XOCHIQUETZAL Y EL ESCUADRON DE LA VENGANZA
Después de meses y meses de cruzar el Mundo Océano, de varias paradas en tierras extrañas, por fin llegamos a la legendaria Calcuta.
Se despliega frente a mí una urbe sin murallas ni defensas, que circunda la playa de la ensenada circular que parece un anillo entrelazado con hilos de plata y cobre. Las viviendas poseen paredes blancas cubiertas con bellos relieves y techos construidos con hojas pardas de palmera. Las calles se extienden de babor a estribor y el caserío brilla con elegancia bajo el sol de las últimas horas de la mañana, a no más de trescientas brazas de la proa de nuestro brioso Lusitania.
Calcuta es una ciudad grande. Casi del tamaño de Lisboa la Blanca, o de la misteriosa Cuzco de las Alturas, desde donde el Inca gobierna su imperio, un reino más vasto que el de mi pueblo, según dicen los lusitanos. Aunque la metrópolis del Samorim asombra a los lusitanos por su tamaño y riquezas, es evidente que no le llegan ni a los talones a los tesoros y extensión de mi amada Tenochtitlán.
La suave brisa que sopla desde la tierra silba y susurra entre el velamen y las cuerdas, y hace que las plácidas aguas de la ensenada ondulen, crispadas y ligeras, formando olas diminutas que se chocan, ronroneando caricias, contra los costados de los navíos. No obstante, ni la brisa ni las olas son capaces de atemorizar a estas treinta y tres naves venidas del otro lado del mundo, a dos océanos de distancia, las únicas que quedan de las cuarenta que partieron de la Villa del Río de la Plata hace once meses.
Dos naves del Escuadrón se perdieron en la travesía del traicionero canal que separa el Mundo Océano del Océano del Rey, el estrecho que Don Vasco bautizó con el nombre de Magallanes, en homenaje a su amigo asesinado en Calcuta.
Por orden de mi señor, cinco naves se separaron del Escuadrón en el puerto de la factoría de Macao y se dirigieron al sur, rumbo a las Islas de las Especias, cuyo descubrimiento fue relatado por Gonzalo Coelho, Capitán superviviente de la masacre de los portugueses en Calcuta. Una vez llegado allí, el Comandante Francisco da Gama, primogénito de Don Vasco, debía fundar una nueva factoría para comerciar pimienta, canela, clavo de olor y jengibre directamente con los nativos.
Mi señor afirmó que treinta y tres navíos de buen porte, cada uno con doce cañones de bronce enviados desde Portugal, eran más que suficientes para hacer que el Samorim pagara caros sus crímenes.
—Treinta y tres —recuerdo haberle comentado—. La edad de Nuestro Señor Jesucristo.
—Así es. Como decís, un buen número.
Treinta y tres naves repletas de marineros y sus grumetes, y de gente de la tierra, entre ellos la soldadesca lusitana, los guerreros aztecas y los mercenarios navarros y aragoneses.
La brisa de la tierra trae consigo una dádiva benévola, un aroma intenso que sabe a canela y a las flores del clavo de olor, verdadero néctar oloroso para mis narices, antes sensibles y ahora acostumbradas al hedor del sudor y del vómito seco, a los restos de los excrementos depositados en los rincones de la bodega y arraigados en el maderamen de la cubierta principal después de tantos meses en alta mar.
Ah, los lusitanos y sus primos ibéricos, siempre enfundados en sus armaduras de cuero y metal reluciente... Si supieran cómo hieden... Casi todos a bordo despiden un olor terrible. Todos ellos, menos mi señor. Al igual que otros varios oficiales portugueses de alto rango que decidieron desposar a nuestras pipiltin, el equivalente náhuatl de las hijas de los hidalgos, Don Vasco descubrió, de la manera más agradable, las ventajas amorosas de mantener el cuerpo aseado como lo exigen los hábitos de higiene aztecas.
Mi señor, Don Vasco da Gama, Capitán Mayor de la Armada del Mundo Océano, pasea inquieto por la cubierta superior del Lusitania, la nave capitana de esta flota que, en las costas orientales de Cabralia del Sur, fue bautizada como el "Escuadrón de la Venganza", tanto por nuestros feudales portugueses como por nosotros, sus fieles vasallos mexicas.
Vuelvo a la costa de la ciudad. Deseo guardarla en mi memoria así: bella, rica e impoluta. No me agrada tener que presenciar el comienzo de su destrucción.
Permanezco callada y trémula al observar la estrecha boca de la ensenada. Más que notar, siento que mis nudillos se vuelven blancos por la fuerza con que mis manos morenas se aferran, impotentes, al borde de la baranda de popa. Estamos, mi señor y yo, en la cubierta superior, la alta cabina de popa, erigida encima del camarote de él, que a su vez separa al caballero del exiguo compartimiento del timonel, desde donde se conduce la nave.
El Lusitania y los demás navíos están por concluir las maniobras de fondeo. Bajo las órdenes de sus respectivos capitanes, los timoneles enfilan las proas de las naves para ofrecer a los artilleros de los cañones de estribor y de babor buenos blancos en el interior de la ciudad. Los marineros echan las anclas de proa y popa para reducir el movimiento de los navíos.
Si pudiera detener la lluvia de metal candente que está a punto de abatirse sobre esos techos tan bellos...
Ya he presenciado una matanza como esta. Fue hace cuatro años, en la ocasión en que mi señor Vasco da Gama ordenó que su escuadrón destruyese la villa y el depósito comercial de la isla de Cozumel, en represalia por el cobarde asesinato del Almirante Colón, llevado a cabo por mercaderes mayas en ese mismo sitio un año antes.
Por cierto, los mexicas no somos los mejores amigos de esos mayas decadentes. Sin embargo, ver sucumbir así a esa multitud no fue una bonita imagen... Muros de piedra y argamasa que se desmoronaban bajo los disparos de los famosos cañones de bronce y de las bombardas de Don Vasco. Hombres, mujeres y niños gritando y huyendo, presas del pánico. La sangre de los que no conseguían escapar a tiempo esparciéndose y mezclándose con el polvo blanco de las construcciones del villorrio, tiñendo la nube resultante con la tonalidad ocre del rojo sucio. Nada quedó del otrora próspero asentamiento de Cozumel.
Pero Cozumel era una aldea pequeña, mientras que Calcuta es la perla más preciosa de Malabar, una joya de belleza impar, exaltada en prosa y en verso en Timor, Macao e incluso en la lejana Cipango.
Los portugueses fueron los primeros cristianos en posar sus ojos en las ricas tierras de la Costa Malabar. Recalaron en Calcuta por primera vez hace menos de tres años, en el año mil quinientos veinte de Nuestro Señor Jesucristo.
Al principio, el Samorim recibió orgulloso al comandante de la flotilla lusitana, el gran Capitán Mayor Hernando de Magallanes. Sin embargo, algo salió mal durante las negociaciones con el potentado de Calcuta. Como resultado, Magallanes y varios de sus hombres fueron apresados y torturados hasta morir.
Comandada por el Capitán Gonzalo Coelho, la otra nave consiguió escapar de la emboscada naval preparada por el Samorim y regresó primero al Mundo Océano y, meses más tarde, a las costas de Cabralia. Cuando se difundió la noticia de tan desdichada afrenta, la ola de indignación que se elevó en Lisboa llegó a ambas márgenes del Océano del Rey, que los viejos marineros aún insisten en llamar el Mar Océano. Todos nosotros, súbditos y vasallos de Don Manuel, tanto en Portugal y en Algarve como en las grandes islas de Cuba y Lusitania, en las fortalezas de Yucatán, en las factorías litoraleñas de Cabralia del Sur y hasta en las alturas de la Augusta Tenochtitlán, ansiamos que ese ultraje fuese vengado sin demora.
De Lisboa la Blanca vino la esperada orden, expedida de puño y letra por el furioso Rey de Reyes: el Almirante Vasco da Gama, mi muy amado esposo y señor, debía supervisar la inmediata construcción del Escuadrón del Mundo Océano en los nuevos astilleros de la Villa del Río de la Plata, cuyas naves serían financiadas por el oro mexicano y la plata del Inca, y construidas con troncos de alcornoque y roble traídos del Reino y con el bravo angelim de las tierras de Cabralia.
Don Vasco asumió el comando del escuadrón recién creado y partimos hacia el Mundo Océano rumbo a las Indias, para vengar la vil ofensa del asesino del gran héroe lusitano, el eximio navegante que circunnavegó todo el continente de Cabralia del Sur, descubrió el pasaje hacia el Mundo Océano, llevó a cabo los primeros contactos con el Imperio Quechua, estableció el Camino Marítimo hacia las Indias y descubrió las legendarias Islas de las Especias.
—¿Por qué no ofrecéis la otra mejilla al Samorim, mi señor? ¿Acaso no fue esa la enseñanza más sabia de Nuestro Señor Jesucristo?
Don Vasco interrumpe sus órdenes de comando, gritadas y oídas por toda la cubierta, y se vuelve para mirarme con ojos estupefactos ante mi actitud inocente y casi exenta de burla.
Estamos solos en la cabina de popa. Comprobando que los marineros, ocupados en la faena de colocar municiones en las bocas de fuego a ambos lados de la cubierta delantera, no han escuchado mi pregunta, las duras facciones del Capitán Mayor y Almirante del Escuadrón se suavizan y se convierten, una vez más, en las de mi amado esposo.
—Bueno, Doña Xochiquetzal —sonríe Don Vasco—. Con gran placer vuelvo a descubrir cuán sincera ha sido vuestra conversión.
—Tanto como la del Huey Tlatoani Montezuma II, mi padre. —Retribuyo la sonrisa maliciosa de mi señor.
Irrumpe en una carcajada. Un instante de alegría y espontaneidad que traspasa una máscara de seriedad que ha durado meses.
Ambos sabemos que la conversión de Montezuma II y de la nobleza azteca al cristianismo fue, en la mayoría de los casos, una maniobra política de suma conveniencia para todas las partes involucradas. Los portugueses comenzaron a recibir de sus nuevos vasallos copiosos cargamentos de oro de las minas y tesoros, al igual que grandes cantidades de las apreciadas especias de México y Cabralia del Norte, como el xocolatl, el tabaco, el atolli y el tomatl. Los aztecas tuvieron acceso a las milagrosas armas de los lusitanos. Don Alfonso de Albuquerque el Grande autorizó que los nuevos aliados aztecas fuesen armados con mosquetes y espadas de hierro, para que pudiesen enfrentar mejor a los reinos y tribus rivales y así auxiliar al Virrey en la imposición de la severa ley colonial. Más tarde, cuando aprendimos las técnicas para fabricar pólvora y armas de fuego, pudimos repeler prácticamente solos las tentativas de invasión de los castellanos, franceses y ingleses.
Buena parte de lo más granado de la juventud azteca fue llevada a Portugal, bajo el pretexto de que allí aprenderían mejor los modales cristianos, pero en realidad como rehenes. Yo misma fui una de las muchas pipiltin educadas en una calmecac, una escuela para hijos de hidalgos, en Lisboa, y hoy considero que hablo en portugués tan fluidamente como en náhuatl.
Pero por debajo de este delgado barniz impuesto por la Cristiandad y que tanto agradó al Clero de Lisboa y Roma, todavía laten las creencias de nuestros antepasados. Don Alfonso, Don Vasco y algunos otros administradores lusitanos de alto rango jamás ignoraron que los sacrificios rituales oficialmente abolidos continuaban realizándose a escondidas, no lejos de nuestras grandes ciudades, y también, según he oído, en la cima de la Pirámide del Sol de Teotihuacán.
—¡Solo vos sois capaz de inundar mi corazón de alegría en una hora tan aciaga!
—Ahora, hablando en serio, señor y esposo mío. ¿No habrá alguna otra manera de doblegar al Samorim que no sea bombardear Calcuta? El propio Magallanes, en las tierras occidentales de Cabralia del Sur...
—Ah, mi querida señora, el Inca Huayna Capac es un monarca honrado y un hombre muy civilizado. Pronto percibió la ventaja mutua de convertir su imperio en reino vasallo de la corona de Portugal. ¡Muy por el contrario, este Samorim es un pirata y un bandido!
—Lo sé, mi señor. ¿Pero no será posible obligarlo a jurar vasallaje al Rey de Reyes sin que debamos arrasar Calcuta?
—Obligarlo a jurar es una cosa; hacer que cumpla la palabra empeñada es otra muy distinta. Además, está el deseo del Rey de que el Samorim reciba un castigo ejemplar por el martirio infligido a Don Hernando de Magallanes y sus hombres. —Don Vasco se alisa la larga barba, casi enteramente blanca—. Por pedido mío, Don Manuel me ha ordenado ser el instrumento de esa venganza, pues él sabe bien que su voluntad y la mía son una sola. No rechazaría este privilegio real por ninguna cosa de este vasto mundo del Rey.
Mi señor está lejos de ser un hombre joven. No lo era cuando me tomó por esposa en Tenochtitlán, ante mi padre y la corte, hace cinco años. No sé a ciencia cierta por qué no deja de lado esa costumbre de rogarle al Rey de Reyes que le atribuya el comando de las peores misiones de destrucción y matanza...
Hace mucho que le ha llegado la hora de sentar cabeza y de usufructuar sus merecidas riquezas y glorias en alguna granja tranquila de las cercanías de Tenochtitlán, en las aldeas costeras del Yucatán, en las Grandes Islas, en el apacible villorrio de Cabo Frío o en cualquier otro sitio de México o de las Tres Cabralias, siempre y cuando esté lejos, bien lejos, de la villa de Vidigueira, en Portugal, donde reside Doña Catarina de Ataíde, la esposa lusitana de mi señor.
Suspiro, resignada. Comprendo bien que podría ser peor. Mucho peor. Al menos acompaño a mi esposo en sus comisiones de tierra y mar, mientras que la fría Doña Catarina es, desde hace años, un mero recuerdo lejano en Portugal.
Desde nuestro casamiento, los Capitanes y Oficiales de todas las flotas y escuadrones comandados por Don Vasco tienen permiso para embarcarse con sus esposas, concubinas o esclavas en los viajes largos. Este es el principal motivo por el que jamás escasean los oficiales calificados dispuestos y ávidos de ponerse a las órdenes de mi señor.
A lo largo de los últimos años, en los prolongados períodos en que nuestras naves permanecen atracadas para que los carpinteros, calafateadores y tejedores reparen los cascos y velámenes, las matronas y muchachas de las ciudades y aldeas vasallas esparcidas por el litoral de México, las Islas o las Cabralias, han indagado si no es peligroso para la virtud de las jóvenes y hermosas señoras viajar a bordo de una nave llena de marineros y soldados. Siempre respondo que, de hecho, lo es para las que no son damas pipiltin. Pues las actuales naves lusitanas surcan los Siete Mares del Rey de Reyes repletas de guerreros aztecas del mejor linaje, y me estremezco al pensar en lo que mis compatriotas le harían a un marinero lusitano o soldado aragonés si osase molestar a una pilli que ellos han jurado defender con sus propias vidas...
El Artillero Mayor sopla el silbato tres veces para anunciar que las bocas de fuego están cargadas y listas. Don Vasco ordena que se icen las antorchas de señalización en el mástil del Lusitania. Muy pronto, otras llamas similares comienzan a arder trémulamente en los mástiles de los demás navíos.
Sin aviso ni ultimátum a la ciudad, Don Vasco ordena el inicio del bombardeo. En ambos costados, en la mitad del navío y también en la popa, debajo de la cabina, los cañones de bronce, orgullo de la Armada del Mundo Océano, comienzan a disparar una salva de bolas de hierro macizo, en medio de bramidos horrorosos y densas nubes de humo de olor acre. Con cada disparo, los cañones reculan un gran trecho, y muy pronto son cercados por artilleros lusitanos y teutones bien entrenados, que vuelven a cargar la munición por la culata con una rapidez increíble, de modo que en menos de un cuarto de hora la mayoría de las bocas de fuego del Lusitania ya han efectuado cinco o seis disparos. Los densos humos de la pólvora quemada y el hedor áspero del salitre invaden toda la nave. En la proa de algunos barcos, las bombardas rugen, lanzando sobre la urbe indefensa proyectiles de piedra que salen zumbando de sus cortos caños.
En la ciudad, adultos y niños corren a ciegas, sumidos en un pavor loco al ver explotar, con mirada espantada, sus viviendas y calles. Los techos de hojas de palmera son arrasados por las llamas, que luego se esparcen por varias construcciones de madera. El bello palacio del Samorim es bombardeado muchas veces. Cada vez que le aciertan, los marineros de las diversas naves del Escuadrón lanzan gritos de júbilo.
El bombardeo continúa hasta entrada la noche. Los ricos súbditos del Samorim deben de estar pensando que esto es el Fin del Mundo. Y, en cierta manera, tienen razón. En los breves intervalos entre un disparo y otro, oigo gemidos y lamentos llorosos y afligidos de las madres que buscan a sus hijos perdidos en medio de la destrucción... Imagino cómo me sentiría si fuese una de esas infelices madres, buscando en vano a mi pequeño Alfonso, o a Fernandito, que todavía tengo conmigo, mamando de mi pecho... Mis hijos y Don Vasco tragados por la lluvia de hierro ululante, vomitada por los cañones en medio del estruendo... Como madre, no puedo evitar apiadarme de esas pobres desdichadas.
El bombardeo cesa en las primeras horas de la madrugada, de modo que las guarniciones y las bocas de fuego puedan reposar unas horas. Aún así, tres veces a lo largo de la noche estrellada, los centinelas de otras naves del Escuadrón ordenan que se abra fuego contra embarcaciones enemigas, reales o imaginadas, que estarían intentando un ataque furtivo contra el Escuadrón.
Incomodada por los disparos esporádicos y por los llantos y gemidos distantes de los súbditos del Samorim, no me es posible conciliar el sueño. Abrigo a Fernando en mi seno, al son de una vieja canción náhuatl, pero, a diferencia del pequeño, no encuentro bienestar en el movimiento suave del Lusitania ni en la cantilena infantil que entono con desconsuelo.
A la mañana siguiente de nuestra llegada, poco después del pequeño almuerzo de pescado ahumado, bizcochos secos y un poco de vino de Oporto mezclado con xocolatl, una embarcación indígena se aproxima a nuestro Escuadrón. Es una canoa pequeña, repleta de remeros con las cabezas cubiertas con unos extraños paños enrollados. Un hombre alto y delgado, vestido de negro, está de pie en la proa de la canoa.
El Artillero Mayor le pregunta a Don Vasco si debe ordenar que se abra fuego contra la embarcación. Mi esposo dice que no. Quiere oír lo que los emisarios del Samorim tienen para decir.
Don Vasco convoca al marinero Martín Afonso para que esté a su lado. Por haber vivido en el Congo, el viejo hombre de mar es versado en lengua árabe. La decisión demuestra ser acertada, pues es en esta lengua que el portavoz del Samorim se expresa a los gritos desde la proa del canoa, a diez brazas del costado del Lusitania.
—En nombre del Samudri-Raj de Calcuta, solicito una tregua en vuestro ataque.
—Os concedo la merced de una tregua temporal, pero sed breve —decreta Don Vasco.
—Mi Augusto Señor de Calcuta desea saber quiénes sois vosotros que llegáis sin aviso a lanzar la destrucción por los aires sobre la bella capital de su reino. —El emisario, vestido con una túnica negra como la de un sacerdote, grita desde el canoa, y el intérprete nos traduce lo que dice, no sin cierta dificultad.
Mi señor y los cuatro capitanes que pronto abordaron la nave capitana están paralizados por un odio frío que no comprendo. Pálido como un cadáver exánime, el joven capitán Vaz de Sampaio masculla entre dientes:
—¡Mirad, Don Vasco! ¡El infiel viste el hábito de uno de los frailes franciscanos que estaban a bordo de la nave mercante de Don Hernando de Magallanes!
—¡Pues sí, mi buen Lopo! Ya lo he notado. —Mi esposo se acaricia la barba blanca y lanza una mirada severa hacia el enviado del Samorim. Luego mira la cubierta que está bajo la cabina de popa y ordena con su voz más grave—: ¡Contramaestre, que bajen tres botes armados! Traed a ese perro moro a mi presencia.
Entonces es cierto que lo que el emisario lleva puesto es una túnica de sacerdote... ¿Cómo osa cubrirse con la vestimenta de un fraile franciscano, un mártir, torturado y muerto por orden del monarca de un reino de bárbaros?
En poco tiempo, con la canoa hundida y mientras la mayoría de los remeros regresa a nado a la playa, el emisario, ya despojado de la túnica franciscana, y otros cinco súbditos del Samorim, están de rodillas a los pies de Don Vasco. Los súbditos se mantienen taciturnos, sus ricas y coloridas ropas rasgadas y sus rostros marcados de sangre y manchas rojas causadas por los recios golpes de los marineros.
—¡Qué es esto! —La voz potente de Don Vasco rompe el silencio sepulcral que se había apoderado de la cabina—. ¡Vuestro señor ni siquiera ha respetado el atavío de un sacerdote! ¡Habéis de pagar muy cara tamaña injuria, vos y él!
Mi señor se vuelve hacia mí y me murmura al oído:
—Señora Doña Xochiquetzal, tal vez es más conveniente que me aguardéis en las cubiertas de abajo, junto a nuestro hijo y Doña Tonantzin, vuestra aya.
Con la intención cierta de someter a los súbditos del Samorim a suplicios innombrables y temiendo que el presenciar esos tormentos hiera la sensibilidad de una señora, Don Vasco pretende que me retire, actitud que, en esta hora crucial, mi honra y orgullo no me permiten asumir. La sangre y la consciencia de mi condición se me suben a la cabeza y le respondo, sin poder contener mi tono áspero:
—Oh, Señor y Esposo Mío, ¿acaso habéis olvidado cuál es la sangre que corre por mis venas? ¿Que además de hija de hidalgo de la corte de Don Manuel, soy también una pilli de la casa imperial de Montezuma?
Don Vasco abre la boca, tan sorprendido por mi osadía como yo misma. Pero no responde de inmediato. Los cuatro capitanes y los soldados presentes tienen la vista fija en las tablas del suelo de la cabina, fingiendo que no han escuchado nada. Finalmente, mi señor suspira y me concede su gracia:
—Muy bien. Quedáos pues, mi señora.
Los otros capitanes, los soldados y los cautivos miran a su señor, a la espera de su decisión final. Ésta no se hace esperar.
—Ahorquen a los moros en el mástil principal. En cuanto al falso fraile, que sea colgado de los testículos y de la lengua en el mástil de popa. Cuando bajen los cuerpos de los mástiles, cortadles las manos y los pies. Estas partes deberán ser enviadas al Samorim, como regalo especial de Don Manuel, junto con una carta que dictaré a continuación.
—¿Y qué hacemos con lo que reste de los cuerpos, mi señor? —indaga un alférez con aire severo, ya empuñando la espada desenvainada.
—Lanzadlos al mar —decide Don Vasco, después de pensar un poco—. Que los peces saquen provecho de esas cáscaras inútiles.
—¡Mi Señor Almirante! —grita un grumete desde lo alto del cesto del vigía—. ¡El Escuadrón está siendo atacado!
—¡Bastardo traicionero! —grita Don Vasco a todo pulmón—. ¡Atacarnos durante un armisticio que él mismo solicitó! ¡Icen las antorchas de batalla! ¡Que suenen los silbatos! ¡Artilleros, a las armas!
Los acontecimientos se precipitan.
Cerca de setenta chalupas, canoas y balandras, lideradas por tres galeras armadas con bombardas de hierro, se habían aproximado al Escuadrón mientras dedicábamos nuestra atención a los cautivos, y ahora están casi encima de nosotros.
Los silbatos frenéticos de los Artilleros Mayores resuenan por todo el Escuadrón. Las antorchas de comando del Lusitania ordenan incontenibles: "¡Al ataque!".
Las naves más distantes inician sus disparos devastadores sobre la flota enemiga. Después de la primera salva, una de las galeras queda severamente dañada, comienza a hacer agua y pronto es abandonada por los marineros indígenas. Otra galera y varias canoas cierran filas contra el Lusitania. Los barcos enemigos están tan cerca de nuestro costado que ya no es posible acertarles con los cañones. El abordaje es inminente.
—¡Lusitanos, a las barandas! —exclama el Capitán Lopo Vaz de Sampaio por sobre el fragor de los cañones de las naves más próximas.
—¡Náhuatl, a mis órdenes! —ordena con voz firme el capitán del contingente de guerreros aztecas a bordo de la nave capitana.
Comandados por el pulso firme de Vaz de Sampaio, los soldados lusitanos se acumulan junto a la baranda de estribor, por donde ya comienzan a subir los marineros enemigos más osados. Los tripulantes de la galera sueltan los remos, toman los carcaj y tensan los arcos. Una lluvia de flechas cae sobre nuestra guarnición. Los soldados se agachan detrás de la baranda. Cubiertos de corazas metálicas, ninguno de ellos sufre heridas graves en esta primera salva. Enseguida, se levantan como un solo hombre, encajan los mosquetes en las horquillas clavadas en la baranda y disparan, en medio de una sucesión de estampidos y remolinos de humo claro. Muchos marineros de la galera caen inertes al fondo del barco; otros aúllan de dolor o se retuercen en su agonía. Los que todavía son capaces de hacerlo, sujetan los remos como pueden e inician una lenta maniobra de retirada.
Los soldados lusitanos, mientras tanto, no los atacan, pues de momento tienen preocupaciones más serias. Algunos marineros enemigos consiguen treparse por unas sogas que han fijado al costado de la nave con unos ganchos lanzados desde un canoa. Los soldados recurren al combate cuerpo a cuerpo, empuñando sus espadas de acero y sus diabólicas dagas en la mano izquierda. En este tipo de lucha, los portugueses son invencibles. Se cuenta que cierto día, antes de que nos convirtiéramos en vasallos de Don Manuel, cinco lusitanos portando tales armas enfrentaron y vencieron a un centenar de guerreros aztecas de elite. En la ensenada de Calcuta, el resultado no es diferente. En pocos instantes, hay una pila ensangrentada de cadáveres de indígenas amontonados sobre la cubierta de la nave. Algunos soldados y marineros lusitanos también están heridos, pero no hay muertos en nuestras filas.
En el costado opuesto, una multitud de piratas moros escala la baranda con sus sables curvos entre los dientes y se traban en una lucha encarnizada con un pequeño ejército de guerreros aztecas armados con espadas de acero y mazas de bronce. Los lusitanos han sido buenos profesores y los guerreros de mi pueblo son los mejores discípulos de todo México y de las Tres Cabralias. No nos toma mucho tiempo exterminar a la mayor parte de los invasores y arrojar por la borda a los escasos y desmoralizados supervivientes.
Apartado el peligro inmediato de la nave capitana, Don Vasco ordena:
—¡Abrid fuego contra el enemigo! ¡Fuego por todas las bocas!
Una hora más tarde, casi toda la flota del Samorim se ha ido a pique o se ha incendiado a causa de los cañones de nuestros navíos. Ningún barco del Escuadrón ha sufrido reveses importantes. Todas las tentativas de abordaje han sido rechazadas, con enorme pérdida de vidas del lado enemigo.
Terminado el combate, los cuatro capitanes presentes durante la refriega reciben el permiso de Don Vasco para regresar a bordo de sus naves.
El Almirante ofrece un agradecimiento especial al valiente Capitán Vaz de Sampaio y lo abraza como a un hijo.
Apenas parten los capitanes, mi esposo comienza a caminar inquieto de un lado al otro de la cabina de popa. Enfurecido, maldice al Samorim de Calcuta.
—Hombre vil, mandásteis a un perro infiel para que hablara conmigo en vuestro nombre, y yo acudí a vuestro llamado. Hicisteis cuando pudisteis, y si hubierais podido, habríais hecho mucho más. Tendréis el castigo que os merecéis. Cuando pose mis botas en vuestras tierras, os retribuiré el doble de lo que nos disteis, pero no en dinero.
El bombardeo de Calcuta se reanuda con todas sus fuerzas al comienzo de la tarde.
Se lanzan balas de hierro, en medio de explosiones y del humo de la pólvora quemada. Son arietes voladores, vomitados por las bocas de fuego del Escuadrón, que descienden, emitiendo unos zumbidos impiadosos, para martillar los frágiles techos y las paredes encaladas de la ciudad hasta deshacerlos en medio de nubes de polvo. Varios focos de incendio se expanden por el caserío y por los edificios oficiales, cubiertos de bellos azulejos de colores.
Por la noche, se designan once naves para continuar con el bombardeo, mientras que las demás retroceden hasta la entrada de la ensenada, con el doble objetivo de permitir que sus tripulantes reposen y de bloquear la llegada de cualquier auxilio que venga desde el mar. A la mañana siguiente, las naves apartadas se reúnen con aquellas que no han cesado de infligirle a la ciudad ese martirio nocturno.
Pasa la mañana y viene la tarde. Llega la noche estrellada y el bombardeo no atenúa su ritmo constante. A la hora de dormir, dos tercios de las naves se retiran para un merecido descanso durante la madrugada y otras once, diferentes de las escogidas la noche anterior, permanecen en el mismo lugar, disparando contra la ciudad.
La rutina cruel del tercer día transcurre en todo idéntica a la del segundo.
Al promediar el cuarto día contando desde nuestra llegada, ni siquiera yo, una princesa náhuatl de sangre real, puedo seguir soportando el inmenso suplicio de la ciudad enemiga. Después de amamantar a mi hijo al comienzo de la tarde, me aproximo a Don Vasco, que está en su puesto favorito, en la cabina de popa, y le pregunto en voz baja:
—Mi señor, ¿no alcanza ya con tanto castigo? Don Manuel, por cierto, quedará satisfecho con esto y además podrá disponer de una ciudad más o menos incólume para avasallar.
Él me mira con aire malhumorado. Pero sus facciones pronto se suavizan. Se mesa la barba, pensativo, y por fin responde en un tono jovial que me sorprende:
—Pues, tenéis razón, señora. Creo que hemos ablandado a Calcuta y al Samorim lo suficiente como para que acepten el destino que les reservamos.
Don Vasco ordena que se icen antorchas para determinar el cese del bombardeo. Convoca a los demás capitanes a bordo del Lusitania. Llegan los botes, trayendo a los comandantes de las otras naves en sus sentinas.
La cubierta superior es pequeña para tantos hombres, pero es aquí donde se hace la reunión de comando. Don Vasco les explica sus intenciones.
Las naves se aproximan a la playa de Calcuta, tanto como lo permite la profundidad del sitio. De cada navío parten varios botes repletos de soldados lusitanos y guerreros aztecas, protegidos con corazas de metal y armados con mosquetes, espadas, lanzas, mazas y dagas. Remeros vigorosos impulsan las menudas embarcaciones hasta que encallan en la fina arena dorada de la playa.
Los soldados y guerreros desembarcan en grupos. Avanzan desde la playa hacia la ciudad. La población y los guardias del Samorim intentan ofrecer alguna resistencia. Pero es inútil. En pocas horas, Calcuta es una presa segura, en manos de unos pocos miles de hombres traídos del otro lado del mundo por Don Vasco.
El trémulo Samorim es ahorcado en la plaza más hermosa de la ciudad, exactamente frente a su antiguo palacio, ante la población apesadumbrada y sumisa. Después del Samorim, llega el turno de sus principales consejeros.
Hechas las ejecuciones, Don Vasco le pide a Don Esteban, Capellán del Escuadrón, que rece una misa en agradecimiento a la victoria portuguesa y la concreción de la venganza del Rey Don Manuel, Señor de los Siete Mares.
Partimos de Calcuta una semana más tarde. Al final, no hemos fundado ninguna factoría allí. Don Vasco considera que la ciudad, desprovista de líderes y semi-arrasada, poco tiene que ofrecer al Reino de Portugal en términos comerciales.
Descendemos a la Costa Malabar, para navegar rumbo al sur, al reino de Cochim.
Las naves avanzan con calma, sin la mínima prisa, pues Don Vasco pretende que las noticias de la caída de Calcuta precedan a nuestra llegada.
Mi señor quiere saber si el sultán de Cochim se mantendrá fiel a la alianza con el difunto Samorim de Calcuta, o si preferirá convertirse en vasallo del Rey. De cualquier manera, está decidido a fundar una factoría en Cochim.
Los rubíes, esmeraldas y diversas pedrerías, las piezas de oro y plata del tesoro del Samorim, tanto como muchos quintales de pimienta confiscados en los mercados de Calcuta y que ahora abarrotan las bodegas del Lusitania y de los demás navíos, confirmarán sin duda la bien merecida fama de Don Manuel como el monarca más rico de la Cristiandad, hecho que hará crecer aún más la envidia que corroe a su pariente real, el Rey Carlos de Aragón y Castilla, siempre pendiente de las contiendas internas entre sus dos reinos...
Espero que, con su enorme generosidad, Don Manuel conceda a Don Vasco mercedes tan grandes como las que le fueron otorgadas al Almirante Colón por el descubrimiento de las Cabralias o a Don Alfonso el Grande, el primer Virrey de México.
A pesar de todo, según mi señor, el tesoro más importante, hallado junto a las preciadas pertenencias del difundo Samorim, es un mapa extraño, escrito en árabe y que, según el intérprete Martín Afonso, parece indicar la existencia de una conexión marítima ubicada al sur de África, entre el Océano de las Indias y el Océano del Rey.
—Si se confirma este hecho —me explica Don Vasco en una de nuestras muchas conversaciones en la cabina de popa de la nave capitana, después de verificar junto a Tonantzin que Fernandito se encuentra bien—, debemos concluir que el anciano Rey Don Juan II tuvo razón al enviar a Bartolomé Dias para que intentase doblar el Cabo de las Tormentas y buscar el camino marítimo a las Indias por el rumbo del naciente.
—Pero Bartolomé Dias no logró doblar ese cabo... Tal vez no sea posible hacerlo.
—Oh, mi querida princesa. Ahora que sabemos que ese camino verdaderamente existe, es una simple cuestión de tiempo que un navegante lusitano logre superar el Cabo de las Tormentas. Aunque tengamos que inventar otra vuelta al mar para vencer al monstruo...
Título original: "Xochiquetzal e a Esquadra da Vingança"
Traducido del portugués por Claudia De Bella © 2005 publicado por revista AXXON
Carla Cristina Pereira es una escritora brasilera en constante ascenso. El cuento que aquí presentamos fue publicado en la antología Pecar a Sete (Simetria, 1999) y nominado para el prestigioso Premio Sidewise de Historias Alternativas. Carla ganó el concurso auspiciado por Na Toca do Hobbit, un sitio dedicado a Tolkien y una obra suya quedó finalista del premio Argos 2003 al mejor cuento escrito en Brasil ese año..
"Señor, el Samorim de Calcuta apresó a vuestros súbditos, mandó matar a vuestro Capitán Mayor y nos cubrió de escarnio por todas las Indias. Si no retornamos para vengar esta injuria, seguramente cometerá otras mucho peores, por lo que en mi corazón albergo una gran voluntad y deseo de destruir."
Carta de Vasco da Gama a Don Manuel, 1521
Después de meses y meses de cruzar el Mundo Océano, de varias paradas en tierras extrañas, por fin llegamos a la legendaria Calcuta.
Se despliega frente a mí una urbe sin murallas ni defensas, que circunda la playa de la ensenada circular que parece un anillo entrelazado con hilos de plata y cobre. Las viviendas poseen paredes blancas cubiertas con bellos relieves y techos construidos con hojas pardas de palmera. Las calles se extienden de babor a estribor y el caserío brilla con elegancia bajo el sol de las últimas horas de la mañana, a no más de trescientas brazas de la proa de nuestro brioso Lusitania.
Calcuta es una ciudad grande. Casi del tamaño de Lisboa la Blanca, o de la misteriosa Cuzco de las Alturas, desde donde el Inca gobierna su imperio, un reino más vasto que el de mi pueblo, según dicen los lusitanos. Aunque la metrópolis del Samorim asombra a los lusitanos por su tamaño y riquezas, es evidente que no le llegan ni a los talones a los tesoros y extensión de mi amada Tenochtitlán.
La suave brisa que sopla desde la tierra silba y susurra entre el velamen y las cuerdas, y hace que las plácidas aguas de la ensenada ondulen, crispadas y ligeras, formando olas diminutas que se chocan, ronroneando caricias, contra los costados de los navíos. No obstante, ni la brisa ni las olas son capaces de atemorizar a estas treinta y tres naves venidas del otro lado del mundo, a dos océanos de distancia, las únicas que quedan de las cuarenta que partieron de la Villa del Río de la Plata hace once meses.
Dos naves del Escuadrón se perdieron en la travesía del traicionero canal que separa el Mundo Océano del Océano del Rey, el estrecho que Don Vasco bautizó con el nombre de Magallanes, en homenaje a su amigo asesinado en Calcuta.
Por orden de mi señor, cinco naves se separaron del Escuadrón en el puerto de la factoría de Macao y se dirigieron al sur, rumbo a las Islas de las Especias, cuyo descubrimiento fue relatado por Gonzalo Coelho, Capitán superviviente de la masacre de los portugueses en Calcuta. Una vez llegado allí, el Comandante Francisco da Gama, primogénito de Don Vasco, debía fundar una nueva factoría para comerciar pimienta, canela, clavo de olor y jengibre directamente con los nativos.
Mi señor afirmó que treinta y tres navíos de buen porte, cada uno con doce cañones de bronce enviados desde Portugal, eran más que suficientes para hacer que el Samorim pagara caros sus crímenes.
—Treinta y tres —recuerdo haberle comentado—. La edad de Nuestro Señor Jesucristo.
—Así es. Como decís, un buen número.
Treinta y tres naves repletas de marineros y sus grumetes, y de gente de la tierra, entre ellos la soldadesca lusitana, los guerreros aztecas y los mercenarios navarros y aragoneses.
La brisa de la tierra trae consigo una dádiva benévola, un aroma intenso que sabe a canela y a las flores del clavo de olor, verdadero néctar oloroso para mis narices, antes sensibles y ahora acostumbradas al hedor del sudor y del vómito seco, a los restos de los excrementos depositados en los rincones de la bodega y arraigados en el maderamen de la cubierta principal después de tantos meses en alta mar.
Ah, los lusitanos y sus primos ibéricos, siempre enfundados en sus armaduras de cuero y metal reluciente... Si supieran cómo hieden... Casi todos a bordo despiden un olor terrible. Todos ellos, menos mi señor. Al igual que otros varios oficiales portugueses de alto rango que decidieron desposar a nuestras pipiltin, el equivalente náhuatl de las hijas de los hidalgos, Don Vasco descubrió, de la manera más agradable, las ventajas amorosas de mantener el cuerpo aseado como lo exigen los hábitos de higiene aztecas.
Mi señor, Don Vasco da Gama, Capitán Mayor de la Armada del Mundo Océano, pasea inquieto por la cubierta superior del Lusitania, la nave capitana de esta flota que, en las costas orientales de Cabralia del Sur, fue bautizada como el "Escuadrón de la Venganza", tanto por nuestros feudales portugueses como por nosotros, sus fieles vasallos mexicas.
Vuelvo a la costa de la ciudad. Deseo guardarla en mi memoria así: bella, rica e impoluta. No me agrada tener que presenciar el comienzo de su destrucción.
Permanezco callada y trémula al observar la estrecha boca de la ensenada. Más que notar, siento que mis nudillos se vuelven blancos por la fuerza con que mis manos morenas se aferran, impotentes, al borde de la baranda de popa. Estamos, mi señor y yo, en la cubierta superior, la alta cabina de popa, erigida encima del camarote de él, que a su vez separa al caballero del exiguo compartimiento del timonel, desde donde se conduce la nave.
El Lusitania y los demás navíos están por concluir las maniobras de fondeo. Bajo las órdenes de sus respectivos capitanes, los timoneles enfilan las proas de las naves para ofrecer a los artilleros de los cañones de estribor y de babor buenos blancos en el interior de la ciudad. Los marineros echan las anclas de proa y popa para reducir el movimiento de los navíos.
Si pudiera detener la lluvia de metal candente que está a punto de abatirse sobre esos techos tan bellos...
Ya he presenciado una matanza como esta. Fue hace cuatro años, en la ocasión en que mi señor Vasco da Gama ordenó que su escuadrón destruyese la villa y el depósito comercial de la isla de Cozumel, en represalia por el cobarde asesinato del Almirante Colón, llevado a cabo por mercaderes mayas en ese mismo sitio un año antes.
Por cierto, los mexicas no somos los mejores amigos de esos mayas decadentes. Sin embargo, ver sucumbir así a esa multitud no fue una bonita imagen... Muros de piedra y argamasa que se desmoronaban bajo los disparos de los famosos cañones de bronce y de las bombardas de Don Vasco. Hombres, mujeres y niños gritando y huyendo, presas del pánico. La sangre de los que no conseguían escapar a tiempo esparciéndose y mezclándose con el polvo blanco de las construcciones del villorrio, tiñendo la nube resultante con la tonalidad ocre del rojo sucio. Nada quedó del otrora próspero asentamiento de Cozumel.
Pero Cozumel era una aldea pequeña, mientras que Calcuta es la perla más preciosa de Malabar, una joya de belleza impar, exaltada en prosa y en verso en Timor, Macao e incluso en la lejana Cipango.
Los portugueses fueron los primeros cristianos en posar sus ojos en las ricas tierras de la Costa Malabar. Recalaron en Calcuta por primera vez hace menos de tres años, en el año mil quinientos veinte de Nuestro Señor Jesucristo.
Al principio, el Samorim recibió orgulloso al comandante de la flotilla lusitana, el gran Capitán Mayor Hernando de Magallanes. Sin embargo, algo salió mal durante las negociaciones con el potentado de Calcuta. Como resultado, Magallanes y varios de sus hombres fueron apresados y torturados hasta morir.
Comandada por el Capitán Gonzalo Coelho, la otra nave consiguió escapar de la emboscada naval preparada por el Samorim y regresó primero al Mundo Océano y, meses más tarde, a las costas de Cabralia. Cuando se difundió la noticia de tan desdichada afrenta, la ola de indignación que se elevó en Lisboa llegó a ambas márgenes del Océano del Rey, que los viejos marineros aún insisten en llamar el Mar Océano. Todos nosotros, súbditos y vasallos de Don Manuel, tanto en Portugal y en Algarve como en las grandes islas de Cuba y Lusitania, en las fortalezas de Yucatán, en las factorías litoraleñas de Cabralia del Sur y hasta en las alturas de la Augusta Tenochtitlán, ansiamos que ese ultraje fuese vengado sin demora.
De Lisboa la Blanca vino la esperada orden, expedida de puño y letra por el furioso Rey de Reyes: el Almirante Vasco da Gama, mi muy amado esposo y señor, debía supervisar la inmediata construcción del Escuadrón del Mundo Océano en los nuevos astilleros de la Villa del Río de la Plata, cuyas naves serían financiadas por el oro mexicano y la plata del Inca, y construidas con troncos de alcornoque y roble traídos del Reino y con el bravo angelim de las tierras de Cabralia.
Don Vasco asumió el comando del escuadrón recién creado y partimos hacia el Mundo Océano rumbo a las Indias, para vengar la vil ofensa del asesino del gran héroe lusitano, el eximio navegante que circunnavegó todo el continente de Cabralia del Sur, descubrió el pasaje hacia el Mundo Océano, llevó a cabo los primeros contactos con el Imperio Quechua, estableció el Camino Marítimo hacia las Indias y descubrió las legendarias Islas de las Especias.
—¿Por qué no ofrecéis la otra mejilla al Samorim, mi señor? ¿Acaso no fue esa la enseñanza más sabia de Nuestro Señor Jesucristo?
Don Vasco interrumpe sus órdenes de comando, gritadas y oídas por toda la cubierta, y se vuelve para mirarme con ojos estupefactos ante mi actitud inocente y casi exenta de burla.
Estamos solos en la cabina de popa. Comprobando que los marineros, ocupados en la faena de colocar municiones en las bocas de fuego a ambos lados de la cubierta delantera, no han escuchado mi pregunta, las duras facciones del Capitán Mayor y Almirante del Escuadrón se suavizan y se convierten, una vez más, en las de mi amado esposo.
—Bueno, Doña Xochiquetzal —sonríe Don Vasco—. Con gran placer vuelvo a descubrir cuán sincera ha sido vuestra conversión.
—Tanto como la del Huey Tlatoani Montezuma II, mi padre. —Retribuyo la sonrisa maliciosa de mi señor.
Irrumpe en una carcajada. Un instante de alegría y espontaneidad que traspasa una máscara de seriedad que ha durado meses.
Ambos sabemos que la conversión de Montezuma II y de la nobleza azteca al cristianismo fue, en la mayoría de los casos, una maniobra política de suma conveniencia para todas las partes involucradas. Los portugueses comenzaron a recibir de sus nuevos vasallos copiosos cargamentos de oro de las minas y tesoros, al igual que grandes cantidades de las apreciadas especias de México y Cabralia del Norte, como el xocolatl, el tabaco, el atolli y el tomatl. Los aztecas tuvieron acceso a las milagrosas armas de los lusitanos. Don Alfonso de Albuquerque el Grande autorizó que los nuevos aliados aztecas fuesen armados con mosquetes y espadas de hierro, para que pudiesen enfrentar mejor a los reinos y tribus rivales y así auxiliar al Virrey en la imposición de la severa ley colonial. Más tarde, cuando aprendimos las técnicas para fabricar pólvora y armas de fuego, pudimos repeler prácticamente solos las tentativas de invasión de los castellanos, franceses y ingleses.
Buena parte de lo más granado de la juventud azteca fue llevada a Portugal, bajo el pretexto de que allí aprenderían mejor los modales cristianos, pero en realidad como rehenes. Yo misma fui una de las muchas pipiltin educadas en una calmecac, una escuela para hijos de hidalgos, en Lisboa, y hoy considero que hablo en portugués tan fluidamente como en náhuatl.
Pero por debajo de este delgado barniz impuesto por la Cristiandad y que tanto agradó al Clero de Lisboa y Roma, todavía laten las creencias de nuestros antepasados. Don Alfonso, Don Vasco y algunos otros administradores lusitanos de alto rango jamás ignoraron que los sacrificios rituales oficialmente abolidos continuaban realizándose a escondidas, no lejos de nuestras grandes ciudades, y también, según he oído, en la cima de la Pirámide del Sol de Teotihuacán.
—¡Solo vos sois capaz de inundar mi corazón de alegría en una hora tan aciaga!
—Ahora, hablando en serio, señor y esposo mío. ¿No habrá alguna otra manera de doblegar al Samorim que no sea bombardear Calcuta? El propio Magallanes, en las tierras occidentales de Cabralia del Sur...
—Ah, mi querida señora, el Inca Huayna Capac es un monarca honrado y un hombre muy civilizado. Pronto percibió la ventaja mutua de convertir su imperio en reino vasallo de la corona de Portugal. ¡Muy por el contrario, este Samorim es un pirata y un bandido!
—Lo sé, mi señor. ¿Pero no será posible obligarlo a jurar vasallaje al Rey de Reyes sin que debamos arrasar Calcuta?
—Obligarlo a jurar es una cosa; hacer que cumpla la palabra empeñada es otra muy distinta. Además, está el deseo del Rey de que el Samorim reciba un castigo ejemplar por el martirio infligido a Don Hernando de Magallanes y sus hombres. —Don Vasco se alisa la larga barba, casi enteramente blanca—. Por pedido mío, Don Manuel me ha ordenado ser el instrumento de esa venganza, pues él sabe bien que su voluntad y la mía son una sola. No rechazaría este privilegio real por ninguna cosa de este vasto mundo del Rey.
Mi señor está lejos de ser un hombre joven. No lo era cuando me tomó por esposa en Tenochtitlán, ante mi padre y la corte, hace cinco años. No sé a ciencia cierta por qué no deja de lado esa costumbre de rogarle al Rey de Reyes que le atribuya el comando de las peores misiones de destrucción y matanza...
Hace mucho que le ha llegado la hora de sentar cabeza y de usufructuar sus merecidas riquezas y glorias en alguna granja tranquila de las cercanías de Tenochtitlán, en las aldeas costeras del Yucatán, en las Grandes Islas, en el apacible villorrio de Cabo Frío o en cualquier otro sitio de México o de las Tres Cabralias, siempre y cuando esté lejos, bien lejos, de la villa de Vidigueira, en Portugal, donde reside Doña Catarina de Ataíde, la esposa lusitana de mi señor.
Suspiro, resignada. Comprendo bien que podría ser peor. Mucho peor. Al menos acompaño a mi esposo en sus comisiones de tierra y mar, mientras que la fría Doña Catarina es, desde hace años, un mero recuerdo lejano en Portugal.
Desde nuestro casamiento, los Capitanes y Oficiales de todas las flotas y escuadrones comandados por Don Vasco tienen permiso para embarcarse con sus esposas, concubinas o esclavas en los viajes largos. Este es el principal motivo por el que jamás escasean los oficiales calificados dispuestos y ávidos de ponerse a las órdenes de mi señor.
A lo largo de los últimos años, en los prolongados períodos en que nuestras naves permanecen atracadas para que los carpinteros, calafateadores y tejedores reparen los cascos y velámenes, las matronas y muchachas de las ciudades y aldeas vasallas esparcidas por el litoral de México, las Islas o las Cabralias, han indagado si no es peligroso para la virtud de las jóvenes y hermosas señoras viajar a bordo de una nave llena de marineros y soldados. Siempre respondo que, de hecho, lo es para las que no son damas pipiltin. Pues las actuales naves lusitanas surcan los Siete Mares del Rey de Reyes repletas de guerreros aztecas del mejor linaje, y me estremezco al pensar en lo que mis compatriotas le harían a un marinero lusitano o soldado aragonés si osase molestar a una pilli que ellos han jurado defender con sus propias vidas...
El Artillero Mayor sopla el silbato tres veces para anunciar que las bocas de fuego están cargadas y listas. Don Vasco ordena que se icen las antorchas de señalización en el mástil del Lusitania. Muy pronto, otras llamas similares comienzan a arder trémulamente en los mástiles de los demás navíos.
Sin aviso ni ultimátum a la ciudad, Don Vasco ordena el inicio del bombardeo. En ambos costados, en la mitad del navío y también en la popa, debajo de la cabina, los cañones de bronce, orgullo de la Armada del Mundo Océano, comienzan a disparar una salva de bolas de hierro macizo, en medio de bramidos horrorosos y densas nubes de humo de olor acre. Con cada disparo, los cañones reculan un gran trecho, y muy pronto son cercados por artilleros lusitanos y teutones bien entrenados, que vuelven a cargar la munición por la culata con una rapidez increíble, de modo que en menos de un cuarto de hora la mayoría de las bocas de fuego del Lusitania ya han efectuado cinco o seis disparos. Los densos humos de la pólvora quemada y el hedor áspero del salitre invaden toda la nave. En la proa de algunos barcos, las bombardas rugen, lanzando sobre la urbe indefensa proyectiles de piedra que salen zumbando de sus cortos caños.
En la ciudad, adultos y niños corren a ciegas, sumidos en un pavor loco al ver explotar, con mirada espantada, sus viviendas y calles. Los techos de hojas de palmera son arrasados por las llamas, que luego se esparcen por varias construcciones de madera. El bello palacio del Samorim es bombardeado muchas veces. Cada vez que le aciertan, los marineros de las diversas naves del Escuadrón lanzan gritos de júbilo.
El bombardeo continúa hasta entrada la noche. Los ricos súbditos del Samorim deben de estar pensando que esto es el Fin del Mundo. Y, en cierta manera, tienen razón. En los breves intervalos entre un disparo y otro, oigo gemidos y lamentos llorosos y afligidos de las madres que buscan a sus hijos perdidos en medio de la destrucción... Imagino cómo me sentiría si fuese una de esas infelices madres, buscando en vano a mi pequeño Alfonso, o a Fernandito, que todavía tengo conmigo, mamando de mi pecho... Mis hijos y Don Vasco tragados por la lluvia de hierro ululante, vomitada por los cañones en medio del estruendo... Como madre, no puedo evitar apiadarme de esas pobres desdichadas.
El bombardeo cesa en las primeras horas de la madrugada, de modo que las guarniciones y las bocas de fuego puedan reposar unas horas. Aún así, tres veces a lo largo de la noche estrellada, los centinelas de otras naves del Escuadrón ordenan que se abra fuego contra embarcaciones enemigas, reales o imaginadas, que estarían intentando un ataque furtivo contra el Escuadrón.
Incomodada por los disparos esporádicos y por los llantos y gemidos distantes de los súbditos del Samorim, no me es posible conciliar el sueño. Abrigo a Fernando en mi seno, al son de una vieja canción náhuatl, pero, a diferencia del pequeño, no encuentro bienestar en el movimiento suave del Lusitania ni en la cantilena infantil que entono con desconsuelo.
A la mañana siguiente de nuestra llegada, poco después del pequeño almuerzo de pescado ahumado, bizcochos secos y un poco de vino de Oporto mezclado con xocolatl, una embarcación indígena se aproxima a nuestro Escuadrón. Es una canoa pequeña, repleta de remeros con las cabezas cubiertas con unos extraños paños enrollados. Un hombre alto y delgado, vestido de negro, está de pie en la proa de la canoa.
El Artillero Mayor le pregunta a Don Vasco si debe ordenar que se abra fuego contra la embarcación. Mi esposo dice que no. Quiere oír lo que los emisarios del Samorim tienen para decir.
Don Vasco convoca al marinero Martín Afonso para que esté a su lado. Por haber vivido en el Congo, el viejo hombre de mar es versado en lengua árabe. La decisión demuestra ser acertada, pues es en esta lengua que el portavoz del Samorim se expresa a los gritos desde la proa del canoa, a diez brazas del costado del Lusitania.
—En nombre del Samudri-Raj de Calcuta, solicito una tregua en vuestro ataque.
—Os concedo la merced de una tregua temporal, pero sed breve —decreta Don Vasco.
—Mi Augusto Señor de Calcuta desea saber quiénes sois vosotros que llegáis sin aviso a lanzar la destrucción por los aires sobre la bella capital de su reino. —El emisario, vestido con una túnica negra como la de un sacerdote, grita desde el canoa, y el intérprete nos traduce lo que dice, no sin cierta dificultad.
Mi señor y los cuatro capitanes que pronto abordaron la nave capitana están paralizados por un odio frío que no comprendo. Pálido como un cadáver exánime, el joven capitán Vaz de Sampaio masculla entre dientes:
—¡Mirad, Don Vasco! ¡El infiel viste el hábito de uno de los frailes franciscanos que estaban a bordo de la nave mercante de Don Hernando de Magallanes!
—¡Pues sí, mi buen Lopo! Ya lo he notado. —Mi esposo se acaricia la barba blanca y lanza una mirada severa hacia el enviado del Samorim. Luego mira la cubierta que está bajo la cabina de popa y ordena con su voz más grave—: ¡Contramaestre, que bajen tres botes armados! Traed a ese perro moro a mi presencia.
Entonces es cierto que lo que el emisario lleva puesto es una túnica de sacerdote... ¿Cómo osa cubrirse con la vestimenta de un fraile franciscano, un mártir, torturado y muerto por orden del monarca de un reino de bárbaros?
En poco tiempo, con la canoa hundida y mientras la mayoría de los remeros regresa a nado a la playa, el emisario, ya despojado de la túnica franciscana, y otros cinco súbditos del Samorim, están de rodillas a los pies de Don Vasco. Los súbditos se mantienen taciturnos, sus ricas y coloridas ropas rasgadas y sus rostros marcados de sangre y manchas rojas causadas por los recios golpes de los marineros.
—¡Qué es esto! —La voz potente de Don Vasco rompe el silencio sepulcral que se había apoderado de la cabina—. ¡Vuestro señor ni siquiera ha respetado el atavío de un sacerdote! ¡Habéis de pagar muy cara tamaña injuria, vos y él!
Mi señor se vuelve hacia mí y me murmura al oído:
—Señora Doña Xochiquetzal, tal vez es más conveniente que me aguardéis en las cubiertas de abajo, junto a nuestro hijo y Doña Tonantzin, vuestra aya.
Con la intención cierta de someter a los súbditos del Samorim a suplicios innombrables y temiendo que el presenciar esos tormentos hiera la sensibilidad de una señora, Don Vasco pretende que me retire, actitud que, en esta hora crucial, mi honra y orgullo no me permiten asumir. La sangre y la consciencia de mi condición se me suben a la cabeza y le respondo, sin poder contener mi tono áspero:
—Oh, Señor y Esposo Mío, ¿acaso habéis olvidado cuál es la sangre que corre por mis venas? ¿Que además de hija de hidalgo de la corte de Don Manuel, soy también una pilli de la casa imperial de Montezuma?
Don Vasco abre la boca, tan sorprendido por mi osadía como yo misma. Pero no responde de inmediato. Los cuatro capitanes y los soldados presentes tienen la vista fija en las tablas del suelo de la cabina, fingiendo que no han escuchado nada. Finalmente, mi señor suspira y me concede su gracia:
—Muy bien. Quedáos pues, mi señora.
Los otros capitanes, los soldados y los cautivos miran a su señor, a la espera de su decisión final. Ésta no se hace esperar.
—Ahorquen a los moros en el mástil principal. En cuanto al falso fraile, que sea colgado de los testículos y de la lengua en el mástil de popa. Cuando bajen los cuerpos de los mástiles, cortadles las manos y los pies. Estas partes deberán ser enviadas al Samorim, como regalo especial de Don Manuel, junto con una carta que dictaré a continuación.
—¿Y qué hacemos con lo que reste de los cuerpos, mi señor? —indaga un alférez con aire severo, ya empuñando la espada desenvainada.
—Lanzadlos al mar —decide Don Vasco, después de pensar un poco—. Que los peces saquen provecho de esas cáscaras inútiles.
—¡Mi Señor Almirante! —grita un grumete desde lo alto del cesto del vigía—. ¡El Escuadrón está siendo atacado!
—¡Bastardo traicionero! —grita Don Vasco a todo pulmón—. ¡Atacarnos durante un armisticio que él mismo solicitó! ¡Icen las antorchas de batalla! ¡Que suenen los silbatos! ¡Artilleros, a las armas!
Los acontecimientos se precipitan.
Cerca de setenta chalupas, canoas y balandras, lideradas por tres galeras armadas con bombardas de hierro, se habían aproximado al Escuadrón mientras dedicábamos nuestra atención a los cautivos, y ahora están casi encima de nosotros.
Los silbatos frenéticos de los Artilleros Mayores resuenan por todo el Escuadrón. Las antorchas de comando del Lusitania ordenan incontenibles: "¡Al ataque!".
Las naves más distantes inician sus disparos devastadores sobre la flota enemiga. Después de la primera salva, una de las galeras queda severamente dañada, comienza a hacer agua y pronto es abandonada por los marineros indígenas. Otra galera y varias canoas cierran filas contra el Lusitania. Los barcos enemigos están tan cerca de nuestro costado que ya no es posible acertarles con los cañones. El abordaje es inminente.
—¡Lusitanos, a las barandas! —exclama el Capitán Lopo Vaz de Sampaio por sobre el fragor de los cañones de las naves más próximas.
—¡Náhuatl, a mis órdenes! —ordena con voz firme el capitán del contingente de guerreros aztecas a bordo de la nave capitana.
Comandados por el pulso firme de Vaz de Sampaio, los soldados lusitanos se acumulan junto a la baranda de estribor, por donde ya comienzan a subir los marineros enemigos más osados. Los tripulantes de la galera sueltan los remos, toman los carcaj y tensan los arcos. Una lluvia de flechas cae sobre nuestra guarnición. Los soldados se agachan detrás de la baranda. Cubiertos de corazas metálicas, ninguno de ellos sufre heridas graves en esta primera salva. Enseguida, se levantan como un solo hombre, encajan los mosquetes en las horquillas clavadas en la baranda y disparan, en medio de una sucesión de estampidos y remolinos de humo claro. Muchos marineros de la galera caen inertes al fondo del barco; otros aúllan de dolor o se retuercen en su agonía. Los que todavía son capaces de hacerlo, sujetan los remos como pueden e inician una lenta maniobra de retirada.
Los soldados lusitanos, mientras tanto, no los atacan, pues de momento tienen preocupaciones más serias. Algunos marineros enemigos consiguen treparse por unas sogas que han fijado al costado de la nave con unos ganchos lanzados desde un canoa. Los soldados recurren al combate cuerpo a cuerpo, empuñando sus espadas de acero y sus diabólicas dagas en la mano izquierda. En este tipo de lucha, los portugueses son invencibles. Se cuenta que cierto día, antes de que nos convirtiéramos en vasallos de Don Manuel, cinco lusitanos portando tales armas enfrentaron y vencieron a un centenar de guerreros aztecas de elite. En la ensenada de Calcuta, el resultado no es diferente. En pocos instantes, hay una pila ensangrentada de cadáveres de indígenas amontonados sobre la cubierta de la nave. Algunos soldados y marineros lusitanos también están heridos, pero no hay muertos en nuestras filas.
En el costado opuesto, una multitud de piratas moros escala la baranda con sus sables curvos entre los dientes y se traban en una lucha encarnizada con un pequeño ejército de guerreros aztecas armados con espadas de acero y mazas de bronce. Los lusitanos han sido buenos profesores y los guerreros de mi pueblo son los mejores discípulos de todo México y de las Tres Cabralias. No nos toma mucho tiempo exterminar a la mayor parte de los invasores y arrojar por la borda a los escasos y desmoralizados supervivientes.
Apartado el peligro inmediato de la nave capitana, Don Vasco ordena:
—¡Abrid fuego contra el enemigo! ¡Fuego por todas las bocas!
Una hora más tarde, casi toda la flota del Samorim se ha ido a pique o se ha incendiado a causa de los cañones de nuestros navíos. Ningún barco del Escuadrón ha sufrido reveses importantes. Todas las tentativas de abordaje han sido rechazadas, con enorme pérdida de vidas del lado enemigo.
Terminado el combate, los cuatro capitanes presentes durante la refriega reciben el permiso de Don Vasco para regresar a bordo de sus naves.
El Almirante ofrece un agradecimiento especial al valiente Capitán Vaz de Sampaio y lo abraza como a un hijo.
Apenas parten los capitanes, mi esposo comienza a caminar inquieto de un lado al otro de la cabina de popa. Enfurecido, maldice al Samorim de Calcuta.
—Hombre vil, mandásteis a un perro infiel para que hablara conmigo en vuestro nombre, y yo acudí a vuestro llamado. Hicisteis cuando pudisteis, y si hubierais podido, habríais hecho mucho más. Tendréis el castigo que os merecéis. Cuando pose mis botas en vuestras tierras, os retribuiré el doble de lo que nos disteis, pero no en dinero.
El bombardeo de Calcuta se reanuda con todas sus fuerzas al comienzo de la tarde.
Se lanzan balas de hierro, en medio de explosiones y del humo de la pólvora quemada. Son arietes voladores, vomitados por las bocas de fuego del Escuadrón, que descienden, emitiendo unos zumbidos impiadosos, para martillar los frágiles techos y las paredes encaladas de la ciudad hasta deshacerlos en medio de nubes de polvo. Varios focos de incendio se expanden por el caserío y por los edificios oficiales, cubiertos de bellos azulejos de colores.
Por la noche, se designan once naves para continuar con el bombardeo, mientras que las demás retroceden hasta la entrada de la ensenada, con el doble objetivo de permitir que sus tripulantes reposen y de bloquear la llegada de cualquier auxilio que venga desde el mar. A la mañana siguiente, las naves apartadas se reúnen con aquellas que no han cesado de infligirle a la ciudad ese martirio nocturno.
Pasa la mañana y viene la tarde. Llega la noche estrellada y el bombardeo no atenúa su ritmo constante. A la hora de dormir, dos tercios de las naves se retiran para un merecido descanso durante la madrugada y otras once, diferentes de las escogidas la noche anterior, permanecen en el mismo lugar, disparando contra la ciudad.
La rutina cruel del tercer día transcurre en todo idéntica a la del segundo.
Al promediar el cuarto día contando desde nuestra llegada, ni siquiera yo, una princesa náhuatl de sangre real, puedo seguir soportando el inmenso suplicio de la ciudad enemiga. Después de amamantar a mi hijo al comienzo de la tarde, me aproximo a Don Vasco, que está en su puesto favorito, en la cabina de popa, y le pregunto en voz baja:
—Mi señor, ¿no alcanza ya con tanto castigo? Don Manuel, por cierto, quedará satisfecho con esto y además podrá disponer de una ciudad más o menos incólume para avasallar.
Él me mira con aire malhumorado. Pero sus facciones pronto se suavizan. Se mesa la barba, pensativo, y por fin responde en un tono jovial que me sorprende:
—Pues, tenéis razón, señora. Creo que hemos ablandado a Calcuta y al Samorim lo suficiente como para que acepten el destino que les reservamos.
Don Vasco ordena que se icen antorchas para determinar el cese del bombardeo. Convoca a los demás capitanes a bordo del Lusitania. Llegan los botes, trayendo a los comandantes de las otras naves en sus sentinas.
La cubierta superior es pequeña para tantos hombres, pero es aquí donde se hace la reunión de comando. Don Vasco les explica sus intenciones.
Las naves se aproximan a la playa de Calcuta, tanto como lo permite la profundidad del sitio. De cada navío parten varios botes repletos de soldados lusitanos y guerreros aztecas, protegidos con corazas de metal y armados con mosquetes, espadas, lanzas, mazas y dagas. Remeros vigorosos impulsan las menudas embarcaciones hasta que encallan en la fina arena dorada de la playa.
Los soldados y guerreros desembarcan en grupos. Avanzan desde la playa hacia la ciudad. La población y los guardias del Samorim intentan ofrecer alguna resistencia. Pero es inútil. En pocas horas, Calcuta es una presa segura, en manos de unos pocos miles de hombres traídos del otro lado del mundo por Don Vasco.
El trémulo Samorim es ahorcado en la plaza más hermosa de la ciudad, exactamente frente a su antiguo palacio, ante la población apesadumbrada y sumisa. Después del Samorim, llega el turno de sus principales consejeros.
Hechas las ejecuciones, Don Vasco le pide a Don Esteban, Capellán del Escuadrón, que rece una misa en agradecimiento a la victoria portuguesa y la concreción de la venganza del Rey Don Manuel, Señor de los Siete Mares.
Partimos de Calcuta una semana más tarde. Al final, no hemos fundado ninguna factoría allí. Don Vasco considera que la ciudad, desprovista de líderes y semi-arrasada, poco tiene que ofrecer al Reino de Portugal en términos comerciales.
Descendemos a la Costa Malabar, para navegar rumbo al sur, al reino de Cochim.
Las naves avanzan con calma, sin la mínima prisa, pues Don Vasco pretende que las noticias de la caída de Calcuta precedan a nuestra llegada.
Mi señor quiere saber si el sultán de Cochim se mantendrá fiel a la alianza con el difunto Samorim de Calcuta, o si preferirá convertirse en vasallo del Rey. De cualquier manera, está decidido a fundar una factoría en Cochim.
Los rubíes, esmeraldas y diversas pedrerías, las piezas de oro y plata del tesoro del Samorim, tanto como muchos quintales de pimienta confiscados en los mercados de Calcuta y que ahora abarrotan las bodegas del Lusitania y de los demás navíos, confirmarán sin duda la bien merecida fama de Don Manuel como el monarca más rico de la Cristiandad, hecho que hará crecer aún más la envidia que corroe a su pariente real, el Rey Carlos de Aragón y Castilla, siempre pendiente de las contiendas internas entre sus dos reinos...
Espero que, con su enorme generosidad, Don Manuel conceda a Don Vasco mercedes tan grandes como las que le fueron otorgadas al Almirante Colón por el descubrimiento de las Cabralias o a Don Alfonso el Grande, el primer Virrey de México.
A pesar de todo, según mi señor, el tesoro más importante, hallado junto a las preciadas pertenencias del difundo Samorim, es un mapa extraño, escrito en árabe y que, según el intérprete Martín Afonso, parece indicar la existencia de una conexión marítima ubicada al sur de África, entre el Océano de las Indias y el Océano del Rey.
—Si se confirma este hecho —me explica Don Vasco en una de nuestras muchas conversaciones en la cabina de popa de la nave capitana, después de verificar junto a Tonantzin que Fernandito se encuentra bien—, debemos concluir que el anciano Rey Don Juan II tuvo razón al enviar a Bartolomé Dias para que intentase doblar el Cabo de las Tormentas y buscar el camino marítimo a las Indias por el rumbo del naciente.
—Pero Bartolomé Dias no logró doblar ese cabo... Tal vez no sea posible hacerlo.
—Oh, mi querida princesa. Ahora que sabemos que ese camino verdaderamente existe, es una simple cuestión de tiempo que un navegante lusitano logre superar el Cabo de las Tormentas. Aunque tengamos que inventar otra vuelta al mar para vencer al monstruo...
Título original: "Xochiquetzal e a Esquadra da Vingança"
Traducido del portugués por Claudia De Bella © 2005 publicado por revista AXXON
Carla Cristina Pereira es una escritora brasilera en constante ascenso. El cuento que aquí presentamos fue publicado en la antología Pecar a Sete (Simetria, 1999) y nominado para el prestigioso Premio Sidewise de Historias Alternativas. Carla ganó el concurso auspiciado por Na Toca do Hobbit, un sitio dedicado a Tolkien y una obra suya quedó finalista del premio Argos 2003 al mejor cuento escrito en Brasil ese año..
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