Pasábamos los veranos en Río Negro. Esperábamos todo el año que se terminaran esos meses eternos de colegio en Buenos Aires para viajar a la chacra de mis abuelos.
Teníamos permiso para todo, hasta nos dejaban nadar en el canal a la hora de la siesta sin que nos vigilaran los grandes.
Cuando empezaba a oscurecer mi abuela encendía un farol en la cocina porque por esos años la chacra no tenía luz eléctrica. Pero la oscuridad iba metiéndose de a poco en la casa. Entonces yo pegaba mi cuerpo a la ventana desde donde se veía la ruta a lo lejos y clavaba los ojos en los faros de los autos que pasaban cada tanto.
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A veces mi abuela me acompañaba al canal a la hora de la siesta. Cruzábamos despacio esa calle de tierra por donde nunca pasaba ningún auto. Ella buscaba algún tronco y se sentaba a esperarme. Decía que le gustaba verme nadar y jugar en el agua. Dos filas apretadas de álamos bordeaban el canal. Eran altísimos y desde allí adentro podía verse sus copas que bailoteaban en lo alto. También podía sentirse el calor de algún rayo de sol que inevitablemente se filtraba por entre sus ramas y calentaba la brisa. Y el murmullo de las hojas cuando el viento las movía.
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Sé que todos los sábados mi abuela mataba un pollo para que comiéramos los domingos al mediodía. La desplumaba bajo la pérgola y lo dejaba colgado por unas horas allí mismo. Pero no es así como lo recuerdo, sino como gallinas y gallinas con el cogote retorcido moviendo las patas con desesperación. La sangre que goteaba en la tierra. El charco que se iba formando con la mezcla del estiércol y la sangre.
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Mi abuela usaba un camisón muy amplio y largo hasta los pies y por las noches se soltaba siempre el rodete tirante que llevaba en la nuca. El pelo le llegaba hasta la cintura. Una noche en la que yo no podía dormir, la encontré afuera de la casa, bajo su pérgola de rosas. Dormitaba en el sillón, casi desnuda. Sólo llevaba unos calzones grandes y flojos. Tenía los brazos apoyados en los costados del sillón y las manos se dejaban caer. Una carne fláccida y estriada le colgaba bajo la axila. Ya se sabe, las noches son inmensas en el campo. Los silencios. La recuerdo a mi abuela desnuda en esa noche enorme. El pelo suelto. La cabeza apenas reclinada hacia atrás y la boca entreabierta que reproducía un silbido al respirar. La blancura de su piel resurgía en esa noche. Dormía serena y los pechos desnudos le caían sobre el vientre hinchado.
Las minificciones que forman parte de la novela Amigas mías,Emecé, 2002.
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