06 febrero, 2012

Anacristina Rossi (Costa Rica, 1952)

VERANO SIN BERTA

Para Gabriel Thibaud, “Emeraude”


No sabía cuál era el origen de su depresión, de la tristeza larvada. Eran las cinco y la angustia la había despertado. Ariana se sentó, procurando no hacer revuelo con las cobijas para no despertar a Enrique.


Enrique roncaba.


Ariana le dio un codazo para que cerrara la boca y respirara por la nariz. Después suspiró, qué putas tendré. A través de las persianas se insinúa la claridad. Me queda aproximadamente un ahora para autoexaminarme antes de que la casa se despierte, antes de que se despierten Enrique y la fratría. Antes de que empiece a hacer ruidos la empleada. Agarremos el asunto con método cartesiano. Uno: estoy mal. Podría tomarme medio miligramo de válium, dormir una hora más y no darle importancia. Salvo que entonces esta misma escena se trasladará a mañana. Uno: estoy pésimo. Dos: examinar las posibles causas. ¿El trabajo? El trabajo va maravillosamente, tres contratos nuevos, más en perspectiva. El trabajo no. ¿Los niños? Son lindos, sanos y además los primeros de la clase. Los niños no. ¿Mi familia? Hace años que ni siquiera me meto con ellos. La familia no. Aunque la familia talvez. Tanteemos más hondo.


Ariana se pasó en playback imágenes de su madre y de sus hermanos. Imágenes viejas, pues no tenía otras. No hubo reacción. Entonces no es la familia.


Un golpe metálico la sobresaltó. Automáticamente se crispó y se llevó las manos a los oídos. Yadira se acababa de levantar y había dejado caer una olla. Parece, se dijo Ariana con las mandíbulas completamente trabadas, que la causa de mi desazón, tristeza, vacío, es el servicio doméstico.


Yadira era la empleada número veinte de ese año. La primera había tenido que irse al mes porque la mamá ya no le quería ver los chiquitos. A la segunda la había llamado el compañero: “No quiero que trabajés más”. La tercera, que se había encariñado mucho con los hijos de Ariana y Enrique, estaba embarazada. La cuarta y la quinta habían sido excelentes pero muy ladronas. La sexta, ideal pero mujer de la vida. La sétima, espía de la contra. La octava había resuelto casarse. La novena había regresado de urgencia a El Salvador, la décima a Nicaragua y la undécima a Guatemala. A la decimosegunda, silenciosa y maternal –una india guaymí que no hablaba español- la barrera del idioma la afectó demasiado. La decimotercera había empezado a pedir, de pronto, un salario altísimo. La decimocuarta cantaba a voz en grito todo el día y no dejaba a Ariana concentrarse. La decimoquinta se fue cuanto no le pusieron en el cuarto tele a color. La decimosexta había sido maravillosa, afable, discreta, eficiente, pero se la quitaron a Ariana unos gringos que le pagaban en dólares. La decimosétima había decidido que no le gustaba dormir en el trabajo y que se iba a buscar un empleo por horas. La decimoctava fue un ser extraordinario pero sólo sabía cocinar cusucos. A la decimonovena se le declaró un problema circulatorio que ni el doctor de Ariana pudo solucionar.


Y ahora, a las cinco de la madrugada la empleada número veinte había empezado a lavar los trastos que había dejado sucios la noche anterior, con bombos y platillos y entrechocar de vasos y cucharas.


Ariana se deslizó silenciosa.


-Yadi, si no los puede lavar en la noche mejor espere que todos se levanten.


-Señora, imposible. Se me atrasa el oficio del día.


-Qué importa, Yadi.


-A usted no le importa porque usted no es la que tiene que hacer el oficio.


Ariana iba a ponerla en su lugar, la patrona soy yo, obedézcame, etc., pero recordó que Enrique le había dicho “Si esta empleada no dura por lo menos seis meses, me interno en el psiquiátrico.”


Se contuvo. Cerró cuidadosamente la puerta de la cocina y volvió a la cama. Le quedaban veinticinco minutos de relativa paz. Relativa, porque el cuarto vibraba poderosamente con los ronquidos de su esposo. Ariana lo golpeó. Enrique se movió a abrazarla. Estaba empapado.


-Estás empapado de sudor-, le dijo con asco, quitándose.


Enrique gruñó, cambió de posición y reanudó los ronquidos.


Ariana le mandó otro codazo con tan mala suerte que le arreó en la nariz.


Enrique se levantó con un humor de perros.


Ariana estaba harta. Después de todo, me voy a tomar el válium.


Yadira preparó el desayuno y las loncheras de la fratría y ella los ayudó a alistarse, “Apúrense, chiquillos, ay de ustedes si los deja el bus”.


Cuando se fueron, hizo sus ejercicios. Se bañó y arregló, distraída. Salió con movimientos retardados por el válium, dios mío, debe ser pésimo manejar así. Hoy le tocaba traducir en una conferencia. Para ponerse al ritmo de la conferencia bebió tanto café que a las seis tenía de nuevo los nervios de punta.


Mientras Yadi sirve la comida me tomo un whisky doble, pensó aliviada.


Al llegar, Enrique la estaba esperando con la noticia: “Yadi se fue”.


-Dios mío, ¡¡¿por qué?!! –gimió Ariana desplomándose en un sillón. La fratría daba gritos y Enrique no lograba imponer la paz.


-Volviera Rosa –suspiró Enrique-. Era la que mejor manejaba a estos niños. Lástima que fuera puta. Viéndolo bien, puta y todo, mejor se hubiera quedado. Total.


Ariana le iba a pegar con un foco que estaba a mano cuando uno de los miembros de la fratría le jaló la enagua:


-Mami, ¿qué es una puta?


Decidió no contestar. Se sirvió un whisky doble, recogió los regueros de los niños y sirvió la cena mientras Enrique leía el periódico. Cuando terminó, se sentó a su lado:


-Enrique, dame los detalles de la fuga de Yadira.


-La empleada número diecinueve, Flor, la llamó y la amenazó con matarla.


-¿Y por qué?


-Para vengarse. Acusó a Yadira de haberle quitado el trabajo.


-Pero no es verdad. Flor se fue por un problema circulatorio. No podía hacer oficio, sólo estar acostada...


-Yo sé, pero por lo visto Flor tenía también un problema mental. Ariana, debés tener más cuidado con las personas que introducís en la casa – remató Enrique mirándola de soslayo.


Ariana era la que había contratado a Flor, que se veía muy confiable y dispuesta.


-¡No me echés la culpa! –exclamó exasperada.


-¡No levantés la voz delante de los niños! –vociferó Enrique. En todo caso, Yadira se fue porque Flor aseguró que vendría a matarla mañana.


Todos comieron macarrones y Ariana tomó un miligramo de válium y otros dos whiskys para dormir sin que la molestaran los ronquidos y la sudoración excesiva de Enrique, el saber que ya no tenía empleada y su propia tristeza.


Debía estar a las ocho de la mañana en la conferencia y coordinar con su esposo que en la casa hubiese alguien a las tres cuando llegaban los buses de la escuela y el kinder. De no encontrar quién recibiera a los niños, Enrique saldría de su oficina.


Cuando regresó de la conferencia, a las siete, el desastre era absoluto. Enrique, sin anunciar, aprovechó que ella llegaba para zafarse.


“¡Cobarde!”, le gritó Ariana desde la puerta al verlo salir, pero era tanto el trabajo que le esperaba –lavar los uniformes de los niños, limpiar un poco la casa, hacerles la comida, revisar las tareas -seguramente no habrían hecho ni media con su padre- o hacerlas con ellos, luego ver que se bañaran y se acostaran –que no exteriorizó su furia ni un sentimiento de injusticia. A las once, agotada, se sentó frente al tocador a reconocerse.


Hola, me llamo Ariana. En realidad, Arianne, que es Ariadna en francés. Nací en Nantes porque mi padre cumplía allí un contrato. Estudié en París y fui una mujer liberada de los años ochenta hasta hace seis años. Hasta que me casé con Enrique y tuvimos dos niños. O hasta hace un año, cuando los empleadas domésticas montaron una conspiración contra mí. Me parece que también he sido bonita pero ahora con costos me miro al espejo. Lo único propio que he conservado es mi profesión.


A las cinco de la mañana abrió un ojo. Enrique no había vuelto. Se dispuso a disfrutar una hora más sin ronquidos. A las cinco y media Enrique la despertó. Apestaba a alcohol y Ariana ya no se pudo volver a dormir.


A las seis lo sacudió para que la ayudara con loncheras, desayuno y niños. Pero cuando Enrique dormía la mona le podían echar agua con una manguera de bomberos a plena presión, que no se despertaba.


A las siete y media había montado a la fratría en el bus y se acordó de que ese día estaba cancelada la conferencia. Nada más debía traducir dos páginas de actas, cosa que haría más tarde, en la computadora.


Pensó echarse en la cama pero se acordó de Enrique, cuando estaba de goma su transpiración excesiva tenía un olor ácido. Se fue a dormir al cuarto de la fratría. Pero no se permitió descansar ni cinco minutos. Se levantó a telefonear a la agencia y pidió que le mandaran otra empleada. Colgó. Me daré un baño lento en la tina.


Estaba empezando a disfrutar el baño cuando sonó el timbre. Se amarró la bata y salió.


-Soy la nueva empleada.


-Cuánto gusto, entre.


Ante ella estaba una mujer alta, gruesa, de unos cincuenta años. “Me llamo Berta”, dijo, y a Ariana la sedujo la serenidad en su voz. “Claro, Berta, acomódese, este será su cuarto”.


Conforme le iba enseñando las cosas, explicándole lo que se esperaba de ella, la casa se llenó de paz.


Berta se puso el delantal y en un segundo tenía los pisos brillantes. En media hora más, el almuerzo estaba dispuesto. La lista de compras del súper y el menú de la semana colgaban de la puerta de la nevera con un imán. “Doña Arianita, vaya descanse, usted no se ve bien”, ordenó suavemente la maravillosa.


Ariana se tomó medio miligramo de válium y le dijo: “Berta, por favor, despiérteme a las doce”. Pensaba acostarse en el cuarto de los niños pero decidió no hacerlo, para que Berta lo limpiara y ordenara. Se hizo un puño en la cama conyugal lo más lejos que pudo de su esposo.


Ariana soñó que estaba otra vez en Egipto. Corría apresurada hacia un café, en El Cairo. Iba a encontrarse con alguien en ese café. Era abril. Cuando corría, su pelo largo y lacio se bamboleaba. Se sentía muy joven y vital. Iba a encontrarse con un muchacho que tenía un inmenso anillo verde en el dedo meñique. Era un muchacho francés que daba clases en la universidad de Cairo, un escritor. Abrió la puerta y la envolvió la música de Om Kharthoum. Se sentó a esperarlo.


Berta la despertó antes de que el muchacho llegara. Ariana tuvo cólera pero se contuvo y lo que le dijo fue: “Gracias por despertarme, Berta, usted es un ángel bajado del cielo.”


Berta fue un ángel bajado del cielo. Asumió las riendas del hogar. Cocinaba delicioso y los niños la querían. Ariana se sintió casi feliz. Berta le prometió quedarse mínimo seis meses, sin límite máximo. Ariana se dijo: voy a pedirle que sea mi mamá, también.


Pero un día Ariana volvió a amanecer triste. A lo mejor es el efecto depresivo del válium, no tomaré más.


Dejó de tomar válium y sin embargo la depresión continuó.


Tengo que hacer algo ya, pensó una madrugada. Se despertaba todos los días a esa hora, queriendo morirse.


Recordó el sueño.


En el sueño se había sentido dichosa. Entonces una Ariana dichosa existe en algún lado. Enrique trató de abrazarla como cada noche, empapado en sudor. Ariana se apartó para que la dejara en paz.


Quería tener paz y recordar el sueño. ¿Quién la estaba esperando en el café cairota? ¡Dios mío, “Emeraude”! Por eso el anillo verde. “Emeraude” era el nombre de guerra de Gabriel Thibaud, su compañero en aquella clase de análisis estructural del relato en la Universidad de París. Habían sido íntimos amigos. Recordaba sus poemas. La primera vez que le dijo cuál era su pseudónimo ella pensó M. Rod, en inglés pronunciado en francés. Pero era Esmeralda, y le gustó muchísimo. Tenía los ojos muy negros y a veces se los pintaba con un poco de kohol. Era divorciado y había solicitado un puesto como profesor en la Universidad de El Cairo. Entonces Gabriel Thibaud llegó a Egipto, por fin.


No sabía por qué, pensar que Gabriel Thibaud -“Emeraude”- estaba en Egipto, la llenaba de una extraña felicidad. Se imaginó conversando con él sobre la guerra y la vida. Ariana recordó cuánto había amado ella el oriente mediterráneo. Pensó desesperada que Enrique ni siquiera hablaba francés. Enrique nunca había olido los ramitos de jazmín en las tardes de Túnez. Enrique nunca había entrado a los baños en Marruecos. No había visto mujeres pintadas con alheña y no tenía en ninguna de sus papilas el recuerdo del sabor del rahat loukum. No había tomado, en Argelia, té de menta en vasitos floreados.


Todas las madrugadas Ariana dedicaba una hora a pensar en cosas como las miradas de los hombres bereberes, el calor en El Cairo, las clases de teoría literaria en París y los poemas firmados “Emeraude”.


Estaba terriblemente agradecida con Berta, que ni siquiera hacía ruido cuando se levantaba. “Berta, a usted la mandó dios”, le decía. Sí, Berta era una enviada divina sobre todo ahora que había empezado el verano y los niños no iban a la escuela.


Un día Ariana se percató de que estaba en la Embajada de Francia preguntándole al Agregado Cultural cómo obtener las señas de un francés profesor de literatura en El Cairo. Con eficiencia gálica la consiguieron.


Ariana le escribió. Gracias a Berta, ella podría hacer un viajecito. Se ausentaría un mes, nada más. Era más barato que reanudar el psicoanálisis y regresaría contenta, con baterías cargadas para varios años, talvez. No buscaba una aventura con su amigo, lo único que deseaba era sentirse otra vez como antes, poder hablar y pensarse en otro contexto. Comentar la tesis de Gabriel sobre los libertinos franceses o sobre el vestido en la obra de Restif de la Bretonne. Quería contarle que nunca había terminado su investigación sobre el universo poético de los celtas. Contarle que si encontraba material bibliográfico la reanudaría, por correo. Que sí había terminado aquel trabajo sobre el cristianismo en los tiempos del monarca germano Otón II.


Gabriel no la atraía para nada físicamente. Iba buscando salud para su alma y sólo quería hablar. Sentir que pertenecía a un mundo más vasto, un mundo con otras referencias culturales. Sentir cómo era su vida de antes, cuando Gabriel Thibaud le hablaba de Egipto escuchando a Om Kharthoum.


Organizó cuidadosamente su ausencia de un mes en la casa, sin decirle nada a Berta. Matriculó a la fratría en un curso intensivo de verano que los mantenía ocupados de seis a seis, con servicio de transporte.


Gabriel contestó. Maravillada, compró los billetes. Pensó que sin Berta el viaje sería imposible. Su padre estaba demasiado entrado en años para cuidar a los niños. Ariana no tenía hermanas y su madre y sus cuñadas eran de una frivolidad tan acojonante que jamás aceptarían. Ariana siempre había envidiado a las otras familias: los hermanos que invitaban por un mes de vacaciones a un sobrino, o la madre que estaba feliz de cuidar a los nietos para que la persona en cuestión entrara al hospital a operarse o tomara un merecido descanso.


Dos días antes del viaje le explicó todo a Berta: “Voy a Europa a trabajar en unas conferencias, aquí queda Enrique y sólo será un mes.”


A Enrique lo llamaría cinco minutos antes de abordar el avión, por si acaso intentaba impedírselo.


Ariana estaba feliz, relajada. Por primera vez en seis años dormía sin dificultad, tenía ilusiones y se le habían quitado todos los pesos de encima.


La víspera del viaje fue a una librería a buscar libros de poetas centroamericanos para “Emeraude”, que la estaría esperando en el aeropuerto internacional de El Cairo. Camino a su casa iba pensando en todo lo que le contaría y en que debía meter un abrigo de invierno por si le daban ganas, al regreso, de quedarse un ratito en París.


-¡Qué dicha que venís temprano!- le dijo Enrique que deambulaba por la casa con un delantal dándole órdenes a la fratría-. Berta se fue, dice que talvez regresa dentro de seis meses pero que no la esperemos. Que mejor busquemos otra empleada. Cancelé la inscripción de los niños en el curso intensivo para que podamos salir una que otra semana a acampar y así hacer más llevadero el verano sin Berta, ¿verdad? ¡la queríamos tantísimo!


de Situaciones conyugales (1997)




Anacristina Rossi es novelista y ensayista. También ha sido columnista, activista en asuntos ambientales y ha trabajado con mujeres indígenas y campesinas. 
Tiene un Diploma de Estado de la Escuela Superior de Intérpretes y Traductores de París (Universidad de París III Sorbona Nueva) en traducción y una 
Maestría en Mujer y Desarrollo del Instituto de Estudios Sociales de La Haya, Holanda. 

Novela 
-María la Noche, 1985, Editorial Lumen, Barcelona, España. Reeditada en 2003 y 2006 por Editorial Costa Rica. Fue traducida al francés y publicada en Francia por la editorial Actes Sud. 
-La Loca de Gandoca, 1992, EDUCA, San José, Costa Rica. Fue reeditada varias veces por EDUCA y desde 2001 la publica Editorial Legado, San José, Costa Rica. Ha tenido unas veinte reimpresiones más y más de doscientos mil ejemplares vendidos. Se lee en universidades y colegios en Costa Rica y Estados Unidos y figura en antologías como texto ecofeminista. Traducida al inglés. 
-Limón Blues, 2002, Alfaguara, Costa Rica. Esta novela ha tenido varias reediciones en Alfaguara. 
Ganó el Premio Nacional de Novela Aquileo J. Echeverría en 2002 y el premio Áncora de Literatura 2001-2002. Obtuvo también el Premio Latinoamericano de Narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas, Cuba en 2004, y se hizo una edición cubana de la novela que se presentó en enero 2005 en la Habana y en Cienfuegos. 
-Limón Reggae, 2007, Editorial Legado, San José, Costa Rica y Alcalá editores, 2008, España. Esta ovela ha tenido varias reimpresiones en Costa Rica y fue traducida al italiano y publicada en Italia por la editorial Aracné de Roma en mayo del 2010. 

Cuento 
-Situaciones Conyugales, 1993, volumen de cuentos publicado por Editorial REI.
El cuento “Marea Alta” obtuvo el Primer premio de narrativa de los Juegos Florales Centroamericanos de 1993. 
El cuento “Pasión Vial” fue traducido al inglés bajo el título de “Highway passion” y publicado en el Vol. 13 No.2 2000 de la revista Organization and Environment, Sage Publications, California, 
Estados Unidos junto con una entrevista a Anacristina Rossi. 
El cuento “Verano sin Berta” fue traducido al francés y publicado en la Antología Deluge de Soleil, UNESCO, París, 1997 y ha sido publicado en revistas y periódicos. 
El cuento “Una historia corriente” está incluido en la Antología del Cuento Centroamericano 
Cicatrices, 2005, y este cuento y el cuento “Eros” está en las antologías de narrativa centroamericana publicadas en 2003 y 2009 por el profesor norteamericano Willy O. Muñoz. El cuento 
“Conversación entre amigas” fue publicado en la Antología Cuentos del paraíso desconocido, Algaida, Cádiz, 2008. 

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