Canícula
EL BALCÓN-TERRAZA SE ASOMA AL VALLE. Está casi a la altura del camino que corre unos metros más adelante, polvoriento, subrayado por una hilera de arbustos que a lo mejor fueron plantados a propósito pero que ahora se enredan entre sí sin acierto ni concierto. A un lado del balcón hay un gran árbol de largas ramas, desmadejado y a medias marchito.
La escena se presta para el inicio de un cuento corto, o de una novela, según el humor de quien escribe o de quien simplemente quiera imaginarla en una mañana de verano, calurosa, seca, perfumada por la miel de los geranios que cuelgan del barandal cabeza abajo.
Ella está sentada en una silla leyendo mientras una brisa suavísima le orea el cabello aún húmedo. De algún lugar de la casa salen las notas de los Kinderszenen de Schumann. Del valle suben ecos de un motor, talados y voces y risas masculinas. Poco a poco se adentra el sopor del mediodía. La luz se intensifica, se agudiza, y todo lo fracciona hasta un nivel de partículas ínfimas, de gránulos que giran espiralados a una velocidad tal que parecen inmóviles, vibrando apenas como el respirar de un recién nacido. El aire languidece. Ella se adormila.
—Señora, por favor, ¿podría regalarme un poco de agua?
—¿Agua? El pozo está allá, entre las piedras, bajo el olivo. ¿Qué le ocurre?
—Mi caballo está a punto de reventar de sed, y yo igual. Quizá la pelleja
tronó durante el galope y yo ni siquiera me di cuenta.
—¿Viene de lejos?
—Sí, Señora, cabalgando la noche a través del bosque. Hay reclutamiento y debo incorporarme lo antes posible.
—¡Ah! Ya veo. El pueblo queda a unas cuantas millas. No le será difícil llegar pronto. Vaya por el agua. Prepararé algo de comer.
—Gracias, Señora, muchas gracias.
El aire que languidecía se reconcentra. La tierra devuelve el calor recogido durante la mañana, absorta, a bocanadas, con ligeros temblores que aquietan a los pájaros y obligan a gatos y perros, a vacas y burros, a echarse sin más. Los cerdos roncan y en el gallinero difícilmente se escuchará cacareo alguno. Entre los dos cuerpos un hilillo espeso mezcla sudor y saliva: va tallando pequeñas grietas en la piel, esgrafía destellos picantes, olor a clavo, a menta remojada, a pan enmohecido y gruta agria. La avidez de los labios en ambos trae la fuerza, la lentitud y el fuego de una consunción de lava que escurre en la oscuridad de sus cauces rumbo a un posible cráter. Nada, salvo el roce de su parsimonia, se escucha. Las manos han permanecido entrelazadas atenuando el arrebato, redes para cuando ocurra la inminente caída que no buscan, que no desean, que retienen con sólo el poder del aliento y las inagotables disoluciones infinitesimales de sus miembros, huesos, venas, coyunturas.
Ahora, los ojos se abren. Miran lo que para la piel y el tacto ya no es desconocido porque la presencia del Otro se ha incorporado a los propios sentidos, al ritmo de la propia oscilación, de lo que alguna vez el anhelo pudo imaginar sin falsos pudores en su impulso hacia la unidad. Fulguraciones de espejo pasmado, se deslumbran las pupilas de consuno, se regocijan los senos, el fuste del hombre resplandece, arroyos desvían briznas de luz donde se entrampan suspiros, aleteos de caricia abierta ya al juego libre, al espacio sin límite que entre los dos cuerpos se expande y contrae, se contrae y expande, límpido.
Sopla leve el aire. Imperceptibles crujidos. Aquí y allá reinicia el zumbar de los insectos. La súplica colmada se eleva por fin y resquebraja a su alrededor las capas soporíferas, densas, del mediodía, cuya ruptura aliviará, metódica, segundo a segundo, a la tórrida atmósfera. Pausa aún. Otra más. Sin adioses, sin intercambiar nombres, Ella retorna a la terraza. Él, al camino.
EL BALCÓN-TERRAZA SE ASOMA AL VALLE. Está casi a la altura del camino que corre unos metros más adelante, polvoriento, subrayado por una hilera de arbustos que a lo mejor fueron plantados a propósito pero que ahora se enredan entre sí sin acierto ni concierto. A un lado del balcón hay un gran árbol de largas ramas, desmadejado y a medias marchito.
La escena se presta para el inicio de un cuento corto, o de una novela, según el humor de quien escribe o de quien simplemente quiera imaginarla en una mañana de verano, calurosa, seca, perfumada por la miel de los geranios que cuelgan del barandal cabeza abajo.
Ella está sentada en una silla leyendo mientras una brisa suavísima le orea el cabello aún húmedo. De algún lugar de la casa salen las notas de los Kinderszenen de Schumann. Del valle suben ecos de un motor, talados y voces y risas masculinas. Poco a poco se adentra el sopor del mediodía. La luz se intensifica, se agudiza, y todo lo fracciona hasta un nivel de partículas ínfimas, de gránulos que giran espiralados a una velocidad tal que parecen inmóviles, vibrando apenas como el respirar de un recién nacido. El aire languidece. Ella se adormila.
—Señora, por favor, ¿podría regalarme un poco de agua?
—¿Agua? El pozo está allá, entre las piedras, bajo el olivo. ¿Qué le ocurre?
—Mi caballo está a punto de reventar de sed, y yo igual. Quizá la pelleja
tronó durante el galope y yo ni siquiera me di cuenta.
—¿Viene de lejos?
—Sí, Señora, cabalgando la noche a través del bosque. Hay reclutamiento y debo incorporarme lo antes posible.
—¡Ah! Ya veo. El pueblo queda a unas cuantas millas. No le será difícil llegar pronto. Vaya por el agua. Prepararé algo de comer.
—Gracias, Señora, muchas gracias.
El aire que languidecía se reconcentra. La tierra devuelve el calor recogido durante la mañana, absorta, a bocanadas, con ligeros temblores que aquietan a los pájaros y obligan a gatos y perros, a vacas y burros, a echarse sin más. Los cerdos roncan y en el gallinero difícilmente se escuchará cacareo alguno. Entre los dos cuerpos un hilillo espeso mezcla sudor y saliva: va tallando pequeñas grietas en la piel, esgrafía destellos picantes, olor a clavo, a menta remojada, a pan enmohecido y gruta agria. La avidez de los labios en ambos trae la fuerza, la lentitud y el fuego de una consunción de lava que escurre en la oscuridad de sus cauces rumbo a un posible cráter. Nada, salvo el roce de su parsimonia, se escucha. Las manos han permanecido entrelazadas atenuando el arrebato, redes para cuando ocurra la inminente caída que no buscan, que no desean, que retienen con sólo el poder del aliento y las inagotables disoluciones infinitesimales de sus miembros, huesos, venas, coyunturas.
Ahora, los ojos se abren. Miran lo que para la piel y el tacto ya no es desconocido porque la presencia del Otro se ha incorporado a los propios sentidos, al ritmo de la propia oscilación, de lo que alguna vez el anhelo pudo imaginar sin falsos pudores en su impulso hacia la unidad. Fulguraciones de espejo pasmado, se deslumbran las pupilas de consuno, se regocijan los senos, el fuste del hombre resplandece, arroyos desvían briznas de luz donde se entrampan suspiros, aleteos de caricia abierta ya al juego libre, al espacio sin límite que entre los dos cuerpos se expande y contrae, se contrae y expande, límpido.
Sopla leve el aire. Imperceptibles crujidos. Aquí y allá reinicia el zumbar de los insectos. La súplica colmada se eleva por fin y resquebraja a su alrededor las capas soporíferas, densas, del mediodía, cuya ruptura aliviará, metódica, segundo a segundo, a la tórrida atmósfera. Pausa aún. Otra más. Sin adioses, sin intercambiar nombres, Ella retorna a la terraza. Él, al camino.
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