27 febrero, 2012

Martha Mercader nació en La Plata, el 27 de febrero de 1926-2010)


Renacimientos 

Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la noche. Luego, se sentaba al telar.

El general renacía a cada rato, cada vez que las balas le erraban por escasos milímetros o cuando el acero lo hería sin matarlo. Todo ello está consignado en su pródiga foja de servicios.

Esa mujer al lado de la ventana renació varias veces en su larga vida. No obstante, sus renacimientos anteriores no deben haber sido registrados por crónica alguna. Quizá alguno de ellos tuvo lugar en la lectura de una carta o ante la expectativa de un baile, o en una mirada al cruce de dos carruajes, o durante las reiteradas esperas de las nueve lunas, con sus súbitas euforias y sus inexplicados decaimientos. ¿Acaso es posible, después de tanto, rescatarlos? ¿Acaso descubrirlos entre las páginas de un misal, como una flor? Empresa ilusoria, como querer apresar la débil luz de esta mañana que fenece entre los pliegues del cortinado de terciopelo.

Examinado de cerca –en el caso improbable de que a alguien se le ocurriera hacerlo– el cortinado revelaría el tupido broderie logrado por los arabescos de la polilla. Pero a nadie se le ocurriría, no; esa mañana de invierno, a la tibia luz del sol, desplegar las pesadas colgaduras que una vez fueron verde brillante y parejo y ahora verde sandía, con vetas desvaídas en el lomo de los pliegues, obra del polvo y del sol que merodeaba en el jardín y apenas se atrevía a pasar a la sala los mediodías de primavera, y entre la media mañana y la siesta en el verano. Jardín que fue jardín, yuyal, tierra agrietada, reino de una diosa amazona desmontada –copia en yeso– de pies carcomidos y carcaj roto, Diana que perdió sus flechas.

Muchas veces debe haber renacido esa mujer que ahora se va pasito a paso hacia el fondo, tantas como puede la esperanza, en esa mansión de la barranca, en la cima de una escalera que descendía en un principio a un embarcadero privado y ahora a un terreno baldío, y que a los ojos del vecindario habrá parecido versallesca, según la idea que de Versalles podrían columbrar los habitantes de esa zona vivificada por el Paraná, que orillaba los arrabales del pueblo, la Prefectura y algunas de las mejores quintas, desde cuya costa se contemplaba, como tal vez lo habría hecho en otras circunstancias esa mujer, el horizonte indiscriminado de los árboles, lianas y bejucos de las islas, más el desfile lento de los camalotes.

¿Cuántas veces renació esa mujer? Quizá, y más dramáticamente que nunca, en ocasión de la Gran Creciente, cuando los pobladores ribereños que no se habían puesto a buen recaudo (y ella en ese entonces apenas sabría caminar, o sería una niña de pecho a cargo de una nodriza poltrona) se salvaron subiéndose a los tejados o a algún árbol de madera menos blanduzca que la de los ceibos.

¿Cuántas? Muchas, la última duró alrededor de una hora (quizás un poco más), el tiempo de la visita del general la tarde de ese domingo.

El general venía bajando desde Rosario, camino de Zárate, llevado por un proyecto de dique flotante emprendido por unos silenciosos capitales ingleses. Los charcos atestiguaban que santa Rosa no había olvidado la fecha.

El general descreía de los santos, pero la meteorología del santoral no fallaba: la noche anterior se había descolgado el puntual diluvio. Ahora el combate entre el sol y las nubes continuaba indeciso, librado a los caprichitos del viento.

Un recodo del camino, a la entrada del pueblo, acercó la berlina a la ribera. Fue oler el río y asaltarle la imagen de Rosita, un pimpollo de exposición que había caído en su punto de mira cuando él, el general, entonces apenas tenientillo, pasó por allí al mando de un pelotón tras un caudillejo alzado que no viene a cuento. Pasó quedándose varios días para recabar información sobre los rebeldes y tuvo tiempo de frecuentar a las familias principales del pago, que celebraron sin disimulo sus promisorias virtudes.

Cuando el recuerdo de Rosita, su bello rostro entre jirones de decorados, le llegó de improviso como la luz de una estrella muerta, el general sintió que el camino que llevaba esta mañana de domingo había comenzado una tarde de su primera juventud, que no fue otra cosa que una pubertad urgente y desmedida, incendiada por los clarines posteriores a Caseros.

En uno de aquellos días de aquellas semanas ajetreadas, como todas las suyas, cargadas de presagios de muerte y de gloria, el general, entonces oficial bisoño en el uso de la espada y la pistola y el arte de lucir el uniforme y enamorar a las mujeres, había hecho el camino que ahora hacía. (Enamorar o voltear, según fueran niñas o chinitas). Y desde aquel momento, para él ese pueblo fue el pueblo de Rosa, así como Ayacucho era el pueblo de Mariana, Vera el de la linda viudita... Pero sería largo nombrar todos los pueblos que conocía el general.

Llegado al hotel, desempacada parte de su petaca de viaje, aseado y acicalado y almorzado, el general conversó con el hotelero hasta que la charla recayó en la casona de la barranca, donde una niña bonita había estado, hace añares (detalle que corno caballero bien se guardó de mencionar), pendiente de sus hazañas, de sus palabras y de sus gestos. ¿Todavía sería recordado como el Marte criollo, bello y terrible que alguna vez había sido? No era él hombre dado a la porfía, ridícula si se quiere, de intentar recuperar lo pasado, ya que para él el tiempo era un día de marcha o de batalla o de paga o una noche de juerga o de amor, o una tarde de trámites y cabildeos o una sobremesa tras la firma de un contrato.

El hotelero dijo que una tal Rosa vivía, suponía que vivía, en el caserón de la barranca; que él poco sabía de sus rarezas; que incluso se comentaba –cosa que él ni creía ni dejaba de creer– que en el lugar se veían luces malas.

–¿Y con quién vive doña Rosa? ¿Con su marido? ¿Sus hijos? ¿Sus hijas? –por lo visto el general despreciaba las fantasmagorías.

–No soy quién para andar husmeando en casa ajena –contestó el hotelero y para colmo agregó–: A mí no se me ha perdido nada por allí –que fue como decirle “a usted tampoco”.

Reacio por principio a recibir indicaciones y menos de un zafio, el general optó por no responder como se lo merecía y en el acto, en cambio, quedó decidida su excursión, o incursión, como más convenga denominarla. Iría a pie, para acortar la tarde, para no interrumpir la siesta ajena y para bajar la comida, un triplete a todas luces razonable. La barcaza para cruzar el río cumplía sus servicios en días de semana.

Salió erguido del hotel, cruzó la plaza, caminó varias cuadras y empezó a bordear la costa, dejando atrás las últimas casitas del pueblo, menos cambiado que él, por lo que observaba.

A ambos lados de los tres amplios descansos reconoció los jarrones, ahora rotos y vacíos, otrora coronados de penachos vivientes, ¿helechos?, ¿begonias? (la botánica no era su fuerte). Subía por la escalinata como si estuviera fuera del alcance de los dientes del tiempo, hincados en la argamasa y la piedra; subía como si esa ascensión hubiese empezado casi tres décadas atrás, como si desde aquella vez que le ofreciera su brazo a Rosita –permítame el honor, señorita– para que ella no se fatigara, y ella aceptara con tímido remilgo –le agradezco, teniente– no hubiese sucedido nada.

Tres décadas humanas son mucho decir en el siglo XIX. Pero el general no era tampoco dado a los retrocesos ni a las melancolías y esa cuenta no le inmutó el talante. Siguió ascendiendo, absorto en recuerdos agradables, ella apenas algo menor que él y sin embargo tan niña, aún con su talle movedizo e invitante, imán para la mirada del teniente que pocos minutos después revolotearía con fingida inocencia, luego de aquel paseo por la barranca, de un respaldo de silla a otra, de un bibelot a un florero, en la tertulia familiar, mientras denostaban al caudillejo.

Ni los informes del hotelero, ni mucho menos sus preceptos morales, podían hacer mella en el antojo del general, proviniendo como provenían de un catalán con poco roce, por no decir palurdo, ignorante de nuestras tradiciones, sin duda ávido de la fortuna a que podía aspirar todo inmigrante tozudo y calculador. El general marchaba al frente con el porte y el paso de quien ha conducido fieras tropas de infantería.

La casa apareció en lo alto, menos imponente que su evocación y más derrumbada que las conjeturas, haciéndolo vacilar. Pero lo resuelto por un general supera toda duda. Rosita era dos o tres años menor que él, y siendo él un hombre entrado en años, aunque todavía en la plenitud de su hombría y hasta apetecible –a las pruebas me remito, se dijo con el reflejo de una sonrisa–, ella estaría hecha una robusta matrona o un enjuto dechado de distinción, y se sorprendería tanto al verlo reaparecer, que al principio no sabría disimular su desconcierto, pero pronto recuperaría la compostura y mencionarían a los mayores muertos y a los viejos conocidos y recordarían quizás alguna amena anécdota, mientras los estratégicos silencios y las reticencias configurarían un movimiento tendiente a afianzar la sospecha de que en un tiempo cierto su nombre y su estampa habían arrebolado esa tez –de pálida rosa té a rosa rosa– con quién sabe qué inconfesables anhelos. Y si Rosa se hubiera casado –la más plausible hipótesis a pesar del despiste del ignorante o malintencionado catalán– tendría hijas o más bien nietas –pongamos los pies sobre la tierra– casaderas, regalo de los ojos, como era ella en aquella caminata por la ribera, y así transcurriría la tardecita de domingo (por suerte había escampado) apacible como las aguas del río que él debería cruzar el lunes.

Un fin de semana así de placentero, a falta de mejores distracciones, era un buen ejercicio para templar el ánimo, antes de lanzarse a la obtención de mejores términos ante los duchos agentes británicos.

Pero la casa parecía otra. Tan descascarada y encogida, tan al aire las raíces de las tres palmeras de la entrada, como si la tierra se estuviera agotando de puro vieja o castigada. Golpeó el aldabón. Una criada cansina lo hizo pasar. Los goznes del portal chirriaron. Fue el único sonido de recibimiento.

El general miraba y miraba, ya en el salón desierto, habitado por muebles moribundos que no reconoció. Por la puerta que daba al tras patio, el crochet de las cortinas dejaba entrever leves sombras en movimiento. De entre ellas surgió una viejecita con rebozo negro, como toda ella, salvo su cara de pergamino, y el general se puso militarmente de pie.

–Qué suerte que hayas venido a visitarme –dijo sin preámbulo la vieja.

Un obús en funciones no lo habría turbado como lo turbó esa figura y ese tuteo. Se sintió desnudo, sin medallas, sin rodela ni laureles.

–Señora –dijo al cabo del impacto, agachando la cabeza y mirando los botones de su levita. Ese domingo vestía de civil–, hace años que nadie se acuerda de mí. Siéntate –dijo ella, con alma ultraterrena, como si esa visita fuera una reparación que al mismo tiempo lo hacía sentir en falta. Obedeció. Él en el sofá, ella en una sillita, encorvada y rígida, a un metro y medio el uno del otro, a pesar de la penumbra podían verse bien las caras.

–No hablo con nadie; no salgo de esta casa, nadie me recuerda –dijo.

Él pensó: es una muerta en vida.

Ella dijo: –Soy una muerta en vida.

Hizo un ademán que la criada captó desde la pieza contigua, un evidente signo de que agasajara al visitante. Cuando aquélla se deslizó hacia el fondo, la dueña de casa explicó: –León se está muriendo. Hace tanto que se está muriendo.

–Caramba –dijo el general. No se atrevía a preguntar quién era ese personaje con nombre de persona o de perro.

–Es el único que queda –agregó la mujer con un suspiro– y yo sólo puedo ayudado a morir.

La criada trajo una bandeja que apoyó en una mesita de tres patas y se convirtió en sombra muda sincronizada, mate en mano, entre sofá y sillita. De a ratos se oía el agua de la pava al ser vertida y las chupadas finales. Las manos del general querían aferrarse a la calabaza, a cualquier cosa, con tal de no deslizarse hacia el desamparo. Él, que siempre se había sentido seguro de sus límites, que él mismo fijaba, era partícipe de una cosmogonía ajena. Todas sus campañas juntas no le servían de aprendizaje para tamaña intemperie.

–Tu visita me ha dado una gran alegría –confesó la mujer.

–A mí también me alegra verte –mintió el general.

No alcanzaba a explicarse por qué lo decía –él, siempre galante, nunca condescendiente– ni por qué comía bizcochitos, cuando le repugnaba el anís, ni por qué sorbía de esa bombilla compartida por una boca desdentada.

–Cuidarlo a León –repitió la vieja–. Ya no tengo otro motivo para estar viva.

La señora hizo girar la charla sobre la incierta enfermedad de León, que se moría lentamente y sin remedio, sobre el invierno tan largo que no terminaba de pasar y, cuando volvieron a quedar solos, sobre las mañas de esa negra –dijo sacudiéndose las miguitas de su falda sobre la alfombra en franca erosión–, aumentadas con el avance de la sordera.

Una hora después –ya era oscuro y la criada acababa de encender una lámpara en un rincón– el general se despidió.

–Tu visita me ha dado una gran alegría –y había convicción en estas palabras y un soplo de vida en la voz, como si una lejanía se levantara sobre sus propias ruinas para fundar sobre esa fugacidad un nuevo gusto por la vida.

–A mí también, créeme –aseguró el general, a pesar de lo que le incomodaba un tuteo tan insólito (él y Rosita jamás habían llegado a tutearse) y esas anacrónicas declaraciones.

–Te agradezco tanto.

–No tienes nada que agradecer –dijo él, con el tono de quien sabe que van a pedirle cuentas por crímenes impunes.
La ceremonia de la despedida se prolongó mientras caminaban a pasitos hacia el portón por el frío del crepúsculo.

Al bajar la escalinata, de cara al Paraná presentido, el general intuyó que su desasosiego nacía de la falta de intermediarios entre él y el silencio (de la casa o del paisaje, lo mismo da), de ese silencio que lo dejaba solo con sus propios fantasmas, de los que era responsable. Y su pecho, ese pecho tan valiente para desafiar las balas, acató con el trasfondo de un recóndito espanto el misterio que aletea en todo desenlace, en todo recomienzo. Y aunque a los pocos metros trató de aventar la imagen de esa desconocida a quien él jamás había visto y que no le había preguntado ni siquiera por qué la visitaba, no le resultó fácil, no le resultó nada fácil conseguirlo y serenarse, y por primera vez sintió la magnitud de su impotencia.




Martha Evelina Mercader nació en La Plata, el 27 de febrero de 1926, fallecida en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 17 de febrero de 2010) fue una escritora argentina, cuya obra abarcó diversos géneros (novela, cuento, cuento infantil, dramaturgia y ensayo), fue reconocida principalmente por sus obras de novela histórica. Además entre 1993 y 1997 fue diputada por la Unión Cívica Radica Maestra, egresada de la Escuela Normal Nacional Nº 1 Mary O. Graham, en 1948 se recibe de "Profesora de Enseñanza Media en Inglés" en la Universidad Nacional de La Plata, y en 1953 también en la misma universidad obtiene el título de "Traductora Pública Nacional en Inlés" En 1949 gana una beca del Consejo Británico que le permite conocer Europa, recorriendo Londres, París y Madrid. Es en Madrid donde conoce a Juan Benet y a los correligionarios políticos (anarquistas) de Nicolás Sánchez Albornoz (con quien se casó en 1952, tuvo dos hijos y terminara divorciándose en 1960).1 En 1975 realizó el guion de las películas "Solamente ella", y "La Raulito". Entre 1984 y 1989 se radicó en España, al ser nombrada directora del Colegio Mayor "Nuestra Señora de Luján de Madrid" (dependiente del Ministerio de Eduación de la Nación Argentina).1 Además de su carrera en las letras (que más allá de las novelas, cuentos y obras de teatro incluyen también ensayos, guiones para radio y televisión y periodismo), Mercader se desempeñó como funcionaria en el campo de la cultura (fue Directora de Cultura de la Provincia de Buenos Aires entre 1963 y 1966), y durante el período 1993 - 1997 fue Diputada de la Nación por la Unión Cívica Radical. Su obra más conocida es "Juanamanuela, mucha mujer" que vendió más de 100.000 ejemplares.

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