Lo que pasa con Aurelia es que ella lo sabe todo, y lo cuenta con detalles, hasta aquello que no sabe, y las escalas de piano no parecen escalas sino inventos de sus dedos que suben y bajan casi como duendes del sonido mientras mi boca saliva abierta, desencajada, y ella sigue y sigue al ritmo de la cabeza de la profesora que juega verticalmente con el espacio, aprobándola. Luego, Aurelia se levanta recta, sin perder el aire condescendiente, casi sin pedir permiso, y deja el taburete aún tibio de ella.
Es mi turno.
Camino los dos pasos desde donde estoy sentada y con fortuna llego a acomodarme, pero ella se ha llevado el embrujo y queda la atmósfera simple, banal, monótona, que no puedo cambiar con mis dedos endurecidos.
Hasta la cara de la profesora cambia.
Ya no cierra los ojos en total abstracción como con Aurelia. Son dos focos que reprueban antes de que por fin me anime.
Pienso en lo que dice Aurelia: “cuando entro a un lugar, lo hago con todo el cuerpo”, pero no me sirve de gran ayuda. Siento que me encojo, que las paredes hacen lo mismo y estoy a punto de ser aplanada. “Será más fácil salir; no necesitaré que la puerta esté totalmente abierta”.
Transpiro la media hora de clase. Hago trizas a Czerny, a octavas y terceras, a la izquierda y la derecha están en distintos bandos con las teclas en una fuga imposible de aprehender.
La verdad es que me gustan más los preludios.
Pero, ¿Dónde se ha visto un preludio sin su correspondiente fuga?.
“La posición, cuida la posición. Parecen un tero a punto de volar con esos dedos tan tiesos”, dice la profesora.
Se me nubla el teclado, las negras ocupan el lugar de las blancas y yo estoy en el medio. Nunca tuve nada contra el color negro. “¡Dos por cuatro, dos por cuatro!”, insiste, marcando el compás con el taco del zapato, pero estoy tan confundida que pienso en la maestra de todos los días, la otra, y digo: “ocho”, pero ella no entiende y sigue ahora golpeando con las manos, “¡dos por cuatro, dos por cuatro!”, en medio del salón largo, eco también largo y yo indefensa, una culpable sin causa en un banquillo ajustable. “Un momento”, digo con un hilo de voz sin enhebrar, y me deslizo para subir el taburete que parece haber descendido, o el piano muy alto. La miro por un costado y veo más largos los pelos de su barbilla y más ojos detrás de los lentes, una profesora multiplicada, mientras yo estoy por padecer una transmutación ineludible para esperar la noche anónima bajo el piano y salir sin que las trenzas se me enreden en las piernas.
Pero no hay imaginación que funcione.
Siento los dedos pegajosos, la falda hecha una masa con los muslos acalorados. Alguien golpea la puerta, porque a todo esto la cosa es a puerta cerrada, como cualquier tortura. La secretaria entra con la taza de café. “Déjelo sobre el piano”, dice la torturadora. Se me va la lengua por un sorbo, y eso de que es mala educación comer o tomar sin ofrecer a quien está con uno que me enseñaron, es mentira. Me quedo con la boca seca como trapo estrujado. Está a punto de tomar el lápiz y calificarme (porque cada clase se califica). Ojalá tome el café antes y fume un cigarrillo para entonarse. “Seguirás estudiando la misma lección”, sentencia, sin caer en la cuenta que eso ya lo dijo la clase anterior, y la otra de antes, y la de más allá, que los mismos sonidos ya me producen náusea, pero muevo la cabeza afirmativamente, como siempre lo he hecho porque también me lo enseñaron y no es que hubiera aprendido, de lo contrario no estaría repitiendo esa lección que resulta tan cara porque está en un punto muerto irremediable.
Entonces empecé a decir en mi casa que la profesora no ponía interés al enseñar, que no quería cambiarme la lección, y eso de no cambiarme la lección era grave, más grave que si hubiera insinuado que no quería seguir con el estudio del piano, prueba fehaciente de su inclinación por Aurelia a quien cambiaba la lección cada semana.
Así fue como de un día para el otro, sin algún preludio de los que me gustaban ni fuga para escaparme, me encontré cara a cara, o mejor dicho, costado a costado con Carlos Aníbal, mi nuevo profesor. Del calor de la cara roja y la transpiración excesiva pasé al frío en pleno verano con 15 grados de edad, no, perdón, años, palpitaciones internas y externas y calambres en el corazón.
Queriendo vencer de entrada mi timidez, quise llamarlo el primer día por su nombre, pero ni bien dije Carlos, el resto quedó atorado. Me obligué a toser, pero no hubo caso.
La primera clase fue caótica y la vergüenza tiñó de rojo hasta las paredes.
Mi madre dijo que, evidentemente, la profesora no servía al observar mi dedicación en la casa que excedía la paciencia y bondad de los oídos del resto de la familia. También comento que, si seguía de ese modo, era probable que llegara al Teatro Municipal.
Pero no era eso lo que quería sino complacer a Carlos Aníbal, lograr que me viera, que dijera que era la mejor, que mi talento, único, mi posición, la más perfecta y, mis manos, herencia de alguna diosa musical. Pero él solo tenía ojos para Margarita, blanca, transparente, a punto del desmayo tocando igual que un cisne con el cuello apenas inclinado y los brazos batiendo el aire, redondeando arpegios sin esfuerzo, la espalda recta, sentada en la mitad del taburete como debía ser. Yo tenía quince años redondos de arriba, de abajo, de cintura, de piernas, con ganas de que me metieran en alguna máquina moldeadora para sacarme parecida a Margarita.
Cuando, al término de una clase, dijo que había hecho un gran progreso, levanté los ojos acostumbrados a estar bajos y me animé a mirarlo. No sé qué esperaba. Tal vez que me viera, no solamente de dedos y manos. “Hasta el próximo jueves”, sonrió, pero el jueves siguiente hice fuerza por enfermarme y lo logré. Después simulé un acceso de melancolía para luego agregar un desgano que fue tomado como “cosas de la edad”. Pero el asunto se alargó y todos estuvieron de acuerdo que me había enfermado de tanto estudiar, lo que registré para agregar más jueves de inasistencia.
Así fui fugándome de a poco, con un preludio compuesto para la ocasión.
Cuando hago memoria y recuerdo que Margarita lo dejó colgado de una corchea, no puedo menos que soltar la carcajada.
Éramos golondrinas buscando cada cual su propia primavera.
Carlos Aníbal lo sabía porque jugaba a ser golondrina sabiendo que ya le habían pesado muchos veranos.
Nosotras también lo sabíamos, pero en muchas partes estaba escrito lo del “atractivo hombre maduro”.
Ahora somos todas maduras pero nadie nos pone el adjetivo, y el tiempo no se detiene.
Sólo nos permite dar vuelta la cabeza y echar una mirada atrás por esas cosas tan necesarias del momento, y volver a enderezarla para seguir andando.
Es mi turno.
Camino los dos pasos desde donde estoy sentada y con fortuna llego a acomodarme, pero ella se ha llevado el embrujo y queda la atmósfera simple, banal, monótona, que no puedo cambiar con mis dedos endurecidos.
Hasta la cara de la profesora cambia.
Ya no cierra los ojos en total abstracción como con Aurelia. Son dos focos que reprueban antes de que por fin me anime.
Pienso en lo que dice Aurelia: “cuando entro a un lugar, lo hago con todo el cuerpo”, pero no me sirve de gran ayuda. Siento que me encojo, que las paredes hacen lo mismo y estoy a punto de ser aplanada. “Será más fácil salir; no necesitaré que la puerta esté totalmente abierta”.
Transpiro la media hora de clase. Hago trizas a Czerny, a octavas y terceras, a la izquierda y la derecha están en distintos bandos con las teclas en una fuga imposible de aprehender.
La verdad es que me gustan más los preludios.
Pero, ¿Dónde se ha visto un preludio sin su correspondiente fuga?.
“La posición, cuida la posición. Parecen un tero a punto de volar con esos dedos tan tiesos”, dice la profesora.
Se me nubla el teclado, las negras ocupan el lugar de las blancas y yo estoy en el medio. Nunca tuve nada contra el color negro. “¡Dos por cuatro, dos por cuatro!”, insiste, marcando el compás con el taco del zapato, pero estoy tan confundida que pienso en la maestra de todos los días, la otra, y digo: “ocho”, pero ella no entiende y sigue ahora golpeando con las manos, “¡dos por cuatro, dos por cuatro!”, en medio del salón largo, eco también largo y yo indefensa, una culpable sin causa en un banquillo ajustable. “Un momento”, digo con un hilo de voz sin enhebrar, y me deslizo para subir el taburete que parece haber descendido, o el piano muy alto. La miro por un costado y veo más largos los pelos de su barbilla y más ojos detrás de los lentes, una profesora multiplicada, mientras yo estoy por padecer una transmutación ineludible para esperar la noche anónima bajo el piano y salir sin que las trenzas se me enreden en las piernas.
Pero no hay imaginación que funcione.
Siento los dedos pegajosos, la falda hecha una masa con los muslos acalorados. Alguien golpea la puerta, porque a todo esto la cosa es a puerta cerrada, como cualquier tortura. La secretaria entra con la taza de café. “Déjelo sobre el piano”, dice la torturadora. Se me va la lengua por un sorbo, y eso de que es mala educación comer o tomar sin ofrecer a quien está con uno que me enseñaron, es mentira. Me quedo con la boca seca como trapo estrujado. Está a punto de tomar el lápiz y calificarme (porque cada clase se califica). Ojalá tome el café antes y fume un cigarrillo para entonarse. “Seguirás estudiando la misma lección”, sentencia, sin caer en la cuenta que eso ya lo dijo la clase anterior, y la otra de antes, y la de más allá, que los mismos sonidos ya me producen náusea, pero muevo la cabeza afirmativamente, como siempre lo he hecho porque también me lo enseñaron y no es que hubiera aprendido, de lo contrario no estaría repitiendo esa lección que resulta tan cara porque está en un punto muerto irremediable.
Entonces empecé a decir en mi casa que la profesora no ponía interés al enseñar, que no quería cambiarme la lección, y eso de no cambiarme la lección era grave, más grave que si hubiera insinuado que no quería seguir con el estudio del piano, prueba fehaciente de su inclinación por Aurelia a quien cambiaba la lección cada semana.
Así fue como de un día para el otro, sin algún preludio de los que me gustaban ni fuga para escaparme, me encontré cara a cara, o mejor dicho, costado a costado con Carlos Aníbal, mi nuevo profesor. Del calor de la cara roja y la transpiración excesiva pasé al frío en pleno verano con 15 grados de edad, no, perdón, años, palpitaciones internas y externas y calambres en el corazón.
Queriendo vencer de entrada mi timidez, quise llamarlo el primer día por su nombre, pero ni bien dije Carlos, el resto quedó atorado. Me obligué a toser, pero no hubo caso.
La primera clase fue caótica y la vergüenza tiñó de rojo hasta las paredes.
Mi madre dijo que, evidentemente, la profesora no servía al observar mi dedicación en la casa que excedía la paciencia y bondad de los oídos del resto de la familia. También comento que, si seguía de ese modo, era probable que llegara al Teatro Municipal.
Pero no era eso lo que quería sino complacer a Carlos Aníbal, lograr que me viera, que dijera que era la mejor, que mi talento, único, mi posición, la más perfecta y, mis manos, herencia de alguna diosa musical. Pero él solo tenía ojos para Margarita, blanca, transparente, a punto del desmayo tocando igual que un cisne con el cuello apenas inclinado y los brazos batiendo el aire, redondeando arpegios sin esfuerzo, la espalda recta, sentada en la mitad del taburete como debía ser. Yo tenía quince años redondos de arriba, de abajo, de cintura, de piernas, con ganas de que me metieran en alguna máquina moldeadora para sacarme parecida a Margarita.
Cuando, al término de una clase, dijo que había hecho un gran progreso, levanté los ojos acostumbrados a estar bajos y me animé a mirarlo. No sé qué esperaba. Tal vez que me viera, no solamente de dedos y manos. “Hasta el próximo jueves”, sonrió, pero el jueves siguiente hice fuerza por enfermarme y lo logré. Después simulé un acceso de melancolía para luego agregar un desgano que fue tomado como “cosas de la edad”. Pero el asunto se alargó y todos estuvieron de acuerdo que me había enfermado de tanto estudiar, lo que registré para agregar más jueves de inasistencia.
Así fui fugándome de a poco, con un preludio compuesto para la ocasión.
Cuando hago memoria y recuerdo que Margarita lo dejó colgado de una corchea, no puedo menos que soltar la carcajada.
Éramos golondrinas buscando cada cual su propia primavera.
Carlos Aníbal lo sabía porque jugaba a ser golondrina sabiendo que ya le habían pesado muchos veranos.
Nosotras también lo sabíamos, pero en muchas partes estaba escrito lo del “atractivo hombre maduro”.
Ahora somos todas maduras pero nadie nos pone el adjetivo, y el tiempo no se detiene.
Sólo nos permite dar vuelta la cabeza y echar una mirada atrás por esas cosas tan necesarias del momento, y volver a enderezarla para seguir andando.
Sara Karlik, escritora paraguaya, nacida en Asunción en 1935, pero radicada hace años en Chile lleva ganados varios premios internacionales por sus trabajos literarios.
Es poseedora de un curriculum bastante rico, pues obtuvo títulos de Contadora, Profesora Superior de Piano y diploma de Idioma y Literatura Francesa otorgada por la Universidad de París.
Escribió cuentos, novelas y novelas cortas y tiene publicados seis libros de cuentos breves, La Oscuridad de Afuera; Entre ánimas y sueños; Demasiada Historia; Efectos Especiales; Preludio con fuga; Presentes Anteriores; La Mesa Larga.
La autora comentó que le llevó dos años trabajando mucho para la obra "Nocturno para errantes". "Hay días que te sientas ante la pantalla y no ocurre gran cosa, pero no quiere decir que tengas que levantarte y sentirte vencida. Cuando eso ocurre yo traigo algún texto o elemento motivador, entonces salta una palabra que te asocia a todo el resto. Definitivamente, con todas sus dificultades, alegrías y tristezas, una se siente privilegiada por haber sido elegida por la literatura".
Karlik se considera una persona sensible y seguidora de Proust, pues admira su personalidad y sensibilidad casi femenina. "El decía que para llegar verdadera y seriamente a un lector hay que escribir desde el corazón". Tiene influencia de Cortázar y de Borges.
Tiene publicadas las siguientes colecciones: la oscuridad de afuera (Santiago, Chile, 1987); Entre ánimas y sueños (Asunción, Paraguay, 1987); Demasiada historia (Buenos Aires, 1987); Efectos especiales (Asunción, 1988); Preludio con fuga (1992) y Presentes anteriores (1996).
Es poseedora de un curriculum bastante rico, pues obtuvo títulos de Contadora, Profesora Superior de Piano y diploma de Idioma y Literatura Francesa otorgada por la Universidad de París.
Escribió cuentos, novelas y novelas cortas y tiene publicados seis libros de cuentos breves, La Oscuridad de Afuera; Entre ánimas y sueños; Demasiada Historia; Efectos Especiales; Preludio con fuga; Presentes Anteriores; La Mesa Larga.
La autora comentó que le llevó dos años trabajando mucho para la obra "Nocturno para errantes". "Hay días que te sientas ante la pantalla y no ocurre gran cosa, pero no quiere decir que tengas que levantarte y sentirte vencida. Cuando eso ocurre yo traigo algún texto o elemento motivador, entonces salta una palabra que te asocia a todo el resto. Definitivamente, con todas sus dificultades, alegrías y tristezas, una se siente privilegiada por haber sido elegida por la literatura".
Karlik se considera una persona sensible y seguidora de Proust, pues admira su personalidad y sensibilidad casi femenina. "El decía que para llegar verdadera y seriamente a un lector hay que escribir desde el corazón". Tiene influencia de Cortázar y de Borges.
Tiene publicadas las siguientes colecciones: la oscuridad de afuera (Santiago, Chile, 1987); Entre ánimas y sueños (Asunción, Paraguay, 1987); Demasiada historia (Buenos Aires, 1987); Efectos especiales (Asunción, 1988); Preludio con fuga (1992) y Presentes anteriores (1996).
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