Todas las tardes, entre las siete y las ocho de la noche y desde hace seis años, una muchacha llega a su departamento, en el Village de Nueva York. Desde el último edificio de una casa de departamentos del siglo diecinueve, en la Diez entre la Sexta y la Quinta –justo en la vereda de enfrente de la casa donde viviera Mark Twain- se puede asistir perfectamente a esa llegada y a ese final de jornada. Desde allí es tan propicio el ángulo de mira que podría llegar a suponerse que una y otra ventana, la del mirador y la de la muchacha, han sido encuadradas exactamente una frente a la otra ex profeso. La exhibición sucede tanto en invierno, en primavera como en otoño; nunca es la misma a pesar de que no cambian los elementos con que se constituye. El marco que rodea las ventanas varía; a veces el espectador mira desde una ventana cubierta de glicinas florecidas y la muchacha es observada con una marialuisa de rosetas blancas; otras, solamente unas ramas retorcidas y unas agujas de hielo enmarcan la luminosa limpidez de una y otra ventana.
Para verla es mejor estar desde las siete; si el observador se retrasa y se instala después que ella ha llegado, se pierde el sobresalto de su aparición en el vano de la puerta de su cuarto. Para mirarla con comodidad hay que apagar las luces un rato antes, situarse en el centro del espacio de observación, en este caso la sala de un departamento del siglo diecinueve. La penumbra es la única condición para mirar, pero debe saberse que es penumbra no debe ser interrumpida y que sólo se está en libertad de encender la luz y de reiniciar la vida ordinaria cuando ella se haya entregado al sueño.
Mirar a la muchacha es, pues, una decisión que hay que tomar por anticipado, aplicándose a ella como a un trabajo. Si una tarde, por ejemplo, el observador decidiera ocupar el tiempo de la observación en cualquier otra cosa, sólo tendría que correr los visillos, encender normalmente la luz y, mediante un esfuerzo de concentración, prescindir de la escena que tiene lugar calle de por medio.
Ella llega, se quita el sombrero, los guantes, los zapatos; se saca el suéter, la blusa. Sentada al borde de la cama, con el torso desnudo y con la falda puesta, trata de desprenderse infructuosamente el portaligas; finalmente decide quitarse la falda y, con la pericia de quien está acostumbrado a ese tipo de prenda, suelta las medias del portaligas y se las saca como si se quitara un velo. Nunca lleva calzones. Deja todo en desorden, prende un cigarrillo, sale de la habitación. Como de costumbre, no se instala definitivamente en el cuarto, sino que entra y sale cumpliendo diversos objetivos, como buscarse un vaso de algún alcohol, ir y venir en dos o tres momentos para verificar si la tina ya se llenó (estos trajines sólo pueden adivinarse, el ruido de la salida del agua no se puede oír, tampoco el tintinear del hielo contra las paredes del vaso, ni la música que escucha, que sólo puede suponerse por el ritmo con que ella la acompaña con sus caderas y sus hombros o por el compás que le marca la oscilación de sus pechos). Durante el tiempo que dura el baño, su desaparición de la escena crea una atmósfera de entreacto, de suspensión de la acción que obliga a detenerse en los objetos y reconocerlos: lámpara sobre una mesa de luz, cama pegada al muro blanco, cojines, una cómoda sobre la que ella suele depositar sus guantes, su sombrero o su bolsa al llegar de afuera. Salvo la ropa de cama, no hay en ese cuarto nada previsto para cubrirse, ni del frío, ni de las brisas o corrientes de aire, ni de las miradas; el cuadrado de vidrio de la ventana, con sus bordes nítidamente azules, es abierto o cerrado por razones de temperatura ambiente, pero nunca para protegerse de la luz del sol, ni de la noche, ni de ninguna otra circunstancia; incluso, muy pocas veces es abierto para ser aireado y no parece que la muchacha haya pensado nunca en ocupar su cabeza, su cuerpo o su recámara en tareas de índole doméstica.
Cuando regresa del baño ella viene ya desnuda y sólo con una toalla enroscada en su cabeza. En varios años ese cuerpo limpio que se muestra al mismo tiempo con desparpajo e inocencia no ha tenido muchas variaciones, y si alguna puede admitírsele es su belleza siempre en aumento, como si estuviera dotado de una misteriosa capacidad de ser cada vez más pleno, tanto por la armonía de sus contornos como por la seguridad de sus movimientos. La mata de pelo de su pubis s extiende casi hasta la mitad del vientre y pareciera ser rojiza, espesa, y llamar a la caricia. Ella se dedica a pasear sus dedos entre los bucles de su pubis, desafiando el sentido de su crecimiento, corrigiendo un remolino irredento o estirando en todo su largo los mechones, como quien juega con una cabellera.
La cama es el sitio de su cuerpo, podrá girar cien veces en redondo por su cuarto, mirarse en un espejo (ha de haberlo, en la pared junto a su ventana, la que no se ve, pues ella toma actitudes que se corresponden con su imagen repetida en alguna parte y crea figuras con sus brazos y piernas que solamente tienen sentido si se reflejan en algo) en ese tránsito preparatorio, pero terminará por tenderse en la cama. Sus desplazamientos –generosos para el espectador- parecen ser una suerte de evaluación: de la situación de soledad, del llamado que va a abrir ese espacio íntimo hacia el exterior, del interludio que va a prolongarse unas horas hasta que el sueño venga, del estado de ensoñación que va a envolver los últimos momentos del encuentro consigo misma, del instrumental imaginario que podrá, esta vez –y siempre hay un “esta vez” entendido como una estrategia de vida- prodigarle la máxima emoción.
En el departamento del último piso de enfrente el espectador no ha tomado ninguna medida especial correlativa a la aparición de esa muchacha desnuda que se despoja del último elemento que la ataba a la civilización, el circunstancial turbante de toalla, que ahora deja en descubierto sus cabellos mojados y rojizos, en libertad, pegados a la frente, enrulándose apenas sobre las orejas y el cuello. El está detenido en ese tiempo y en ese espacio a voluntad, como de ese pan no sólo porque es su alimento cotidiano, sino porque ese acto simple de ver a alguien que se deja mirar ha terminado por convertirse en una especie de operación que por sus extracciones y sus adiciones podría ser infinita, aunque su marco de contestación se reduzca al cuadrado de una habitación con una ventana a la calle Diez.
En los primeros años se había resistido a la contemplación diaria. Esa reiteración del acto a una hora precisa condicionaba toda su jornada. Solo esperaba llegar a su casa, instalarse y mirar. Convencido de que la imagen de la muchacha le había producido un daño irreparable, se obligaba a no verla creándose obligaciones justo a la hora en que la muchacha llegaba o, pero aún, reprimía su mirada sujetándola a un suplicio que podía ser, según la magnitud del deseo de ver que de él se apoderara, la lectura metódica de un libro, de ese tipo de lecturas que reclama tomar notas o hacer fichas, lecturas-cárcel para dominar la vocación de ver a través de la ventana hacia otra ventana.
No es que se hubiera entregado, de una vez y para siempre, a la ceremonia y al sortilegio de las tardes, y de una manera sumisa. Después del período de las prohibiciones, había terminado por darse cuenta de que ellas mismas eran una fuente de alimentación: si una tarde se había forzado en eludir la contemplación, la sola idea de que al día siguiente esa omisión iba a ser reparada, tenía en el un efecto de acumulación, como si la espera del otro día lo cargara aún más de ganas de ver, como si la agudeza de su mirada, su capacidad de observar, su estado de atención y la vibración de sus sentidos llegara, luego de la privación de la víspera a su punto más alto.
Sobre la pura sábana ella se extiende con las piernas separadas, enseñando su sexo. La luz no es demasiado fuerte, pero permite ver con nitidez. Si cabeza está mas abajo que el sexo, como si algún cojín hubiera levantado sus nalgas hasta el ángulo exacto de mira del observador. El sexo en el centro de la escena, así expuesto, entre dos columnas, como un hogar encendido por la horda o como un nido de pájaros, o como una zarza de fuego, o como un sagrario, lo obliga casi a cerrar los ojos, enceguecido por una llamarada que momentáneamente se hubiera abstraído de la carne y del cuerpo, de la muchacha y hasta de la condición femenina. Sos ojos exactamente a la altura del sexo abierto y dispuesto tarda en reacomodarse a la realidad. El deja aparecer, subrepticiamente, por su bragueta abierta, la cabeza de su pene. Palpa su estado de erección y verifica que tiene esa flexibilidad y textura óptimas, a mitad del crecimiento, a media expresión, estado indefinido, como la delicada sensación que comienza a invadirlo.
La sala está cada vez más a oscuras a medida que avanza la tarde y se acerca la noche. A la penumbra de su cuarto se corresponde la luminosidad del cuarto de enfrente. Ella levanta sus piernas, las cruza, las descruza. De pronto, él advierte que ha echado mano al teléfono y que, muy lejos de la conmoción que su sexo está produciendo en el centro de la escena, sobre la cama y entre las piernas, se reacomoda sobre un cojín, coloca otro más en su nuca, dejando aparecer, también entre las piernas abiertas, su cabeza y el par de pezones de su pecho. Ella habla por teléfono. Simplemente. Se ríe, con la mano derecha sostiene el tubo y, con la otra, empieza a tocarse las piernas, el vientre; gira hacia la derecha, hacia la izquierda; su sexo se pierde entre las piernas, pero aparece en cambio la comba del culo. Sus manos han sido siempre sobadoras, pero no en vano, sino con una clara noción de lo que quieren obtener. Puede parecer una caricia distraída la que ahora imprime su dedo en la profunda hendidura de sus nalgas, puede pensarse que ese tamborileo es sólo una forma de rascarse, pero no, aun cuando ella siga hablando por teléfono, esos movimientos de manos no son gratuitos y, cada uno, le provoca un breve, intenso éxtasis. Cuando la exaltación es demasiado fuerte, tapa la bocina, seguramente para que no se oiga su respiración, cada vez más agitada.
El sabe que esa llamada tampoco está separada de la escena. La vos, es de suponer, le está diciendo propósitos que se convienen perfectamente con la situación de desnudez y de soledad que muestra sus diferentes cantos y dispone sus figuras sobre una cama, entre las siete y las ocho, en la calle Diez. La llamada se ha producido regularmente todos estos años, desde que él observa y goza. Cuando falló. Ella pareció desesperarse, pero no hizo nada para subsanar la falta. Ella no llamó y, para paliar la frustración, su acto fue más solipsista que nunca y la devoción por sí misma llegó a un paroxismo tal que a él terminó por serle insoportable, como si su puesto de mira y su acción de mirar hubieran estallado, sobrepasados por los acontecimientos.
Ella deja el teléfono. Se trata de pausas, de la necesidad perentoria que la atraviesa de usar sus dos manos. Abre nuevamente las piernas, recupera el auricular, dice algo, sonríe, ríe a carcajadas, y se coloca la bocina en el sexo, casi se podría pensar que se la introduce en la vagina, pero no, no es eso, es tal vez solamente la idea de hacer oír a su interlocutor el ruido de sus labios que se cierran y se abren o para envaginar la voz de quien habla, o para acallarla entre la mata de pelo. Sus cabellos se han secado y son un resplandor en ese cuerpo que rueda en la disipación y que, si pudiera lamerse en su totalidad no estaría ahora lamiendo los bordes del tubo ni chupando pedazos de hielo, ni ensalivándose los dedos para acariciarse el sexo.
El pene ha pasado de la flexibilidad a la turgencia plena. Es como un arma que apunta directamente a las múltiples bocas de la muchacha. Su poder de fuego está concentrado y pugna por salir pero el ejercicio de autocontención a que ha sido sometido durante años y cuyo objeto ha sido disciplinar el estallido amoroso sincronizándolo perfectamente con el estallido, que calle de por medio, va a producirse, lo mantiene en su erección, como un animal a punto de dar el salto. Ella parece gritar algo, aullar así, su cuerpo se conmueve como si hubiera llegado a un sitio del que no pudiera retornar, y luego cae vencido. En ese momento, el pene, al otro lado de la calle, se derrama como una fuente, solo, sin que ninguna mano o estímulo le exija hacerlo: por la pura y estricta fuerza de la contemplación. Serenamente, el observador cierra los ojos y, antes de colgar el tubo de teléfono, oye una respiración armónica de alguien que acaba de dormirse, luego de apagar la luz.
Tununa Mercado (Córdoba, 1939), novelista, cuentista, ensayista, traductora y periodista argentina. Escritora de gran solidez, originalidad y calidad literarias, es un referente para la literatura argentina y latinoamericana actuales. En 1958 inicia sus estudios universitarios de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Córdoba. Tres años después contrae matrimonio con el crítico latinoamericanista, narrador y teórico Noé Jitrik quien fue su profesor de Literatura Argentina. En 1964 se traslada a Buenos Aires junto con la familia, pero abandona los estudios faltándole rendir sólo dos materias. Este hecho coincide con la dictadura de Onganía que interviene la Universidad de Buenos Aires (UBA) en la así llamada “noche de los bastones largos” y expulsa a lo más valioso del cuerpo docente entre los cuales recordamos al historiador Tulio Halperín Donghi. Siempre en 1966, y ante la mordaza que impone el “onganiato”, Tununa y Noé Jitrik, junto con sus dos pequeños hijos, deciden irse a Francia, gracias a una oferta que recibe Jitrik para enseñar en una universidad de ese país. Allí Tununa colabora en la universidad dictando cursos de historia y civilización latinoamericanas. Envía al prestigioso Premio Casa de las Américas (Cuba) su primer libro Celebrar a la mujer como a una pascua (cuentos) y obtiene la Mención Casa de las Américas en 1967. Vive y observa el 68 francés de cerca viajando todos los días a París. En 1970 Tununa y familia regresan a la Argentina. Un año después empieza a trabajar en el periódico La Opinión, referente progresista para los intelectuales de la época. En 1973, luego del golpe de estado chileno, participa en acciones y comités de solidaridad con el país del Sur. En 1974 Noé Jitrik es invitado a México para dar clases y Tununa, en Buenos Aires, empieza a recibir amenazas de muerte de parte de la banda terrorista de extrema derecha “Triple A”. Por este motivo, el exilio se adelanta a los acontecimientos del 76 y deciden refugiarse en México hasta el final de la dictadura argentina. En la capital azteca Tununa y Noé Jitrik forman una comisión de solidaridad con los exiliados argentinos. Tununa trabaja como periodista free-lance y luego es editora de una revista. Es en estos años que concibe Canon de alcoba, cuentos eróticos de refinada sensibilidad y escritura que serán publicados en 1988 y que tendrán 3 ediciones. En 1990 se edita En estado de memoria, obra “híbrida” que se mueve entre el relato, la confesión, el artículo y el ensayo. En 1994 la excelente editorial rosarina Beatriz Viterbo publica La letra de lo mínimo (ensayos). Dos años después, sale La madriguera (novela). En 2003, aparece Narrar después (ensayo). Un año más tarde, gana el Premio Konex en la sección “Cuento”. En 2005 sale Yo nunca te prometí la eternidad (novela) que suscita un gran interés de público y de crítica por la solidez de su escritura y de sus temas. Es una novela de desplazamientos entre Europa y las Américas en la cual el exilio y la memoria representan la indagación fundamental de lo humano que la consagró en Mexico en 2007 con el premio Sor Juana. Tununa Mercado escribe, dicta conferencias y traduce del francés.
Para ver entrevista de audio-video realizada a la autora, clikeá aquí.
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