Apariciones(Fragmento)
Las manos crispadas
Está encima de ti. Sólo veo su espalda, un fragmento de oscuridad donde seguramente está tu cara, y tus manos, crispadas, una acaricia su piel, y la otra, la derecha, se hunde filosa uña a uña sobre su carne.
La cama cruje, tus manos se encajan con más fuerza en su piel. Y luego todo queda en calma.
Suspiras y preguntas:
—¿Has gozado?
No responde, está exhausto.
En su piel han quedado grabadas las marcas de tus garras.
Alzas los brazos
Estás echada sobre la cama, boca arriba, tienes el pubis rizado, color castaño oscuro. Has levantado los brazos, las axilas son del mismo color y el vello es también rizado. Te mira, se inclina y besa una tras otra tus axilas. Luego busca tu boca y mete su lengua entre tus dientes. La muerdes; se excita mucho como siempre y como siempre te pide de inmediato que te masturbes, sabe que te exalta, y obedeces, metes tu dedo entre tus labios; él se yergue, entra en ti, flexionas las piernas y las anudas sobre su espalda, sientes el golpe contra el cuello y aceleras el ritmo.
Alzas los brazos, colocas tus manos sobre su carne, te afianzas allí, hundes las uñas de tu mano derecha en su espalda —es de un tono oliváceo— y sientes en tus yemas la sangre que escurre en pequeñas gotas.
Luego, la lames.
Una estría rojiza recuerda el paso de tus uñas en su espalda.
Se desnuda el torso
Hacía ya mucho tiempo que no había tenido fuerza, la fuerza necesaria para poder escribirla, esa fuerza que me impulsa a visitarla, esa fuerza que me hace duplicarlas: ahora son dos, una es Lugarda, la otra Juana.
Y en cuanto decido escribir, Lugarda le dice a Juana:
—Juana, dale gracias a Dios de que te crió para que fueses suya. Sigue sus voces.
Y Juana oye las voces.
Y las voces dijeron que cambiase las delicadas holandas por una túnica grosera, que cambiase sus sábanas por otras pequeñas cuyas arrugas le lastimaran todo el cuerpo, que no tuviese otro lecho sino dos tablas en donde no hubiese cabezal alguno, ni se hallase más ropa que una delgada colcha que te tapase el cuerpo sin desnudarlo; que en los brazos, en la cintura, en los muslos amarrase cilicios de cuerda y cadenetas de acero; que en los zapatos pusiese pequeñas piedras y que algunas veces esparciese en ellas agudos clavos, y que cuando flaquease Lugarda tomara la disciplina Juana para ayudarla, y, después de pedirle que se desnudara el torso, descargara sobre su espalda los azotes, y que después pasase sus filosas uñas sobre las heridas recién hechas.
Y Juana lo hace con tal perfección que Lugarda mantiene intactas las señales de su cuerpo sin permitir que cicatricen.
Porque la penitencia es el descanso y alivio de sus penas y así que entra en ella cree hallarse en el cielo y entre los coros de ángeles. ¿No se identifica, acaso, con la madre Teresa? ¿No se acercó el ángel a Teresa el día de la transverberación? ¿No le traspasa Jesús el corazón con un enorme clavo? ¿No es ése el símbolo de sus desposorios sagrados?
El enganche
Los sorprendo a ti y a él en la cama, me gusta mirarte, mirarlos, reflejados en el espejo, estudiar las distintas posiciones que adoptan cuando hacen el amor, me gusta describirlas como si se tratase de una simple estampa.
En este momento tu cuerpo y el suyo forman una extraña figura. No es posible distinguir bien qué cuerpo es el que se monta sobre el otro: diríase que las cabezas están separadas de su tronco por la distorsión a las que las obliga su deseo. Una cabeza —¿es la de él?— parece guillotinada y sin embargo vive, lo sabe uno por el intenso placer que se advierte en sus ojos, esos ojos velados, en el pasmo, y esa boca entreabierta, exhausta. De ti apenas se ve el cabello y un fragmento de la boca y tu mejilla, lo demás es sombra.
Y ahora veo tus piernas: están encogidas y totalmente abiertas en un equilibrio muy precario y los brazos —¿los tuyos, los de él?— se apoyan en el suelo como gimnastas.
Mientras observo, pienso que a tu cuerpo le han nacido varios miembros para que con ellos puedas apresarlo y detenerlo en esa mueca inmóvil, cercenada, y hacer que su cabeza, gracias al corte definitivo que entrelaza sus cuerpos, dibuje con certeza un cuadro en donde vida y muerte existen sin fisura.
De esa forma puedes resentir —también él— un tormento aún más delicioso que el que les hubiera producido un cuerpo con dos piernas solamente. En ese encuentro, te maravillas de haber hallado a alguien que, mediante pinceladas sucesivas y logradas una vez tras otra, sin desfallecer, acabe el cuadro de tu fantasma.
Sometida a un deseo
Sabes bien que es cierto lo que te digo, la niña no sólo monta a caballo como montan los varones, también lleva entre las piernas una viola de gamba imaginaria.
Entonces la miras.
La niña sonríe mientras desnuda sus pies y exhibe unas uñas largas y sucias.
Toma el alicate y dice:
—Hace mucho que no me cortaba las uñas.
En ese momento entra él y se queda absorto mirándola.
A veces, también, los otros se te aparecen sometidos a un deseo, aunque se trate sólo de un impulso.
El cuerpo enjuto
Digo (escribo):
—No sé si atino en lo que digo, porque, aunque lo he oído, no sé si me acuerdo bien.
Si lograra recordar esas palabras quizá le ayudaría a Lugarda de la Encarnación (cuando la escribo), a encender más ese amor que siente por Cristo y por su enjuto cuerpo sanguinolento y crucificado.
© Editorial Alfaguara
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