Liliana Heer (Santa Fe, Argentina, 1943)

Una boda en tiempos de guerra

Hay poco personal atendiendo el bar. El dueño, impasible frente a la caja registradora, se limita a disponer el dinero chico en el cajón superior y el grande en el inferior. El padre del dueño es ciego, está sentado al lado de su hijo, atornilla con dedos hábiles y blanquísimos una bailarina de marfil a una caja de música, y parece mirar a su hijo con admiración, como si lo viera conducir un navío. De la cocina vienen voces. Uno de los mozos ha tenido la ocurrencia de buscar un disco de ocasión, al colocarlo en el combinado sube su volumen de manera que la marcha de Wagner se impone, tapa otras voces y ruidos dándole al bar cierto matiz eclesiástico. La camarera está distraída en la zona de bandejas y campanas llenas de tortas, merengues y frutas abrillantadas; está distraída con un fotógrafo que le ha pedido ayuda, sostiene unas lentes y parte del equipo, mientras él mide la distancia para sacar una foto al grupo de familiares y amigos que rodean a un bebé recién nacido y a la madre vestida de blanco. El novio de smoking tiene un clavel en el ojal y un babero con puntillas en el cuello. Quieren que el fotógrafo los saque con las copas en alto en actitud de brindis, están emocionados y en el momento de brindar se les ocurre pedir al novio que hable. Él parece muy feliz, movido por esa felicidad empieza a hacer un elogio de la guerra porque al regresar del frente se enteró que era padre, pero en medio del elogio mira a su alrededor, ve a través de la ventana una manifestación recorrer los primeros pasos hacia el centro de la ciudad, hacia el hospital donde el hijo no nació y casi muere porque no hubo nadie que atendiera el parto de su mujer. Está a punto de llorar, quiere destruir lo dicho, entonces sale en la fotografía con una mano movida, la expresión de alguien rabioso intentando limpiar el parabrisas del coche un mal día, un día en el que inesperadamente se larga a llover.

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