06 marzo, 2009

Siri Hustvedt (EE.UU.,1955)


Elegía para un americano (fragmento)



Mi hermana decía que fue «la época de los secretos»,
pero con el tiempo he llegado a la conclusión de que lo importante de aquellos años no era lo que había sino lo que
faltaba. En una ocasión una de mis pacientes dijo: «Tengo
fantasmas que deambulan dentro de mí, pero no siempre
hablan. A veces no tienen nada que decir.» Sarah solía entrecerrar los ojos o mantenerlos casi siempre cerrados porque temía que la luz la cegara. Creo que todos llevamos fantasmas dentro y que es preferible que hablen a que no lo
hagan. Una vez muerto mi padre, ya no pude volver a conversar con él en persona, pero continué haciéndolo en mi
mente. No dejaba de verlo en sueños ni de oír sus palabras.
Sin embargo, lo que habría de mantenerme ocupado durante un largo periodo de mi vida fue lo que nunca nos
dijo, lo que nunca nos contó. Al final resultó que él no era
la única persona que guardaba secretos. Fue el seis de enero,
cuatro días después de su entierro, cuando Inga y yo encontramos la carta en su estudio.
Nos habíamos quedado en Minnesota con nuestra madre para ocuparnos de revisar los papeles de nuestro padre y
ver qué había que conservar y qué había que tirar. Sabíamos de la existencia de unas memorias escritas en sus últimos
años de vida, así como de una caja llena de cartas dirigidas a
sus padres (muchas de ellas enviadas cuando era soldado
en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial), pero
aquel cuarto encerraba otras cosas que nunca habíamos visto. El estudio de mi padre tenía un olor muy particular, diferente al del resto de la casa. Me preguntaba si habrían sido
todos los cigarrillos que había fumado, todo el café que había tomado y todos aquellos círculos que las innumerables
tazas dejaron marcados sobre el escritorio durante más de
cuarenta años lo que había transformado la atmósfera de
aquella habitación hasta producir el inconfundible aroma
que me envolvía cada vez que atravesaba su umbral. Más
adelante vendimos la casa. La compró un dentista que hizo
grandes reformas, pero yo aún veo el estudio de mi padre
con sus paredes cubiertas de libros, sus archivadores, la larga mesa de escritorio que él mismo construyera y, encima
de ésta, el organizador de plástico transparente en el que,
aun así, había etiquetas que había escrito a mano con su letra pequeña pegadas en cada cajoncito: «clips», «pilas para
los audífonos», «llaves del garaje», «gomas de borrar».
El día en que Inga y yo nos pusimos manos a la obra
hacía un tiempo de perros. A través de la ventana, observé
la delgada capa de nieve bajo un cielo acerado. Sentía la
presencia de Inga a mis espaldas y oía su respiración. Nuestra madre, Marit, estaba durmiendo y mi sobrina Sonia leía
un libro acurrucada en un rincón de la casa. Mientras abría
uno de los cajones del archivador tuve la súbita impresión
de estar a punto de saquear la mente de un hombre, de desmantelar su vida entera, y de repente me vino a la memoria
la imagen del cadáver que había tenido que diseccionar en
la facultad. Lo recordé, tendido sobre la mesa y con el pecho abierto de par en par. Uno de mis compañeros de laboratorio, Roger Abbot, lo había bautizado con el nombre de
Tweedledum, Dum Dum, o simplemente Dum. «Erik, fí-
jate en el ventrículo de Dum. Hipertrofia, muchacho.» Durante un segundo imaginé el interior de mi padre con su
pulmón atrofiado y luego recordé cómo me había apretado
la mano con fuerza antes de marcharme de su pequeña habitación en la residencia de ancianos la última vez que lo vi
con vida. De inmediato sentí un gran alivio de sólo pensar
que lo habían incinerado.
El sistema de archivo de Lars Davidsen consistía en un
intrincado código de letras, números y colores que permitía
obtener jerarquías descendentes dentro de una misma categoría. Las notas iniciales estaban subordinadas a los primeros borradores, los primeros borradores a la versión final, y
así sucesivamente. En aquellos cajones no sólo se encontraban los papeles de sus años como profesor y escritor, sino
todos los artículos que había escrito, todas las conferencias
que había dado, los voluminosos apuntes que había tomado y las cartas que había recibido de colegas y amigos durante más de sesenta años. Mi padre había catalogado todas
y cada una de las herramientas que alguna vez colgaron de
la pared del garaje, todos los recibos relacionados con los
seis coches usados que tuvo a lo largo de su vida, todas las
máquinas cortacésped y todos los electrodomésticos. Aqué-
lla era la documentación exhaustiva de una historia larga y
excepcionalmente austera. Descubrimos una lista detallada
de los objetos almacenados en el desván: los patines de los
chicos, la ropa de bebé, agujas y demás elementos para hacer punto. Dentro de una cajita encontré un manojo de llaves al que mi padre había atado un cartelito escrito con su
letra pequeña e impecable: «Llaves desconocidas».
Pasamos días enteros en aquella habitación provistos
de unas enormes bolsas de basura negras en las que tiramos cientos de tarjetas de Navidad, cuadernos de colegio e infinidad de inventarios de cosas que hacía tiempo que no existían. Mi sobrina y mi madre evitaban entrar allí. Sonia
deambulaba por la casa conectada a un walkman, leía a Wallace Stevens y se sumía en ese sueño profundo en el que con
tanta facilidad suelen caer los adolescentes. De vez en cuando entraba, venía hacia nosotros, daba unas palmaditas en
la espalda a su madre o la rodeaba con sus brazos largos y
delgados como muestra de su silencioso apoyo y luego se
marchaba flotando. El padre de Sonia había muerto hacía
cinco años y desde entonces yo sentía una gran preocupación por ella. La recuerdo de pie en el pasillo del hospital,
delante de la habitación de su padre, apoyada muy rígida
contra la pared, con el rostro extrañamente impasible y tan
pálido que de inmediato me hizo pensar en el color de los
huesos. Sé que Inga intentó ocultar su dolor a Sonia y que,
cuando su hija estaba en el colegio, mi hermana ponía la
música a todo volumen, se tiraba al suelo y se hartaba de
llorar. Pero ni Inga ni yo vimos sollozar jamás a Sonia. Tres
años después, la mañana del 11 de septiembre de 2001, mi
hermana y su hija se hallaron de pronto corriendo junto a
cientos de personas hacia el norte de la ciudad, tras salir huyendo del Instituto de Enseñanza Secundaria Stuyvesant
donde estudiaba Sonia. Se encontraban apenas a unas manzanas de las torres en llamas. Más tarde me enteraría de
todo lo que Sonia había visto desde la ventana de su instituto. Aquella mañana, desde mi casa de Brooklyn yo sólo alcancé a divisar humo.
Si no estaba descansando, nuestra madre solía deambular de una habitación a otra como una sonámbula. Su andar, decidido y ligero al mismo tiempo, no se había hecho
más torpe con los años, pero sí más lento. Se acercaba a ver
cómo estábamos, a ofrecernos algo de comer, pero nunca traspasaba el umbral. Aquel cuarto debía de recordarle los
últimos años de mi padre, quien tuvo un enfisema que fue
empeorando con el paso del tiempo y limitando su mundo
poco a poco. Al final de su vida apenas podía andar y casi
no salía de aquel estudio de cinco metros por cuatro. Antes
de morir, había separado los papeles que consideraba más
importantes y los había colocado en unas cajas alineadas
junto a su escritorio. Fue en una de esas cajas donde Inga
encontró las cartas de las mujeres con las que mi padre había salido antes de conocer a mi madre. Las leí todas. Era
un trío de amores prematrimoniales (Margaret, June y Lenore). Las tres le habían escrito unas cartas amables, aunque no demasiado entusiastas, en las que solían despedirse
con apenas un «con cariño», «cariñosamente» o «hasta la
próxima».
Cuando encontró los paquetes de cartas, a Inga empezaron a temblarle las manos. Yo estaba acostumbrado a ver
aquel temblor desde que éramos niños y sabía que no se debía a ninguna dolencia sino, como solía decir mi hermana,
a su cableado interior. Nunca sabía cuándo le sobrevendría
un ataque. Yo la había visto dar conferencias en público
con las manos totalmente relajadas y también dar otras en
las que le temblaban de tal forma que tenía que ocultarlas
detrás de la espalda. Después de sacar los tres paquetes de
cartas de aquellas mujeres que una vez mi padre había deseado y perdido, Margaret, June y Lenore, Inga encontró
una hoja suelta en el fondo de la caja. Durante un instante
la observó con expresión de desconcierto y luego, sin decir
palabra, me la entregó.
La carta estaba fechada el 27 de junio de 1937. Bajo la
fecha, con letra grande e infantil, se leía: «Querido Lars: Sé
que nunca vas a contar lo que sucedió. Lo juramos sobre la
BIBLIA. Ya no importa, ni a ella que está en el cielo, ni tampoco a los que están en la tierra. Confío en tu promesa.
Lisa.»
–Quería que la encontrásemos –dijo Inga–. Si no, la
hubiese roto. Ya has visto que en los diarios que te enseñé
había arrancado algunas páginas. –Hizo una pausa–. ¿Has
oído hablar de Lisa alguna vez?
–No –dije–. Podemos preguntarle a mamá.
Inga me contestó en noruego, como si hablar de nuestra madre requiriese utilizar su lengua materna:
–Nei, Jei vil ikke forstyrre henne med dette. (No, yo no la
molestaría con algo así.) Siempre me ha dado la impresión
–continuó diciendo– de que había ciertas cosas que papá
no le decía a mamá ni a nosotros, sobre todo las relacionadas con su infancia. En esa fecha tenía quince años. Creo
que para entonces ya habían perdido las dieciséis hectáreas
de tierra que tenía la granja y, si no me equivoco, al año siguiente fue cuando el abuelo se enteró de que su hermano
David había muerto. –Mi hermana bajó la mirada a la hoja
de papel amarillento–. «Ya no importa, ni a ella que está en
el cielo ni tampoco a los que están en la tierra.» Alguien
murió. –Tragó saliva con fuerza–. Pobre papá, tuvo que jurar sobre la Biblia.
Después de que Inga, Sonia y yo enviáramos por correo
once cajas de papeles a la ciudad de Nueva York, la mayor
parte a mi casa de Brooklyn, y de que regresáramos a nuestras respectivas vidas, me encontraba un domingo por la
tarde en mi estudio, sentado delante de mi escritorio, sobre
el que tenía las memorias y las cartas de mi padre así como
un pequeño diario suyo encuadernado en cuero, cuando
me acordé de algo que Auguste Comte había escrito sobre
el cerebro. Él lo había descrito como «un sistema mediante el cual los muertos actúan sobre los vivos». La primera vez
que tuve el cerebro de Dum en mis manos, lo primero que
me sorprendió fue su peso y luego algo que había preferido
ignorar hasta ese momento: la idea de que aquello que tenía
delante había sido una vez un hombre vivo, un septuagenario bajo y fornido que había fallecido de un ataque al corazón. Cuando estaba vivo, pensé, todo su mundo estaba en
ese cerebro: las imágenes y palabras que guardaba dentro de
sí, sus recuerdos de los vivos y de los muertos.
Quizás unos treinta segundos después miré por la ventana y ésa fue la primera vez que vi a Miranda y a Eglantine.
En ese momento cruzaban la calle con el agente inmobiliario y me di cuenta de que eran unas posibles inquilinas para
la planta baja de mi casa. Las dos mujeres que vivían en el
apartamento que daba al jardín se iban a mudar a una casa
más amplia en Nueva Jersey, así que tuve que ponerlo otra
vez en alquiler. Me daba la impresión de que la casa se había
agrandado después de mi divorcio. Genie ocupaba un
montón de espacio cuando vivía conmigo, al igual que Elmer, su spaniel; Rufus, su loro; y Carlyle, su gato; todos necesitados también de un territorio propio. Durante una
época tuvimos incluso peces. Después de que Genie me dejase, atiborré los tres pisos de la casa de libros: miles de volúmenes de los que me resultaba imposible separarme. En
alguna ocasión mi ex mujer se había referido a nuestra casa con resentimiento, llamándola el Librarium. Yo había
comprado aquella vivienda de piedra rojiza antes de casarme, como el capricho de un hombre supuestamente habilidoso con las manos. Por eso no he dejado de trabajar en ella
desde que la compré. Heredé de mi padre la pasión por la
carpintería. Él fue quien me enseñó a hacer y a reparar casi
todo. Pasé años arrinconado en una parte de la casa mientras trabajaba esporádicamente en el resto. Las exigencias del ejercicio de mi profesión redujeron mi tiempo libre
prácticamente a cero, y ésa fue una de las razones que me
llevaron a engrosar esa gran legión que puebla el mundo occidental conocida como «los divorciados».
La mujer joven y la niña se detuvieron en la acera junto a Laney Buscovich, de la Inmobiliaria Homer. No veía
la cara de la mujer, pero noté que tenía un bonito porte.
Llevaba el pelo muy corto. Incluso desde lejos me gustó su
cuello fino, y aunque llevaba un abrigo largo, la curva de
la tela por encima de sus pechos hizo que repentinamente me la imaginase desnuda y me excitase. La soledad sexual en la que estaba sumido, y que durante un tiempo me
había hecho entregarme a los placeres voyeuristas de los
canales porno de la televisión por cable, se había intensificado tras el funeral de mi padre, creciendo en mi interior
como una fuerte tormenta. Aquella explosión de libido
post mórtem hizo que me sintiera como si hubiese retrocedido a mi etapa de adolescente baboso y onanista; el rey
de las pajas alto, esmirriado y medio calvo del Instituto
Blooming Field.
Para quitarme aquella fantasía de la cabeza, dirigí la mirada hacia la niña. Era una cría alta y flaca que iba enfundada en un grueso abrigo violeta. Había trepado el muro de la
entrada e intentaba mantener el equilibrio estirando hacia
delante una de sus piernas delgaduchas. Debajo del abrigo
llevaba algo parecido a un tutú, un chisme de gasa y tules
color rosa y unos gruesos leotardos negros dados de sí a la
altura de las rodillas. Pero lo más sorprendente de aquella
niña era su pelo, una maraña de suaves bucles castaños que
enmarcaban su rostro como un enorme halo. La piel de
la madre era más oscura que la de la niña. Concluí que si
eran madre e hija, el padre de la cría tenía que ser blanco.
Se me cortó la respiración cuando la vi bajar de un salto desde
el muro a la acera, pero aterrizó suavemente, con una leve
flexión de rodillas. Igual que Campanilla, pensé.
Lo que más me sorprende cada vez que pienso en mi infancia es lo pequeña que era la casa donde vivíamos, escribió mi
padre. En la planta baja había una cocina, un salón y un dormitorio que ocupaban una superficie de unos 14 metros cuadrados. El segundo piso tenía la misma superficie y estaba dividido en dos altillos que utilizábamos como dormitorios. No
había cuarto de baño dentro de la casa. Ni tampoco agua corriente. Había que salir a una caseta donde estaba el excusado
y, junto a ésta, se encontraba la bomba de agua que se accionaba manualmente. Ambas instalaciones quedaban a unos 20
metros de la casa. Para obtener agua caliente la poníamos en
una olla al fuego o la sacábamos del tanque que estaba conectado a la cocina de leña. A diferencia de otras granjas mejor
equipadas, la nuestra no contaba con una cisterna subterránea
para almacenar agua de lluvia, pero teníamos un enorme depó-
sito de metal para recogerla durante el verano. En invierno la
obteníamos derritiendo nieve. Nos iluminábamos con lámparas de keroseno. Aunque el tendido eléctrico de las zonas rurales
comenzó en la década de 1930, nosotros no nos «enganchamos»
hasta 1949. No teníamos una caldera central para calentar la
casa. La cocina se mantenía caldeada gracias al fogón de leña y
el salón mediante una estufa. Salvo por las contraventanas, la
casa no contaba con ningún tipo de aislamiento. Sólo si hacía
mucho frío se dejaba el fuego de la estufa encendido toda la noche. Si quedaba un poco de agua en la tetera, a la mañana siguiente solía amanecer congelada. Mi padre era el primero en
levantarse y encendía el fuego para que la casa no estuviese tan
helada cuando los demás abandonásemos la cama. Aun así,
siempre nos vestíamos tiritando y todos nos apiñábamos alrededor de la estufa. Un invierno, a principios de la década de 1930, nos quedamos sin leña. Lo cierto es que no podía decirse
que hubiéramos almacenado demasiada. Si uno se ve obligado
a usar leña verde, la mejor es la de arce y la de fresno.
Mientras leía esperaba encontrar alguna mención a
Lisa, pero no apareció ninguna. El texto de mi padre trataba sobre cómo apilar mejor «una buena carga de leña»,
cómo salir a arar con Belle y Maud, las yeguas que tenían en
la granja, o limpiar los campos de las temidas malas hierbas
como el cardo canadiense y demás maleza, o sobre otras tareas de campo: cría y cruce de animales; siembra, cultivo y
recolección del maíz; siega y recolección del heno; trillado
y almacenado del grano; llenado de silos y caza de ardillas.
Cuando era niño, mi padre hacía su dinerito matando ardillas, pero la perspectiva que dan los años le permitía referirse a aquel oficio con cierto humor. Uno de los párrafos comenzaba diciendo: Si usted no está interesado en las ardillas
ni en cómo cazarlas, pase al párrafo siguiente.
Todas las memorias están plagadas de huecos. Es obvio que resulta imposible relatar ciertas historias sin sentir
dolor ni causarlo a otros y que en una autobiografía siempre se pueden cuestionar muchos aspectos de su enfoque,
del concepto que el autor tiene de sí mismo y constatar alguna expresión reprimida o la mentira más descarada. Por
eso no me sorprendió ver que en sus memorias no apareciera aquella misteriosa Lisa que había obligado a mi padre
a jurar que mantendría un secreto. Yo era consciente de
que había muchas cosas que yo tampoco contaría si tuviese
que escribir mi propia historia. Lars Davidsen había sido
un hombre de una honradez cabal y de una gran sensibilidad, pero Inga tenía razón respecto a su juventud. Siempre
mantuvo oculta gran parte de aquella época. Entre Lo cierto es que no podía decirse que hubiéramos almacenado demassiada y la mejor es la de arce y la de fresno había toda una
historia sin contar.
Me llevó años comprender que, aunque mis abuelos habían sido siempre pobres, la Gran Depresión había acabado
por arruinarlos por completo. La casita minúscula y humilde descrita por mi padre aún sigue en pie y las ocho hectá-
reas restantes que una vez conformaron la granja las tiene
arrendadas hoy en día otro granjero que posee varios cientos. Mi padre nunca se desprendió de aquello. Cuando vio
que su enfermedad avanzaba, decidió por voluntad propia
vender la casa donde había vivido con mi madre y con nosotros, un lugar encantador construido en parte con madera
de árboles que él mismo había cortado, pero la granja de su
niñez me la dio a mí, su hijo, el médico renegado, el psiquiatra y psicoanalista que vive en la ciudad de Nueva York.
Mi abuelo casi no abría la boca cuando lo conocí. Se
pasaba el día en el saloncito sentado en un sillón frente a la
estufa de leña. Junto a su butaca había una mesita destartalada con un cenicero. Cuando era joven aquel objeto me resultaba tan bochornoso que no podía dejar de fascinarme.
Era un retrete en miniatura de color negro con la tapa dorada. El único retrete que tuvieron mis abuelos en toda su
vida. Aquella casa olía siempre a humedad, menos en invierno, que olía a leña quemada. Casi nunca subíamos al
piso superior, pero no porque nadie nos dijese que no lo hiciéramos. Los estrechos escalones conducían a tres cuartitos
diminutos, uno de los cuales era el de mi abuelo. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero yo no tendría más de
ocho años. Me escabullí escaleras arriba y entré en el cuarto
de mi abuelo. Por el ventanuco entraba una luz muy pálida
y me quedé un rato mirando las motas de polvo que danzaban en el aire. Me fijé en la estrecha cama, en las altas pilas de periódicos amarillentos, en el papel de la pared hecho jirones, en algunos libros polvorientos que descansaban sobre un desvencijado tocador, en las petacas, en la ropa
amontonada en un rincón, y me invadió una especie de turbación. Supongo que durante un instante vislumbré la solitaria existencia de aquel hombre y la sensación de algo perdido, aunque no sabía bien qué. En medio de ese recuerdo
oigo que mi madre llega por detrás de mí y me dice que no
debería estar allí. A mí me parecía que mi madre lo sabía
todo, que era capaz de percibir cosas invisibles para los demás mortales. No había un tono de disgusto en su voz, pero
supongo que fue su reproche lo que convirtió aquel hecho
en memorable. Hizo que me preguntara si no habría algo en
aquel cuarto que yo no tendría que haber visto.
Mi abuelo era amable con nosotros y a mí me gustaban
sus manos, incluso la derecha, a la que le faltaban tres dedos
que una sierra mecánica se había llevado por delante en
1921. Solía estirar el brazo y darme palmaditas en la espalda o simplemente apoyar la mano en mi hombro durante
un rato y luego la retiraba para volver a coger su periódico y
su escupidera, una lata de café que decía «Folgers». Sus padres eran inmigrantes y tuvieron ocho hijos: Anna, Brita,
Solveig, Ingeborg, otra Ingeborg, David, Ivar (mi abuelo) y
Olaf. Anna y Brita vivieron hasta la edad adulta, aunque ya
habían muerto cuando yo nací. Solveig murió de tuberculosis en 1907. La primera de las Ingeborg murió el 19 de
agosto de 1884. Tenía dieciséis meses. Nuestro padre nos
contó que Ingeborg murió poco después de nacer y que era tan
diminuta que usaron una caja de puros como ataúd. Nuestro
padre debió de haber mezclado el recuerdo de la muerte de Ingeborg con alguna otra historia que se contaba en la comarca.
La segunda Ingeborg también tuvo tuberculosis, pasó una
larga temporada en el sanatorio de Mineral Springs y logró
recuperarse. David contrajo la tuberculosis en 1925. Pasó todo el año 1926 en el sanatorio. Cuando se curó, desapareció. No volvieron a saber de él hasta 1936 y, para entonces, ya estaba muerto. Olaf murió de tuberculosis en 1914.
Hermanos fantasmas.
Mi abuela, que también era hija de inmigrantes noruegos, había crecido junto a dos hermanos rebosantes de salud y había heredado dinero de su padre. Era totalmente diferente a su marido. Era un torbellino y yo era su nieto
preferido. Llegar a su casa era todo un ritual para mí. Siempre abría de golpe la puerta con mosquitera, entraba corriendo y gritaba: «¡Abuela, mi espada!» Aquélla era la clave
para que ella abriera el armario de la cocina y sacara un palo
en el que mi tío había atravesado una especie de guardamanos a modo de empuñadura. Nada más sacarlo, siempre le
entraba la risa y soltaba tales carcajadas que acababa dándole un ataque de tos. Era gorda, pero fortachona, una mujer
capaz de cargar con pesados cubos de agua y con un montón de manzanas en el regazo de su falda, que pelaba patatas
blandiendo el pequeño cuchillo con gesto decidido y que
daba igual lo que cocinase, siempre lo pasaba de cocción.
Era una mujer temperamental que tenía días alegres, dicharacheros, en los que contaba cientos de historias, y días melancólicos, en los que refunfuñaba por lo bajo o se ponía a
farfullar y a decir cosas ininteligibles sobre los banqueros,
los ricos y muchos otros a los que acusaba de sinvergüenzas
y criminales. En sus peores días solía repetir una frase tremenda: «Nunca debería haberme casado con Ivar.» Cuando mi abuela empezaba a despotricar contra todo, mi padre
se ponía tenso, mi abuelo se quedaba callado, mi madre recurría al humor y a la negociación e Inga, que siempre fue
muy sensible a los más mínimos cambios de humor y cuyo
rostro se contraía de dolor al más leve indicio de conflicto,
se venía abajo. Cada vez que alguien alzaba un poco la voz, la contradecía, contestaba mal o usaba un tono de voz irritado era como si le clavaran alfileres. Tensaba un rictus en
la boca y los ojos se le llenaban de lágrimas. Recuerdo que
por aquella época hubo muchos momentos en los que me
hubiera gustado que fuera un poquito más fuerte.
A pesar de los ocasionales berrinches de mi abuela, nos
encantaba ir allí, al lugar al que mi padre llamaba «nuestro
hogar», sobre todo en verano, cuando las amplias praderas
cubiertas de maizales se perdían en el horizonte. En una
parte de nuestro territorio de juego había un tractor herrumbroso y medio cubierto de malas hierbas, un Modelo
A que yacía aparcado allí de por vida, así como la vieja
bomba de agua y los cimientos de piedra de un antiguo granero. A no ser por el sonido del viento entre la hierba alta
de los pastizales y los árboles, el trino de los pájaros y el motor de algún coche que pasaba de vez en cuando por la carretera, allí no se oía ruido alguno. Nunca se me ocurrió
pensar, ni por un momento, que aquel mundo de mis abuelos en el que mi hermana y yo estábamos siempre trepando,
corriendo e inventando historias sobre náufragos huerfanitos y desamparados en tierras lejanas, era el mundo de una
segunda generación de emigrantes que también parecía haberse detenido en el tiempo. Ahora me doy cuenta de que
aquel lugar es como una cicatriz que se ha formado sobre
una vieja herida. Puede parecer extraña esta insistencia del
ser humano en revivir situaciones dolorosas, pero he acabado por constatar su certeza. Lo que fue nunca nos abandona. Cuando mi bisabuelo Olaf Davidsen, el menor de seis
hijos varones, dejó la pequeña granja enclavada en lo alto
de una montaña en Voss, Noruega, la primavera de 1868,
ya sabía hablar inglés y alemán, y tenía el título de maestro.
Escribía poesía. Mi abuelo sólo acabaría el quinto curso de
enseñanza primaria.




The Sorrows of an American (Henry Holt and Company, Nueva York, 2008).
 Elegía para un americano( EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., Barcelona, 2009).
* Traducción de Cecilia Cerian

Siri Hustvedt es una novelista, ensayista y poeta. Nace el 19 de febrero de 1955 en Northfield, Minnesota, Estados Unidos de América, de padres noruegos.
Realizó sus estudios de licenciatura en St. Olaf College (Historia) y su doctorado en la Universidad de Columbia (Inglés). Su tesis doctoral es acerca de la obra de Charles Dickens y se titula "Figures of Dust. A Reading of 'Our Mutual Friend'".
Hustvedt se ha destacado principalmente como novelista pero también ha publicado un libro de poesía, al igual que cuentos y ensayos interdisciplinarios en The Art of the Essay 1999, Best American Short Stories 1990 y 1991, The Paris Review, The Yale Review y la revista Modern Painters, entre otros.
Vive en Brooklyn, Nueva York, con su marido el también novelista Paul Auster y la hija que tienen en común.


The Blindfold (Los ojos vendados) (1992)
The Enchantment of Lily Dahl (El hechizo de Lily Dahl) (1996)
What I Loved (Todo cuanto amé) (2003)
The Sorrows of an American (Elegía para un americano) (2009)
The Summer Without Men (El verano sin hombres) (2011)
Reading to You (1983) / Leer para ti (Bartleby Editores, Madrid, 2007)
Yonder (En lontananza) (1998)
Mysteries of the Rectangle: Essays on Painting (Los misterios del rectángulo) (2005)
A Plea for Eros (Una súplica para Eros) (2005)
The Shaking Woman or A History of My Nerves (La mujer temblorosa o la historia de mis nervios) (2009)

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