12 enero, 2012

Laura García(Colombia, 1985)


TINTA FRESCA

CREO QUE MARZO 7, DURANTE EL DÍA:

Por ahora nada especial, solo una larga conversación con Ildefonso. Es curioso, en todo el tiempo que llevo aquí, con todos estos, sólo él se ha interesado por saber cómo llegué.

«Fue de los muchísimos correos que conformaban la nutrida y fluida correspondencia entre Ramón y yo, que surgió la posibilidad de visitar y entrevistar al magnífico escritor griego Alexis Missolonguionis. En forma muy diligente, y valiéndose de su vieja amistad con el escritor, Ramón afinó los contactos necesarios para que éste me recibiera en su casa ubicada en las afueras de Atenas, y yo, por mi parte, no tuve mayores problemas para que la revista financiara mi viaje. Y es que la crónica de un encuentro con Missolonguionis prometía, sobre todo teniendo en cuenta que hacía muchos años que el tipo no aceptaba entrevistas a ningún medio y no asistía a las presentaciones y firmas de sus libros; y siendo ávidamente perseguido por muchos, yo había llegado a él sin necesidad de grandes esfuerzos. Así, cuando me ví por fin en Grecia, apenas podía soportar la curiosidad y la expectación. El viaje era sólo por dos días pero como arribé con suficiente anticipación, el tiempo que me restaba antes del encuentro lo maté revisando que la cámara fotográfica estuviera correctamente configurada y con la batería bien cargada, repasando los apuntes y notas para la entrevista y revisando que estuvieran todos los libros que le pediría firmar, a saber, las novelas Los santos del infierno, Avaricia, Salud, dinero y dolor y un libro de cuentos titulado El atardecer en que morimos.

A las cinco de la tarde, en punto, llegué al número 56 de la calle Tritis Septemvriou. La casa tenía forma de castillo, pero uno venido a menos con la fachada descolorida y las cúpulas de granito color marrón descarachadas. Me acomodé el maletín y toqué el timbre una, dos, tres veces. Un conejo atravesó el jardín corriendo y tras de él un gato enfurecido. El jardín estaba un tanto despoblado y en él resaltaba una extraña especie de rosas blancas cuyos bordes estaban pintados de un rojo intenso. Missolonguionis salió entonces, seguido de un enorme y silente perro chow chow café, de lengua completamente negra; mascullaba para sí en griego mientras abría el candado de la reja y no me devolvió el saludo sino hasta que entramos en la casa. Su castellano tenía acento español, como me había advertido Ramón, ya que había vivido desde los 18 y hasta los 25 años en Granada, con la familia de su madre. Buenas tardes, me dijo indicando una silla. La sala estaba solo alumbrada por una lamparita de mesa y botaba una luz tan delgada, que no alcanzaba ni para leer mis apuntes, era casi como estar a oscuras. Missolonguionis se sentó en la silla que estaba justo frente a mí y ni siquiera hizo amago de encender las luces. –Conque recomendada por Ramón, ¿no? –Así es –le contesté. Quedamos mudos. Ya había sacado mi libreta de notas y la cámara, pero no lograba hablar aún. Missolonguionis parecía no estar ahí, parecía un espectro, y por un instante fugaz creí que yo tampoco estaba allí, que quizás estaba soñando o que me encontraba dentro de un sueño ajeno, tal vez del sueño de Missolonguionis, peor aún, dentro de su cabeza. –¿Me deja ver su libreta de apuntes? –dijo. Lo miré desconcertada. –Ay, por favor, sólo quiero leer su libreta de apuntes, a menos de que no sea eso, sino un diario personal. Se la extendí. –Es muy desordenada y su caligrafía me hace pensar que estudió en un colegio con monjas. Es más, puedo decir que usted tuvo hace años atrás una preciosa letra gótica, que cambió por esta cantidad de arañas deformes en cuanto empezó a odiar a esas deleznables monjas. Me dirigió una mirada gélida y curvó sus labios delgadísimos en un ademán de sonrisa, pero macabra. A ese punto, ya contemplaba a Missolonguionis con la boca abierta. Quería preguntarle cómo podía saber que yo había estudiado realmente en un colegio con monjas y que, efectivamente, había modificado mi caligrafía debido al profundo odio que sentía por ellas, pero callé. –Bien, Morgana, obviemos toda la pelusa. Me molestan las chiquillas preguntonas como tú. Cuéntame ¿has leído mis libros?. Asentí. –Pues qué pérdida de tiempo –dijo. Le arrebaté mi libreta y lo miré intentando tener la misma frialdad de sus ojos, pero lo que tenía era rabia, mucha rabia. –Si le molestan las entrevistas, para qué accedió a recibirme –le pregunté con un tono más que ofuscado, casi con altanería. –¡Diablos! Accedí a recibirla porque Ramón es mi gran amigo y porque no puedo olvidar que me tendió su mano cuando más lo necesité mientras vivía en Granada. Sólo eso. Creo que me puse colorada de la ira. ¡Había perdido ese viaje a Grecia! Y todo porque el señor era un caprichoso. Seguramente me diría cualquier tontería y luego me mandaría muy amablemente al carajo. Quise gritarle que era, sí, un gran escritor, pero que tenía la misma prepotencia de uno muy mediocre. No me dio tiempo; antes de que mi impulso se materializara, reanudó su discurso: –Aunque lamento mucho, no sabe cuánto, que Ramón la haya recomendado tan bien conmigo, porque lo único que consiguió fue procurarme la mala periodista que me hacía falta. La rabia se transformó súbitamente en desazón. Conque mala periodista… ¡qué tipo más pedante!, me grité por dentro.

–Señorita Sánchez, le anuncio que usted no va a salir de aquí –dijo, como si se tratara de algo inevitable a lo que yo debía resignarme. Ya no sentí rabia, sino compasión. Este viejo está loco, pensé. Missolonguionis se inclinó sobre la mesita del centro y buscó a tientas algo bajo la tabla. Un algo que probablemente presionó para que sonaran así todas las cerraduras de la casa… como si sospechosamente se estuvieran trancando. No me quedaron dudas: no debía permanecer ni un instante más con ese viejo loco y salí corriendo despavorida por toda la casa, abriendo infructuosamente las pocas puertas que prometían llevarme a la libertad del exterior. La casa no era muy grande e intrincada, por lo que Missolonguionis dio fácilmente conmigo y con una fuerza descomunal me aventó contra una pared. Después todo es olvido. Me perdí en una nebulosa que se convirtió rápidamente en una túnica negra y finalmente en nada.

Pasaron bastantes horas, al menos eso intuí porque cuando desperté de mi olvido hacía un frío que se parecía mucho al de las madrugadas. Por las dos ventanitas que había en lo alto de la pared, pude ver un cielo negro-azulado, repleto de estrellas, que me pareció extraño. Estaba aturdida, todo me daba vueltas, busqué concentrarme en un punto fijo, me esforcé por ver a través de la espesa oscuridad que me rodeaba, hasta que identifiqué un mesón atiborrado de implementos que parecían salidos del laboratorio de un alquimista y muchas estanterías repletas de libros, cuadernos y papeles, todo mal arrumado. Poco a poco fui dándome cuenta de mí, de que me dolían mucho las piernas y los brazos, que estaba sentada sobre el suelo y qué quién sabe cuantas horas pasé en la misma posición, que tenía amarradas las manos tras de mí y que mis piernas extendidas, habían sido unidas por los tobillos con una anilla de hierro. Intenté un movimiento leve, pero mis huesos llegaron a crujir del dolor y se me escapó un grito que como por arte de magia encendió un foco en el techo. La luz hirió hasta el último rincón de la sala y no pude evitar, esta vez no un grito, sino muchos alaridos. Cual si fueran marionetas, cientos de seres pálidos y amoratados me recibieron colgando desde el techo, o recostados a las paredes. Noté que todos eran varones. Me fijé lo mejor que pude y supuse que no eran artificiales. No, por el contrario, eran muy humanos. En su mortalidad identifiqué su humanidad. El perro chow chow de Alexis Missolonguionis surgió desde un rincón lentamente hacia mí. Olisqueó mis zapatos, mis rodillas y luego se acercó muy cerca de mi rostro y lamió mi mejilla dejándola impregnada de su saliva pegachenta. Sus ojos parecían dos carbones encendidos; esquivé su mirada que no parecía animal. Ladró. Unas cinco veces. Una puerta se abrió, creo que a un costado de la sala y entonces vi a Missolonguionis. Estaba vestido completamente de blanco. Se acuclilló frente a mí y su carcajada me hirió por dentro, porque sospeché en ella el preludio a mi resignación irremediable y eterna. Sacó una navaja del bolsillo de su camisa y me enseñó el reflejo de su hoja filuda. Me desató las manos y tomó la izquierda con la palma hacia arriba y me hizo un corte en el dedo índice. No sentí dolor. Solo un levísimo cosquilleo. Raspó la sangre que brotó de la cortadura con la navaja y se la llevó hacia el mesón. Pensé que a lo mejor no era escritor, sino un científico loco haciéndose pasar por un escritor, pero deseché la idea cuando ví con atención hacia un espacio del mesón en donde había un serie de frasquitos con el rótulo TINTA FRESCA. –¿Qué sientes? –preguntó sin dejar de manipular la navaja con los artefactos del mesón. – Me duelen los huesos –le contesté. Me vio como si me compadeciera. –No son tus huesos. No tienes huesos. No tienes cuerpo. Ellos tampoco –y señaló hacia los cuerpos que yacían por toda la sala. –Hago tinta. Pero no cualquier tinta. Yo me estaba mareando nuevamente. –De ese que ves allí –y señaló a un hombre joven, de unos 30 años, que vestía jeans y camisa verde y que estaba colgado en una esquina del salón –me sirve su sangre para la tinta negra y con sus pestañas elaboro finísimos pinceles para pintar en mis ratos de ocio. Me armé por un instante de valentía y me burlé lo más fuerte que pude. –Usted está loco, Alexis Missolonguionis. Estos tipos están muertos, usted los mató. Usted es un asesino. Ignoró mi acusación y terminó de manipular los objetos en el mesón, luego levantó triunfante un frasquito verde entre sus manos. –Esta tinta es de tu sangre. Quedó aguada. Y no, no soy precisamente un asesino, por el contrario, soy tu creador. Se dio media vuelta hacia la puerta, pero lo detuve con un grito. No me quedaba más que suplicar clemencia. –Déjeme ir, por favor. Sin mirarme contestó: – No puedo. Aunque lo quisiera, no podría. No puedes vivir si mí. Sin mí morirías allá afuera. Tú no existes. Tú eres lo que yo hice de ti. Crees que tienes vida propia, que existes, pero no es así, es un truco para escapar de mí. Pero nunca dejo escapar una buena idea. Sabes que estás prisionera porque viste los grilletes que te he puesto. Mi perro te lamió la mejilla y viste cuando se encendieron las luces. Pero no sentiste el corte que hice con la navaja y no sabes tu nombre. Solo sabes el mío. Lo enfrenté: –Me llamo Morgana Sánchez. Se carcajeó: –¿Estás segura?


DEFINITIVAMENTE MARZO 7, EN LA NOCHE:

Ildefonso ha escuchado la historia. El instante en que se ha quedado pensativo, yo echo de menos a Ramón. Echo de menos la revista. Las crónicas que estaban pendientes. Dudo de la existencia de Missolonguionis. No. No dudo. Me resisto a ella, que es diferente. Le he pedido a Ildefonso que me cuente cómo llegó hasta acá, pero ya no lo recuerda muy bien, es confuso, al parecer Missolonguionis necesitaba a un hombre gordito para sus delirios más recientes de arte. Todos los días viene, le quita un trocito de carne a Ildefonso, y va moldeando la escultura gigante y amorfa que está armando en una esquina del salón. A mi ya no me habla. Por el momento, sólo quiere mi sangre para hacer tinta fresca y no sé en qué la usa. Ildefonso me mira con dolor. Dice que estoy pálida y que cada vez me voy amoratando más. Dice que tengo una constante expresión de odio en mis ojos. Dice que no he luchado lo suficiente por salir de aquí. Dice, el pobre insiste, más bien, que no estamos en una sala, que estamos en la cabeza de Missolonguionis, que somos su locura, que las ventanitas de allá arriba son sus ojos, que está durmiendo, que por eso la madrugada y las estrellas.


blog de la escritora:
http://blogarcolibris.wordpress.com/

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