La cámara oculta
La dirección que figuraba en los diarios correspondía a la entrada de una sala de espectáculos a la que esa mañana, desde mucho antes de que dieran las nueve, resultó imposible acercarse. La sólida cadena humana que nacía en la puerta cerrada del teatro y -por estricto orden de llegada- prometía rodear la manzana era rigurosamente defendida por sus integrantes como si en la ventaja de ser los primeros residiera una parte de la conquista, una mayor proximidad con el botín.
Vista desde afuera, quizás desde lejos, la ambición de formar parte de algo que parecía oculto en el interior de aquel teatro impresionaba como el único elemento común de esa hilera. Su variedad de ejemplares, en cambio, de vestimentas, edades, pelajes, equipamientos y estilos reformulaba el misterio: ¿detrás de qué promesa terrenal podrían marchar juntos ese joven practicando el oboe con el pantalón tres veces roto en la rodilla y una mujer cargando sobre su cara maquillaje en cantidad suficiente como para revocar una pared? ¿Qué destino común podrían estar persiguiendo ese viejo rebuscado con las uñas pintadas de verde y la criatura de cinco, tal vez seis años que tironeaba la pollera de su madre -tal vez tía o abuela- y reclamaba ayuda para aliviar el dolor de sus piernas exasperadas de aburrimiento y cansancio?
Los hablan citado a las nueve y allí estaban. Desde antes, mucho antes. La convocatoria habla sido para todos a la misma hora y en el mismo sitio: para chicos desde cinco años y actores en general. Para estudiantes de arte escénico y escenógrafos. Para intérpretes de cualquier instrumento, cantantes y bailarines.
A las once se abrieron las puertas del teatro y asomaron tres mujeres. Eran muy jóvenes, usaban jeans y unas remeras blancas con palabras en inglés. "The sound of music", decían. Lo mismo que podía leerse en el frente de unos gorros con visera que las promotoras también exhibían, en franca identificación con la empresa norteamericana que acababa de contratarlas.
Congeladas en una sonrisa, escondidas cada una en la inmovilidad de ese gesto que las volvería imperturbables a la hora de enfrentar cualquier reclamo, lo primero que hicieron las tres chicas al salir del teatro fue detectar a los bailarines diseminados en la cola y repartirles papeles: por un lado, un número y una ficha de inscripción; por otro, una serie de instrucciones para que se presentaran al casting, pero la semana siguiente.
Después continuaron por los cantantes a los que también repartieron lo suyo e invitaron a retirarse hasta el día previsto para ellos. Lo mismo hicieron con los músicos y los actores. Los estudiantes y los escenógrafos. Dejaron para el final a los chicos y les sirvieron un lunch. Les entregaron un número y una ficha para que completaran en ese mismo instante (rosa para las mujeres, celeste para los varones) y les informaron que en no más de una hora comenzarla la prueba.
A punto de cumplirse el plazo llamaron a los primeros veinte postulantes y -separados de los adultos, a quienes replegaron en un pasillo- los condujeron a la sala principal del teatro. Allí los esperaba un experto animador de actividades infantiles al que la producción habla contratado especialmente para ayudar a los menores en el trance. Fue él quien los animó a subir al escenario y los acomodó según edad y estatura. Fue él quien los instó a que bailaran despreocupados y sueltos, al compás de los distintos ritmos que escucharan y sin prestar atención a las caras de esas personas que -entre afables y extrañas los estarían evaluando desde la platea.
Fue él quien acompañó a los primeros descalificados a que se reencontraran con sus familiares y él mismo quien después alentó a cada uno de los que habían superado la instancia del baile para . que se presentaran con alguna canción, imitación o recitado otra vez ante sus jueces.
La primera etapa de la selección terminó a las nueve de la noche cuando, de veinte en veinte, los ochocientos chicos de cinco a diecisiete años que se hablan presentado al casting tuvieron su oportunidad de probarse.
El resultado de esa jornada arrojó un total de ciento setenta y dos preseleccionados, ochenta de ellos mujeres, entre las cuales estaba Tamara Romina Luna: ojos grandes, marrones, siete años, buen ritmo. Ella, al igual que los otros, tendría que volver la semana siguiente con un breve libreto estudiado y la renovada esperanza de ser elegida para integrar un elenco. Pero no cualquier elenco -repetiría su madre mientras la ilusión no se hubiera desvanecido- el elenco de una superproducción. El de una gran comedia musical basada en una vieja película: La novicia rebelde.
Ahora, a casi seis años de ese día ya disuelto, Tamara termina una carta y la mete en un sobre. Es de noche. Corta por el medio una foto y distribuye las dos partes de acuerdo con su plan. Guarda el sobre en su mochila y se cerciora del resto: agrega el celular apagado de su padre y elige la ropa que se va a poner a la mañana. Se acuesta.
Vista desde afuera, quizás desde lejos, la ambición de formar parte de algo que parecía oculto en el interior de aquel teatro impresionaba como el único elemento común de esa hilera. Su variedad de ejemplares, en cambio, de vestimentas, edades, pelajes, equipamientos y estilos reformulaba el misterio: ¿detrás de qué promesa terrenal podrían marchar juntos ese joven practicando el oboe con el pantalón tres veces roto en la rodilla y una mujer cargando sobre su cara maquillaje en cantidad suficiente como para revocar una pared? ¿Qué destino común podrían estar persiguiendo ese viejo rebuscado con las uñas pintadas de verde y la criatura de cinco, tal vez seis años que tironeaba la pollera de su madre -tal vez tía o abuela- y reclamaba ayuda para aliviar el dolor de sus piernas exasperadas de aburrimiento y cansancio?
Los hablan citado a las nueve y allí estaban. Desde antes, mucho antes. La convocatoria habla sido para todos a la misma hora y en el mismo sitio: para chicos desde cinco años y actores en general. Para estudiantes de arte escénico y escenógrafos. Para intérpretes de cualquier instrumento, cantantes y bailarines.
A las once se abrieron las puertas del teatro y asomaron tres mujeres. Eran muy jóvenes, usaban jeans y unas remeras blancas con palabras en inglés. "The sound of music", decían. Lo mismo que podía leerse en el frente de unos gorros con visera que las promotoras también exhibían, en franca identificación con la empresa norteamericana que acababa de contratarlas.
Congeladas en una sonrisa, escondidas cada una en la inmovilidad de ese gesto que las volvería imperturbables a la hora de enfrentar cualquier reclamo, lo primero que hicieron las tres chicas al salir del teatro fue detectar a los bailarines diseminados en la cola y repartirles papeles: por un lado, un número y una ficha de inscripción; por otro, una serie de instrucciones para que se presentaran al casting, pero la semana siguiente.
Después continuaron por los cantantes a los que también repartieron lo suyo e invitaron a retirarse hasta el día previsto para ellos. Lo mismo hicieron con los músicos y los actores. Los estudiantes y los escenógrafos. Dejaron para el final a los chicos y les sirvieron un lunch. Les entregaron un número y una ficha para que completaran en ese mismo instante (rosa para las mujeres, celeste para los varones) y les informaron que en no más de una hora comenzarla la prueba.
A punto de cumplirse el plazo llamaron a los primeros veinte postulantes y -separados de los adultos, a quienes replegaron en un pasillo- los condujeron a la sala principal del teatro. Allí los esperaba un experto animador de actividades infantiles al que la producción habla contratado especialmente para ayudar a los menores en el trance. Fue él quien los animó a subir al escenario y los acomodó según edad y estatura. Fue él quien los instó a que bailaran despreocupados y sueltos, al compás de los distintos ritmos que escucharan y sin prestar atención a las caras de esas personas que -entre afables y extrañas los estarían evaluando desde la platea.
Fue él quien acompañó a los primeros descalificados a que se reencontraran con sus familiares y él mismo quien después alentó a cada uno de los que habían superado la instancia del baile para . que se presentaran con alguna canción, imitación o recitado otra vez ante sus jueces.
La primera etapa de la selección terminó a las nueve de la noche cuando, de veinte en veinte, los ochocientos chicos de cinco a diecisiete años que se hablan presentado al casting tuvieron su oportunidad de probarse.
El resultado de esa jornada arrojó un total de ciento setenta y dos preseleccionados, ochenta de ellos mujeres, entre las cuales estaba Tamara Romina Luna: ojos grandes, marrones, siete años, buen ritmo. Ella, al igual que los otros, tendría que volver la semana siguiente con un breve libreto estudiado y la renovada esperanza de ser elegida para integrar un elenco. Pero no cualquier elenco -repetiría su madre mientras la ilusión no se hubiera desvanecido- el elenco de una superproducción. El de una gran comedia musical basada en una vieja película: La novicia rebelde.
Ahora, a casi seis años de ese día ya disuelto, Tamara termina una carta y la mete en un sobre. Es de noche. Corta por el medio una foto y distribuye las dos partes de acuerdo con su plan. Guarda el sobre en su mochila y se cerciora del resto: agrega el celular apagado de su padre y elige la ropa que se va a poner a la mañana. Se acuesta.
de La cámara oculta. Buenos Aires, Alfaguara, 2003.
El monumento encantado
Era verano.
Cuando llegaron a la plaza las máximas autoridades con una corona de flores para rendir homenaje “al luchador incansable", se encontraron con que el monumento ya estaba así: encantado (encantado de estar como estaba).
-¡Oh no! -dijo el primero de la comitiva señalando el monumento con su dedo índice. Y con mirada inteligente y febril ensayó esta importante declaración: "¡Qué barbaridad!".
Los ojos de sus acompañantes apuntaron hacia el lugar señalado por el dedo, y las bocas se abrieron sorprendidas al comprobar que: de la punta de la espada del luchador incansable colgaba un toallón, a lunares; su cabeza estaba coronada por un sombrero de paja; las orejas, tapadas por los auriculares de un walkman; y su mano de agarrar la rienda sostenía también un tubo de bronceador.
Al observar además que: las patas delanteras del caballo (del caballo del monumento al luchador incansable) tenían ojotas en vez de herraduras y en el lugar de la montura, un flotador.
Horrorizadas, las máximas autoridades depositaron la corona donde estaba previsto. Pero decidieron de inmediato tomar cartas en el asunto (cartas de truco).
Primero, entonaron el himno. Enojadísimos.
Después, uno leyó un discurso. Aburridísimo.
Y por último, llamaron al guardián de la plaza para que diera explicaciones y el muy bribón se fue al mazo.
En menos de una hora las cámaras de televisión se hicieron presentes en el lugar de los hechos y empezaron a registrar estas imágenes:
1) alrededor del monumento encantado (encantado de conocerlos y de salir en televisión) se hacía un cordón de policías y bomberos que impedían el acceso al luchador incansable montado sobre su caballo;
2) las hamacas, toboganes y trapecios de la plaza estaban totalmente vacíos mientras que chicos y grandes se amontonaban a ver;
3) conforme se acercaba el mediodía, el calor empezaba a volverse insoportable y la fuente del parque apenas tiraba agua para mojar las cabezas de los más chiquitos.
Fue entonces cuando las máximas autoridades decidieron retirarse. Porque, dijo un representante, "más vale huir derrotados pero con la corbata puesta, que frescos pero en musculosa".
Y fue a partir de ese momento que las horas empezaron a transcurrir sin mayores novedades.
Los periodistas y camarógrafos se tiraron a esperar los acontecimientos en el pasto.
Los curiosos se acomodaron arriba y abajo de los árboles.
El guardián de la plaza se fue a dormir.
Y los policías del cordón, de uno en uno, empezaron a abanicarse con las gorras.
Hasta que llegó el turno de los bomberos.
Conocedores del fuego como sólo ellos lo eran, sintieron que sus mejillas ardían y respondieron a la alarma.
Desenrollaron las mangueras de las autobombas. Estiraron las escaleras todo lo que fue posible. Subieron con las mangueras hasta lo más alto y apuntaron con valor hacia el cielo, dispuestos a apagar el sol.
Un diluvio de agua fresca empezó a caer sobre la plaza inundando la calesita, llenando los baldes, dejando la arena lisa y lista para hacer castillos, provocando una catarata desde el tobogán y salpicando al monumento encantado (encantado de pegarse semejante baño).
Ahí fue cuando las cámaras de televisión volvieron a encenderse y registraron las siguientes imágenes:
1) los bomberos cumpliendo con el deber;
2) los policías llenando sus gorras con agua;
3) los curiosos practicando nataci0n en los charcos;
4) el guardián de la plaza rascándose la cabeza,
5) el luchador incansable riéndose a carcajadas a punto de resbalarse del caballo.
Las cosas siguieron así un buen rato. Hasta que se hizo de noche y, muertos de cansancio, cada cual volvió a su casa.
La plaza quedó hecha un desierto. Completamente vacía.
Vacía y oscura porque las máximas autoridades decidieron no encender los farolitos en señal de castigo por el jolgorio.
El monumento encantado (encantado de que las luces estuvieran apagadas para que no se llenara de bichos) se aflojó un poco de tantas tensiones.
Dio una palmadita a su caballo, le desató el rodete que tenía en la cola y cerró los ojos para dormir. Y es que, aunque cueste creerlo, hasta el luchador más incansable cada tanto necesita vacaciones.
Cuando llegaron a la plaza las máximas autoridades con una corona de flores para rendir homenaje “al luchador incansable", se encontraron con que el monumento ya estaba así: encantado (encantado de estar como estaba).
-¡Oh no! -dijo el primero de la comitiva señalando el monumento con su dedo índice. Y con mirada inteligente y febril ensayó esta importante declaración: "¡Qué barbaridad!".
Los ojos de sus acompañantes apuntaron hacia el lugar señalado por el dedo, y las bocas se abrieron sorprendidas al comprobar que: de la punta de la espada del luchador incansable colgaba un toallón, a lunares; su cabeza estaba coronada por un sombrero de paja; las orejas, tapadas por los auriculares de un walkman; y su mano de agarrar la rienda sostenía también un tubo de bronceador.
Al observar además que: las patas delanteras del caballo (del caballo del monumento al luchador incansable) tenían ojotas en vez de herraduras y en el lugar de la montura, un flotador.
Horrorizadas, las máximas autoridades depositaron la corona donde estaba previsto. Pero decidieron de inmediato tomar cartas en el asunto (cartas de truco).
Primero, entonaron el himno. Enojadísimos.
Después, uno leyó un discurso. Aburridísimo.
Y por último, llamaron al guardián de la plaza para que diera explicaciones y el muy bribón se fue al mazo.
En menos de una hora las cámaras de televisión se hicieron presentes en el lugar de los hechos y empezaron a registrar estas imágenes:
1) alrededor del monumento encantado (encantado de conocerlos y de salir en televisión) se hacía un cordón de policías y bomberos que impedían el acceso al luchador incansable montado sobre su caballo;
2) las hamacas, toboganes y trapecios de la plaza estaban totalmente vacíos mientras que chicos y grandes se amontonaban a ver;
3) conforme se acercaba el mediodía, el calor empezaba a volverse insoportable y la fuente del parque apenas tiraba agua para mojar las cabezas de los más chiquitos.
Fue entonces cuando las máximas autoridades decidieron retirarse. Porque, dijo un representante, "más vale huir derrotados pero con la corbata puesta, que frescos pero en musculosa".
Y fue a partir de ese momento que las horas empezaron a transcurrir sin mayores novedades.
Los periodistas y camarógrafos se tiraron a esperar los acontecimientos en el pasto.
Los curiosos se acomodaron arriba y abajo de los árboles.
El guardián de la plaza se fue a dormir.
Y los policías del cordón, de uno en uno, empezaron a abanicarse con las gorras.
Hasta que llegó el turno de los bomberos.
Conocedores del fuego como sólo ellos lo eran, sintieron que sus mejillas ardían y respondieron a la alarma.
Desenrollaron las mangueras de las autobombas. Estiraron las escaleras todo lo que fue posible. Subieron con las mangueras hasta lo más alto y apuntaron con valor hacia el cielo, dispuestos a apagar el sol.
Un diluvio de agua fresca empezó a caer sobre la plaza inundando la calesita, llenando los baldes, dejando la arena lisa y lista para hacer castillos, provocando una catarata desde el tobogán y salpicando al monumento encantado (encantado de pegarse semejante baño).
Ahí fue cuando las cámaras de televisión volvieron a encenderse y registraron las siguientes imágenes:
1) los bomberos cumpliendo con el deber;
2) los policías llenando sus gorras con agua;
3) los curiosos practicando nataci0n en los charcos;
4) el guardián de la plaza rascándose la cabeza,
5) el luchador incansable riéndose a carcajadas a punto de resbalarse del caballo.
Las cosas siguieron así un buen rato. Hasta que se hizo de noche y, muertos de cansancio, cada cual volvió a su casa.
La plaza quedó hecha un desierto. Completamente vacía.
Vacía y oscura porque las máximas autoridades decidieron no encender los farolitos en señal de castigo por el jolgorio.
El monumento encantado (encantado de que las luces estuvieran apagadas para que no se llenara de bichos) se aflojó un poco de tantas tensiones.
Dio una palmadita a su caballo, le desató el rodete que tenía en la cola y cerró los ojos para dormir. Y es que, aunque cueste creerlo, hasta el luchador más incansable cada tanto necesita vacaciones.
de El monumento encantado. Buenos Aires, Sudamericana. (Pan Flauta).
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