Horvat dejaría de ser sólo aquella otra mujer que él
desnuda en sus fantasías e intentaría conquistarla.
Marta está sentada a dos metros del tablero
donde Pablo dibuja con una habilidad que le sienta
tan natural como caminar, hablar o respirar. Ella discute
por teléfono y a los gritos con un contratista. Se
queja de que el hombre no haya terminado la losa a
tiempo, dice que no le importa la lluvia, ni los dos feriados
que hubo en el mes y mucho menos el paro de
transportistas; declara con la firmeza que Pablo tanto
le conoce: que a ella le gusta que le cumplan. Y cuelga.
Pablo no sabe qué pasa del otro lado del teléfono
pero adivina que el contratista se queda con la palabra
en la boca, porque ni bien ella terminó de desahogar
su enojo cortó sin esperar respuesta. Aunque no levanta
la vista de su trazo, Pablo sabe que Marta se
para y camina de un lado a otro de la oficina, la oye
dar cada paso, la oye encender un cigarrillo, la oye tirar
el encendedor adentro de la cartera, y la cartera sobre
el sillón, la oye caminar otra vez y por fin acercarse.
Pablo tapa su dibujo con otros papeles; no quiere
que Marta vea lo que hace, no es que ella no lo haya
descubierto otras veces dibujando la torre de once pisos
que mira al Norte, pero quiere ahorrarse su comentario
acerca de él y sus inútiles obsesiones. Aunque
Marta Horvat no usaría nunca esas palabras, no
diría “inútiles obsesiones”, ella simplemente lo diría
así: No te da el FOT, Pablo. Y a pesar de que Pablo
Simó no necesita que nadie le explique qué significa
FOT, ella lo hizo muchas veces en todos estos años; lo
hizo cada vez que lo sorprendió dibujando su torre,
como si creyera que, en el fondo, Pablo no pudiera
terminar de entender que es necesario aprovechar al
máximo esa relación entre los metros cuadrados de un
terreno y los pisos que se pueden construir sobre él, y
que, por lo tanto, nunca nadie levantará un edificio
como el que él proyecta en ningún terreno de Buenos
Aires con los metros cuadrados suficientes para subir
en altura más que sus caprichosos once pisos. Siempre
que Marta opinó sobre su boceto, la dejó hablar sin
contradecirla, pero Pablo Simó bien podría haber desarmado
su argumentación con sólo aclararle un error:
él no quiere levantar su edificio en Buenos Aires. No
es ésa la ciudad donde sueña hacer el primer proyecto
auténticamente suyo. Y Pablo sabe por qué, porque
conoce esta ciudad más de lo que quisiera, porque no
hay una calle que no haya recorrido buscando un terreno
para Arquitecto Borla y Asociados, y entonces,
de tanto recorrerla, sabe que en Buenos Aires antes de
poner un solo ladrillo hay que elegir primero un edificio
y condenarlo a desaparecer: un estacionamiento,
una escuela, una casa familiar, un cine, un depósito,
un gimnasio, no importa qué mientras el ancho
y la superficie del terreno permitan construir en altura.
Pablo Simó no quiere que su torre se eleve sobre
los escombros de otra cosa. Y eso ya no es posible en
Buenos Aires. Por esa razón, cuando por fin llegue el
día, él elegirá otra ciudad, eso es lo que Marta ni siquiera
sospecha. Pablo no sabe todavía cuál ––tal vez
una ciudad que él aún no conoce––, pero lo que sí
sabe es que será aquella en la que un edificio que mire
al Norte reciba el sol de la mañana y se levante sobre
un terreno donde no haya que llorar a nadie.
Marta Horvat se para detrás de él. Arriba de la
pila de papeles con los que Pablo tapó su boceto queda
el aviso que tiene que controlar antes de devolverlo
a la agencia de publicidad. En pocos días empiezan
a vender otro edificio llave en mano desde el pozo y el
anuncio debe estar publicado en el diario de ese fin de
semana. “El paraíso existe”, titularon el aviso, con tipografía
destacada, más grande y en colores, lo que lo
diferencia del resto del texto excepto del pie de página,
donde con la misma letra color borravino dice:
“Arquitecto Borla y Asociados”. Marta lo lee por encima
de su hombro. Le indica que tache la palabra
“lavadero” y que escriba “laundry”. Pablo no se decide
y ella insiste, le recuerda que el modelo de aviso
que usó la agencia debe haber sido el del último edificio,
el de avenida La Plata, y que en Boedo puede haber
pensar que ya tiene cuarenta y cinco años, que la torre
cada vez está más lejos de ser otra cosa que trazos en
grafito sobre una hoja de papel blanco y que a dos metros
de él Marta Horvat cruza las piernas con descuido
como si nadie estuviera allí, sentado frente a ella.
Aunque Pablo Simó está pendiente de Marta,
ya no piensa en ella como lo hacía antes. No es que no
quiera, pero de un tiempo a esta parte ––y hace un esfuerzo
por no recordar con exactitud cuánto es ese
tiempo–– no puede pensar en ella sin que el placer que
le producía imaginarla suya se interrumpa con brusquedad
o hasta con violencia. Antes sí. Antes pensaba
en Marta todo el día y en ese pensamiento era dueño
de ella, la desnudaba, la besaba, la tocaba, y como no
encontraba ningúnmotivo para imaginar que un día se
separaría de Laura, Pablo Simó jugaba a que si su mujer
muriera, como todos moriremos algún día, Marta
Horvat dejaría de ser sólo aquella otra mujer que él
desnuda en sus fantasías e intentaría conquistarla.
Marta está sentada a dos metros del tablero
donde Pablo dibuja con una habilidad que le sienta
tan natural como caminar, hablar o respirar. Ella discute
por teléfono y a los gritos con un contratista. Se
queja de que el hombre no haya terminado la losa a
tiempo, dice que no le importa la lluvia, ni los dos feriados
que hubo en el mes y mucho menos el paro de
transportistas; declara con la firmeza que Pablo tanto
le conoce: que a ella le gusta que le cumplan. Y cuelga.
Pablo no sabe qué pasa del otro lado del teléfono
pero adivina que el contratista se queda con la palabra
en la boca, porque ni bien ella terminó de desahogar
su enojo cortó sin esperar respuesta. Aunque no levanta
la vista de su trazo, Pablo sabe que Marta se
para y camina de un lado a otro de la oficina, la oye
dar cada paso, la oye encender un cigarrillo, la oye tirar
el encendedor adentro de la cartera, y la cartera sobre
el sillón, la oye caminar otra vez y por fin acercarse.
Pablo tapa su dibujo con otros papeles; no quiere
que Marta vea lo que hace, no es que ella no lo haya
descubierto otras veces dibujando la torre de once pisos
que mira al Norte, pero quiere ahorrarse su comentario
acerca de él y sus inútiles obsesiones. Aunque
Marta Horvat no usaría nunca esas palabras, no
diría “inútiles obsesiones”, ella simplemente lo diría
así: No te da el FOT, Pablo. Y a pesar de que Pablo
Simó no necesita que nadie le explique qué significa
FOT, ella lo hizo muchas veces en todos estos años; lo
hizo cada vez que lo sorprendió dibujando su torre,
como si creyera que, en el fondo, Pablo no pudiera
terminar de entender que es necesario aprovechar al
máximo esa relación entre los metros cuadrados de un
terreno y los pisos que se pueden construir sobre él, y
que, por lo tanto, nunca nadie levantará un edificio
como el que él proyecta en ningún terreno de Buenos
Aires con los metros cuadrados suficientes para subir
en altura más que sus caprichosos once pisos. Siempre
que Marta opinó sobre su boceto, la dejó hablar sin
contradecirla, pero Pablo Simó bien podría haber desarmado
su argumentación con sólo aclararle un error:
él no quiere levantar su edificio en Buenos Aires. No
es ésa la ciudad donde sueña hacer el primer proyecto
auténticamente suyo. Y Pablo sabe por qué, porque
conoce esta ciudad más de lo que quisiera, porque no
hay una calle que no haya recorrido buscando un terreno
para Arquitecto Borla y Asociados, y entonces,
de tanto recorrerla, sabe que en Buenos Aires antes de
poner un solo ladrillo hay que elegir primero un edificio
y condenarlo a desaparecer: un estacionamiento,
una escuela, una casa familiar, un cine, un depósito,
un gimnasio, no importa qué mientras el ancho
y la superficie del terreno permitan construir en altura.
Pablo Simó no quiere que su torre se eleve sobre
los escombros de otra cosa. Y eso ya no es posible en
Buenos Aires. Por esa razón, cuando por fin llegue el
día, él elegirá otra ciudad, eso es lo que Marta ni siquiera
sospecha. Pablo no sabe todavía cuál ––tal vez
una ciudad que él aún no conoce––, pero lo que sí
sabe es que será aquella en la que un edificio que mire
al Norte reciba el sol de la mañana y se levante sobre
un terreno donde no haya que llorar a nadie.
Marta Horvat se para detrás de él. Arriba de la
pila de papeles con los que Pablo tapó su boceto queda
el aviso que tiene que controlar antes de devolverlo
a la agencia de publicidad. En pocos días empiezan
a vender otro edificio llave en mano desde el pozo y el
anuncio debe estar publicado en el diario de ese fin de
semana. “El paraíso existe”, titularon el aviso, con tipografía
destacada, más grande y en colores, lo que lo
diferencia del resto del texto excepto del pie de página,
donde con la misma letra color borravino dice:
“Arquitecto Borla y Asociados”. Marta lo lee por encima
de su hombro. Le indica que tache la palabra
“lavadero” y que escriba “laundry”. Pablo no se decide
y ella insiste, le recuerda que el modelo de aviso
que usó la agencia debe haber sido el del último edificio,
el de avenida La Plata, y que en Boedo puede haber
“lavadero”, pero en Palermo no. Pablo se deja
convencer y escribe “laundry” sobre el “lavadero” tachado.
Marta, como si esa pequeña indicación hubiera
marcado el territorio de cada quien, vuelve a su escritorio
y da el día por terminado.
Sin embargo el día aún no termina. Como el
arquitecto Borla tampoco sabe que el día aún no termina,
ahora sale de su oficina cargando el portafolio
y un paraguas que debe haber olvidado en algún otro
momento, ya que esa mañana el cielo amaneció azul
sobre Buenos Aires y así siguió hasta bien entrada la
tarde. Borla se acerca al escritorio de Marta y le hace
unas preguntas de rutina mientras desde su posición
husmea dentro de su escote. Ella se sonríe y contesta,
él baja la voz y Pablo ya no llega a oír de qué hablan
pero se da cuenta de que nada queda del malhumor
con que Marta Horvat le gritaba al contratista. Las
manos de Marta se mueven en el aire acompañando
cada una de sus palabras. Pablo, desde su tablero, sigue
ese movimiento hipnotizado por las uñas rojas:
ve bailar sus manos en el aire, las ve ir y venir describiendo
círculos, suspenderse un instante como si planearan
y, por fin, ocultar su cara que desaparece detrás
de ellas mientras Marta se ríe a carcajadas. Borla,
otra vez, se acerca a decirle al oído algo breve, alguna
palabra que no le lleva más tiempo que el de la propia
inclinación de su cuerpo sobre el hombro de esa mujer,
para luego apartarse y contemplarla. Y los dos se
ríen juntos.
Todo indica que en unos minutos más sólo
quedará Pablo en esa oficina, y que como cada tarde
acomodará su tablero y su escritorio, se tocará el bolsillo
superior para confirmar que la cinta métrica esté
donde tiene que estar, guardará su libreta de hojas lisas
en el bolsillo interno del saco, enganchará entre el
segundo y el tercer botón de su camisa el lápiz Caran
d’Ache, con la punta hacia adentro por debajo de la
tela, y por fin él también, cuando todos lo hayan hecho,
se irá. Sin embargo, a veces la cosas no salen como
uno se las imagina, y esa tarde en la que Pablo Simó
dibujó una vez más la torre de once pisos que nunca
construirá, en el preciso momento en que Borla le está
diciendo a Marta: ¿Te acerco a algún lado?, llaman a
la puerta, él abre, y entra una mujer joven, de zapatillas
negras, jean y remera blanca, una mujer que carga
una mochila más grande que la que llevaría alguien
que va de paso, una mujer que Pablo calcula no debe
tener mucho más de veinticinco años, y sin presentarse
ni saludar dice:
––¿Alguno de ustedes sabe algo de Nelson Jara?
Y en ese momento, tal como Pablo siempre temió
que algún día iba a suceder, se detiene el mundo
una fracción de segundo para de inmediato empezar a
girar a toda velocidad en sentido contrario. Los tres,
mudos, sin contestarle a la mujer, sin siquiera mirarse
entre ellos, se dejan transportar en el tiempo hacia la
noche, tres años atrás, a la que se habían juramentado
no volver.
––Perdón, pero estoy buscando aNelson Jara…
––insiste la chica.
Es el arquitecto Borla el primero en salir del
ensimismamiento y preguntar:
convencer y escribe “laundry” sobre el “lavadero” tachado.
Marta, como si esa pequeña indicación hubiera
marcado el territorio de cada quien, vuelve a su escritorio
y da el día por terminado.
Sin embargo el día aún no termina. Como el
arquitecto Borla tampoco sabe que el día aún no termina,
ahora sale de su oficina cargando el portafolio
y un paraguas que debe haber olvidado en algún otro
momento, ya que esa mañana el cielo amaneció azul
sobre Buenos Aires y así siguió hasta bien entrada la
tarde. Borla se acerca al escritorio de Marta y le hace
unas preguntas de rutina mientras desde su posición
husmea dentro de su escote. Ella se sonríe y contesta,
él baja la voz y Pablo ya no llega a oír de qué hablan
pero se da cuenta de que nada queda del malhumor
con que Marta Horvat le gritaba al contratista. Las
manos de Marta se mueven en el aire acompañando
cada una de sus palabras. Pablo, desde su tablero, sigue
ese movimiento hipnotizado por las uñas rojas:
ve bailar sus manos en el aire, las ve ir y venir describiendo
círculos, suspenderse un instante como si planearan
y, por fin, ocultar su cara que desaparece detrás
de ellas mientras Marta se ríe a carcajadas. Borla,
otra vez, se acerca a decirle al oído algo breve, alguna
palabra que no le lleva más tiempo que el de la propia
inclinación de su cuerpo sobre el hombro de esa mujer,
para luego apartarse y contemplarla. Y los dos se
ríen juntos.
Todo indica que en unos minutos más sólo
quedará Pablo en esa oficina, y que como cada tarde
acomodará su tablero y su escritorio, se tocará el bolsillo
superior para confirmar que la cinta métrica esté
donde tiene que estar, guardará su libreta de hojas lisas
en el bolsillo interno del saco, enganchará entre el
segundo y el tercer botón de su camisa el lápiz Caran
d’Ache, con la punta hacia adentro por debajo de la
tela, y por fin él también, cuando todos lo hayan hecho,
se irá. Sin embargo, a veces la cosas no salen como
uno se las imagina, y esa tarde en la que Pablo Simó
dibujó una vez más la torre de once pisos que nunca
construirá, en el preciso momento en que Borla le está
diciendo a Marta: ¿Te acerco a algún lado?, llaman a
la puerta, él abre, y entra una mujer joven, de zapatillas
negras, jean y remera blanca, una mujer que carga
una mochila más grande que la que llevaría alguien
que va de paso, una mujer que Pablo calcula no debe
tener mucho más de veinticinco años, y sin presentarse
ni saludar dice:
––¿Alguno de ustedes sabe algo de Nelson Jara?
Y en ese momento, tal como Pablo siempre temió
que algún día iba a suceder, se detiene el mundo
una fracción de segundo para de inmediato empezar a
girar a toda velocidad en sentido contrario. Los tres,
mudos, sin contestarle a la mujer, sin siquiera mirarse
entre ellos, se dejan transportar en el tiempo hacia la
noche, tres años atrás, a la que se habían juramentado
no volver.
––Perdón, pero estoy buscando aNelson Jara…
––insiste la chica.
Es el arquitecto Borla el primero en salir del
ensimismamiento y preguntar:
––¿A quién?
––Nelson Jara ––repite ella.
––No me suena ––dice Borla. Y le pregunta a
él––: ¿A vos te suena, Pablo?, ¿te acordás de algún
Nelson Jara?
Borla se queda esperando la respuesta que supone
pactada pero que Pablo Simó no dará: No, no
me acuerdo. Pablo no responde eso ni ninguna otra
cosa, calla, hasta ahí puede seguir a Borla, hasta donde
lo lleva su silencio, pero por más que el otro lo mire
con la cara que lo está mirando él no puede decir una
sola palabra. Cómo negar lo que Pablo sabe, y que sabe
que Marta sabe, y que sabe que Borla sabe: que Nelson
Jara está muerto, enterrado unos metros más abajo de
las baldosas de alto tránsito sobre las que caminan ellos
tres cada día al entrar o salir de esa oficina, bajo la losa
del piso de las cocheras, exactamente donde lo enterraron
aquella noche, tres años atrás.
©Editorial Alfaguara
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