16 octubre, 2007

Elvira Orphée

"Lo que ellos llaman tortura pertenece a un orden sobrenatural,
como el cielo o el infierno." 


CAPITULO 1: CEREMONIA

El petardo estalló en la Plaza de Mayo y nosotros encontramos a los culpables en menos que se dice Santo Pilato te ato la cola y no te desato. ¡Compadritos!
El sol en la Sección Especial es medio ciego. Pero en algunos puntos de la ciudad el crepúsculo estaba flameando como polvareda del Chacho en los Colorados. Y de ahí venían los del petardo, de ese atardecer a nuestras piezas ciegas. También venía de afuera el oficial Winkel, todavía bañado de poniente, con un río de luz derramándosele por el lomo largo y los cabellos rojizos. Nos habló así:
—Cumplir con su deber cualquiera cumple. A la gloria y al ascenso no hay sólo que buscarlos, hay que encontrarlos. Están permitidos todos los métodos para perfeccionar a la mejor del mundo. Semáforo verde a la imaginación. Inventen. A estos desperdicios hay que mostrarles que presentimiento de traidor se cumple siempre.
Varios fueron los jefes que tuve. Sólo Winkel dejaba las manos a los costados del pantalón, marciales. ¿Las de otros? Daba risa ver cómo arrugaban el aire. Si es que no lo recorrían con ademanes regordetes cargados de indecencia.
Yo conocí los métodos del gordo Tabañal y los cambiadizos de Sombira, tan revoloteador él. No conocía los de Winkel. Tampoco los conocí esa noche. Pero cuando me llegó el momento de entrar en el cuarto misterioso o cuarto amarillo como quiera llamársele, para mí, para cualquiera de los que estuvieron allí, será inolvidable la imagen del oficial Winkel, acunándose suavemente de los talones a las puntas de los pies, de la punta de los talones. Acunándose, hipnotizado. ¿Por qué si no por el cumplimiento de su misión? Limpio, limpísimo, reluciente. Su aire de voluntad, de deber, de presentido triunfo, qué sé yo, lo limpiaban más que el jabón y el agua. Y a propósito de limpieza, en cuanto vio los algodones manchados de granate señaló el suelo.
—Afuera esa porquería.
Cajoncito dijo:
—No tuvimos tiempo de sacarlos. Ni intención —hizo un guiño para que Winkel entendiera.
Y Winkel entendió.
—Yo no sé quién da esas órdenes cretinas. Los sentidos deben funcionar aquí, todos, menos la vista. ¿Entonces?
Cajoncito no se iba a quedar sin contestar.
—Entendido, mi oficial principal. Pero nos dicen que cuando los tipos entren mejor dejarlos ver.
—Ya deberían venir vendados. No deben ver los ojos aquí dentro. Ni dónde están exactamente ni quiénes somos. El trabajo tiene que ser perfecto. Engordar el miedo, sí, pero no en medio de la porquería.
Eso dijo y salió, blanco de desprecio. Cajoncito rezongaba mirando al piso:
—Andá a entender. ¿No te encargan acaso que dejés en el camino cualquier cosa que sirva para enloquecerlos de entrada?
La lamparita colgada del techo en medio de la pieza mandaba rayos oblicuos desde su visera verde. Nos pusimos en círculo, cada uno al final de un rayo luminoso. Detrás del círculo la oscuridad nos tanteaba las espaldas. Todavía no había asomado ninguno de los otros jefes. Pero en la mesa, justo bajo la bombita de luz, estaba artísticamente colocado el hombre. Ojos vendados como corresponde, ropa sacada en parte. La que le quedaba se la subimos por donde se la teníamos que subir, descubriendo pequeñeces que hicieron decir a Roque Abud:
—Un angelote.
Los muchachos se rieron en sordina. Lo estaqueamos que ni Tupac Amarú. El empezó a salir de su aturdimiento o desmayo.
—Yo digo que éste ha de ser enfermo del hígado. Mirá qué color tiene. Por algún golpecito que habrá recibido de propina.
El Kalisay le estaba examinando la panza un poco machucada. Cajoncito, con los bigotes que se le movían divertidos, se sentó a caballo sobre una silla y corcoveó para imitar lo que iba a hacer el estaqueado dentro de un rato. Disfrazando la voz dijo, chillón:
—Te hará acordar de otros corcoveos, pibe.
El de la camilla ya estaba consciente.
De repente la oscuridad ondeó como un tul detrás de nosotros. Era el aire que movía el gordo Tabañal al entrar. Él habló sin fingir la voz:
—Ah, otro estudiantito. Si no larga el rollo lo empalamos.
Lo deletreó bien para que nadie se confundiera sobre lo que le esperaba, y menos que nadie el interesado. Vino a colocarse junto a nosotros bajo la bombita, tormentosamente pálido. Tan gordo y tan pálido, color de grasa. En seguida dio la orden: diez. Las descargas cosquillearon el cuerpo con una testarudez un poco bromista, como la nuestra, haciéndole dar golpecitos telegráficos. Nos fuimos a los diez puntos. Empezaron los golpes de lastimar canguros. Cajoncito estaba para aguantarlo al preso, sentado sobre sus rodillas, no se fuera a hacer nana.
—Un verdadero Sacco y Vanzetto —dijo Roque Abud moviendo la cabeza, descorazonado por la terquedad del estudiante. Lo espiaba en su nuevo desmayo, sacada la venda de los ojos, le tocaba la sangre que le corría por la boca. Ni veinte minutos había aguantado, en seguida se derritió por todos lados y estaba blanqueando el ojo.
Tabañal se inclinó sobre la camilla, los pechos como zapallitos bajo la camisa. Después se enderezó y alargó un brazo hacia atrás. Alguien le alcanzó el saco.
—Salgo. Nadie lo reanime. Lo reanimaré yo cuando vuelva —y se acarició los hoyuelos de su puño de próspero lactante.
Y ahí nos quedamos aburridos. Según la orden no podíamos entretenernos en tocar al desmayado. ¿Qué íbamos a hacer? Quedarnos quietos, respirar el aire de segunda mano del cuarto, gorgotear aburrimiento. Cajoncito se puso a silbar Amores de estudiante y se cansó en seguida. El aludido no lo podía oír.
Nosotros soñábamos, y los ojos nos desaparecían, como los de las estatuas, mirando para adentro.
Yo adentro miraba La Rioja lejana que ardía de frío en la noche de junio. Bajo las estrellas heladas la tierra de La Rioja estaba presintiendo el temblor. Los de mi casa estarían tiritando sobre camas vencidas y, por los huecos que llaman ventanas, mirarían el cielo de seda, de plata. En La Rioja, las temibles estrellas frías con latidos de corazón estarían sembrando el cielo de señales de temblor. Un cielo muy puro, muy de seda, unas estrellas muy heladas, diría la gente y se callaría, sabiendo que son así las noches de temblor.
Mientras La Rioja lenta estaba ardiendo lujosamente de frío, Tabañal volvía a la desnuda Sección Especial, sin lujos. La grasa próspera de los hoyuelos se derritió alrededor de los huesos apenas cerró el puño, pero le quedó en las ancas inclinadas que se sacudían con los golpes. Los golpes caían fuertes sobre el estudiante que, desmayado o despierto, seguía moviendo la cabeza para decir no.
—No ¿qué? —preguntó Tabañal—. ¿No podés? ¿No querés? ¿No sabés?
Y se le puso la cara como jamón cocido, con el mismo color y las mismas vetas pálidas. Lo enardecía, seguro, un fuego de sol interno que desde sus tripas grasientas hasta los puños lo volvía un mediodía de candente ferocidad. En esas ocasiones era cuando Roque Abud secreteaba:
—Che, ¿a éste le gusta, o qué?
Al fin hubo un largo suspiro y quedó como cansado. Retiró su bolsa de intestinos del borde de la mesa y mostró un semblante vuelto a la palidez y al apaciguamiento.
—Llévenlo.
La lamparita chorreaba sobre los miembros despatarrados del estudiante. Lo agarramos de brazos y piernas y lo llevamos por corredores de luz macilenta que hería lo mismo nuestros ojos ardidos de humo y de insomnio. ¡Y la noche sólo empezaba! Pasamos por puertas metálicas que conducían a las piezas secretas y en una depositamos el fardo, con el suelo de colchón y los zapatos de almohada.
—Buen provecho —le dijo Cajoncito y se palmeó los ojos delicadamente para consolarlos por el poquito de tiempo que tendrían que esperar todavía antes de poder cerrarse.
Mientras Cajoncito mimaba a sus ojos, prometiéndoles que el trabajo se acabaría pronto, entró Sombira de golpe, hasta con el sobretodo trastornado. Traía a un hombre en son de amistad, no de otra cosa. La cara del hombre me golpeó adentro, me dio como ansiedad. ¿No la había visto en algún sitio borroso? Parecía como la palabra que ya sale y no sale, yo parecía estar callado, en la pista de esa identidad, no fuera a ser que por hablar perdiera del todo el rastro. Los muchachos, al contrario, hartos de sueño y de cansancio se despertaron de golpe a los chistes y la alegría. Se veía que a ellos el tipo no les hacía acordar de nada.
El hombre llegado en esa estela de intranquilidad que dejaba Sombira por donde pasaba, nos miró. Miraba por oleadas -lo poco que podía ver en esas tinieblas alumbradas apenas por la lucecita del corredor- ; en seguida bajó la cabeza y vio lo que había en el suelo. Le sentí la carne de gallina como si me hubiera dado a mí. Yo tengo esa facilidad, me puedo asustar de lo que se asusta otro. Hasta que me doy cuenta de que soy yo y no tengo por qué usar miedos que no son míos. No faltaría más. Este Aquiénmehacéacordar estaba aterrado. Y con asco. En una celda de dos por dos se sienten esas cosas, y más alguien como yo que de repente se va de su cuerpo y se instala con toda facilidad en otro. Ese otro estaba diciendo tan claramente como si hablara: Vienen de la locura, de la desesperación, de la enfermedad sanguinaria. Esos éramos nosotros, los que veníamos de todas esas cosas. Y yo me tenía asco y miedo, como él, y al mismo tiempo no. Deliraba de rabia contra ese tipo que quería vomitarnos como a comida podrida sólo porque era incapaz de entendernos.
De repente se puso de rodillas en el suelo. El instantáneo relámpago de la linterna de Sombira lo hizo brincar. Se calmó y trató de separarle los párpados al fardo, pero no pudo de tan machucados que estaban. Los muchachos alrededor hacían semicírculo. La cara verde del visitante, el color cadáver del fardo, los muchachos rodeándolos, me recordaban algo. El recuerdo estaba por estallar. ¡Ya! Ese retrato viejo que a veces sale en las revistas: Lección de anatomía.
El visitante consiguió abrir los ojos difíciles del tipo tirado, y se vieron unas pupilas que se movían como bolitas sin manija. Siempre mirándonos por ráfagas y quitándonos la mirada, murmuró:
—Conmoción cerebral. La sangre en la boca hace pensar en un derrame tuberculoso.
La carcajada de Sombira mostró una vez más que la sesera le picaba pero no sabía cómo rascársela. Se vendió:
—¿Tuberculosis? Usted me lo pone de pie porque a la picana se resiste bien. La resistió dos horas. Quiero en buen estado a este sujeto. Hay que insistirle —se abalanzó sobre la boca lastimada del estudiante para demostrar que todavía había allí una cantera de sangre que se podía explotar—. Y en caso de que no sea de aquí —volvió a sus maneras corteses y al ademán elegante de las manos que rozaron suavemente los labios manchados— hay otro sitios que se prestan muy bien. Los exploraremos, no vaya a creer.
Se reía, se reía, asentaba los dedos con un movimiento de delicado aleteo sobre la herida ya herrumbrada de la boca.
—¿Sabe usted, querido, que la agujita le anduvo por aquí y de eso es la sangre?
Su linterna se apagaba y se prendía, igual que la sonrisa con interruptor de esa María Schell del cine.
Un pedido despuntó, modoso, en la boca del doctor: agua para el preso, una cama, medicamentos.
—Roque —dijo Sombira—, una botella de la mejor agua mineral para el muchacho... ¡En seguida! —Roque Abud intentó decir pero.— En seguida, querido. Y usted viene conmigo, doctor, a tomar un cafecito. Así elige las inyecciones. Estamos bien provistos aquí.
La noche se puso de nuevo lenta después de que Sombira, pasándole un brazo por la espalda, se llevó al médico a su oficina. Roque salió a buscar la botella de la mejor agua. Nosotros nos fuimos para la luz. Cajoncito se enfriaba los ojos con los dedos pasmados de sueño. La noche para dormir andaba por otra parte. La noche de Cajoncito, la de todos nosotros, flor de la Sección Especial, se nos arqueaba alrededor para lanzarnos como flechas al corazón del deber.
—¿Dónde querés que vaya el pobre tipo a buscar agua a esta hora? —dijo alguien.
—¿Qué, te creés que es sonso? —contestó Cajoncito—. A la canilla.
Volvió Roque. Cajoncito se restregó las manos preparándose para la acción. En cuanto volviera Sombira vendría el calor a la celda, las camisas solas bastarían, si no sobraban. En seguida llegó Sombira con el médico, que traía la cara empañada por una preocupación. Se la alumbré bien con la linterna. Sombira pidió:
—Roque, la botella.
Desplegaba una cortesía vistosa. Arrodillado en el suelo sobre una sola rodilla, abrió la boca rota del estudiante y echó el agua delicadamente adentro. La garganta rumoreó, el agua gorjeante volvió a salir, dejando regueritos en la quijada, los hombros, el pecho, teñida ahora del rosa del naciente que tiene la nieve en el Famatina.
—¿Ve, querido? —preguntó Sombira al médico—. No puede. No podrá ingerir. —Y echó el agua de golpe, cambiados sus ademanes elegantes en una convulsión. —¿Ve? Nosotros también somos hombres de ciencia. Sabemos que tienen que venir unas cuantas horas de luz y unas cuantas de oscuridad antes de que a éste se le afloje el tubo de la tragada, todo íntegro, y pueda meterse algo dentro. Le pusimos el tubo duro como piedra. ¿No está convencido? Muchachos, vamos a convencer al doctor de que éste devuelve cualquier agua que se le meta. Traigan la lavativa.
Qué risa. Había que ver la cara del médico. Movió una mano: le bastaba, le bastaba la demostración, decía la mano. Sí, Sombira tenía más ciencia que él, admitía la mano.
—¿Ha visto, querido? —le preguntó, traspasado de dulzura.
Los muchachos sonreían. Cada sonrisa prolongaba la del vecino, era una sola soga para tender distintas diversiones. Sombira le aconsejó finalmente al médico:
—Tendría que aprender los efectos de la agujita eléctrica. El conocimiento no ocupa lugar y no se sabe nunca qué cosas le reserva a uno la vida.
El médico dijo entre dientes algo de una cama para el muchacho, las inyecciones, hielo en la cabeza.
—Pierda cuidado, querido.
Ya la noche nos llegaba desde una distancia inalcanzable. La orden de irnos era todo lo que esperaba nuestra sed de sueño. Y nadie la dio. Vino en cambio la de pasar al preso a una celda con todos los adelantos del confort moderno, ponerle inyecciones y tratarlo como a un cajetilla delicado de salud. Pero no vino de Sombira esa orden, vino de Winkel. Y cuando la cumplimos, dijo por fin que podíamos retirarnos. Cuando ya salía de la pieza se volvió a mirar y, sin mover las manos, amenazó al preso:
—Pobres de ustedes, traidores sin corazón de la patria.
Y tenía un aire fenómeno de antigüedad y justicia, como si fuera todos los jueces juntos desde el principio del mundo.
—Somos nosotros el chivo emisario, el blanco del odio de todas las cuevas del país. No comprenden el deber. Bastará con que lo comprendamos nosotros y lo llevemos adelante como una deformidad, si es necesario... La noche ha terminado, muchachos. Pueden irse. Terminó la ceremonia.
Quedó frente al escritorio, mirado por el gobernante desde su fotografía dedicada. El deber le marcaba las vértebras como con plomada, derechas, derechas. Era un termómetro con la temperatura del deber a cuarenta grados. Ya podía Tabañal derramarse sobre la camilla, y Sombira con sus caprichitos embeberse tanto de rabia como de diversión, el único jefe era Winkel, envoltura del hielo seco que le ardía adentro.
Entonces pudimos salir a la noche blanquecina y centelleante en nuestros ojos cansados. Yo me puse a andar por esta ciudad casi con miedo. Tan al borde del agua que algún día va a terminar por caerse.


de La última conquista del Angel”, 1977.

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