30 marzo, 2010

Claudia Hernández (El salvador, 1975)

Color de otoño


Se llama Margarita, señor. Tendría que haber muerto hace tres días, según los cálculos, pero sigue ahí. Por supuesto, no he llamado a su puerta para reclamarle por no haber cumplido con la fecha de su muerte ni pienso cobrarle los días de más que se quede en la habitación (siempre y cuando no excedan de cinco).

A mí también me parece atractiva ahora, pero sé que su belleza actual es solo un espejismo. Todas las mujeres que van a morir se ponen así de hermosas. En su lugar, no me dejaría seducir por su mirada suelta ni permitiría que me hiciera sentirme responsable por ella, correría de inmediato en la dirección contraria a sus ojos y me escondería en la primera casa que me abriera sus puertas hasta olvidarla. Claro que a mí me resultaría mucho más fácil que a usted: soy un hombre viejo, ya no me importa si puedo salvar a alguien; además, he vivido con ella ya varios meses, no me engaña su encanto de ahora, sé cómo es en su estado natural: una mujer opaca, más bien marchita, como es propio de cualquier mujer de su raza a los 24 años. El cuerpo esquelético de ahora no se parece en nada a la silueta de animal con que se presentó a mi puerta para alquilarme la habitación que me sobraba. Eso sí, la voz era mucho mejor antes, hoy es sólo un chillido ofensivo que, sí, claro, usted no la ha escuchado hablar aún, ni creo que lo haga: a ella no le gusta recibir visitas, nunca las recibió, tampoco vinieron a buscarla muchas veces, tres o seis, tal vez fueron menos, seguramente los parientes, siempre uno distinto cada vez, le dejan recados conmigo y número de teléfono, pero ella no los visita —no sale— ni los llama —su habitación no tiene teléfono—. Sólo nos recibe a mi señora —que le lleva comida y cumple con sus encargos— y a mí —que le cobro las mensualidades—. Pero tiene un amante (no se lo digo por desalentarlo). Al principio, mi señora y yo pensábamos que se trataba de pasos insomnes, pero el sonido era demasiado delicado para ser de simples pies, por eso dedujimos que eran besos de ella para alguien a quien nunca vimos salir por la puerta de nuestro apartamento. No le reclamé porque me apenó que supiera que estábamos escuchándola siempre; mi señora en cambio sí lo hizo, le dijo que le habíamos rentado la habitación porque —aunque moribunda— nos había parecido una chica decente, pero que estaba desilusionándonos con su actitud. Ella la miró indiferente, se dio la vuelta y dijo no saber de qué le estaba hablando. De los besos, le dijo alterada mi señora, y la chica repitió con voz aún más baja que no sabía acerca de qué le estaba hablando. Concluimos que a lo mejor da besos dormida a un amante del pasado. O a un fantasma. Es todo lo que le puedo decir, lo demás será indiscreción de parte mía. Pero puede preguntar al 7038131700, ese número marcó la única vez que pidió prestado el teléfono. Llame. En el 7038131700 vive alguien que sabe de ella.

En el 7038131700 viven un fumador y una histérica. No se hablan entre ellos desde hace tres años. Tampoco saben de la chica. Jamás escucharon de ella. En cambio, sí oyeron hablar alguna vez de un amante, pero no están seguros de que se trate del mismo, amantes hay miles.

La mujer me dice en voz baja que a lo mejor su marido es el amante ese. El alcanza a escucharla, la toma por la cintura, la sienta en una silla lejana. Me dice que no le crea: él no tiene amantes, lo que tiene son mariposas, una colección impresionante, me la muestra, me dice sus nombres y las fechas en que la mujer y él las atraparon. La última tiene puesta la fecha de ayer con la letra de ella. Creí que no se hablaban desde hace tres años. La mujer, desde la esquina, cuenta en voz alta las historias de amantes que ha escuchado. No nos hablamos desde hace tres años, pero seguimos coleccionando mariposas juntos. Hay cosas que no cambian porque uno deje de hablar: seguimos bebiendo leche entera por las mañanas —300 ml cada uno— comiendo ternera cuando se da la ocasión y cazando mariposas. También nos abrazamos de vez en cuando, dice ella desde su silla. Miente, no nos abrazamos; alguna vez —y en muy raras ocasiones— chocamos en el intento por atrapar una mariposa, pero nada más. Si seguimos viviendo juntos es porque no queremos dividir la colección y porque nos resulta más barato mantener el apartamento. Y porque no podemos pagar el precio del divorcio, agrega ella. Es cierto. Asienten al mismo tiempo.

Después de un rato me dicen que ha sido un gusto recibirme en su hogar, pero que es hora de que me vaya. Ellos no pueden ayudarme más. Ella me pide la dirección de la chica, irá a verla desde la acera, por curiosidad, dice —nunca ha visto a una moribunda—. Él ni siquiera está interesado, pero me pide que no se la proporcione. Conoce a su mujer: quiere preguntarle a la chica si él pasa con frecuencia por ahí y si alguna vez fueron amantes. No quiero que la incomode. Me levanto tan pronto como puedo. La mujer me exige el dato, me pregunta si soy acaso cómplice de su marido. Él cierra la puerta. Pregunto desde el pasillo porqué la chica llamó al número de ellos. Ella me abre, dice que porque su marido es el amante ese al que besa por las noches; me pregunta si quiero ser su amante, para vengarse. Él grita desde la cocina que lo más seguro es que la chica llamaba al antiguo inquilino. ¿Antiguo inquilino? ¿Sí o no? ¿Qué? Sí, nos mudamos acá hace dos meses apenas. ¿Será mi amante o no? ¿Sabe el nombre del antiguo inquilino? No, pero el agente que nos hizo el contrato debe saberlo o —por lo menos— sabrá contactarlo con el dueño; voy a conseguirle la tarjeta, espere un momento. Espero un momento. La mujer espera mi respuesta. El fumador me da un papel color moho con un nombre y un número de teléfono. La mujer intenta acercarse a mí. Me despido de él. Me desea suerte. Me despido de ella. Me desea que fracase. Bajo las escaleras.

Bajo las escaleras espera una anciana. A cualquiera. Me mira de frente. No hay color en sus ojos. Le tiembla la barbilla. Me dice que está muerta. Margarita. No ha entrado a su apartamento y ya —por el silencio que se escapada de su dentro— lo sabe. Estaba advertida. Me lo dice: si hija cedió a la tentación del otoño, se fue. Me toma de la mano y me conduce hasta su puerta. Me pide que la acompañe mientras llegan los de medicina legal a reconocer el cadáver. No se atreve a entrar. Tras la puerta yace su hija, Margarita. Es el día. Lo advirtieron en la radio.

Lo advirtieron en la radio: es epidemia de un día. Las llamadas Margaritas se dejan cautivar por el color del otoño y se van a perseguirlo en esta fecha si se las deja solas y si no se les presta atención. Se despojan de la vida para alcanzarlo. La gente no suele creer en la veracidad de esas advertencias hasta que se hacen ciertas frente a sus ojos, cuando ya es muy tarde. Esa señora hizo mal en ir a comprar a la hora en que se llena la panadería. Fue un descuido. Yo he tomado precauciones a pesar de que no tengo una sola familiar o amiga que lleve ese nombre. Esta misma mañana, por ejemplo, salvé a una chica de que fuera atropellada por un camión. A Dios gracias, el conductor detuvo a tiempo su marcha también —y ya estaba advertido, la radio había anunciado día de Margaritas suicidas— y no hubo víctimas. Él y yo nos sonreímos. La chiquilla ni siquiera nos dio las gracias, se largó ansiosa, por lo que concluimos que debió haber sido una de esas Margaritas suicidas que tanto lío andan dando por la ciudad, y nos dispusimos a seguirla.

Lo intentó en dos calles más. Fracasó gracias a que el camionero y yo alertamos a coro Margarita suicida, Margarita suicida. Finalmente, la atamos de pies y manos y la llevamos a la dirección que tenía anotada en su identificación. Sus padres ignoraban que la muchacha había salido de casa, ni siquiera sabían que era día de suicidios. Por un momento, hasta pensaron que los estábamos engañando. Después, claro, estaban avergonzados. A la señora le dio por llorar. El señor tomó de inmediato las llaves del automóvil y se puso en marcha: quería estar seguro de que su madre se encontraba bien. Le pidió a su esposa que la llamara y la mantuviera en línea hasta que él llegara a acompañarla. También se llamaba Margarita.

Por supuesto, uno no puede andar salvando a todas las Margaritas que conoce y a las que no conoce, no puede uno andar por la vida resolviéndole la existencia a los demás. El mío fue un caso excepcional. Lastimosamente no estuve cerca para ayudar a esta dama. Me siento culpable. Usted por lo menos la acompañó hasta que le hicieron el reconocimiento al cadáver, pero yo ni siquiera la conozco, no puedo acercarme para darle el pésame porque seguramente no va a reconocerme como amigo suyo, rechazará mis condolencias y me reclamará por haber osado entrar en un dolor que no me pertenece. Y tendrá razón: el dolor es lo más privado que una persona puede tener. A nadie le gusta recibir a extraños en sus funerales. Será mejor que me vaya. A lo mejor pueda salvar a otra Margarita este día. A lo mejor sólo me dedique a caminar un poco. No estoy seguro.

Aún no estoy seguro de que sea él. Lo he seguido de cerca por casi tres cuadras y no termino de convencerme de que sea el amante del que habla el casero. Para mi gusto, tiene las manos demasiado blancas y las ojeras muy marcadas, sin embargo luce como amante de una chica moribunda, como dijo el casero que debía lucir.

Es él. Lo han llamado por el mismo nombre que el casero dijo que la chica pronunciaba a veces. Me le acerco. De cerca tiene otra fisonomía y otras maneras, pero sigue pareciendo amante de la moribunda. Se lo pregunto. No. No es su amante. Es su hermano. Le extraña que ella pronuncie su nombre, tampoco a él ha querido verlo y no cree que esté arrepintiéndose a última hora, ella no se arrepiente, por eso no ha ido a buscarla como el resto de los parientes. Pregunta si a mí me ha permitido acompañarla. Le tranquiliza saber que tampoco. Pero yo no se lo he pedido siquiera. Le pregunto por el amante, el de los besos. No sabe. Dice que nunca le conoció uno. A cambio, me habla de la manía de ella de caminar con pasos suaves en las noches de insomnio y de los árboles que le gustan; me señala su favorito: tiene el color de su piel. Nos sentamos a mirarlo. Lo escucho conversar con él como si se tratara de su hermana. No le pregunto más porque temor a que descubra que no la conozco.

Termina el encuentro. Se despide. Me pregunta si por casualidad hablé ya con Agustín, si sé algo de él. Estuve con el señor Aguilar esta mañana. No, con el casero no, me dice, con Agustín Alberasturi. Agustín Alberasturi.

Agustín Alberasturi está muerto, tendrá que esperar un momento. Me hacen sentar: van a desenterrarlo. Murió hace una semana. No tiene caso, entonces, me voy. No, por favor, espere: él pidió que lo desenterráramos si alguien venía a preguntar por él, le gustaba atender a sus visitas personalmente. No se moleste por causa mía. No se preocupe: no es el primero que ha venido a buscarlo, parece que no dejó arreglados todos sus asuntos. Lo mío no tiene que ver con él. Entonces: ¿por qué vino a buscarlo? Por curiosidad: el hermano de Margarita me preguntó si había hablado con él. ¿Cuál hermano de cuál Margarita? Conocemos muchas Margaritas con hermanos. Una que debió morir hace tres días. Ah, sigue viva, murmura. Es una tragedia que no se haya cumplido con ella como con mi padre. Se conocían, entonces. Claro, en el hospital: a ambos le dieron la fecha de muerte el mismo día, juntos. Esa noche vino a cenar, al día siguiente nos llevó a casa de su familia, una chica simpática. Y muy hermosa. No me lo pareció. Debería verla ahora. Puede ser, es un síntoma. ¿Su padre también se volvió hermoso? No padecían la misma enfermedad, por eso ella viviría cuatro días más, según el cálculo, pero parece que ha tenido un atraso, ¿Por qué? ¿No pagó sus impuestos? ¿Impuestos? ¿No lo sabe? Uno puede dejar pendiente cualquier cosa, pero no el pago de impuestos por muerte, sin eso no le está permitido suspender la respiración. No lo sabía. A lo mejor sea ésa la causa del retraso; pregúntele, es posible que lo haya olvidado. A mi padre tuvimos que recordárselo nosotros: con eso de las fiestas a las que van antes de morirse se vuelven olvidadizos. Ella no va a fiestas, si sale es sólo al balcón. Debí suponerlo, era una chica muy tímida, nunca aceptó que pasáramos a recogerla para ir a una. De hecho, los últimos meses ni siquiera respondió a nuestras llamadas. Se mudó.

Se mudó sin avisarnos. Una noche trajo a cenar a una familia escandalosa y, al mes siguiente, simplemente ya no estaba. Creímos que se había ido con ellos. La llamaban frecuentemente. Luego nos enteramos que se iba a morir, nos lo dijo el señor Aberasturi, nos lo confirmaron en el hospital, donde había dejado todas las facturas pagadas, incluso el impuesto por muerte del que usted me habla. Nos desesperamos. Preguntamos a sus pocos amigos si sabían algo, pero ni uno supo darnos respuesta, estaban tan sorprendidos como nosotros, nadie había sospechado siquiera que estuviera enferma, nunca hablaba acerca de sí. A veces nos daba la impresión de tener una extraña en casa, pero no se lo decíamos, no queríamos perturbarla —parecía estar siempre ocupada pensando en algo importante—, mucho menos herirla.

Al principio decidimos esperar un poco, imaginamos que deseaba estar un tiempo sola, y nos pareció justo. Pero cuando transcurrieron los meses y seguíamos sin saber de ella, formamos una cuadrilla y salimos a buscarla por toda la ciudad (no podía ir más lejos, no sabía cómo).

Quién la encontró fue su tío Raúl: estaba asomada en el balcón de una cuarta planta. Llamamos a la puerta, pedimos hablar con ella, verla, pero no quiso recibirnos. Dijo estar ocupada. Esperaba el final del otoño, no quería perderse ni un instante, nos lo dijeron los señores que le alquilan la habitación. Ellos nos hacen el favor de interceder por nosotros y de transmitirle los mensajes telefónicos que recibimos para ella. Aún no responde al primero, pero esperamos que reaccione. La queremos de vuelta en casa. Antes de que llegue el invierno.

Antes de que llegue el invierno ella habría muerto. Nosotros erramos de vez en vez —casi nunca—, pero no con márgenes grandes. Si le dijimos a ella que moriría para esa fecha, morirá, téngalo por seguro. Que siga viva no significa que haya mejorado, sino que o es muy terca o nos dio mal la fecha en que tuvo su primer síntoma. Si gusta, revisemos su expediente. No, no es ninguna molestia. Al contrario, para nosotros es importante que los familiares y amigos de nuestros clientes se informen lo más completamente posible, es les ayuda a saber cómo tratarlos. Siéntese.

Siéntese, por favor, la señora vendrá en un minuto. Aparece una vieja con un amplia bata amarilla que me mira fijamente a las arrugas de la frente, a las manos, a la boca. Antes de que le pregunte por la chica, me dice que no debo preocuparme más, que no es asunto mío. Sé —de alguna manera— que debo irme, pero permanezco un rato más en su sala intentando hacerle creer que no sabe para qué he llegado a verla. Me advierte que el invierno se está acercando, que el color del otoño está desapareciendo, que la última hoja está por caer, que debo irme pronto si quiero contemplar el espectáculo. Quiero saber por qué la llamó. No: quiere saber por qué no le contesté. Ella lee mi mente mejor de lo que yo lo hago. ¿Por qué? Yo no hablo con muertos. Ella está viva. Nadie puede contra el otoño. Me insiste en que la última hoja está por caer, que vaya a recogerla. Voy a recogerla.

Voy a recogerla en cuanto caiga. Mientras, la observo sucumbir a la tentación, entregarse al asfalto, abrir las manos, cortar el viento, provocar la angustia del balcón, que se queda huérfano de ella. Se mira hermosa aún con los ojos cerrados, mucho más que antes. Puedo salvarla, correr hacia ella y esperarla con mi cuerpo en tensión. Puedo salvarla, pero estropearía su encuentro con el color del otoño.

Me detengo en la esquina y la miro en su silencio, que también es el mío. La contemplo. Hasta que la ceremonia termina. Miro cómo la detiene el suelo y se esparcen su belleza y su aliento sobre él. Me acerco para recogerla. No hay nadie en la calle. Es nuestro único momento a solas. Aprovecho para acariciarle una parte del rostro, cualquiera, para darle un beso. Su cuerpo no opone resistencia. Luego pido que llamen a una ambulancia. Se acercan los vecinos. Acuden las autoridades. Me preguntan si la conozco. Me preguntan si sé su nombre. Se llama Margarita, señor.


*
Este cuento forma parte del libro Otras ciudades, Alkimia editores, San Salvador, 2001.

¨Yo creo que en este momento se ha olvidado que el cuento puede ser muy lírico. Creo que se ha olvidado que puede nutrirse de esa vertiente, y que debe nutrirse de esa vertiente. Por la naturaleza del cuento. El género cuento mide la cara mágica del mundo¨ Claudia Hernández nació en San Salvador, el 22 de julio de 1975. Licenciada en comunicaciones por la Universidad Tecnologica de El Salvador, realizó también estudios de derecho. En 1998 ganó el primer honorífico (4º lugar) del premio "Juan Rulfo" de Radio francia Internacional, en la categoría de cuento. En 2004 obtuvo el prestigioso premio "Anna Seghers", en Alemania, por obra publicada. Ha sido antologada en España, Italia, Francia, Estados Unidos y Alemania.

Obras : Otras ciudades. Alkimia, San Salvador, 2001. Mediodía de frontera. Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2002. Olvida Uno. Índole Editores, San Salvador, 2005. De fronteras. Guatemala: Editorial Piedra Santa, Colección Mar de tinta, 2007. La canción del mar. Suplemento de La Prensa Gráfica, San Salvador, junio de 2007.

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