01 febrero, 2012

Cristina Feijóo(Argentina, 1944)


SI NO SANA HOY SANARÁ MAÑANA




Estocolmo, 30 de julio de 1982.


Querida mamá:


Sofía me dijo anoche que estás muerta. Yo hubiera debido sospechar algo raro porque la voz de Raúl sonó apurada y rehuyó mis ojos cuando me dijo "es Sofía, desde Buenos Aires".


No hubo un telegrama que fuera abriendo un camino en mi conciencia, una prueba tangible de que las palabras que escuché de boca de Sofía fueran dichas por Sofía. Una evidencia de que el llamado existió en verdad y no dentro de la pesadilla a la que dio comienzo, de la que no despierto, y desde donde tal vez sueñe que estoy escribiéndote esta carta.


Hace quince años me llamaste en medio de la noche para decirme que Fabián había muerto. Te contesté entonces lo mismo que a Sofía anoche, "no es cierto". -¿Cómo te voy a mentir? -dijiste- era mi hijo. Y yo pensé: era mi hermano. Así fue siempre. Siempre hemos creído que la pena de una invalida la pena de la otra.


Lo que trato de explicarte es que estaba con el auricular en la mano y ese silencio en la línea, ese túnel que se extendía por espacio de veinte mil kilómetros, que olía a conchillas, a caracolas de mar, un hueco que demandaba de mí palabras cuando mi memoria trataba de recuperar las líneas de tu cara y a la vez encontrar algo que decirle a Sofía, algo que prolongara la conversación para no colgar. Para no quedarme mirando el teléfono (como sabía que me quedaría) sin entender el hecho de estar parada allí sin desear volverme y enfrentar la carpeta que dejé abierta sobre la mesa y que desmentiría que ese llamado hubiera existido.


Después llegó María de la calle. Tenía puesta la campera roja de gamuza y los flecos de sus mangas ondeaban con sus pasos cancheros, despreocupados. Me enfureció que después de muerta tuvieras que herirla y que yo te sirviera de instrumento. Vos sabés cómo es María. Palideció apretando los labios después de un pequeño grito, sin llorar. Estuvo sentada con la cara entre las manos y con el largo pelo castaño flanqueándole las mejillas. Yo no veía más que sus dedos y sin embargo la espalda rígida de María me dejaba afuera de eso que sentía y que era, lo sé, su forma de preservarte. Después se fue con Carlos a caminar por el bosque, dijo. Tenía, al volver, los ojos hinchados pero secos. A veces es más fácil llorar con un amigo.


Nos quedamos toda la noche hablando, María y yo. De vos, claro, de cómo eras, de cómo habías sido para ella y para mí. ¿Qué otra manera teníamos de entender tu muerte? Hablamos con cautela, eligiendo frases, buscando coincidencias para pensar en vos.


Hoy me despertó el sol a las seis de la mañana. Por el ventilete abierto entra un cono de luz que toca el borde de mi cama. Dentro de él se mueven infinitas partículas de polvo y yo, con la vista clavada en ese delicado movimiento que sólo la luz vuelve perceptible pienso "ya no tengo madre". Lo pienso y comprendo que es sólo un pensamiento. Un pensamiento y un hueco en la conciencia. Porque la verdad de tu muerte es palpable entre tus cosas, para la gente que hoy no te verá. Yo, en cambio, puedo levantarme o quedarme acostada, puedo ir o no ir al lavadero, regar las plantas o no regarlas.


Y ya ves: me levanté. Me levanté y pasé un plumero a mis muebles y miré el parque desde la ventana. Raúl se ha ido a trabajar, María duerme y vos seguís tan ausente como has estado en estos años.


Entonces decidí escribirte sobre las cosas que debía haberte dicho si vivieras y que jamás te diría (si vivieras). Si vivieras te diría que aprobaron mi ingreso a la Universidad de Estocolmo para el año que viene. Eso te alegraría. (Siempre quisiste que tu hija fuera "alguien"). No te diría que no soy feliz. Ya ves que empleo tus palabras. No podría usar con otra persona la palabra felicidad. Las radionovelas que solíamos escuchar cuando yo era chica estaban saturadas ¿recordás? de felicidades e infelicidades. Me sentaba en una silla; vos planchabas o cosías y en silencio escuchábamos el devenir de esos de amores imposibles, descarriados, no correspondidos. Años después, en el cine, compartíamos una mansa y renovada pena por las pasiones de los otros, los héroes del celuloide. Recuerdo que, protegida por la oscuridad anónima de la sala, te sonabas con el pañuelo que previsoramente llevabas en la cartera y yo, que siempre olvidaba el mío, me limpiaba los mocos con la mano. De esas complicidades nuestras aprendí dos cosas: a llorar por las desgracias ajenas y a creer en los valores absolutos.


Fue casi inevitable que mi absoluto fuera hacer la revolución y que las desgracias ajenas fueran gritadas por mí (y tantos otros) en las manifestaciones.


La imagen gráfica que tengo de nosotras en la época de mi secundaria, es la de dos perros que giran uno alrededor del otro, olfateándose y gruñendo. Yo esperaba que aplaudieras mi intento de vengarnos a vos y a mí, mujeres solas en un mundo sin justicia. Ansiaba que me pusieras una simbólica medalla en el pecho y me mandaras, como Antígona, al combate. No podía entender que eliminaras la posibilidad del heroísmo con un simple click, antes de irte a dormir. Que encerraras en una pantalla lo digno de ser vivido y me dejaras la alternativa de una realidad innoble. Después de todo, si yo abrí la puerta de la utopía vos me enseñaste dónde estaba el picaporte.


En fin, ya sabés cómo son estas cuestiones de la mística. "El que no está conmigo está contra mí". Y vos no estabas conmigo. De ahí en más todo lo que hice fueron intentos para acabar con la resignación que vos encarnabas. Para suprimir el estúpido mandato de ser "infeliz" por haber nacido en el lugar y el momento equivocados.


El tiempo pareció confirmar tu creencia porque nos aplastaron hasta el deseo de rebeldía. Cuando ibas a visitarme a la cárcel, tu mirada me repetía sin descanso "¿Viste?" Yo te decía." Te devolvía una mirada dura aunque en el fondo me alegraba que no fueras capaz de repudiarme. Estabas hecha para la resignación y ¿qué hubiéramos hecho María y yo, sin tu terca y convencida resignación?


Lo que no pude decirte entonces fue que nunca me arrepentí. Creo que vos también usaste alguna vez las palabritas en boga: idiotas útiles. No quisiste creer que la historia de la humanidad está hecha por idiotas útiles. Que siempre hubo gente que prefirió aferrarse a una utopía de justicia (porque dentro de ellas todo se ilumina) o simplemente dejó de aguantar y se jugó el alma y el cuerpo y la memoria para seguir creyendo en sí misma. Después, o tal vez durante, llegan los gusanos que se alimentan de sangre y verdor y pulpa de la fruta fresca para venderla luego en el mercado.


Que la historia carezca de pureza les sirve a muchos (cuántos, qué multitud necesaria) para cruzarse de brazos y dejar que sean otros los que invoquen al impulso fraterno que se supone nos habita. Mamá, yo nunca dejé de creer en los finales felices y no te perdono que no le concedieras a mi optimismo (ese, que semana tras semana te consolaba en una pantalla) el margen de la duda.


Ya sé que hay otras maneras de vivir. Lo he reconocido a regañadientes y tarde. Vos hubieras querido que fuera contadora (siempre me pareció tan ridículo ese deseo) o concertista de violín, que estaba más cerca de tu ideal romántico. Deseabas que llegara a recogerte en mi coche y vos subieras, saludando envanecida a los vecinos. Hubieras, por lo menos, querido evitar que yo sufriera y que te hiciera sufrir. Yo, que era tu única esperanza.


Recién ahora que María se hace grande y que actúa a veces de un modo que me cuesta entender, puedo pensar en nosotras de un modo diferente. Presenciar una obra conocida en la que repentinamente el villano tiene algo de héroe y el héroe algo de villano. Pero algo, madre. (Porque ya no es época de blanco o negro en mi vida, y aún sigo creyendo en el poder irreflexivo de la sangre).


En la cárcel, y esto es lo que quiero decirte, me atrincheraba en nuestras diferencias para poder mirarte. Te parabas en la puerta y girabas el cuello casi incrustado en los hombros, buscándome con los ojos miopes. Yo te veía estar parada en medio del remolino de mujeres bravías y ansiosas que aturdían el aire a tu alrededor, mujeres que te abandonaban en un círculo invisible, impecable de soledad, y me erizaba la piel el deseo de devolverte con un golpe de magia a una butaca de la sala oscura, sacarte de mi vista, no verte avanzar, vacilante y torpe, sobre la modesta coquetería de tus tacos.


Nunca nos abrazamos en aquellas visitas. Me alcanzabas el paquete y bajabas la vista para controlar lo que ya habías empezado a enumerar: "aquí te traje la lavandina que me pediste, y jabón en pan, azúcar y la yerba", mientras yo seguía el movimiento de tu dedo en la bolsa de red para no mirarte la cara, atenta a tu voz que se iba recomponiendo hasta que asomaba la sonrisa temblona con que me mirabas al fin, sabiendo como sabías que tus lágrimas me sacarían de quicio y que iba a defenderme de ellas como una leona.


Pocas veces lloramos una en presencia de la otra. Ni siquiera cuando murió Fabián. Recuerdo sí la desgarradura de tu llanto cuando me viste después de la tortura y te abrazaste a mi cuerpo. No sé qué sentí. Creo que no podía sentir. Podía sí darme cuenta de que en esos momentos algo se quebraba en vos. Lo comprendí porque yo también era madre.


Ahora ya no estoy segura si eran tus lágrimas las que me irritaban o el provocarlas sin remedio.


Siempre odié tu fragilidad, tu aire de desconcierto, tu indefensión; esas mismas cosas que me acongojaban porque ¿qué podía hacer yo con tu congoja? Me condenaste desde niña a ser parte de ella. Toda tu alegría, eso decías, se fue con mi padre. Mi padre que te traicionó. A Fabián y a mí, que no te habíamos traicionado aún, nos quedó tu infelicidad. No teníamos más destino que perpetuarla. Él, muriéndose. Yo, repudiando hasta el deseo de hacerte feliz.


Pero en los pocos momentos en que tus ojos brillaron de orgullo por mí (y siempre sospeché que imitaban el orgullo de los otros) algo me crecía en algún lugar, una punta de acero fulguraba en mi costado y me convertía en el Príncipe Valiente.


Recuerdo también que en otros tiempos, era un consuelo llegar a tu casa, destrozada por algún amor en guerra y esperar tu invariable pregunta "¿Te preparo un tecito?" Entonces sucede esto: me siento y lloro entre sorbos y palabras y te cuento más mentiras que verdades, esperando tus consejos que sólo importan por el hecho de que en estas cosas, siempre estás de mi lado. Oigo el tono suave de tu voz, el que usabas cuando me caía y corría a agarrarme de tu pollera para que me frotaras la rodilla machucada y dijeras las mágicas palabras "sana, sana colita de rana..." Una mujer consolando a otra mujer. ¿Una niña consolando a una niña? ¿Una niña consolando a una mujer?


He jugado con estas preguntas, casi desde siempre. Más precisamente desde la noche que saliste de casa, poco antes de que papá se fuera. Esa noche el instinto me impulsó a seguirte, a tomarte de la mano y caminar casi corriendo para emparejarme a tu paso alucinado y hablarte; pedirte que no nos dejaras solos a Fabián y a mí, sin saber siquiera qué era la muerte.


Y claro, no te mataste entonces, pero tu dolor excluyó la vida. Desde que quedamos solas con el pobre Fabián, estuve vacilando entre la bronca, el miedo y la ternura. Tu sonrisa, sobre todo tu sonrisa, penosa, de niña asustada, me hacía verte como eras. Una criatura ansiosa de cuidados. Bueno, yo no sabía cómo cuidarte. No sé si lo intenté siquiera, era muy chica. Recuerdo sí esa sensación de lejanía que te rodeaba; un cerco invisible que no podía atravesar ni con mi pena ni con el pánico que me producía. Yo no sé si fue ese cerco en vos o esa especie de indefinido terror en mí lo que alimentó el odio como un rojo ardiendo en el estómago.


Tampoco sé si tenía alternativa. Si realmente te odiaba. Sólo podía respirar en la vereda de enfrente de tu asfixiante dolor.


Al fin creo que no éramos muy distintas. Las dos estábamos solas, las dos necesitábamos consuelo. Vaya a saber por qué razón no pudimos darnos ese consuelo.


Hubiera querido que ésta, mi carta de despedida, fuera una carta de amor. Que "mamá" sonara por última vez como debió sonar la primera vez. Desempolvar las resonancias de la niñez, de la prehistoria de los desencuentros. Lo que te ofrezco en cambio es esta desolación que tu muerte ha sellado para siempre.


Una vez vi llorar a un hombre que conocías. Un hombre duro. Lloraba como un niño agarrado al borde de un cajón. Dijo mamá una sola vez. Lo dijo casi para adentro pero yo que estaba a su lado escuché y toqué de una vez y para siempre la entraña de ese dolor. Era un dolor primitivo, ligado al primer grito, a la primera bocanada de aire. Comprendí que lloraba a la única persona incondicional que es posible tener en este mundo.


Yo no sé mamá, si este desgarramiento mío se parece a aquel que presencié. Creo que no, que es más bien la culminación casi fatal de una serie interminable de muertes que le fueron quitando sentido a la noción de la vida. Como si todo se fuera muriendo alrededor y ni siquiera quedara un lugar para llorar, o para entender por qué lloro.


Levanto la vista de esta carta y miro por la ventana. Veo una plaza con juegos infantiles, hamacas, caballitos mecedores, un tobogán y arena rodeados por una inmensa cerca. Cruzando la callecita hay una hilera de canteros con tulipanes. Más allá el bosque. Hace tres años que miro por esta ventana, veo este paisaje y no encuentro nada. Nada. Sólo este lugar donde se me permite vivir hasta que mi mundo retorne del olvido. Entonces, cuando regrese a la memoria, entenderé quizá qué nos ha pasado.


Te he descrito la plaza de mi barrio como un último regalo. Mis cartas estaban llenas de descripciones porque sé que te gustaban y yo quería premiarte con la ficción de mi felicidad. Te describía la inusitada belleza de la nieve sobre las copas de los árboles, las navidades blancas, las casitas que veía desde las ventanillas húmedas de los buses -idénticas a las de los cuentos de Andersen- la azul serenidad de los lagos, la luz extraña que ilumina los bosques por dentro y que invoca en mí la presencia de gnomos y hadas madrinas; esa luz que tanto se asemeja a la embriaguez de verme por dentro en los raros momentos en que mi visión me contenta. Te nombraba todo aquello que te hubiera hecho feliz, como si a mí me hiciera feliz.


Era una doble ficción. La tuya, por creer que la felicidad proviene de las cosas y la mía, por alimentar tu esperanza de que un lugar, o una situación, podía otorgarme ese don inexistente.


Fue ese doble engaño el que nos puso de acuerdo por primera vez. El que te devolvió a la hija descarriada que se permitió -al fin- ser feliz, y te brindó el falso consuelo de que tan mal no habías hecho las cosas.


Y ¿sabés? me parece sensato haber auspiciado ese juego. Hace tiempo que creo que la ficción es la materia misma de la vida. Luego están las verdades que cada uno se inventa; esos pequeños absolutos que no podemos traicionar sin traicionarnos. Desde esa perspectiva, y porque hoy no es tiempo de ficciones, te cuento por qué no soy feliz.


No lo soy porque tengo memoria y la alternativa a la memoria es una especie de zambullida en un túnel aséptico por donde vagar desterrada y ajena, ausente de la conciencia de mí; ausente de la improbable y necesaria certeza de ver (de volver a ver) la luz en la densidad del bosque; eso sería otra forma de morir. Mamá, no se sobrevive al espanto para olvidarlo sino para servirlo.


Pero debés saber que pasado el cataclismo hay algo que persiste y que yo llamo alegría; una forma de andar a ciegas y desnuda siguiendo erráticos mandatos interiores, impulsada por una inercia casi inhumana que de a ratos salta hacia adelante y hacia adentro y me obliga a indagar acerca de cosas que no tienen respuesta o cuya respuesta sirve sólo hoy y para mí. Esta es mi ficción definitiva.


Hoy, en esta mañana de desolado sol, tuve la necesidad de buscarte a través de la maraña de blancos y negros y rojos y grises con que hemos empastado el amor. De hallarte en los imprevistos laberintos de la memoria que hoy ha perdido para siempre la certeza de la infancia. No para decirte adiós (el adiós es una ficción más peligrosa que la muerte): para colarme por el intersticio que comunica ese lugar donde estás con la cárcel que habito. Seguramente allí habrá más luz. Seguramente ya sabrás.




Cristina Feijóo,nació en el barrio porteño de La paternal.Es narradora y traductora.Y debido a su militancia política permaneció presa en los períodos de 1971 a 1973 y de 1976 a 1979, año en que salió de la cárcel directo al exilio que transcurrió en Suecia. Regresó al país a fines de 1983 cuando retornó el estado democrático en Argentina donde reside hasta hoy.
Se le conoce principalmente en los medios literarios por su obra ganadora del Premio Clarín 2001, “Memorias de río inmóvil.Pero en 1992, con auspicio del Consejo sueco para la Cultura, publicó "En celdas diferentes"(relatos). En 1995 participa de la Antología del cuentos latinoamericano en Suecia, compilado por Victor Montoya.
En 2000, con prólogo de Jorge Boccanera, participa de la antología REDES DE MEMORIA, con el cuento "Las cosas en orden".
En 2002 participa de la antología Qué son las asambleas populares. 
 Ha escrito numerosos artículos de opinión en revistas nacionales y del exterior.
En 2005 prologa el libro Memorias de una presa política en La lopre.
En 2006, Microscopios eróticos (2006, Salamanca).
En 2008, Huellas, memorias de resistencia, 1974-1983 .
En 2011, Los puntos ciegos de Emilia(2011, Edit.Tusquets)

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