Tarde de ensayo
a Flavia Lamborghini
Una de las últimas tardes de junio de 1998, Edna Rosenwald debía encontrarse con un viejo amigo en la puerta del teatro San Martín. Con los deseos de llegar a tiempo, después de muchos años de no verlo, Edna se adelantó, y al entrar por la calle Sarmiento, se puso a mirar una muestra de fotografías en blanco y negro, de esas que siempre se exponen en la galería del teatro. Disponía sólo de quince minutos. Echó una mirada sobre las fotos, eran todas de ciudades: Madrid, Santiago de Chile, La Paz, Lima, Londres y París. De pronto oyó las notas de un piano e intuyó que ese día había ensayo del ballet juvenil, de modo que se dirigió al vestíbulo central.
Un mundo de gente a los costados y al frente del bajo escenario donde ensayaban los bailarines apenas le permitió hacerse un espacio. Los reflectores molestaban su visión y la enceguecían. Trató de correrse de lugar entre el público de niños y de mayores; unos niños querían volver a casa, otros no querían irse de allí, fascinados por el movimiento de los bailarines. Cuando encontró un hueco desde donde mirar, observó la escena con tanta fascinación como los niños. De pronto sintió unos golpes suaves en uno de los hombros. También su viejo amigo, Mauricio Jaquetías, había acudido allí atraído por el encanto de la música y el baile. Se abrazaron. Hacía con exactitud once años que no se veían.
Después de los primeros asombros, al querer contarse todo atropelladamente, salieron de allí exaltados hasta encontrar la confitería "Premier", donde consiguieron una mesa desocupada como por milagro. Tanta era la gente que había en esa tarde de domingo. Se sentaron, copa de por medio, dispuestos a resarcirse de tantos años de distancia. Mauricio había vivido en el exterior y explicó a Edna cómo a su regreso al país, debió acostumbrase muy lentamente a un tipo de vida que había quedado en el olvido.
–Estás igual que siempre –dijo Mauricio.
–¿De veras?
–Sí, de veras.
–Ha de ser cierto. Todos me lo dicen. Mi mal, o mi secreto, es no haber crecido.
–¡Qué bromista! –dijo Mauricio.
Edna sintió de inmediato que su amigo había perdido la capacidad de réplica de otro tiempo. Había perdido el sentido de la ironía, quizá hasta el humor, pero, se dijo, es demasiado pronto para dar el pronóstico de su cambio.
Mauricio contó que el tiempo pasado fuera del país lo había alejado también del idioma, el que no había hablado sino con su mujer.
–Es casi cómico –dijo--. Cuando sabía que alguien llegaba de la Argentina a Estocolmo, corría a encontrarme, a deleitarme oyendo otra vez la lengua madre, esperaba con ansiedad que me contaran cosas de aquí, aunque los sucesos no fueran nada alentadores.
A Mauricio se le llenaron los ojos de lágrimas. Había perdido un hijo durante la última dictadura militar y sólo después de unos años decidió vivir en el extranjero, siguiendo a su mujer, que era una famosa médica dedicada a la cirugía plástica.
–¿Qué hacías en Estocolmo? ¿Qué hacías una tarde como ésta? –preguntó Edna.
–Puedo decir que tenía todo el tiempo para mí y la casa. La depresión que llevaba encima no me daba para otra cosa. Bebi debía trabajar muchas horas, con un sueldo excelente. A medida que fui sintiéndome mejor, pude organizar todo lo que fueran compras, provisiones, limpieza. Después formé un coro de voces jóvenes con el que ensayaba regularmente. ¿Qué hacía en una tarde como esta dijiste...? Iba al cine como ni te imaginás. No me quedó nada por ver de cuanto ciclo de cine había: cine francés, alemán, italiano, latinoamericano, ruso, inglés. Vi todo. Quería olvidar ¿sabés? y claro, trataba de hacerlo de una manera placentera.
–Me hago cargo. Para Bebi fue más fácil, tenía obligaciones fijas.
–¿Y las mías? Hacía el papel de un ama de casa... que nunca había hecho. ¿Te parece poco?
–Bueno, pero aquí es más duro ser ama de casa. En primer lugar tenían dinero, en segundo lugar, podías contratar empleadas domésticas, comprar electrodomésticos, comida hecha... qué sé yo.
–Nada de eso. Nos volvimos naturistas, y eso lleva su esfuerzo para la preparación de las comidas. Bebi también pasó las suyas, no creas que el trabajo la separaba de su pena. Además del dolor nuestro, los suecos no olvidaron nunca la muerte de la joven Dagmar Hagelin en los años del "proceso". Hay allí un Frente Latinoamericano contra la Impunidad, y ese clima de indignación por la política argentina de derechos humanos, crecía y crecía. Recordábamos a nuestro hijo desaparecido. Mucho más en ese entorno donde la gente te pregunta, te exige, te pide explicaciones. Al menos, en el medio en que nosotros estábamos, eso era como te cuento. Así que empecé a trabajar por el esclarecimiento de los desaparecidos. Y continúo, cada vez más entregado.
–Sí, aquí no nos damos cuenta de la indiferencia con que se vive aquella matanza.
–Exactamente, Edna. No se dan cuenta. No nos damos cuenta tengo que decir, porque ahora sí, vivo aquí.
–Es terrible –dijo Edna contenida.
Después Mauricio pensó que una buena comida haría olvidar esa conversación tan triste y caminaron unas cuadras hasta un restaurante que él recordaba de otros años. Se sentaron, encargaron los platos de comida después de mucho dudar sobre el menú ofrecido, y empezaron a hablar de la música coral. Edna escuchaba con mucha atención todo aquello que le era desconocido. Mauricio se había entusiasmado con el tema y contó a Edna cómo en esos largos años pasados en Suecia se había despertado en él de nuevo una pasión tan antigua. De niño había estudiado música y en la juventud era ya un buen ejecutante de violín, pero amores contrariados lo llevaron a abandonar ese instrumento. Ahora fue al revés, dijo Mauricio, el dolor me acercó entrañablemente a la música y al canto.
–¿Y vos, cómo has vivido estos años? –preguntó Mauricio.
La paella a la valenciana dejó en suspenso la respuesta de Edna, y de pronto, después de mirar a su alrededor como perdida, respondió:
–No sé por dónde empezar. Me pasaron tantas cosas... Murió mi padre, tuve dos hijos, me casé, me separé, fui amada y también engañada. A veces estuve aburrida, sobre todo de mi trabajo.
Edna advirtió que sin querer había hecho un rápido balance de su vida que no iba dirigido especialmente a Mauricio, o tal vez sí, sin embargo había estado dando algunos datos que él ya conocía.
–¿Seguís con la ebanistería? –preguntó Mauricio.
–Sí, pero con menor exigencia. Al morir mi padre, mis hermanos y mis chicos se hicieron cargo de las responsabilidades que yo había llevado sola durante quince años. Entre ellos se repartieron los asuntos y por fin pude dedicarme a otras cosas.
El maître pasó cerca de la mesa para saber si todo estaba en orden. Mauricio preguntó a Edna si se animaba a tomar otro tipo de vino. Él la estaba agasajando y hacía de ese encuentro un verdadero homenaje, diferente de los lejanos encuentros de otro tiempo.
–Te casaste demasiado joven... Recuerdo que te gustaban los idiomas extraños... –dijo él, pensativo.
–Me gustan, sí. Estoy aprendiendo chino y me perfeccioné en lo que sabía de inglés y de alemán. Quería leer a los poetas en su propio idioma.
–¡Ah, Edna, cómo hemos cambiado! A pesar de que te encuentro igual físicamente, no sé... veo que estás más intelectual, por decirlo así. Puede que mi manera de hablar sea la de otro tiempo. A veces me faltan palabras, mezclo en mi memoria el sueco, el inglés. Y el español, digo el argentino... lo voy recuperando de a poco.
Edna lo miró a los ojos y agregó:
–A mí también me parece que hemos cambiado, se me ocurre que vos sos el intelectual, no yo. Recién dijiste algo sobre las reuniones con el coro, la música, tu vida en Estocolmo, las maneras de amar de las mujeres y los hombres, los vínculos con otra gente, las costumbres, tan diferentes. Antes, no habrías observado así las cosas.
–Bueno, entonces ahora resulta que estamos dados vuelta. ¿Quién de los dos es el intelectual? – dijo él, con fingido enojo.
Desde la mesa que ocupaban junto a una amplia ventana podían ver la calle y a las personas que pasaban, divididas por la cortina. De los altos, veían progresar sus cabezas, de los bajos, sólo la coronilla. Edna sonrió.
–¿Qué estas pensando? –preguntó Mauricio.
Edna comentó la impresión que le causaban esas cabezas cortadas y él se rió también. Junto con ella se puso a observar las divisiones de los cuerpos que pasaban.
–Contáme qué es lo que más te gusta de los idiomas –dijo Mauricio.
–El sonido. Sin ninguna duda.
–¿Y cuál te gusta más?
–Todos. Cada uno de ellos suena de manera tan diversa que cómo podría decirte elijo éste o aquél. A veces prendo el televisor nada más que para oír hablar en otro idioma y estoy un largo rato escuchando cómo suena el francés, el italiano, el inglés, el español de los chilenos...
–Querida Edna, lo que te gusta tiene que ver con la música. Eso es lo que yo siento con la música y el canto.
–Claro, sí, es algo parecido –dijo ella asombrada. –Ahora, cuando leo de nuevo en inglés, siento cómo "The air rises with Shakespeare’s poetry". Cada uno de sus sonetos es una aventura con las palabras. Altas, bajas, llenan el aire de misterio juntándose como él quiso juntarlas o separarlas...
–Como todos los poetas de su tiempo, Shakespeare había estudiado música.
–Cierto, Mauricio, se adivina la música en la distribución de los sonidos. Además, me parece que lo sorprendente está en la manera de burlarse de todas las convenciones, de la moda de su tiempo, de los modelos de la poesía. Bueno, de los lugares comunes.
–Esto es lo que yo llamo eso de intelectual que hay ahora en vos.
–Debiste decir "en ti", Mauricio Jaquetías –dijo Edna bromeando.
Mauricio rió divertido. No pidieron postre. Sólo café y una copa de cognac. Ya estaban más a gusto. Los primeros momentos de desacuerdo o de vacilaciones interiores habían provocado en ella como un temblor de frío, pero ya habían cesado. Iban recuperando momentos de otro tiempo que se sumaban a éste, si es que el recuerdo compone también musicalmente, como cada uno de ellos a su modo, iba componiendo distintas vibraciones.
–¿ Me invitarás a comer a tu casa, con Bebi?
Él hizo un silencio que prefirió llenar de cognac.
–¿Pensás que todavía siente celos? –insistió Edna, y agregó persuasiva –Todo aquello quedó muy atrás.
–¿Lo creés de veras? –contestó Mauricio después de una pausa.
La respuesta de Edna fue el silencio, pero en la mirada de ambos el pasado ensayó el dibujo de una sonrisa.
de Juego de prendas y los dos corales, Buenos Aires, Simurg, 2003.
Noemí Ulla nació en 1940, en la ciudad de Santa Fe. Es autora de las novelas "Los que esperan el alba" y "Urdimbre"; y de los libros de cuentos "Ciudades", "El cerco del deseo" y "El ramito y otros cuentos". Publicó también los ensayos "Tango, rebelión y nostalgia", "Identidad rioplatense 1930: la escritura coloquial (Borges, Arlt, Hernández, Onetti)" e "Invenciones a dos voces: ficción y poesía en Silvina Ocampo", entre otros. Recibió el Premio de Novela de la Dirección de Cultura de la Provincia de Santa Fe (1967) y el Premio de Ensayo de la Subsecretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires (1990).
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