01 marzo, 2009

Inés Fernández Moreno (Argentina, 1947)


Confesiones en un ascensor



Entró al ascensor justo cuando las puertas empezaban a cerrarse. “Bienvenidos a la cabina”, dijo una voz femenina salida vaya a saber de dónde. A falta de alternativas más incitantes, pensó Clara, aquí tenemos el viaje en ascensor ascendido a vuelo internacional.
El tipo que estaba adentro le hizo un gesto de simpatía.
—Es la primera vez que voy a una oficina en un piso tan alto —dijo ella, mientras buscaba en la botonera el número 32. Tan alto como Groenlandia, pensó, para seguir con la pretensión del gran viaje.
—Ni lo va a notar —respondió él—. Estos ascensores son una flecha.
Error, pensó Clara, moviendo apenas la cabeza. Debería haber dicho que eran “un avión”. Pero no, “flecha” dijo, lo que sonaba bastante más primitivo.
Clara lo estudió con esas miradas cortas y sesgadas con que se mira a la gente en un ascensor. Primitivo no parecía, más bien empresario, o abogado, o funcionario. Con el pelo gris muy corto y un buen perfume. Traje también impecable, sólo que a la altura de la rodilla tenía un hilo negro, un hilo rematado en una pelusa como una araña. Tuvo el impulso de quitársela, pero no iba a tocar a un desconocido; podía decírselo en todo caso, pero tampoco. Que se quedara con su hilo y su pelusa. Una pequeña venganza, aunque el tipo qué culpa tenía de que ella se hubiera quedado sin trabajo y de que ésta fuera la primera entrevista que conseguía después de meses y meses de páramo.
La luz de los ascensores suele ser cruel. Así que optó por ignorar el espejo y miró más arriba, hacia el techo, con la cara tensa y concentrada: que fuera evidente que sus pensamientos estaban muy lejos de allí, tan lejos como para abolir aquellos segundos de intimidad forzada. ¿Acaso un ascensor es un lugar para...?
Un sacudón detuvo su pensamiento y el ascenso fulminante de la máquina. Se le hizo un vacío en los oídos, las luces titilaron y bajaron de intensidad hasta dejarlos casi en penumbras.
De inmediato se oyó la voz femenina, tan animosa para dar la bienvenida como las malas nuevas: “Cabina en emergencia, aguarde ­instrucciones, por favor”.
—Ah, qué alegría —dijo él—, se cortó la luz.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó ella, tratando de dominar el sobresalto de su corazón.
—No se preocupe, en estos edificios todo está previsto. Deben tener su propio generador…
El hombre apretó el botón de alarma.
Esperaron en silencio, tal vez el motor volviera a arran- car en segundos.
Pero no, estaban allí suspendidos, inmóviles, cons­cientes uno del otro en un silencio húmedo al que llegaban algunos ecos como de submarino.
—Qué pasa con el aire aquí… —empezó a decir ella.
—La ventilación es normal, esto no es hermético.
La voz del hombre la tranquilizó, su aplomo. ¿Sería ingeniero?
—Claro, “parece” hermético —se defendió ella—, es por el acero y por el tamaño, ¿cuánto tiene este ascensor?
—Aproximadamente un metro veinte por uno cincuenta.
—Una jaula —dijo Clara, y empezó a apretar de manera un poco estúpida todos los botones de la botonera.
—Una jaula, en el mejor de los casos —agregó des-pués, mientras pensaba en una ratonera, un tubo, un ataúd.
—No está tan mal, tenemos casi dos metros de altura, o sea más de cuatro metros cúbicos de aire. Suficiente para sobrevivir.
En ese momento una voz estridente se hizo oír a través de la rejilla metálica junto a la botonera: “Soy el encargado de seguridad del edificio”, dijo la voz, imponiendo con semejante título cierta tranquilidad. Después de preguntarles cuántos eran y si estaban bien, les aseguró que sólo había que tener paciencia y esperar a que llegaran los bomberos. “¿Cómo se llama usted?”, lo interrumpió su compañero de encierro. El otro le contestó que Rodríguez. “Ajá, Rodríguez”, dijo su hombre, como si entonces sí lo tuviera bien agarrado, y a continuación empezó a pedir precisiones. Una pregunta tras otra. Que si la “tracción”, el “motor trifásico” o el “grupo impulsor”. Chino para ella, que estaba alerta, sobre todo, al juego de jerarquías que se había establecido entre los dos hombres.
—¿Entonces no se puede hacer nada?, forzar la puerta, saltar, algo —intervino ella.
—Nada —dijo el de seguridad—, sólo esperar.
—Tiene razón —confirmó el otro—, no hace falta correr ningún riesgo inútil.
La palabra “riesgo” le produjo un nuevo sobresalto.
Se sintió presa de un abominable ataque de feminidad, dispuesta sin pudor a que él asumiera el mando, a que fuera el capitán de aquel barco inmóvil, más bien submarino, varado entre el piso quince y el dieciséis de uno de los ­edificios más altos de Puerto Madero.
—Parece un confesionario —dijo ella cuando la voz del otro lado de la rejilla se apagó.
Él la miró de una manera muy directa, o un instante más de lo debido le pareció, pero tal vez fuera sólo el efecto de la penumbra.
—Esa rejilla —aclaró— me recuerda las celosías de los confesionarios. —Se odió en silencio. Le pasaba con frecuencia, dejar escapar pensamientos que después la obligaban a dar explicaciones un poco absurdas.
—Me acuerdo muy bien —dijo él—. Una reja de madera que se deslizaba para poder oír las confesiones. Eso era en el caso de las mujeres. Nosotros, los varones, nos confesábamos frente a frente —y, sin cambiar casi el tono, como si estuvieran en una reunión social, agregó—: ¿Qué le parece si nos sentamos?
Sí, caballero. Parecía razonable, no iban a estar dos horas parados en un ascensor.
Clara se deslizó hacia abajo y se sentó muy derecha con la espalda contra la pared metálica.
Él hizo otro tanto sobre la pared de enfrente. Los dos tuvieron que plegar un poco las piernas para caber.
—Ahora remamos —dijo ella, y los dos estallaron en una risa que los igualó y que barrió en él esa solemnidad como de ingeniero o de funcionario.
Pero la risa de ella se transformó en una oleada de angustia.
—Tengo un poco de claustrofobia —confesó.
—Relájese —le indicó él—. Afloje los hombros, la cabeza…
Ella obedeció.
—Inspire profundamente por la nariz, sin esfuerzo. Cuando no pueda más, sin brusquedad, pase de la inspiración a la exhalación. Trate de regular la salida de aire, siempre con el mismo ritmo y con el mismo volumen de aire.
Le mostró cómo. Era notable cómo lo hacía, produciendo una espiración interminable y un sonido constante, como si alguien hubiera abierto una garrafa de gas.
Aprovechando la penumbra, le miró la boca y después las rodillas, tan cercanas a las de ella. Pensó que la pelusa seguiría allí, pegada al pantalón, por más que no pudiera verla. Poco a poco sintió que el pánico pasaba, como una ola que pierde fuerza y se deshace en espuma.
—¿Se siente mejor?
Ella asintió.
—¿Siempre tuvo claustrofobia?
—No, es algo de los últimos años.
Desde que supo, al fin, después de tanto tiempo, cómo había sido lo de Ariel. Pero no iba a contarle esa historia. Apenas se la podía contar a ella misma.
—La respiración profunda ayuda mucho. Es una estrategia de las artes marciales. Otra es moverse con el pensamiento.
—Pero el pánico puede ser más fuerte. —O el tormento o la locura, agregó para ella.
—En situaciones extremas. Y ése no es nuestro caso. ¿Tenía algo importante que hacer aquí?
—Una entrevista de trabajo. ¿Y usted?
—Una cita con mis abogados.
“Abogados”, en plural, eso sonaba importante. A continuación se imponía la seguidilla de preguntas idiotas del tipo ¿usted qué hace?, ¿es ingeniero?, ¿tiene hijos? Pero se contuvo, como con la pelusa.
Entonces apareció otra vez la voz del tipo de seguridad. Les confirmó que todo estaba bajo control y les comentó que el corte era en media ciudad.
—Habrá que esperar bastante —dijo él—. Si el del confesionario tiene buena información —agregó con ironía.
—La voz del cura no era así de estridente.
—Tiene razón, era un susurro.
—Un susurro medio viscoso —dijo ella—. Discúlpeme, tal vez usted se confiesa, es practicante...
El hombre se rió.
—Yo peco, sí. Pero no me confieso.
Se quedaron en silencio. Él tampoco emprendía la cruzada de preguntas idiotas.
—La última vez que me confesé tendría unos once años. Después hice algo inconfesable.
—¿Tan chico?
—¿No cree que ésos son los verdaderos pecados? Los otros, con el tiempo, se vuelven más relativos.
—No, no lo creo. ¿Qué puede haber hecho tan grave a esa edad?
—¿Quiere que le cuente?
Un ramalazo de pánico volvió a atravesarla; en ese momento debería estar mostrando su carpeta al director de una empresa, y en cambio estaba encerrada en un ascensor con un desconocido, emprendiendo esa conversación rara.
Él metió la mano en un bolsillo y sacó un paquete de pastillas. Le ofreció una.
El aire se llenó de olor a menta.
—Sí, ¿por qué no? —dijo ella.
Él se quedó en silencio. Le habría hecho un chiste, supuso ella, pura retórica para llenar la incomodidad del silencio.
Sin embargo, después de un momento, en un tono apagado, empezó a hablar.
—Mis padres eran personas muy severas. Yo vivía cumpliendo reglas: horarios, estudios, deportes, descanso…
—Antes los padres eran más estrictos —dijo ella, y se acordó de la pelea cons- tante con sus padres cuando empezó lo de Ariel.
—Sí, había una cuestión generacional, pero ellos eran más duros. Todo era premios o castigos. Y después estaba Elsa. Elsa era la mujer que me cuidaba y que ayudaba a mi madre con la casa.
Se interrumpió un momento y se pasó la mano por la frente, como si pudiera tocar aquel recuerdo.
—No sé por qué le cuento eso.
—Porque estamos en un ascensor, encerrados, una especie de purgatorio —le recordó ella.
—Usted es optimista. Podríamos ser dos condenados —dijo él con una risa un poco cínica.
Primero la ayudaba a respirar bien y después la asustaba. ¿Quién era ese tipo?
—¿Me da otra pastilla? —pidió ella para ganar tiempo.
—Aunque los condenados no hablan tanto —dijo él—. Salvo si piensan que pueden salvarse.
—No somos condenados. Y además —agregó ella con una vocecita que quiso ser frívola—, usted y yo no nos vamos a ver nunca más en la vida.
—Es probable —aprobó él.
Después lo dijo de un tirón:
—Un día robé un vuelto y ellos creyeron que había sido Elsa. La echaron y yo no hice nada para impedirlo.
—Bueno, al menos no mató a nadie. Me había asustado con tanto prólogo. Cuando uno es chico quiere algunas cosas con demasiada fuerza.
—Pero Elsa me adoraba. Cuando mis padres salían, me dejaba leer hasta tarde; me ordenaba los juguetes para que no me castigaran; en las mañanas heladas me masajeaba los pies y me ponía las medias adentro de la cama…
Clara se acordó del frío cortante de las mañanas de otoño, cuando también ella era chica. Porque el hombre de la pelusa, dedujo, el capitán de la cabina en emergencia y ella debían tener edades semejantes. Alrededor de cincuenta.
—¿Y nunca más la vio?
—Después, de grande, alguna vez la busqué.
—No es fácil encontrar a alguien después de tantos años —dijo ella.
—Yo conocía gente, pensé que podría rastrearla y encontrarla, pero fue imposible. Si alguna culpa tengo en la vida es ésa.
—¿Sólo ésa?
—Sólo ésa —dijo él, y levantó la cabeza con un gesto desafiante—. Además, un pecado contiene todos. ¿Qué le parece? ¿Me absuelve?
—Sí, está perdonado —dijo ella rápidamente.
Después miró el reloj.
—¿Sabe cuánto hace que estamos encerrados?
—Unos cuarenta minutos.
—Parece una eternidad. Tengo sed.
—Es el miedo, el miedo da sed. Tome otra pastilla.
Se sintió agradecida. Si esto le hubiera pasado sola habría sido un desastre.
Sería bueno tener un marido como ése. Un ingeniero con respuestas. Pero ella siempre había elegido otro tipo de hombres.
—Mejor volvamos a la infancia, ¿quiere?
Le contó su robo de infancia. Unas correas para unos patines. Unas misera- bles correas, aunque la monja se lo reprochó como si hubiera sido un pecado mortal.
—¿Ése fue su peor pecado?
—No, creo que el peor fue la envidia —Lo dijo y se arrepintió al ins- tante. Iba a confesar cosas que ni siquiera tenían una forma exacta dentro de ella y que apenas tocaban el borde de su conciencia la hacían sentir una miserable.
—Pecado por pecado —dijo él, animándola a seguir.
—Mi prima Vivian —dijo ella. Recordó su risa desbordante. Su facilidad para vivir.— Tal vez sea una mujer perfecta, después de todo.
La luz titiló y la penumbra se hizo más densa. Era como estar encerrado en la propia conciencia, pensó Clara.
—¿Pero?
—Tuvo un amante durante diez años. Llevaba adelante una doble vida sin el menor esfuerzo. Ella me lo había contado. Y yo…
—La delató.
—No. Pero me hubiera gustado.
—Tal vez usted no soportaba la mentira.
—No, no era así de simple.
No quería decirlo, pero las palabras se formaron y se dijeron pese a todo, con una claridad demoledora.
—Me hubiera gustado verla… caer en la desdicha.
Clara se quedó aplastada. Ella, que se había creído idealista y pura, había llegado a jugar con algunas fantasías venenosas. Una carta anónima, una palabra ambigua, un gesto que despertara las sospechas del marido. Se había regodeado en las escenas del desastre.
—Sin embargo —le recordó él—, no llegó a traicionarla. Y traicionar es tan fácil.
—Después él se enfermó.
—¿El marido o el amante?
—El marido.
—¿Y ella?
—Una viuda inconsolable, durante un tiempo prudente.
Vivian, con su instinto de vida, había salido indemne. Mientras que ella había arrastrado un muerto durante treinta años.
—¿Se fue con el amante?
Clara negó con la cabeza.
—El amante —dijo— funcionaba en forma solidaria con el marido. Caído uno, cayó el otro.
—El sufrimiento de los otros es atractivo. Hasta puede ser afrodisíaco.
Clara se quedó callada y él retrocedió algunas posiciones.
—Cuando era chica, ¿nunca le arrancó las alas a una mosca?
—No.
—¿Nunca hizo reventar un sapo?, ¿o le tiró una piedra a un gato?
—Tampoco.
—Sin embargo, todos somos sádicos. Desde el circo romano en adelante —dijo él—. En ese morbo natural se sostienen algunas prácticas.
“Prácticas”, vaya palabra inesperada que había usado.
—Por más antecedentes que me nombre, no me lo perdono.
—Yo sí —dijo él—. Yo la perdono, usted también está absuelta. La ética, como le dije antes, es algo relativo. Un tema de perspectivas, de puntos de vista. Usted piensa que nosotros dos estamos atrapados aquí en este ascensor, de una manera casual, absurda. Pero si lo mira de otra manera, todos estamos atrapados en el planeta Tierra, tan colgados en el espacio como nosotros en esta cabina. Lo mismo con el bien y el mal.
Por un instante Clara pensó que estaba presa. Presa de él, más que del ascensor. Otra vez su corazón se puso a retumbar.
En ese momento la luz parpadeó y recobró su intensidad. Los dos se quedaron sorprendidos y mudos, como dos actores a los que empujan a escena de golpe y no recuerdan bien qué deben hacer o decir. Casi al mismo tiempo, con un chirrido áspero, el ascensor empezó a moverse. Los dos se pararon con cautela.
—¿Nos están izando?
—¿O estamos bajando?
La voz del de seguridad reapareció en el interfono. “Ya estamos listos”, dijo, “por razones técnicas van a bajar a tracción la cabina hasta la planta baja”.
—Bueno, se acabó —dijo ella con una sonrisa forzada—. Parece que ya estamos a salvo.
—Nunca corrimos ningún peligro —dijo él sacudiéndose el traje. Entonces vio la pelusa negra en la rodilla y se la quitó.
La vida iba a retomar ahora su rutina. “Me quedé encerrada con un tipo en el ascensor”, iba a contarle ella a sus amigas. “Y tuvimos una conversación.” Dios mío, pensó Clara, realmente avergonzada, ¿por qué habría hablado tanto?
Él no parecía incómodo, pero como si adivinara sus pensamientos le dijo:
—No se preocupe, lo que nos contamos es secreto de confesionario.
A medida que llegaban a la planta baja, empezaron a oírse voces.
—Mis abogados deben estar como locos —dijo él.
Con una suavidad inesperada, la cabina se apoyó al fin sobre su base y las puertas se abrieron.
“Capitán” fue la primera palabra que Clara escuchó. Y después, otra vez, como para que no quedaran dudas, “Capitán, por aquí”, “Capitán, lo esperan”.
Clara se quedó un instante apoyada junto a la puerta del ascensor. Él la buscó con la mirada y, antes de unirse al grupo de abogados, volvió a acercarse a ella:
—Que tenga mucha suerte —le dijo, y después, en voz muy baja—: Recuerde que usted me absolvió.
“Gracias por su visita”, soltó entonces la voz de la cabina con su lógica idiota.

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