20 enero, 2012

Inés Legarreta(Argentina)




PRINCIPIANTES, INTERMEDIOS Y AVANZADOS

Cuando la mujer llegó al descanso se enfrentó con un muchacho que bajaba saltando los escalones de a dos, creyó que la iba a llevar por delante pero él la sorteó con un mínimo y preciso movimiento del cuerpo; desde atrás, la camisa que llevaba desprendida se inflaba ligeramente al tiempo que el cuerpo descendía recto: daba la impresión de perfecto equilibrio.
La mujer subió los escalones que faltaban para llegar al primer piso y una vez allí, buscó con la mirada a quién dirigirse. En un rincón del recibimiento, junto a una mesita, una joven hablaba con dos parejas de aspecto extranjero: tenían cámaras digitales y de filmación colgadas de los hombros, zapatos relucientes, y las mujeres, ropa ajustada con la que parecían estar muy cómodas. “¿Quince dólares?”. “No, quince pesos argentinos la clase de dos horas”. La chica cortó un par de tickets y se los extendió sonriendo. “El profesor ya viene, pueden ir pasando al salón”.
El salón era inmenso. Al fondo, había un bar de madera tallada y a los costados del bar, unos gruesos cortinados de terciopelo bordó tapaban la entrada del baño de damas y de caballeros. La pista de baile estaba rodeada por pequeñas mesas cubiertas con manteles de un amarillo desvaído que caían casi hasta el piso. Sobre las paredes laterales colgaban grandes espejos, con la luna manchada en partes, y con marcos dorados a la hoja pero sin brillo. Un mozo, de chaquetilla blanca y pantalón negro descansaba sobre una de las tantas columnas de mármol que se alineaban hasta el fondo del salón. En el techo, la exquisita figura de una mujer de los años veinte era todo lo que restaba de lo que habría sido una serie de vitraux originales ahora recubiertos con paneles de yeso cuyas junturas se superponían en forma irregular.
Una vez que hubo terminado con los turistas, la chica, se dirigió a la mujer. “¿Viene a la milonga o a tomar clases? Porque la milonga empieza más tarde”. “Me gustaría”, dijo la mujer, “aprender a bailar tango, pero nunca bailé, no sé si a mi edad...” “A cualquier edad se puede aprender; no se preocupe. Acá damos clases a principiantes, intermedios y avanzados; no hay problema”. “Pero me parece que hay gente que ya sabe bailar...” Aun sin música, las parejas de extranjeros hacían ochos y sentadas con una destreza admirable, nadie lo hubiera imaginado al verlos hacía instantes, gesticulando y con sombreros tejanos. “Separamos a los principiantes de los que ya están iniciados. Anímese, empezamos con ejercicios simples, todo es cuestión de ganas”, le dijo la chica y agregó “me llamo Fernanda y soy una de las profesoras, no se preocupe”. La mujer se mostró indecisa pero al fin dijo: “Está bien”, pagó la clase y esperó sentada a una de las mesas. Después llegaron dos mujeres de entre treinta y cuarenta años con ropa de gimnasia, una pareja de japoneses y tres chicas muy delgadas, con porte y andar de bailarinas, que empezaron a hacer movimientos de elongación mientras charlaban animadamente entre ellas. Hablaban en francés. Un hombre alto, enjuto, de tez pálida se acercó a saludar a la joven profesora; la chica fue al centro de la pista y golpeó las manos para llamar la atención. Antes, había puesto un CD con música de Di Sarli. La clase comenzaba. Todos la rodearon.

En ese momento se unió al grupo el joven que había esquivado con tanta gracia a la mujer en el rellano de la escalera. Las francesas lo besaron y las parejas que ya habían estado practicando en la pista lo saludaron con efusividad. “Para los que no me conocen, me llamo Marcos”, dijo, “y mi compañera, Fernanda”. Eran pareja de baile desde hacía diez años, daban espectáculos en ese mismo salón los días viernes, habían salido de gira con grandes orquestas, los dos habían estudiado danza pero Fernanda tenía formación clásica y él no. “Yo vengo de la milonga” y tomó la postura canyengue característica. Era simpático. De inmediato, el grupo se separó en dos. Fernanda les dijo al hombre alto y a la mujer que la siguieran, que con ella iban a hacer ejercicios y que Marcos se ocuparía de los intermedios y avanzados. “Vamos a caminar”, dijo, “porque en el tango se camina, los pies nunca se separan del piso”. La mujer se sintió incómoda, intimidada; trataba de imitar el paso pero perdía el equilibrio, el pie no se deslizaba con suavidad, las piernas le pesaban y hacían que se bamboleara como si nunca hubiera caminado en su vida; al hombre le pasaba algo parecido. Pero Fernanda también era simpática. Y paciente. A lo largo de las dos horas corrigió una y otra vez la postura, marcó los defectos, les enseñó el paso básico. Uno, dos abro, tres, cuatro y cinco, cruzo; seis, siete, ocho; vuelvo a cerrar. Dos por cuatro. La baldosa. En el tango la mujer sigue al hombre. En el tango el hombre marca; hay que saber reconocer la marca del hombre. Ella, al principio, se había puesto nerviosa pero ahora se reía, le parecía increíble ser tan torpe, tan pesada, tan sin gracia. Por momentos, no entendía lo que la profesora trataba de explicarle, era como si le hablaran en un idioma totalmente desconocido. No importa, decía Fernanda, hay que tener paciencia y practicar mucho. Cuando la mujer salió del local, estaba contenta. Sabía que había hecho el ridículo y que era probable que al día siguiente no se acordara lo que le habían enseñado pero se sentía bien. Y eso estaba bien. Muy bien, pensó.

El primer mes fue a clases sólo un día por semana y se reía de nervios todo el tiempo. No faltaba aunque el resultado era desalentador y frustrante. Decidió entonces aumentar la cantidad de horas de práctica para tratar de ponerse a tono con los demás. Fernanda la retaba, no era posible que no se acordara que en el cinco la mujer cruzaba. “La mujer cruza en el cinco, grabátelo en la cabeza”. Los hombres se quedaban esperando pero ella no cruzaba y había que empezar de nuevo. Se olvidaba. No aprendía. Estaba vieja. Gorda y vieja. Ahora más que nunca lo sentía en el cuerpo y lo veía en los espejos del salón: una mujer sin cintura, ancha de caderas, de abdomen y pechos prominentes y piernas cortas aunque usara tacos altos para disimular. Prefería no mirarse, hacía lo contrario de todos los bailarines que no dejaban de mirarse en los espejos ni cuando descansaban. El hombre alto y pálido que había empezado el mismo día que ella había abandonado pronto, era peor que ella, nunca pegaba un paso; ella, en cambio, tenía oído, le faltaba equilibrio, el físico no la ayudaba, no reconocía las marcas, no se acordaba de las secuencias, le faltaba entender el tango pero tenía oído, eso le había dicho Marcos, la vez que le había indicado un ejercicio de ritmo tomándola de la mano. “Al menos, tenés oído”. A ella le había sonado como una lisonja que Marcos le dijera eso. Y por eso seguía esforzándose aunque después del tercer mes de clases ya no le causaba gracia sino vergüenza su poca habilidad, entre otras cosas, porque ahora se daba cuenta de que la mayoría de las parejas bailaban desde hacía años y los enrosques, los adornos, los boleos eran demasiado complicados para quien no estuviera entrenado. Se sentía disminuida. En contadas ocasiones Marcos le había dedicado alguna observación o la había tomado de los hombros para corregirle la postura o decirle que se relajara; él casi siempre se dedicaba a los que venían a perfeccionarse, era increíble la agilidad y la elegancia que tenía para moverse y con Fernanda formaban una pareja que realmente daba placer mirar. Además, estaban las chicas jóvenes, con cuerpos esbeltos, de piernas duras, de cuellos largos y caras frescas que hacían los pasos y las secuencias como si estuvieran en un escenario. Y volvían a repetir la figura y les salía mejor. Y ella, desde la barra, haciendo interminables pivotes y ochos, ochos para atrás, ochos para adelante y pivotes. Sola. Hasta que Marcos o Fernanda, por lo general en los últimos minutos de la clase, se acordaban de ella y decían “cambio de pareja” y alguno, casi siempre, el último en incorporarse al grupo, le hacía el favor de sacarla a bailar.

Pero una tarde, quizás porque había pocos alumnos, Marcos, después de mostrar una secuencia, giró hacia la mujer tendiéndole la mano y le dijo: “Bueno, hoy voy a saber si me tengo que jubilar como profesor”. Ella no supo si se estaba burlando o era su manera de animarla a bailar. Lo cierto es que, aunque nerviosa la mujer enlazó su mano con la de Marcos y caminaron hasta el centro de la pista. En esos escasos segundos sintieron algo extraño: las manos encajaban perfectas una dentro de la otra, y la piel parecía continuarse, no había en el contacto nada que lo interrumpiera, nada que no fuera una misma suavidad. Él la rodeó con el abrazo. Casi no fue necesario que susurrara: “vamos”. Bailaron un tango completo. Marcos, no se molestaba por la inseguridad en los pasos y las continuas equivocaciones; cuando ella se perdía, detenía el movimiento, dejaba que el tango los envolviera, bailaba sin moverse del lugar, le marcaba los compases mientras la mantenía abrazada, firme, y después, con un ligero envión le indicaba qué hacer, “soy yo el que te llevo, caminá conmigo” y a ella no le importó verse en los espejos que los reflejaban, “ahora la pierna más larga, no te apurés, despacio, despacio que no estoy marcando nada, bien, muy bien, escuchá la música, seguí la música, seguime a mí”, y así, a medida que la música fluía y ella reconocía la presión de las manos y la intención del cuerpo él dejó de darle indicaciones y la condujo hasta el final sin que el abrazo se deshiciera: eran una pareja sin estridencias recorriendo en círculos la pista como en la milonga. Cuando sonó el último compás se miraron a los ojos. Con ella de la mano Marcos se acercó a una pareja de alemanes para corregirles el salto que ensayaban; el hombre debía ayudar con el muslo a la mujer para que el salto tomara altura y fuerza. “Así está mejor, pero falta esto”, mostró una secuencia y sin que ella pudiera adivinar lo que haría la impulsó y la hizo volar por el aire para retenerla después, con seguridad, frente a él. El aplauso surgió espontáneo del grupo y el alemán dijo “maestro” pronunciando con énfasis y dificultad la palabra. Fernanda, que los había mirado como una espectadora más, se apresuró a felicitarla, “viste que podés”, “sí”, le contestó la mujer, “con Marcos cualquiera puede, hasta yo puedo”, pero se le notaba la alegría hasta en la manera de mover las manos para abanicarse y exponer el cuello bañado de una leve transpiración. Entonces Fernanda ordenó “cambio de pareja” e indicó que bailaran libres los últimos minutos de la clase. ”Necesito saber cómo te llamás”, le dijo Marcos asomándose por detrás del cuerpo de Fernanda. “Noemí”, le respondió ella. “Noemí”, repitió él, y agregó en voz baja y sonriéndole: “te espero el miércoles, Noemí”.

Marcos todavía sonreía mientras se preparaba para dar una clase especial, un seminario sobre “giros, enrosques y adornos para el hombre”, que le habían solicitado un grupo de profesores europeos. Fernanda lo acompañó como siempre, a la técnica casi perfecta de ella, Marcos le añadía cierta vulgaridad de barrio, de suburbio, con lo cual la pareja transmitía una verdad que llegaba directa a los espectadores y los mantenía en vilo en cada actuación. Además, Fernanda se manejaba con soltura en inglés y francés; Marcos, en cambio, apenas había aprendido unas pocas palabras básicas de manera que las explicaciones las daba ella.
Ese día, después de la agotadora jornada y para celebrar el éxito del seminario, Fernanda invitó a Marcos a cenar a su casa. Era una costumbre establecida desde los comienzos de su actividad artística. Reunirse a tomar algo, a cenar o simplemente a tomar un café para charlar un rato de otros temas que no fueran los laborales, les había servido para conocerse mejor e integrar sus mundos. Pero Marcos contestó que estaba muy cansado y prefería irse a su departamento. La acompañó a tomar un taxi y se fue caminando despacio, “para disfrutar algo de la noche porteña antes de ir al sobre”, le dijo. “No querés que te alcance con el taxi”, le gritó Fernanda bajando la ventanilla, “gracias, pero no” y la saludó de refilón con la mano, alejándose.


En medio del grupo, Noemí bailaba con un español: ahora no la dejaban de lado a la hora de buscar pareja pero ella sabía que aunque se esforzase ya no tenía edad para convertirse en una profesional ni tampoco tendría la actitud convincente, la soltura de las mujeres que se habían criado bailando tangos. Las milongas estaban llenas de mujeres más grandes que ella que al igual que los tangueros de toda la vida miraban a los bailarines jóvenes por encima del hombro, casi despectivamente. Ella no era ni una cosa ni la otra. Pero Marcos le dedicaba tiempo como si no fuera capaz de darse cuenta de esto o como si no le importara. “Por lo menos, tenés oído” le repetía cuando bailaban y los dos se reían. A Fernanda le molestaba cada día más esa actitud de Marcos y buscaba la manera de separarlos, no necesitaba hacer nada demasiado evidente ya que los alumnos avanzados le pedían continuamente correcciones y entonces Marcos debía mostrar los ejercicios con ella. Noemí se quedaba mirando.

Fue un alumno italiano que llevaba un año y medio instalado en Buenos Aires el que se lo dijo. Lo comentó a la salida de una clase, en la puerta de la confitería, entre el ir y venir de la gente, el ruido de los colectivos, las bocinas de los autos. “Anoche los vi a Noemí y a Marcos en la milonga.” Fernanda pensó que había oído mal. “¿Cómo?, ¿qué dijiste?”. “No sé si me vieron, había mucha gente”, siguió el italiano sin contestarle, “pero a Marcos”, hizo un movimiento ampuloso con los brazos y las manos, “¡le hicieron ronda p’a verlo bailar!”, y se esforzó por darle entonación a la frase. Fernanda creyó que se desmayaba. No pudo despedirse del italiano, se apoyó contra la vidriera y cerró los ojos. En ese momento, Marcos, que se había retrasado en el interior del local, la tomó de un brazo y le dijo eufórico: “¿A qué no sabés quién nos llamó para contratarnos?”. A Fernanda la indignación no la dejaba hablar. Marcos empezó a comentarle algo pero le vio la mirada y se calló. Se hizo un silencio denso, palpable entre ellos. La puerta vaivén de la confitería volvió a abrirse y salió Noemí. “Hasta luego”, dijo y enfiló sin apuro hacia Corrientes. A esa hora de la tarde el microcentro era un caos.




Inés Legarreta nació y reside en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. De escritura fresca y sugerente, publicó 
En el bosque y otros cuentos, 1990, Su segundo deseo, 1997
, yLa dama habló y otras páginas, Sigmur, 2004.
Ha merecido numerosos premios y distinciones entre los cuales se destacan: Primer Premio Iniciación otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación; Faja de Honor de la S.A.D.E (Sociedad Argentina de Escritores) 1990; Faja de Honor de la A.D.E.S (Asociación de Escritores Argentinos) 1993; becaria del Fondo Nacional de las Artes, 1993; Mujer Destacada Bonaerense 2000 con Medalla de Plata; Tercer Premio Nacional otorgado por el Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires, 2001, género cuento, obra édita, bienio 1996-1997; Primer Premio Certamen Internacional Los cuentos de La Granja, Segovia, España, 1989 y 1993. Mención de Honor en el Primer Concurso Interamericano de Literatura Avon con la mujer y las letras, 1999; Primer Premio Certamen Nacional de Cuento Histórico otorgado por la S.A.D.E. y la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, 2000.
Sus textos han sido incluidos en diversas antologías de cuento, ha sido disertante y panelista en numerosos congresos nacionales e internacionales, y coordinadora de talleres literarios.

No hay comentarios.:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...