24 noviembre, 2007

Inès Arredondo -Culiacán, México, 1928 -

¨...Aguas, simples aguas, turbias y limpias, resacas rencorosas y remansos traslúcidos, sol y viento, piedras mansas en el fondo, semejantes a rebaños, destrucción, crímenes, pozos quietos, riberas fértiles, flores, pájaros y tormentas, fuerza, furia y contemplación. No salgas de tu ciudad. No vengas al país de los ríos. Nunca vuelvas a pensar en nosotros, ni en la locura. Y jamás se te ocurra dirigirnos un poco de amor... "
Inés Arredondo, de Río subterráneo

ORFANDAD

A Mario Camelo Arredondo

Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones.
La pieza donde estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tendría que pasar. Y digo estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpio. Esperaba.
Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explico:
-Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes.
Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas.
-¡Qué bonita es!
-¡Mira qué ojos!
-¡Y ese pelo rubio y rizado!
Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos.
Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.
Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes:
-¿Para qué salvó eso?
-Es francamente inhumano.
-No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso.
Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.
-Verá usted que se puede hacer algo más con ella.
Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes.
-Uno, dos, uno, dos.
Iba adelantando por turnos los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista sosteniéndome por el cuello del camisoncillo como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos.
Todos rieron.
-¡Claro que se puede hacer algo más con ella!
-¡Resulta divertido¡
Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.
-Cuando abrí los ojos, desperté.
Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había médico ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿ Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.
Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.
Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamas.

LA MIRADA

A la Vita

Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas.

Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.

Inés Arredondo fue de las pocas mujeres destacadas dentro de una corriente eminentemente masculina conocida como Generación de Medio Siglo: Tomás Segovia, Sergio Pitol, José de la Colina, Salvador Elizondo, Huberto Bátis, Juan Vicente Melo y Juan García Ponce. A los cuatro últimos los reúne una estética sin concesiones centrada en Eros y Tánatos, y con García Ponce, en particular, la unió una entrañable amistad y una empatía absoluta en cuanto a su visión del quehacer literario, amen de una pasión amorosa momentánea, inmediatamente posterior a su divorcio del poeta Tomás Segovia de quien, dicen las malas lenguas, no soportó que Juan Carlos Onetti, llegara a casa de los Segovia no en busca del gran poeta, sino de su esposa refundida en la cocina, la escritora mexicana Inés Arredondo por la que el narrador uruguayo dijo sentir gran admiración, "El comentario de Onetti—narra Claudia Albarrán, biógrafa de Inés —fue para ella sol de verano en medio de ese crudo invierno (el de su desdichado matrimonio); para Tomás y su ego, una despiadada tormenta de nieve." (Luna menguante, Vida y obra de Inés Arredondo, Juan Pablos, 2000). Junto con Melo, Bátis y García Ponce, la entonces joven divorciada con tres hijos pequeños conformó el ya legendario Taller de la Casa del Lago...

Peverciòn y belleza en la obra de Inés Arredondo, por Daniela Camacho.

15 noviembre, 2007

CRISTINA CIVALE (Bs As, 1960)


Perra virtual

Hacer la calle ya no rendía. Luz -así se había hecho llamar desde que abrazó la profesión, a los 14 años, cuando su profesor de educación física la desvirgó y ella supo, de una vez y para siempre, que hacer el amor era lo que más le gustaba en el mundo y que por hacerlo cobraría- estaba segura de que los clientes habitaban espacios invisibles, agazapados en sus casas-terminales, en busca de sexo-alivio. La conexión pasaba por sus computadoras.
Si de chica le hubiesen dicho que iba a rifar los últimos días de su juventud consiguiendo clientes vía charlas cibernéticas, le habría parecido el resultado de un sueño mal imaginado. Pero era así: jóvenes rugbiers, empresarios de laptop, políticos en ascenso, arquitectos y diseñadores gráficos, brokers con poco tiempo, liberales venidos a menos, nerds sin experiencia, estaban ahí, a un par de teclas de su computadora para, en menos de dos minutos, arreglar un encuentro, más tarde echarse un polvo y finalmente pagar en concreto.
Luz apenas podía creerlo. Cada tarde entre las cinco y las siete encendía su computadora, luego habilitaba su modem -que estaba previamente pautado para conectarse con un número que pertenecía a una prestigiosa red de usuarios- y luego de unos brevísimos segundos aparecía en su pantalla el programa por el que accedía a sus clientes que en sus terminales tenían, a su vez, equipos idénticamente configurados. Ella, entonces, no tenía más que mover el mouse, apretar una opción en el menú e inmediatamente sabía quiénes se encontraban en línea.
Luz elegía un nombre y lo invitaba a chatear. Antes de que pasara un minuto el cliente ya estaba marcando una cita virtual que inmediatamente se convertiría en real y rendidora. El chat era sensual y provocador; prometía lujuria y efímera felicidad a cambio de un tarifa razonable que no admitía cuotas. Cada día, la cuenta bancaria de Luz sumaba más y más y hasta había conseguido una tarjeta golden emitida por el mismo banco con el que sus clientes le pagaban. Ellos ingresaban en la computadora su número de tarjeta de crédito y hacían su pago, que era recibido por Luz semanalmente. Ella no quería recibir dinero de sus manos, la exasperaba el contacto con esos papeles sucios y manoseados. Así era Luz, algunas veces pudorosa y otras tantas, insolente. Pero más allá de todo, ahora estaba feliz.
Había podido abandonar el improducitivo errabundeo al que se había visto obligada a principios de los 90, cuando la depresión económica parecía amenazarlo todo, desde el cumplimiento del deseo más primitivo hasta el ejercicio de la prostitución. Sin embargo, Luz estuvo entre los privilegiados que encontraron una solución para garantizar su supervivencia: su cadena fabulosa y clandestina de levantes en la red.
Un cliente joven y real, completamente desesperado, pasó una larga noche con ella. Era su último día en el país. Había decidido emigrar a San Francisco en busca de una vida Había decidido emigrar a San Francisco en busca de una vida más digna y sobre todo, más próspera. El joven, Luz recordó por fin que se llamaba Jerónimo, sin saber muy bien por qué, le hizo llegar al día siguiente, en un envío puerta a puerta, su computadora, su modem y todo un cablerío. Luz, entre manuales y torpezas, tardó tres días en entender de qué se trataba, pero cuando lo logró, le sacó sus frutos. Se abonó a una red de usuarios de alto poder adquisitivo, se convirtió por medio del pago de una alta cuota de ingreso en otra socia privilegiada y fue de allí de dónde extrajo la flor y nata de su clientela.
Luz era una prostituta con gustos muy estrictos, que a veces parecían rituales. Devoraba novelas policiales y, puede sonar raro, pero leía a Chandler. Adoraba ir al cine por la tarde, especialmente a la primera función al cincuenta por ciento. Detestaba a Quentin Tarantino pero veía sin discriminar toda película en la que apareciera John Travolta o Michelle Pfeiffer, a quien admiraba incondicionalmente. Pero eso sí, nunca la imitaba. Luz tenía su propio estilo. Su pelo era negro y lacio y le caía hasta los hombros en una melena despareja. Los ojos tenían el color de su ánimo: coleccionaba lentes de contacto. Era tan flaca que algunas veces parecía transparente y otras, etérea. Siempre iba vestida de negro y se había tatuado un lunar en el nacimiento del pecho. Su único detalle de color era un anillo de rubí falso engarzado en oro que llevaba en su meñique izquierdo. Parecía bulímica pero podía darse el lujo de comer sin engordar. Su menú diario consistía en cuatro porciones de pizza de masa gruesa y vaporosa con queso gruyere, salmón crudo y rúcula. Usaba cremas que prometaían retardar el efecto del envejecimiento, se afeitaba las piernas y las axilas con una maquinita que respetaba los contornos del cuerpo y sobre todo le gustaba mucho la música, siempre portaba en su walkman cassettes de Sarah Vaughan y Billie Holiday. Every time you say good bye, incluso, la hacía llorar hasta el agotamiento porque finalmente, Luz, era una romántica.
El mayor riesgo que corría con cada uno de sus clientes no era contraer alguna enfermedad. El uso estricto de condones la ponían fuera de ese peligro. Detrás de cada cliente, Luz creía encontrar, siempre por un segundo, al hombre de su vida, pero lo mejor era que al segundo siguiente, lo olvidaba. No era conveniente ni bien visto enamorarse de un cliente y Luz sabía eso y más: el amor y el dinero no podían mezclarse y muchas veces entre sudores y jadeos podía olfatear o escuchar secreciones de amor. Era algo de lo que tenía que cuidarse porque para Luz el amor rankeaba primero, el sexo estaba después. No podía confundirse y por eso trabajaba con un ascetismo que podía parecer exagerado. Cada vez practicaba un pequeño y riguroso ritual. Obligaba a sus clientes a guardar silencio y los rociaba con su propio perfume como para que ninguna palabra u olor ajenos pudiesen perturbarla. Así también era ella, intensa y leve a la vez. En el segundo que amaba, era capaz de darlo todo a cambio de nada; en el segundo que olvidaba, medía sus caricias en pesos y centavos y no regalaba ni un beso inocente en la mejilla. La incomodaba ser generosa y mucho menos perder plata.
Fue de un modo inesperado como Luz detectó la llegada de un nuevo abonado a la red. Su doble apellido la impresionó. No por la cuestión de que los apellidos fuesen dos, sino por la sonoridad. Esos apellidos le hacían recordar a un personaje de Chandler y a un tema de Billie Holiday. No tenían nada que ver pero Luz solía vivir confundida y en el medio de esa confusión y de esos sonidos creyó entrever el amor, pero un amor duradero, de más de un segundo. Desde que leyó ese nombre supo que de él iba a enamorarse, del nombre y de quien así se llamase. La llegada de Aquiles García de Andina a su computadora y a su vida la transtornaron de un modo impredecible, extrañamente inofensivo. Luz podía sentirse pequeña aunque avanzara con los pasos despiadados de un gigante.
Luz siempre guardaba todos sus chats, eran como un seguro de vida. Con los de García de Andina la actitud fue, desde el principio, distinta. El registro de las dos únicas conversaciones se convirtió en su fetiche más preciado junto a la foto de su madre muerta y a un relicario heredado. Cuando García de Andina pasó a ser un recuerdo polvoriento, los imprimió y dedicó muchas horas de sus días a leerlos con devoción, buscando cada vez un nuevo significado y sobre todo, alguna velada declaración de amor.
El primer contacto fue más o menos así. Luz se conectó a su programa habitual, con el mouse fue a la lista de usuarios en servicio y allí leyó que Aquiles García de Andina estaba en línea. Marcó su nombre y lo invitó a chatear. Aquiles aceptó en seguida y Luz se emocionó pero él, por supuesto, nunca se enteró. Era el verano del 96. Era enero. El chat fue tan balbuceante y sin sincronía, como cualquiera. Sin embargo, para Luz esas palabras sellaron el comienzo de algo que, imaginaba, sería fabuloso.

Luz: ¡Qué honor!
García de Andina: El mío.
Luz: Quiero saber quién es.
García de Andina: ¿Quién?
Luz: Estoy exagerando...
Luz: Usted.
García de Andina: Aquiles, 33, abogado...
Luz: ¿Qué más?
García de Andina: 1,75, 75K, soltero, ...
Luz: ¡Cuánto 75!
Luz: ¿Dónde vive? Zona...
García de Andina: Ermitaño, Arroyo y Suipacha,
Luz: lindo barrio.
García de Andina: noctámbulo...
Luz: ermitaño por decisión o desesperación,
García de Andina: por opción,
Luz: mmmm
García de Andina: ¿mmmm?
Luz: ¿Se mira al espejo y se gusta?
García de Andina: Sí.
Luz: guauuuu qué estima...!
Luz: no estoy sobria
García de Andina: No importa. Léa... así soy yo: autoritario, egoísta, y ligeramente monárquico...
Luz: interesante para la guerra
García de Andina: ¿guerra?
Luz: Sí, intercambio no pacífico de puntos de vista, etc.
García de Andina: ¿Sin armas?
Luz: poniendo lo más ácido de nuestras elucubraciones
García de Andina: Sí, eso me gusta, ...
Luz: Vamos a pelear
García de Andina: Odio el comunismo... Amo a la Coca Cola y las hamburguesas Burger King
Luz: Me gusta el gin tonic. No como carne. No tengo ideología y quiero conocerlo....
García de Andina: Cuando quiera.
Luz: Ahora mismo estoy libre...
García de Andina: Su casa o la mía...
Luz: Usted elige. A domicilio: 300. En mi casa 250 ,sin bebidas ...
García de Andina: Perdón...
Luz: Relea... Tómese su tiempo y va a ir entendiendo. Cualquier cosa, corto.
García de Andina:...
Luz:¿¿??
García de Andina: Suipacha 1132 8o. 19. La espero en una hora.
Luz: Allí estaré. Una última cosa.
García de Andina: ¿Sí?
Luz: Sólo acepto tarjetas de crédito.

Luz le puso el protector a su pantalla, unas estrellitas que daban la sensación de viajar al espacio infinito, y empezó a prepararse para la gran cita. Eligió un vestido negro, de cuello alto y falda larga que marcaba su figura huesuda y, especialmente, el prodigioso tamaño de sus pezones. Se calzó un par de zapatillas blancas con plataforma. Se engominó el pelo y estuvo una hora delinéandose los labios, tratando de convertir su boca en una pulpa deliciosa. Se echó dos exactas gotas de un perfume ácido y varonil en el cuello, tomó las llaves de su auto y salió sin cartera.
Aquiles García de Andina parecía vivir en un viejo edificio Bencich. Luz consiguió estacionamiento en la puerta y se bajó. Alisó su vestido y calmó su ansiedad tomando un trago de ginebra de la petaca que siempre llevaba en su guantera. Trazó millones de planes antes de tocar el timbre y hasta pensó que a lo mejor no le cobraría a García de Andina. Su mano entera se apoyó contra el timbre y lo tocó con furia y deseo. Nadie contestó. Luz, sin inmutarse, insistió. Otra vez no hubo respuesta. Hizo un último intento. No quería pensar en los malos presagios. El cielo estaba limpio y la luna llena. Nada malo podía estar pasando. Revisó la dirección y el horario y todo estaba correcto. Esperó unos segundos sin saber qué hacer y cuando supo, pateó la puerta hasta lastimarse las rodillas. Apareció el portero y le aseguró que allí no vivía ningún Aquiles García de Andina ni nunca había vivido. Luz no contaba con eso y se desmoronó. Pero su amor, arbitrario y ahora nada fugaz, no murió en ese instante. Se agrandó y cobró el tamaño de una obsesión.
Luz manejó a toda velocidad hasta su casa y al entrar se arrojó sobre la computadora. Se conectó y esperó como una enamoraba infeliz la aparición de Aquiles García de Andina. Esperó durante cuatro horas. Ya amanecía. Cuando estaba por despuntar el primer rayo de sol, García de Andina también se conectó y esta vez fue él quien la invitó a chatear. Luz, vislumbrando las disculpas, aceptó sin dudarlo.

García de Andina: ¿Qué pasó?
Luz: No estabas... El portero me dijo...que no vivías ahi...
García de Andina: ¿Dónde?
Luz: En la dirección que me diste
García de Andina: sí que vivo...
Luz: No entiendo...
García de Andina: El portero es un idiota..
Luz: Ajá...
García de Andina: Volvé... No aguanto...
Luz: Ok. Esperáme en la puerta.


Luz no dudó ni por un segundo que Aquiles García de Andina le estaba diciendo la verdad. Sin mirarse al espejo, volvió a tomar sus llaves y a manejar por las calles que ahora estaban empezando a llenarse de autobuses, taxis y personas yendo hacia sus trabajos reales. Estacionó en el mismo lugar. Un chico de 15 años la estaba esperando en la puerta. Luz tardó un segundo en darse cuenta y, con temor, le preguntó si él era Aquiles García de Andina. El chico con un movimiento de cabeza le dijo que no. Sin hablarle la guió hasta el ascensor y subieron el trayecto en un tranquilo silencio. Luz no quería imaginar nada, ni sacar conclusiones. Sólo esperaba encontrarse de una vez con su amado Aquiles García de Andina y hacerle el amor como nunca se lo había hecho a nadie. Su bombacha empezaba a humedecerse. El ascensor se detuvo y el chico la guió en silencio hacia el departamento. Con una llave que parecía propia abrió la puerta. Luz no entendió lo que vio. Otros cuatro chicos de la edad del primero la estaban esperando y apenas puso un pie en el departamento, uno de ellos, de piel blanquísima y pelo dorado hasta la cintura, se acercó a un centímetro de su boca y le dijo: “Nosotros somos Aquiles García de Andina”. Luego se retiró y se alineó junto a los otros, todos tan parecidos a él que podrían haber sido sus clones. Lo único que hicieron fue contemplarla, siempre en silencio, como si las escasas palabras que pudiesen transmitir proviniesen del tecleo ante sus computadoras. Eran vírgenes. Luz pudo olerlo y su olfato nunca fallaba. Después lo comprobó. Estaban de pie y Luz se les acercó y los tanteó. Buscó un lugar privado y los hizo pasar de a uno por vez. Con los ojos cerrados hizo el amor con cada uno de ellos y trató que ninguno notase como una única lágrima le rodaba por la mejilla, creando una recta perfecta que terminaba en su mentón que ahora temblaba. Luz no sabía si era miedo o dolor. No hubo sonidos. Nadie gimió ni emitió alaridos. Sus orgasmos fueron silenciosos, cautos y por supuesto protegidos por el latex de condones color piel. Los chicos le pagaron lo convenido y todos mantuvieron el ritual de silencio hasta que Luz traspuso la puerta, la cerró y esperó el ascensor. Sólo entonces unas carcajadas de hiena lastimaron sus oídos y cuando los chicos terminaron de reír hasta quedar ahogados, tirados sobre el piso, Luz ya estaba en su casa desarmando el monitor de su computadora, desnuda y abatida, buscando allí dentro a su hombre perdido. En alguna parte tendría que estar Aquiles García de Andina. No había sido un sueño. Había sido.


del libro "Perra virtual",publicado por Planeta en 1998




Cristina Civale nació en Buenos Aires en 1960. En 1980 se recibió de Licenciada en Periodismo de la Escuela de Periodistas del Círculo de la Prensa de Buenos Aires y en 1985 de Licenciada en Letras Modernas en la Universidad de Buenos Aires. Realizó estudios cinematográficos en Buenos Aires y La Habana.
Colaboró con las revistas Noticias, El Periodista, Satiricón y el Periscopio, entre otras. Dirigió cortometrajes de ficción y documentales entre los que se destaca "Psicodelica Star: una aproximación íntima a Fito Páez y a la creación de una de sus obras". Trabajó como productora de TV en la miniserie "Desde adentro", ganadora de tres Martín Fierro.
Actualmente trabaja como guionista de cine y televisión. Para esta última escribió recientemente los ciclos "De poeta y de loco" y "Laura y Zoe", emitidos por Canal 13 de Buenos Aires. Y para la gran pantalla "Un asunto privado" -opera prima de Imanol Arias- y "Un argentino en Nueva York" -de Juan Jose Jusid, entre otras.
Tambien se desempeña como docente de la Universidad de Buenos Aires, siendo adjunta de la materia Diseño Audiovisual de la carrera Imagen y Sonido.
Referente a su labor literaria, publicó en 1993 Hijos de mala madre (Editorial Sudamericana), un ensayo sobre la generación de los treintaypico, y Chica Fácil (Editorial Espasa Calpe) es su primer libro de cuentos, finalista del concurso "La sonrisa vertical 1995", organizado por la Editorial Tusquets, de Barcelona. Perra Virtual, su nuevo compedio de relatos, aparececió en 1998.

16 octubre, 2007

Elvira Orphée

"Lo que ellos llaman tortura pertenece a un orden sobrenatural,
como el cielo o el infierno." 


CAPITULO 1: CEREMONIA

El petardo estalló en la Plaza de Mayo y nosotros encontramos a los culpables en menos que se dice Santo Pilato te ato la cola y no te desato. ¡Compadritos!
El sol en la Sección Especial es medio ciego. Pero en algunos puntos de la ciudad el crepúsculo estaba flameando como polvareda del Chacho en los Colorados. Y de ahí venían los del petardo, de ese atardecer a nuestras piezas ciegas. También venía de afuera el oficial Winkel, todavía bañado de poniente, con un río de luz derramándosele por el lomo largo y los cabellos rojizos. Nos habló así:
—Cumplir con su deber cualquiera cumple. A la gloria y al ascenso no hay sólo que buscarlos, hay que encontrarlos. Están permitidos todos los métodos para perfeccionar a la mejor del mundo. Semáforo verde a la imaginación. Inventen. A estos desperdicios hay que mostrarles que presentimiento de traidor se cumple siempre.
Varios fueron los jefes que tuve. Sólo Winkel dejaba las manos a los costados del pantalón, marciales. ¿Las de otros? Daba risa ver cómo arrugaban el aire. Si es que no lo recorrían con ademanes regordetes cargados de indecencia.
Yo conocí los métodos del gordo Tabañal y los cambiadizos de Sombira, tan revoloteador él. No conocía los de Winkel. Tampoco los conocí esa noche. Pero cuando me llegó el momento de entrar en el cuarto misterioso o cuarto amarillo como quiera llamársele, para mí, para cualquiera de los que estuvieron allí, será inolvidable la imagen del oficial Winkel, acunándose suavemente de los talones a las puntas de los pies, de la punta de los talones. Acunándose, hipnotizado. ¿Por qué si no por el cumplimiento de su misión? Limpio, limpísimo, reluciente. Su aire de voluntad, de deber, de presentido triunfo, qué sé yo, lo limpiaban más que el jabón y el agua. Y a propósito de limpieza, en cuanto vio los algodones manchados de granate señaló el suelo.
—Afuera esa porquería.
Cajoncito dijo:
—No tuvimos tiempo de sacarlos. Ni intención —hizo un guiño para que Winkel entendiera.
Y Winkel entendió.
—Yo no sé quién da esas órdenes cretinas. Los sentidos deben funcionar aquí, todos, menos la vista. ¿Entonces?
Cajoncito no se iba a quedar sin contestar.
—Entendido, mi oficial principal. Pero nos dicen que cuando los tipos entren mejor dejarlos ver.
—Ya deberían venir vendados. No deben ver los ojos aquí dentro. Ni dónde están exactamente ni quiénes somos. El trabajo tiene que ser perfecto. Engordar el miedo, sí, pero no en medio de la porquería.
Eso dijo y salió, blanco de desprecio. Cajoncito rezongaba mirando al piso:
—Andá a entender. ¿No te encargan acaso que dejés en el camino cualquier cosa que sirva para enloquecerlos de entrada?
La lamparita colgada del techo en medio de la pieza mandaba rayos oblicuos desde su visera verde. Nos pusimos en círculo, cada uno al final de un rayo luminoso. Detrás del círculo la oscuridad nos tanteaba las espaldas. Todavía no había asomado ninguno de los otros jefes. Pero en la mesa, justo bajo la bombita de luz, estaba artísticamente colocado el hombre. Ojos vendados como corresponde, ropa sacada en parte. La que le quedaba se la subimos por donde se la teníamos que subir, descubriendo pequeñeces que hicieron decir a Roque Abud:
—Un angelote.
Los muchachos se rieron en sordina. Lo estaqueamos que ni Tupac Amarú. El empezó a salir de su aturdimiento o desmayo.
—Yo digo que éste ha de ser enfermo del hígado. Mirá qué color tiene. Por algún golpecito que habrá recibido de propina.
El Kalisay le estaba examinando la panza un poco machucada. Cajoncito, con los bigotes que se le movían divertidos, se sentó a caballo sobre una silla y corcoveó para imitar lo que iba a hacer el estaqueado dentro de un rato. Disfrazando la voz dijo, chillón:
—Te hará acordar de otros corcoveos, pibe.
El de la camilla ya estaba consciente.
De repente la oscuridad ondeó como un tul detrás de nosotros. Era el aire que movía el gordo Tabañal al entrar. Él habló sin fingir la voz:
—Ah, otro estudiantito. Si no larga el rollo lo empalamos.
Lo deletreó bien para que nadie se confundiera sobre lo que le esperaba, y menos que nadie el interesado. Vino a colocarse junto a nosotros bajo la bombita, tormentosamente pálido. Tan gordo y tan pálido, color de grasa. En seguida dio la orden: diez. Las descargas cosquillearon el cuerpo con una testarudez un poco bromista, como la nuestra, haciéndole dar golpecitos telegráficos. Nos fuimos a los diez puntos. Empezaron los golpes de lastimar canguros. Cajoncito estaba para aguantarlo al preso, sentado sobre sus rodillas, no se fuera a hacer nana.
—Un verdadero Sacco y Vanzetto —dijo Roque Abud moviendo la cabeza, descorazonado por la terquedad del estudiante. Lo espiaba en su nuevo desmayo, sacada la venda de los ojos, le tocaba la sangre que le corría por la boca. Ni veinte minutos había aguantado, en seguida se derritió por todos lados y estaba blanqueando el ojo.
Tabañal se inclinó sobre la camilla, los pechos como zapallitos bajo la camisa. Después se enderezó y alargó un brazo hacia atrás. Alguien le alcanzó el saco.
—Salgo. Nadie lo reanime. Lo reanimaré yo cuando vuelva —y se acarició los hoyuelos de su puño de próspero lactante.
Y ahí nos quedamos aburridos. Según la orden no podíamos entretenernos en tocar al desmayado. ¿Qué íbamos a hacer? Quedarnos quietos, respirar el aire de segunda mano del cuarto, gorgotear aburrimiento. Cajoncito se puso a silbar Amores de estudiante y se cansó en seguida. El aludido no lo podía oír.
Nosotros soñábamos, y los ojos nos desaparecían, como los de las estatuas, mirando para adentro.
Yo adentro miraba La Rioja lejana que ardía de frío en la noche de junio. Bajo las estrellas heladas la tierra de La Rioja estaba presintiendo el temblor. Los de mi casa estarían tiritando sobre camas vencidas y, por los huecos que llaman ventanas, mirarían el cielo de seda, de plata. En La Rioja, las temibles estrellas frías con latidos de corazón estarían sembrando el cielo de señales de temblor. Un cielo muy puro, muy de seda, unas estrellas muy heladas, diría la gente y se callaría, sabiendo que son así las noches de temblor.
Mientras La Rioja lenta estaba ardiendo lujosamente de frío, Tabañal volvía a la desnuda Sección Especial, sin lujos. La grasa próspera de los hoyuelos se derritió alrededor de los huesos apenas cerró el puño, pero le quedó en las ancas inclinadas que se sacudían con los golpes. Los golpes caían fuertes sobre el estudiante que, desmayado o despierto, seguía moviendo la cabeza para decir no.
—No ¿qué? —preguntó Tabañal—. ¿No podés? ¿No querés? ¿No sabés?
Y se le puso la cara como jamón cocido, con el mismo color y las mismas vetas pálidas. Lo enardecía, seguro, un fuego de sol interno que desde sus tripas grasientas hasta los puños lo volvía un mediodía de candente ferocidad. En esas ocasiones era cuando Roque Abud secreteaba:
—Che, ¿a éste le gusta, o qué?
Al fin hubo un largo suspiro y quedó como cansado. Retiró su bolsa de intestinos del borde de la mesa y mostró un semblante vuelto a la palidez y al apaciguamiento.
—Llévenlo.
La lamparita chorreaba sobre los miembros despatarrados del estudiante. Lo agarramos de brazos y piernas y lo llevamos por corredores de luz macilenta que hería lo mismo nuestros ojos ardidos de humo y de insomnio. ¡Y la noche sólo empezaba! Pasamos por puertas metálicas que conducían a las piezas secretas y en una depositamos el fardo, con el suelo de colchón y los zapatos de almohada.
—Buen provecho —le dijo Cajoncito y se palmeó los ojos delicadamente para consolarlos por el poquito de tiempo que tendrían que esperar todavía antes de poder cerrarse.
Mientras Cajoncito mimaba a sus ojos, prometiéndoles que el trabajo se acabaría pronto, entró Sombira de golpe, hasta con el sobretodo trastornado. Traía a un hombre en son de amistad, no de otra cosa. La cara del hombre me golpeó adentro, me dio como ansiedad. ¿No la había visto en algún sitio borroso? Parecía como la palabra que ya sale y no sale, yo parecía estar callado, en la pista de esa identidad, no fuera a ser que por hablar perdiera del todo el rastro. Los muchachos, al contrario, hartos de sueño y de cansancio se despertaron de golpe a los chistes y la alegría. Se veía que a ellos el tipo no les hacía acordar de nada.
El hombre llegado en esa estela de intranquilidad que dejaba Sombira por donde pasaba, nos miró. Miraba por oleadas -lo poco que podía ver en esas tinieblas alumbradas apenas por la lucecita del corredor- ; en seguida bajó la cabeza y vio lo que había en el suelo. Le sentí la carne de gallina como si me hubiera dado a mí. Yo tengo esa facilidad, me puedo asustar de lo que se asusta otro. Hasta que me doy cuenta de que soy yo y no tengo por qué usar miedos que no son míos. No faltaría más. Este Aquiénmehacéacordar estaba aterrado. Y con asco. En una celda de dos por dos se sienten esas cosas, y más alguien como yo que de repente se va de su cuerpo y se instala con toda facilidad en otro. Ese otro estaba diciendo tan claramente como si hablara: Vienen de la locura, de la desesperación, de la enfermedad sanguinaria. Esos éramos nosotros, los que veníamos de todas esas cosas. Y yo me tenía asco y miedo, como él, y al mismo tiempo no. Deliraba de rabia contra ese tipo que quería vomitarnos como a comida podrida sólo porque era incapaz de entendernos.
De repente se puso de rodillas en el suelo. El instantáneo relámpago de la linterna de Sombira lo hizo brincar. Se calmó y trató de separarle los párpados al fardo, pero no pudo de tan machucados que estaban. Los muchachos alrededor hacían semicírculo. La cara verde del visitante, el color cadáver del fardo, los muchachos rodeándolos, me recordaban algo. El recuerdo estaba por estallar. ¡Ya! Ese retrato viejo que a veces sale en las revistas: Lección de anatomía.
El visitante consiguió abrir los ojos difíciles del tipo tirado, y se vieron unas pupilas que se movían como bolitas sin manija. Siempre mirándonos por ráfagas y quitándonos la mirada, murmuró:
—Conmoción cerebral. La sangre en la boca hace pensar en un derrame tuberculoso.
La carcajada de Sombira mostró una vez más que la sesera le picaba pero no sabía cómo rascársela. Se vendió:
—¿Tuberculosis? Usted me lo pone de pie porque a la picana se resiste bien. La resistió dos horas. Quiero en buen estado a este sujeto. Hay que insistirle —se abalanzó sobre la boca lastimada del estudiante para demostrar que todavía había allí una cantera de sangre que se podía explotar—. Y en caso de que no sea de aquí —volvió a sus maneras corteses y al ademán elegante de las manos que rozaron suavemente los labios manchados— hay otro sitios que se prestan muy bien. Los exploraremos, no vaya a creer.
Se reía, se reía, asentaba los dedos con un movimiento de delicado aleteo sobre la herida ya herrumbrada de la boca.
—¿Sabe usted, querido, que la agujita le anduvo por aquí y de eso es la sangre?
Su linterna se apagaba y se prendía, igual que la sonrisa con interruptor de esa María Schell del cine.
Un pedido despuntó, modoso, en la boca del doctor: agua para el preso, una cama, medicamentos.
—Roque —dijo Sombira—, una botella de la mejor agua mineral para el muchacho... ¡En seguida! —Roque Abud intentó decir pero.— En seguida, querido. Y usted viene conmigo, doctor, a tomar un cafecito. Así elige las inyecciones. Estamos bien provistos aquí.
La noche se puso de nuevo lenta después de que Sombira, pasándole un brazo por la espalda, se llevó al médico a su oficina. Roque salió a buscar la botella de la mejor agua. Nosotros nos fuimos para la luz. Cajoncito se enfriaba los ojos con los dedos pasmados de sueño. La noche para dormir andaba por otra parte. La noche de Cajoncito, la de todos nosotros, flor de la Sección Especial, se nos arqueaba alrededor para lanzarnos como flechas al corazón del deber.
—¿Dónde querés que vaya el pobre tipo a buscar agua a esta hora? —dijo alguien.
—¿Qué, te creés que es sonso? —contestó Cajoncito—. A la canilla.
Volvió Roque. Cajoncito se restregó las manos preparándose para la acción. En cuanto volviera Sombira vendría el calor a la celda, las camisas solas bastarían, si no sobraban. En seguida llegó Sombira con el médico, que traía la cara empañada por una preocupación. Se la alumbré bien con la linterna. Sombira pidió:
—Roque, la botella.
Desplegaba una cortesía vistosa. Arrodillado en el suelo sobre una sola rodilla, abrió la boca rota del estudiante y echó el agua delicadamente adentro. La garganta rumoreó, el agua gorjeante volvió a salir, dejando regueritos en la quijada, los hombros, el pecho, teñida ahora del rosa del naciente que tiene la nieve en el Famatina.
—¿Ve, querido? —preguntó Sombira al médico—. No puede. No podrá ingerir. —Y echó el agua de golpe, cambiados sus ademanes elegantes en una convulsión. —¿Ve? Nosotros también somos hombres de ciencia. Sabemos que tienen que venir unas cuantas horas de luz y unas cuantas de oscuridad antes de que a éste se le afloje el tubo de la tragada, todo íntegro, y pueda meterse algo dentro. Le pusimos el tubo duro como piedra. ¿No está convencido? Muchachos, vamos a convencer al doctor de que éste devuelve cualquier agua que se le meta. Traigan la lavativa.
Qué risa. Había que ver la cara del médico. Movió una mano: le bastaba, le bastaba la demostración, decía la mano. Sí, Sombira tenía más ciencia que él, admitía la mano.
—¿Ha visto, querido? —le preguntó, traspasado de dulzura.
Los muchachos sonreían. Cada sonrisa prolongaba la del vecino, era una sola soga para tender distintas diversiones. Sombira le aconsejó finalmente al médico:
—Tendría que aprender los efectos de la agujita eléctrica. El conocimiento no ocupa lugar y no se sabe nunca qué cosas le reserva a uno la vida.
El médico dijo entre dientes algo de una cama para el muchacho, las inyecciones, hielo en la cabeza.
—Pierda cuidado, querido.
Ya la noche nos llegaba desde una distancia inalcanzable. La orden de irnos era todo lo que esperaba nuestra sed de sueño. Y nadie la dio. Vino en cambio la de pasar al preso a una celda con todos los adelantos del confort moderno, ponerle inyecciones y tratarlo como a un cajetilla delicado de salud. Pero no vino de Sombira esa orden, vino de Winkel. Y cuando la cumplimos, dijo por fin que podíamos retirarnos. Cuando ya salía de la pieza se volvió a mirar y, sin mover las manos, amenazó al preso:
—Pobres de ustedes, traidores sin corazón de la patria.
Y tenía un aire fenómeno de antigüedad y justicia, como si fuera todos los jueces juntos desde el principio del mundo.
—Somos nosotros el chivo emisario, el blanco del odio de todas las cuevas del país. No comprenden el deber. Bastará con que lo comprendamos nosotros y lo llevemos adelante como una deformidad, si es necesario... La noche ha terminado, muchachos. Pueden irse. Terminó la ceremonia.
Quedó frente al escritorio, mirado por el gobernante desde su fotografía dedicada. El deber le marcaba las vértebras como con plomada, derechas, derechas. Era un termómetro con la temperatura del deber a cuarenta grados. Ya podía Tabañal derramarse sobre la camilla, y Sombira con sus caprichitos embeberse tanto de rabia como de diversión, el único jefe era Winkel, envoltura del hielo seco que le ardía adentro.
Entonces pudimos salir a la noche blanquecina y centelleante en nuestros ojos cansados. Yo me puse a andar por esta ciudad casi con miedo. Tan al borde del agua que algún día va a terminar por caerse.


de La última conquista del Angel”, 1977.

14 octubre, 2007

Noemí Ulla/Argentina, 1940)



Tarde de ensayo


a Flavia Lamborghini

Una de las últimas tardes de junio de 1998, Edna Rosenwald debía encontrarse con un viejo amigo en la puerta del teatro San Martín. Con los deseos de llegar a tiempo, después de muchos años de no verlo, Edna se adelantó, y al entrar por la calle Sarmiento, se puso a mirar una muestra de fotografías en blanco y negro, de esas que siempre se exponen en la galería del teatro. Disponía sólo de quince minutos. Echó una mirada sobre las fotos, eran todas de ciudades: Madrid, Santiago de Chile, La Paz, Lima, Londres y París. De pronto oyó las notas de un piano e intuyó que ese día había ensayo del ballet juvenil, de modo que se dirigió al vestíbulo central.

Un mundo de gente a los costados y al frente del bajo escenario donde ensayaban los bailarines apenas le permitió hacerse un espacio. Los reflectores molestaban su visión y la enceguecían. Trató de correrse de lugar entre el público de niños y de mayores; unos niños querían volver a casa, otros no querían irse de allí, fascinados por el movimiento de los bailarines. Cuando encontró un hueco desde donde mirar, observó la escena con tanta fascinación como los niños. De pronto sintió unos golpes suaves en uno de los hombros. También su viejo amigo, Mauricio Jaquetías, había acudido allí atraído por el encanto de la música y el baile. Se abrazaron. Hacía con exactitud once años que no se veían.

Después de los primeros asombros, al querer contarse todo atropelladamente, salieron de allí exaltados hasta encontrar la confitería "Premier", donde consiguieron una mesa desocupada como por milagro. Tanta era la gente que había en esa tarde de domingo. Se sentaron, copa de por medio, dispuestos a resarcirse de tantos años de distancia. Mauricio había vivido en el exterior y explicó a Edna cómo a su regreso al país, debió acostumbrase muy lentamente a un tipo de vida que había quedado en el olvido.

–Estás igual que siempre –dijo Mauricio.

–¿De veras?

–Sí, de veras.

–Ha de ser cierto. Todos me lo dicen. Mi mal, o mi secreto, es no haber crecido.

–¡Qué bromista! –dijo Mauricio.

Edna sintió de inmediato que su amigo había perdido la capacidad de réplica de otro tiempo. Había perdido el sentido de la ironía, quizá hasta el humor, pero, se dijo, es demasiado pronto para dar el pronóstico de su cambio.

Mauricio contó que el tiempo pasado fuera del país lo había alejado también del idioma, el que no había hablado sino con su mujer.

–Es casi cómico –dijo--. Cuando sabía que alguien llegaba de la Argentina a Estocolmo, corría a encontrarme, a deleitarme oyendo otra vez la lengua madre, esperaba con ansiedad que me contaran cosas de aquí, aunque los sucesos no fueran nada alentadores.

A Mauricio se le llenaron los ojos de lágrimas. Había perdido un hijo durante la última dictadura militar y sólo después de unos años decidió vivir en el extranjero, siguiendo a su mujer, que era una famosa médica dedicada a la cirugía plástica.

–¿Qué hacías en Estocolmo? ¿Qué hacías una tarde como ésta? –preguntó Edna.

–Puedo decir que tenía todo el tiempo para mí y la casa. La depresión que llevaba encima no me daba para otra cosa. Bebi debía trabajar muchas horas, con un sueldo excelente. A medida que fui sintiéndome mejor, pude organizar todo lo que fueran compras, provisiones, limpieza. Después formé un coro de voces jóvenes con el que ensayaba regularmente. ¿Qué hacía en una tarde como esta dijiste...? Iba al cine como ni te imaginás. No me quedó nada por ver de cuanto ciclo de cine había: cine francés, alemán, italiano, latinoamericano, ruso, inglés. Vi todo. Quería olvidar ¿sabés? y claro, trataba de hacerlo de una manera placentera.

–Me hago cargo. Para Bebi fue más fácil, tenía obligaciones fijas.

–¿Y las mías? Hacía el papel de un ama de casa... que nunca había hecho. ¿Te parece poco?

–Bueno, pero aquí es más duro ser ama de casa. En primer lugar tenían dinero, en segundo lugar, podías contratar empleadas domésticas, comprar electrodomésticos, comida hecha... qué sé yo.

–Nada de eso. Nos volvimos naturistas, y eso lleva su esfuerzo para la preparación de las comidas. Bebi también pasó las suyas, no creas que el trabajo la separaba de su pena. Además del dolor nuestro, los suecos no olvidaron nunca la muerte de la joven Dagmar Hagelin en los años del "proceso". Hay allí un Frente Latinoamericano contra la Impunidad, y ese clima de indignación por la política argentina de derechos humanos, crecía y crecía. Recordábamos a nuestro hijo desaparecido. Mucho más en ese entorno donde la gente te pregunta, te exige, te pide explicaciones. Al menos, en el medio en que nosotros estábamos, eso era como te cuento. Así que empecé a trabajar por el esclarecimiento de los desaparecidos. Y continúo, cada vez más entregado.

–Sí, aquí no nos damos cuenta de la indiferencia con que se vive aquella matanza.

–Exactamente, Edna. No se dan cuenta. No nos damos cuenta tengo que decir, porque ahora sí, vivo aquí.

–Es terrible –dijo Edna contenida.

Después Mauricio pensó que una buena comida haría olvidar esa conversación tan triste y caminaron unas cuadras hasta un restaurante que él recordaba de otros años. Se sentaron, encargaron los platos de comida después de mucho dudar sobre el menú ofrecido, y empezaron a hablar de la música coral. Edna escuchaba con mucha atención todo aquello que le era desconocido. Mauricio se había entusiasmado con el tema y contó a Edna cómo en esos largos años pasados en Suecia se había despertado en él de nuevo una pasión tan antigua. De niño había estudiado música y en la juventud era ya un buen ejecutante de violín, pero amores contrariados lo llevaron a abandonar ese instrumento. Ahora fue al revés, dijo Mauricio, el dolor me acercó entrañablemente a la música y al canto.

–¿Y vos, cómo has vivido estos años? –preguntó Mauricio.

La paella a la valenciana dejó en suspenso la respuesta de Edna, y de pronto, después de mirar a su alrededor como perdida, respondió:

–No sé por dónde empezar. Me pasaron tantas cosas... Murió mi padre, tuve dos hijos, me casé, me separé, fui amada y también engañada. A veces estuve aburrida, sobre todo de mi trabajo.

Edna advirtió que sin querer había hecho un rápido balance de su vida que no iba dirigido especialmente a Mauricio, o tal vez sí, sin embargo había estado dando algunos datos que él ya conocía.

–¿Seguís con la ebanistería? –preguntó Mauricio.

–Sí, pero con menor exigencia. Al morir mi padre, mis hermanos y mis chicos se hicieron cargo de las responsabilidades que yo había llevado sola durante quince años. Entre ellos se repartieron los asuntos y por fin pude dedicarme a otras cosas.

El maître pasó cerca de la mesa para saber si todo estaba en orden. Mauricio preguntó a Edna si se animaba a tomar otro tipo de vino. Él la estaba agasajando y hacía de ese encuentro un verdadero homenaje, diferente de los lejanos encuentros de otro tiempo.

–Te casaste demasiado joven... Recuerdo que te gustaban los idiomas extraños... –dijo él, pensativo.

–Me gustan, sí. Estoy aprendiendo chino y me perfeccioné en lo que sabía de inglés y de alemán. Quería leer a los poetas en su propio idioma.

–¡Ah, Edna, cómo hemos cambiado! A pesar de que te encuentro igual físicamente, no sé... veo que estás más intelectual, por decirlo así. Puede que mi manera de hablar sea la de otro tiempo. A veces me faltan palabras, mezclo en mi memoria el sueco, el inglés. Y el español, digo el argentino... lo voy recuperando de a poco.

Edna lo miró a los ojos y agregó:

–A mí también me parece que hemos cambiado, se me ocurre que vos sos el intelectual, no yo. Recién dijiste algo sobre las reuniones con el coro, la música, tu vida en Estocolmo, las maneras de amar de las mujeres y los hombres, los vínculos con otra gente, las costumbres, tan diferentes. Antes, no habrías observado así las cosas.

–Bueno, entonces ahora resulta que estamos dados vuelta. ¿Quién de los dos es el intelectual? – dijo él, con fingido enojo.

Desde la mesa que ocupaban junto a una amplia ventana podían ver la calle y a las personas que pasaban, divididas por la cortina. De los altos, veían progresar sus cabezas, de los bajos, sólo la coronilla. Edna sonrió.

–¿Qué estas pensando? –preguntó Mauricio.

Edna comentó la impresión que le causaban esas cabezas cortadas y él se rió también. Junto con ella se puso a observar las divisiones de los cuerpos que pasaban.

–Contáme qué es lo que más te gusta de los idiomas –dijo Mauricio.

–El sonido. Sin ninguna duda.

–¿Y cuál te gusta más?

–Todos. Cada uno de ellos suena de manera tan diversa que cómo podría decirte elijo éste o aquél. A veces prendo el televisor nada más que para oír hablar en otro idioma y estoy un largo rato escuchando cómo suena el francés, el italiano, el inglés, el español de los chilenos...

–Querida Edna, lo que te gusta tiene que ver con la música. Eso es lo que yo siento con la música y el canto.

–Claro, sí, es algo parecido –dijo ella asombrada. –Ahora, cuando leo de nuevo en inglés, siento cómo "The air rises with Shakespeare’s poetry". Cada uno de sus sonetos es una aventura con las palabras. Altas, bajas, llenan el aire de misterio juntándose como él quiso juntarlas o separarlas...

–Como todos los poetas de su tiempo, Shakespeare había estudiado música.

–Cierto, Mauricio, se adivina la música en la distribución de los sonidos. Además, me parece que lo sorprendente está en la manera de burlarse de todas las convenciones, de la moda de su tiempo, de los modelos de la poesía. Bueno, de los lugares comunes.

–Esto es lo que yo llamo eso de intelectual que hay ahora en vos.

–Debiste decir "en ti", Mauricio Jaquetías –dijo Edna bromeando.

Mauricio rió divertido. No pidieron postre. Sólo café y una copa de cognac. Ya estaban más a gusto. Los primeros momentos de desacuerdo o de vacilaciones interiores habían provocado en ella como un temblor de frío, pero ya habían cesado. Iban recuperando momentos de otro tiempo que se sumaban a éste, si es que el recuerdo compone también musicalmente, como cada uno de ellos a su modo, iba componiendo distintas vibraciones.

–¿ Me invitarás a comer a tu casa, con Bebi?

Él hizo un silencio que prefirió llenar de cognac.

–¿Pensás que todavía siente celos? –insistió Edna, y agregó persuasiva –Todo aquello quedó muy atrás.

–¿Lo creés de veras? –contestó Mauricio después de una pausa.

La respuesta de Edna fue el silencio, pero en la mirada de ambos el pasado ensayó el dibujo de una sonrisa.


de Juego de prendas y los dos corales, Buenos Aires, Simurg, 2003.


Noemí Ulla nació en 1940, en la ciudad de Santa Fe. Es autora de las novelas "Los que esperan el alba" y "Urdimbre"; y de los libros de cuentos "Ciudades", "El cerco del deseo" y "El ramito y otros cuentos". Publicó también los ensayos "Tango, rebelión y nostalgia", "Identidad rioplatense 1930: la escritura coloquial (Borges, Arlt, Hernández, Onetti)" e "Invenciones a dos voces: ficción y poesía en Silvina Ocampo", entre otros. Recibió el Premio de Novela de la Dirección de Cultura de la Provincia de Santa Fe (1967) y el Premio de Ensayo de la Subsecretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires (1990).

12 octubre, 2007

Julieta Pinto (San José,1922 )

"Tres nombres para la ausencia"

El avión se eleva encogiendo prados, ríos, ciudades, hasta dejarlas reducidas a un recuerdo o un sueño. Rolando trata de leer el periódico, pero yo sé que su mente vaga por los sitios abandonados con la figura dorada en todas las imágenes.

Liana apareció al comienzo de la mañana. Su piel traslúcida permitía adivinar la red invisible que sostenía el porte de la cabeza y el gesto voluntario de la boca. En ella estaban sumidas las generaciones que la antecedieron, ritos y creencias de una raza aún fijada en el el Arca de la Alianza, las palabras de Moisés y la exigencia de su alcurnia.

Llegó a nuestra casa en busca de una pintura de mi marido. La había visto en la sala de exposiciones del Museo y quería comprarla. No preguntó precio, ni la posibilidad de adquirirla, tenía la certeza de cumplir con su deseo. Sorprendida escuché la aceptación de Rolando con voz alegre. Me había acostumbrado a las palabras de los últimos meses, duras e inflexibles como latigazos y había olvidado las pronunciadas en un tiempo antiguo, casi perdido en el laberinto de la memoria. La mujer comenzó a hablar y si antes me había parecido la encarnación de alguna diosa, ahora fue la certeza. Nos tenía hechizados con sus movimientos cadenciosos, gestos rituales antiguos unidos a la belleza de la juventud, y palabras pronunciadas en un tono algo gutural que aumentaba el encanto. Hablaba bien el español, no cabía la menor duda, pero la particularidad del acento le concedía una dimensión diferente al alargar las sílabas o quebrar voces.

Atrapado en una atmósfera mágica, donde se conjugaban signos y recuerdos largamente olvidados, con otros de reciente formación, entre en un tiempo sin relojes y la mañana se convirtió en celaje, llegó la noche y su carga de misterio; nos encontramos en una casa desconocida, donde todo desde el umbral con una vid arrollada en los horcones, hasta la puertecilla que comunicaba al jardín, tenían el aire de lo esperado. La comida de platillos ajenos al sabor cotidiano, combinó muy bien con el aire impregnado por el incienso que humeaba en cuencos de metal labrado.

En la madrugada, gotas de luz disiparon la noche; no pude desprender mis ojos de los gestos lentos de mi interlocutora y los torné a mi marido. La posición alerta de su cuerpo, la cara tensa, los ojos brillantes y la boca entreabierta, me hicieron recordar el tiempo ido para siempre en la estela de los días. Mi corazón saltó y escuché con asombro el ritmo que nunca creí renaciera del acervo de escombros acumulados.Una mano leve en mi hombro, mano de hada o de diosa, volvió mi cabeza hacia ella y me invitó a descansar.“Hay una cama tendida en el cuarto de huéspedes, te gustará el lugar”.Caminé en la dirección indicada y caí dormida encima de la cama, sin tiempo de desvestirme. Sueños extraños poblaron mi mente, luchas heroicas entre diosesgriegos. Liana participaba en ellas convertida en walkiria, diosa, bruja, descendiente del desierto o arcángel vengador.Yo en la sombra, en la observación de encuentros dirigidos por un destino ajeno a mi voluntad durmiente.

Me desperté buscando a mi lado la figura de mi marido, pero no había nadie en la cama ni en el cuarto. Salí y escuché risas alegres al otro extremo de la casa. Los encontré desayunando en una pequeña mesa cubierta por un mantel parecido al que mi abuela usaba en los día del almuerzo familiar.(Es del extranjero, nos decía siempre, me lo trajo Juan en uno de sus viajes) .No tuve tiempo de detenerme en el pensamiento que podía solucionar un montón de incógnitassobre aquel país extranjero, porque Liana acercándose a mí me besó efusivamente.“¿Dormiste bien, cariño?”, mientras su brazo en mi cintura me dirigía al lado de Rolando, quien delante de una taza de café y diversa clases de panecillos, comía vorazmente.Continuó sonriendo: “desde que murió mi marido no me acuerdo de haber sido tan feliz”. Su cara irradiaba luz y me sentí contagiada. Lejos habían quedado los despertares angustiantes con la cotidianidad de los días, el mal genio de Rolando, el hastío del desamor y los papeles del divorcio. “Quisiera pintarlas; las dos juntas ofrecen un contraste interesantísimo“, expresó mi marido. Miré el color de mi piel morena del cruce de razas, imaginélos ojos negros tan oscuros que al comienzo del matrimonio Rolando se sumergía en ellos diciéndome que algún día descubriría su misterio. Últimamente habían tomado un color borroso, como de ropa demasiado gastada o enmohecida por falta de uso. Los ojos de Liana eran dorados como su piel y su mano reposaba sobre la mía con la confianza que concede la amistad de muchos años. No intenté retirarla, era natural que así fuera y que su otra mano ciñera la de mi marido.

Tomado de : Relatos de mujeres: antología de narradoras de Costa Rica. San José: Editorial Mujeres, 1996.

Nació en la ciudad de San José en 1922. Cursó estudios primarios en el Colegio Superior de Señoritas, luego ingresó a la Universidad de Costa Rica donde obtuvo la licenciatura en Filología. Viajó a Francia y allí realizó estudios de Sociología de la Literatura.
Fue directora de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Universidad Nacional de Heredia. Asimismo, sirvió en algunos cargos de la administración pública, movida solamente por sus inquietudes sociales, la cual ha incrementado sus experiencias en tal sentido, permitiéndole conocer mucho más a fondo muchas de las angustias y necesidades de los sectores campesinos y urbanos relegados siempre por los grupos detentadores de los poderes políticos y económicos.
Pero a esos intereses por los problemas de orden social, se aúna su preocupación por asimilar a las nuevas técnicas formales de la narrativa actual, cuyo proceso de ruptura con las formas tradicionales es evidente su obra.
Ha colaborado publicando poesía, cuento, ensayo, en gran cantidad de revistas y diarios tanto nacionales como del extranjeros, entre los más destacados "La Nación"; "La República", suplemento "Áncora"; "La Prensa Libre"; "Revista de Cultura"; "Contrapunto"; "Kañina", y muchas otras más. Su prosa se ha integrado ha diferentes antologías tanto dentro como fuera del país.
Cuentos de la tierra, 1963, Si se oyera el silencio, 1967, La estación que sigue al verano, 1969, Los marginados, 1970, A la vuelta de la esquina, 1975, El sermón de lo cotidiano, 1977, David, 1979, El eco de los pasos, 1979, Abrir los ojos, 1982, La lagartija de la panza color musgo, 1986, Entre el sol y la neblina, 1987, Historias de Navidad, 1988, Tierra de espejismo, 1993, El despertar de Lázaro, 1994, El lenguaje de la lluvia, 2001, El niño que vivía en dos casas, 2002.

02 octubre, 2007

Silvia Molina(México,1946)


La casa nueva
...............................................A Elena Poniatowska


Claro que no creo en la suerte, mamá. Ya está usted como mi papá. No me diga que fue un soñador; era un enfermo —con el perdón de usted—. ¿Qué otra cosa? Para mí, la fortuna está ahí o, de plano, no está. Nada de que nos vamos a sacar la lotería. ¿Cuál lotería? No, mamá. La vida no es ninguna ilusión; es la vida, y se acabó. Está bueno para los niños que creen en todo: "Te voy a traer la camita", y de tanto esperar, pues se van olvidando. Aunque le diré. A veces, pasa el tiempo y uno se niega a olvidar ciertas promesas; como aquella tarde en que mi papá me llevó a ver la casa nueva de la colonia Anzures.


El trayecto en el camión, desde la San Rafael, me pareció diferente, mamá. Como si fuera otro... Me iba fijando en los árboles —se llaman fresnos, insistía él—, en los camellones repletos de flores anaranjadas y amarillas —son girasoles y margaritas—, decía.


Miles de veces habíamos recorrido Melchor Ocampo, pero nunca hasta Gutemberg. La amplitud y la limpieza de las calles me gustaba cada vez más. No quería recordar la San Rafael, tan triste y tan vieja: "No está sucia, son los años", repelaba usted siempre, mamá. ¿Se acuerda? Tampoco quería pensar en nuestra privada sin intimidad y sin agua.


Mi papá se detuvo antes de entrar y me preguntó:
— ¿Que te parece? Un sueño, ¿verdad?
Tenía la reja blanca, recién pintada. A través de ella vi por primera vez la casa nueva...

La cuidaba un hombre uniformado. Se me hizo tan... igual que cuando usted compra una tela: olor a nuevo, a fresco, a ganas de sentirla.


Abrí bien los ojos, mamá. Él me llevaba de aquí para allá de la mano. Cuando subimos me dijo:


—Ésta va a ser tu recámara.

Había inflado el pecho y hasta parecía que se le cortaba la voz de la emoción. Para mí solita, pensé. Ya no tendría que dormir con mis hermanos. Apenas abrí una puerta, él se apresuró:


—Para que guardes la ropa.

Y la verdad, la puse allí, muy acomodadita en las tablas, y mis tres vestidos colgados, y mis tesoros en aquellos cajones. Me dieron ganas de saltar en la cama del gusto, pero él me detuvo y abrió la otra puerta:


—Mira, murmuró, un baño.

Y yo me tendí con el pensamiento en aquella tina inmensa, suelto mi cuerpo para que el agua lo arrullara.

Luego me enseñó su recámara, su baño, su vestidor. Se enrollaba el bigote como cuando estaba ansioso. Y yo, mamá, la sospeche enlazada a él en esa camota —no se parecía en nada a la suya—, en la que harían sus cosas sin que sus hijos escucháramos. Después, salió usted recién bañada, olorosa a durazno, a manzana, a limpio. Contenta, mamá, muy contenta de haberlo abrazado a solas, sin la perturbación ni los lloridos de mis hermanos.

Pasamos por el cuarto de las niñas, rosa como sus mejillas y las camitas gemelas; y luego, mamá, por el cuarto de los niños que "ya verás, acá van a poner los cochecitos y los soldados". Anduvimos por la sala, porque tenía sala; y por el comedor y por la cocina y por el cuarto de lavar y planchar. Me subió hasta la azotea y me bajó de prisa porque "tienes que ver el cuarto para mi restirador". Y lo encerré ahí para que hiciera sus dibujos sin gritos ni peleas, sin niños cállense que su papá está trabajando, que se quema las pestañas de dibujante para darnos de comer.


No quería irme de allí nunca, mamá. Aun encerrada viviría feliz. Esperaría a que llegaran ustedes, miraría las paredes lisitas, me sentaría en los pisos de mosaico, en las alfombras, en la sala acojinada; me bañaría en cada uno de los baños; subiría y bajaría cientos, miles de veces la escalera de piedra y la de caracol; hornearía muchos panes para saborearlos despacito en el comedor. Allí esperaría la llegada de usted, mamá, la de Anita, de Rebe, de Gonza, del bebé, y mientras, también escribiría una composición para la escuela: La casa nueva.

En esta casa, mi familia va a ser feliz. Mi mamá no se volverá a quejar de la mugre en que vivimos. Mi papá no irá a la cantina; llegará temprano a dibujar. Yo voy a tener mi cuartito, mío, para mí solita; y mis hermanos...

No sé qué me dio por soltarme de su mano, mamá. Corrí escaleras arriba, a mi recámara, a verla otra vez, a mirar bien los muebles y su gran ventanal; y toqué la cama para estar segura de que no era una de tantas promesas de mi papá, que allí estaba todo tan real como yo misma, cuando el hombre uniformado me ordenó:


—Bájate, vamos a cerrar.

Casi ruedo las escaleras, el corazón se me salía por la boca:


—¿Cómo que van a cerrar, papá? ¿No es mi recámara?

Ni con el tiempo he podido olvidar: ¡Qué iba a ser nuestra cuando se hiciera la rifa!



Silvia Molina:Narradora, ensayista y editora. Realizó estudios en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México.
En 1977 fue acreedora del Premio Xavier Villaurrutia 1977, por su novela La mañana debe seguir gris. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, 1979 -1980 y del International Writing Program de la Universidad de Iowa. Estados Unidos, 1991.
Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al francés y al alemán. Entres sus textos destacan las novelas: Ascensión Tun (1981), La familia vino del norte (1988), Imagen de Héctor (1990), El amor me juraste (1998); los libros de cuentos: Lides de estaño (1984), Dicen que me case yo (1989) y Un hombre cerca (1992). También ha escrito ensayo y literatura infantil.
Una Nota a Silvia Molina

23 septiembre, 2007

Marina Colasanti - Etiopía 1937, Brasil -

Siete años y siete másÉrase una vez un rey que tenía una hija. No tenía dos, tenía una, y como sólo tenía esa, la quería más que a cualquier otra.

La princesa también quería mucho al padre, más que a cualquier otro, hasta el día que llegó el príncipe. Entonces ella quiso al príncipe más que a cualquier otro.

El padre, que no tenía otra a quien querer, pensó que el príncipe no servía. Ordenó investigar y descubrió que el joven no había acabado los estudios, no tenía posición y su reino era pobre. Era bueno, dijeron, pero, en fin, no era ningún marido ideal para una hija a quien el padre quería más que a cualquier otra.

Llamó entonces el rey al hada, madrina de la princesa. Pensaron, pensaron, y llegaron a la conclusión de que lo mejor era hacer dormir a la muchacha. ¡Quién sabe! Quizás en el sueño soñaba con otro y se olvidaba del joven.
Dicho y hecho, dieron una bebida mágica a la muchacha, que se durmió enseguida sin decir ni buenas noches.

Acostaron a la muchacha sobre una cama enorme, en un cuarto enorme, dentro de otro cuarto enorme, a donde se llegaba por un corredor enorme. Siete puertas enormes escondían la pequeña entrada del enorme corredor. Cavaron siete fosos alrededor del castillo. Plantaron siete enredaderas en las siete esquinas del castillo. Y pusieron siete guardias.

El príncipe, al saber que su hermosa dama dormía por obra de la magia, y que así pensaban apartarla de él, no tuvo dudas. Mandó construir un castillo con siete fosos y siete plantas. Se acostó sobre una cama enorme, en un cuarto enorme, a donde se llegaba por un corredor enorme custodiado por siete enormes puertas, y comenzó a dormir.

Siete años pasaron, y siete más. Las plantas crecieron alrededor. Los guardias desaparecieron bajo las plantas. Las arañas tejieron cortinas de plata alrededor de las camas, en las salas enormes, en los enormes corredores. Y los príncipes durmieron en sus capullos.

Pero la princesa no soñó con ninguno que no fuera su príncipe. Por la mañana, soñaba que lo veía debajo de su ventana tocando el laúd. Por la tarde, soñaba que se sentaban en la terraza, y que él jugaba con el halcón y con los perros, mientras ella bordaba en el bastidor. Y por la noche, soñaba que la luna estaba alta y que las arañas tejían sobre su sueño.

Y el príncipe no soñó con ninguna que no fuera su princesa. Por la mañana, soñaba que veía sus cabellos en la ventana, y que tocaba el laúd para ella. Por la tarde, soñaba que se sentaban en la terraza, y que ella bordaba, mientras él jugaba con los perros y con el halcón. Y por la noche, soñaba que la luna estaba alta y que las arañas tejían.

Hasta el día en que ambos soñaron que había llegado la hora de casarse, y soñaron un casamiento con fiesta y música y bailes. Y soñaron que tuvieron muchos hijos y que fueron muy felices por el resto de sus vidas.


Traducción de Antonio Orlando Rodríguez y Sergio Andricaín (del original “Sete anos e mais sete”, en Uma idéia toda azul, de Marina Colasanti. Rio de Janeiro: Editorial Nordica Ltda., 1979).

Marina Colasanti nació en Asmara, Etiopía, en 1937. Pasó gran parte de su infancia en Italia y, en 1948, se trasladó con su familia a Brasil, donde ha vivido desde entonces. Escritora, periodista y pintora. Para los niños y jóvenes, ha escrito obras como Una idea toda azul (de donde proviene el cuento que reproducimos), En el laberinto del viento, Ana Z., ¿adónde vas?, La mano en la masa, Entre la espada y la rosa y Lejos como mi querer.
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