01 septiembre, 2010

Viviana Mellet(Perú, 1959)


LA OTRA MARIANA


La luz. Ernesto se levanta del escritorio para encenderla. Esta hora siempre lo llena de zozobra. El cielo se pone lívido y las nubes parecen apurarse, como la gente que, en la calle, corre para alcanzar el colectivo. Los fluorescentes parpadean antes de iluminar la oficina, mientras Ernesto termina de anotar números en una planilla. La dobla y la deposita del cajón. Se pone el saco y sale. En el vestíbulo del edificio, el portero toma un café con bizcochos. Se le hizo tarde otra vez, le dice, tocándose la gorra a manera de despedida. Él le responde encogiéndose de hombros. Habrá que tomar un taxi, qué remedio, sin auto y a esta hora. No está acostumbrado a caminar en el centro. Normalmente, entra y sale en auto. Con el tránsito si sabe defenderse. En cambio a pie tropieza con la gente, pisa la mercadería de los ambulantes, roza las paredes inmundas.

Detiene el primer taxi que divisa entre el barullo de los omnibuses y sus cláxones. Sube como quien se aferra a un salvavidas. Ya dentro se da cuenta de que es un caro destartalado con los asientos cubiertos de cretona descolorida y sucia. Huele a pescado y el conductor tiene ganas de conversar, pero mientras el auto alcanza la avenida, siente un gran alivio, casi felicidad. Va camino a casa, el aire que entra por la ventanilla malograda los despeina y se lleva el olor a pescado y el centro va quedando atrás. Atrás van quedando los edificios enmohecidos y la muchedumbre y la noche se define ya sobre los árboles de la venida. Recién repara en el taxista no ha tomado la vía expresa. Demasiado tarde. Es de los que les gusta conversar y no le importa demorarse con los semáforos cada dos cuadras: esto es más bien un agradable pretexto para prolongar la charla. Le está contando una nueva versión de la última “bola” que ya le comentaron a la hora del almuerzo: el surgimiento de un nuevo grupo terrorista de extrema derecha. Él responde con monosílabos. Solo piensa en legar a casa, pegarse un duchazo y tomarse un whisky en las rocas en el saloncito a media luz. Hoy fue un día de miércoles. Es miércoles. Es miércoles y él solo quiere sentarse en el saloncito a media luz y ver un video. El taxista insiste en que el nuevo grupo terrorista es el resultado de los pésimos sueldos de los policías con muchos exteriores, mucho verde y mucho azul: una mujer rubia, como Úrsula Andress, o Bo Derek, en una playa tropical o algo así. Si…recientemente, muy mal pagados los tombos. El taxista se ha entusiasmado en su plática, porque hay algo que obstruye el tránsito. Un marco inmenso de lado a lado. Y ahora, con el auto detenido, puede especular a sus anchas sobre lo que dirá esta noche en Ministro del Interior.

Es entonces cuando Ernesto la ve. “Mariana, piensa. Bajo la luz verde de un aviso de neón, su palidez dándole un aire fantasmagórico, además, la aparición, pues se trata del negativo de Mariana. Idéntica, pero opuesta. Lo que en Mariana es esbeltez, en la muchacha es debilidad. Lo que en Mariana elasticidad, en la otra nerviosismo: lo que en Mariana gracioso, en la otra mezquino: lo que en una atributo, en la otra imperfección. El taxi sigue detenido. Ernesto paga. Me bajo aquí, dice, sin esperar el vuelto. Si no fuera porque “sabe” que en estos momentos Mariana debe de estar accionando el control remoto, la puerta del garaje abriéndose suavemente, la llantas del Jaguar estrujando como celofán el cascajo del porche, juraría que lleva una doble vida. Tienes una doble, Mariana, le diría más tarde, igualita a ti, caminando otras calles, viviendo una vida en dirección exactamente opuesta a la tuya. Si no fuera porque sabe que Mariana regresa del vernissage de la Chichi, contenta con su nuevo Márquez. La sigue subyugando por el fantástico parecido y por la diferencia abismal. Y porque siente que ha ingresado a otra dimensión de espacio y de tiempo y que él también se ha desdoblado, y el hombre que camina detrás de la muchacha no obedece ya a su voluntad.

El pelo de Mariana la llueve sobre los hombros –horquillado, sin reacondicionamiento, sin hebilla de carey – a esta Mariana intrusa que libera el seguro de un coche oxidado y lo empuja con una mano. La otra la tiene ocupada con una bolsa llena de pan. El niño que va a pie se coge de su falda, lloroso. Upa, le pide. Ella lo mira con desasosiego y le dice algo que Ernesto no llega a oír. Está a unos diez metros y ha empezado a seguirla sabiendo que es absurdo, pero que lo hará de todos modos. La muchacha se interna por una calle oscura. Unos palomillas juegan pelota en la pista. La pelota alcanza al niño quien transforma su gimoteo en llanto franco y se niega a seguir caminando. La mano de Mariana –pero sin anillos Cartier, de plata quemada con oro, de brillante ruso -, suelta el coche para consolar con una caricia al niño que solloza. El coche empieza a resbalar acera abajo. Ella lo alcanza y lo detiene con brusquedad. Ahora también el bebe en el coche está llorando. Tres panes han caído de la bolsa y han rodado hasta un charco. Mariana – que no está acostumbrada a lidiar con los niños, porque para eso están las nanas -, se impacienta, insinúa un breve pataleo, levanta la voz, pero termina por cargar al niño. Echa a andar empujando el coche con la pierna. La pierna de Mariana que olvidó depilar, que no depila, que afeita con la prestobarba del marido. Ernesto adivina la aspereza de la pantorrilla de la otra. Mariana que dobla la esquina haciendo malabares con el coche. Las lágrimas y los mocos del hijo resbalan por el hombro inclinado. Ha oscurecido del todo, pero Ernesto continúa con la sensación de abandono del crepúsculo. Por las ventanas que dan a la vereda, ve los televisores encendidos en los comedores. Las familias comen mudas, absortas en las palabras del Ministro del Interior. A esta Mariana se le acabó el gas, seguro, y esta noche servirá pan con palta y café con leche. Está cansada y desesperada porque los dos niños lloran a la vez, le duele la cintura y todavía tiene que ir a hervir agua a la casa de la vecina.

En casa, Mariana ha encendido la radio – hoy hay un programa de jazz -, fuma un cigarrillo en el sofá que ya es tiempo de cambiar el tapiz de la chaisse longue. Tal vez algo como oriental y unas palmeras hawaianas detrás… y en la pared de nuevo Márquez… o no, mejor una ensalada de frutas y las alpargatas percudidas del negativo de Mariana pisan una cáscara de plátano parado junto a la carretilla del frutero. Y a Ernesto le asombra cuánto tiene de Mariana, su Mariana sin la ventajas de su protección, de su amor y de toda su prosperidad.

Cuánto de vulgar y desdeñable en el cansancio de esta muchacha y, sin embargo, por qué Ernesto siente, a la vez, una amarga ternura. Un riesgo en la vida de Mariana eliminando en el preciso instante de juraste hasta que la muerte nos separe. Entonces él todo se lo ofrece, porque una mujer así se merece lo mejor del mundo. ¿Qué se merece este calco borroneado de Mariana? ¿Acaso puede acercarse a ella y tenderle la mano? ¿Sacarla de esta dimensión como si la arrancara de una viñeta? Y recuperar a la Mariana de cuando todavía todo era una posibilidad. Hundir la cara en su axila tibia y jurarle te voy a hacer feliz. Mariana, te voy a dar todo lo que te mereces, tendrás lo que se te antoje, pero, por favor, no cambies la mirada, no estés más tan lejana…

Cruzaré una calle, piensa Ernesto,, mientras la muchacha escoge unas naranjas. Le daré la espalda y no miraré más a este remedo triste de Mariana. Es cuestión de sólo cinco o seis cuadras y ya estará caminando las calles arboladas de su barrio, llegando a su casa, sintiendo el crujir del cascajo bajo los pies y luego lo mullido de la alfombra. Mariana le mostrará con suficiencia su nuevo Márquez y le dirá que un shantung albaricoque le cae a pelo a la chaisse longue. Y Ernesto le dirá, envuelto en la bata de felpa y con el vaso en la mano, y en los hielos tintineando, tienes un doble. Mariana, aquí cerca, al otro lado del parque. Y ella lo mirará desde el rabillo del ojo. Y quién en ese barrio puede parecerse a mí, por favor, Ernesto… Una muchacha en alpargatas, cargada de bolsas, cuyo hombro húmedo Ernesto desea tocar ahora, para rescatarla de la viñeta y recuperar una mirada. Pero Mariana lo mira desde muy adentro de la historieta en la que está atrapado. Lo mira con reproche y le está diciendo, “Ay, Ernesto, qué haces ahí parado, ayúdame con estas bolsas, se me acabó el gas, caramba, cuándo me comprarás el balón de repuesto… ¡Carga, pues hombre! No puedo con tanto peso… ¡Ah! Te advierto: no hay ni una gota de agua.



Nacida en Lima, 1959. Actualmente gerencia la oficina de desarrollo de Télmex. Ha sido autora de libro de cuentos “La mujer alada” (Peisa, 1994).
Fue incluida en la coedición latinoamericana que seleccionó a las 17 narradoras latinoamericanas. Asimismo, fue incluida en la Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, obra seleccionada por Julio Ortega.
El crítico Roland Forgues hace un excelente análisis de su libro de cuentos en la "Mujer, creación y problemas de identidad en América Latina".
Los cuentos de Viviana Mellet han sido traducidos a varios idiomas.
El siguiente cuento, que aparece a continuación, fue finalista en el concurso "Premio Literario Asociación Peruano Japonesa" 1992

28 agosto, 2010

Clarice Lispector


"Quién no se ha preguntado: ¿soy un monstruo o esto es ser una persona? [...] qué hacer sino meditar para caer en aquel vacío pleno que sólo se alcanza con la meditación. Meditar no tiene que dar resultados: la meditación puede verse como fin de sí misma. Medito sin palabras y sobre la nada. Lo que me confunde la vida es escribir [...] el vacío tiene el valor de lo pleno y se asemeja a ello. Un medio de obtener es no buscar, un medio de tener es no pedir y sólo creer que el silencio que forjo en mí es respuesta a mi..., a mi misterio [...] Quiero aceptar mi libertad sin pensar en lo que muchos creen: que existir es cosa de locos, un caso de demencia. Porque lo parece. Existir no es lógico [...] Los hechos son sonoros, pero entre los hechos hay un susurro. Y ese susurro es lo que me impresiona [...] Que la vida es así: se pulsa un botón y la vida se enciende. Sólo que ella no sabía cuál era el botón que había que pulsar [...] "


de La Hora de la estrella

14 agosto, 2010

Mylene Fernández Pintado (La Habana,1963)

Otras plegarias atendidas (fragmento)

Halloweeners Hunter es mi tío. Y además de cazar halloweeners le gustaría ser el depredador de muchas otras cosas, de tantas que sería como un terminator en esta ciudad en la que se construye tan rápido como si todo fuera sólo un boceto en espera de algo más serio y perdurable, sitio maldito y no escogido que concentra, en dosis descomunales, como todo aquí, la estupidez humana, inagotable como el poder del dios en que no cree.
Los comerciales no logran hacerlo consumir y lo pillan desprevenido delante del televisor sólo cuando juegan los comemierdas de los Marlins, ejército de improvisados que sólo lo hacen bien hasta que los fichan y después se dedican a anunciar los Lincoln Mercury y demás cacharros impuestos por su vanidad y conveniencia y lo dejan a uno siempre con las ganas de disfrutar un buen juego de pelota como los de antes.
Porque eso sí lo tiene muy claro, Miami no es la Cubita linda de los cincuenta, sino algo que no debía siquiera intentar parecérsele. Le molesta esta ciudad que no se ocupa de ser ella misma, sino viajar hacia atrás con todas sus fuerzas y toda la tecnología y perentoriedad del futuro. No le perdona que no sea Cuba y en este juicio final la calle ocho y el Bacardí llevan todas las de perder.
Se niega a comer comida de los supermercados, le molesta la asepsia de tanto veneno lleno de edulcorantes y químicas, celofanes y plásticos. Viaja a Homstead a ver a un viejo y recalcitrante agricultor, con el que se ha inventado un delicioso y envidiable pasado común y se queja del asqueroso e insípido presente. Además de pasar largas horas evocando el paraíso perdido con lujo de detalles, algunos de los cuales se les ocurren en ese mismo momento y de enumerar de manera minuciosa e implacable los defectos, fariseísmos e insuficiencias de Miami, mi tío le compra provisiones, con la enorme satisfacción de quien le saca la lengua a tanto Publix, Eckerd y Seven Eleven, de quien da la espalda a tantos anaqueles repletos, en los que la variedad y organización lo dejan desorientado como a un campesino las callecitas que rodean el centro de una ciudad. Le compra pollos que comen mierda y cucarachas y puercos criados en el fango del patio, viandas cosechadas como en los tiempos del barbecho trienal y le compra maíz, que luego muele sentado al sol, ese con el que uno no termina nunca de hacer confianza, para hacer tamales que nunca saben igual porque el maíz tiene un montón de defectos, sobre todo el imperdonable de no ser de allá. Orgulloso regresa con su carga y como un oso, acopia sus provisiones hasta el próximo viaje.
Todo lo que sucede en la televisión es mentira. No existen las personas ni los lugares, las noticias se fabrican para tenernos todo tiempo enganchados al dichoso aparato. Compre, use, pruebe. Modelos con estúpidas sonrisas de dentífricos colgando de sus labios de silicona, galanes maricones que se quieren tanto que no templarían por no despeinarse. Niños monstruosos que no fingen ser tontos porque lo son de verdad, ancianos prostituidos castañeando sus dentaduras a plazos, bajo ocasos que son una alusión directa a que les queda muy poco a ellos y a sus dientes de porcelana, se los cubre el Medicare porque de todas formas todos se van a morir antes de terminarlos de pagar. Todo está "made in". Nadie se monta en el Discovery, no se reúnen los inexistentes políticos, no nacen siete niños de un parto ni hay un gordo que para salir de su casa necesita que derrumben la pared de su habitación.
Esta ciudad es de tontos. Nos han escogido por eso. Mientras más idiota eres, mejor te sientes aquí. La comida la hacen en probetas, llena de conservantes y colorantes, refinados, nuevos, envueltos de manera chillona e infantil, tan limpia que da asco.
Los carros son de lata, todo en ellos es plástico y vuelven a rodar los Impalas y los Pontiac por la loma de San Lázaro, cómodos, seguros como caballos amistosos. Su Chevrolet de hace ocho años, del que no se deshace porque al final todo es la misma mierda, es frágil como un juguete del que no puedes abusar. Tan coloridos, tan lindos que te da pena empujar el acelerador con el pie porque lo estás maltratando. Por eso hay muchísimos. Fíjate en un expressway a las seis de la tarde. ¿Cuándo de algo bueno ha habido tanto? Y se ríe de que la matemática, siempre tan convincente en estos tiempos de precios, le haga la segunda. Y las casas. Cartón en las paredes, en las puertas, todo hecho de papel. Nunca una casa ha sido menos un refugio, una seguridad. Eso de las películas en las que los puñetazos atraviesan paredes y puertas no es truco de cine sino la ver- dad. Yo no soy una Barbie para estar entre tantos materiales falsos y oropel -concluye.
Halloweneers Hunter se ganó el apodo que ostenta con verdadero orgullo de indeseable y conflictivo en las primeras fiestas de Halloween que lo sorprendieron allí. Al regreso de su trabajo -en esa época oficiaba de contratista en una constructora a las órdenes de un par de arquitectos rubios, imbéciles y con gafas e intentaba hacer trabajar a un montón de comemierdas que se inventaban una buena vida en Cuba que nunca habían tenido, en lugar de doblar el lomo y atender a sus mandatos secos y descompuestos- empezó a ver calabazas que le hacían muecas en los jardines y que se quemaban por dentro como una brujería de mal gusto y poco auténtica. Según él, a los muertos hay que dejarlos en paz ya que tuvieron el acierto de irse para no fastidiarnos a los vivos, y respetar la suerte que gozan al no tenemos que sufrir a los demás. Un día de los padres le mandaron un folleto de promoción de bóvedas con fascinantes facilidades de pago y la caja gratis. En lugar de reírse del chiste de mal gusto o deprimirse por lo inoportuno de la propaganda, se encabronó, llamó a la compañía funeraria y se cagó en la madre de todos los hijos de puta que se creían vivos y como los mismos gusanos que rondaban los despojos de los enterrados necesitaban, "cual antropófagos, muertos para poder comer, como un holocausto solapado sin Reich". Se negó a pagar a plazos algo que no iba a poder disfrutar y mi tía de América, a sus espaldas como hace todo desde que se conocieron, hizo los arreglos con otra empresa que tuviera sobre todo buenos maquillistas, porque con eso de que la cara es el reflejo del alma a mi tía de América se le va la mano.
Mi tío, que sabe que no puede contar con ella para vengarse de lo que le molesta en la vida, que es casi todo, meó en todas las calabazas de su barrio y les propinó unos cuantos puntapiés ante el espanto, y la indignación de sus vecinos que lo acusaron de comunista, hereje y maricón. Llegó a la casa con sus improperios como quien porta un ramo de delicadas flores y le contó a mi tía de América su venganza y la falta de cojones que hay ahora y aquí. Mi tía de América, para aplacarlo, le hizo frijoles negros y lo engañó diciéndo1e que se 1os habían mandado desde Cuba, luego de hacer desaparecer oportunamente el sobre en que venían y la factura del mercado de la Pequeña Habana, de donde eran oriundos.
Cuando parecía que su ira se había aplacado y disfrutaba con un disco del Trío Matamoros, jactándose de que los había conocido e inventándose juergas en su compañía por todo el país, comenzaron a llegar niños, pequeños monstruos disfrazados de manera estrafalaria y terrorífica, hablando en inglés o en un español humillado. Mi tío les recordó a los primeros una buena dosis de obscenidades en el más puro cubano, con lo que salían espantados y finalmente descolgó una escopeta de perdigones como la de Elmer, el cazador gruñón de la Warner, y amenazó con dispararle a todos los halloweeners que fueran a su casa vestidos de mamarrachos a interrumpirle su ceremonia de degustación de frijoles negros de Cuba.
Así obtuvo su apodo, el odio de los vecinos y la tranquilidad de que nadie le hablaría en el barrio. Mi tía de América, a la que le encantan las relaciones sociales, logró salvar la situación repartiendo postres por todo el vecindario -convenientemente aderezados con la almibarada información de que su título de repostera se lo habían dado unos maestros pasteleros franceses, "porque aquí nos hemos visto obligados a juntamos con mucha gente de cualquier tipo, pero es bueno que todos sepan que uno no es un improvisado de última hora y sin clase"- y fomentando la leyenda de la dama encantadora que vive con un ogro incontrolable, con lo que los vecinos la adoran y ella por contraste con mi tío resulta aún más cautivadora.
Halloweeners Hunter tiene un taburete de campesino para sentarse y cuando mi tía de América enciende el televisor para ver los anuncios con un ojo mientras posa el otro en las revistas de ofertas de Sears y JC Penney, él se pone a leer a Samuel Feijóo o el Quijote, en una edición amarilla y manoseada que le regaló un viejo amigo republicano español. Nunca entra a los malls porque lo aturden los niños y la gente gorda mascando porquerías, le fatiga caminar tanto bajo techo para ver cosas que para él son todas igualmente espantosas y carísimas. Se queda sentado en el carro y lee periódicos que, luego de preguntarle a mi tía cuanto gastó y qué mierda encuentra de bueno en esos sitios, critica con la energía y la verborrea que le achacamos al abogado del diablo. Mi tía de América casi siempre va de compras sola o con sus amigas, le esconde los precios de las cosas, rompe las etiquetas y se inventa rebajas descomunales e inexistentes que él hace como que cree porque, detrás de las mentiras de ella, reconoce el deseo de darle la razón. Además, el Halloweeners Hunter, que es un franciscano para sus cosas, nunca le ha negado a mi tía de América un dólar para sus boberías infelices a pesar de que nunca le ha dicho un piropo porque en este mundo de disparates y espantajos, ni siquiera mi tía de América merece su aprobación. Mi tía de América se viste con la tranqui1idad de que va a ser invariablemente desaprobada por su mirada socarrona y honesta.
Le gusta ir por la ciudad con ese look de viejo loco y excéntrico protestando por todo, por la ciudad veleidosa y con poco seso, por los que se creen que se dan la gran vida y lo que hacen es trabajar como esclavos para con ese dinero vivir en casas de cartulina, rodar carros de papel de aluminio y comerse la tabla de Mendeleiev disfrazada de delicatessen. Lo único que les queda es hablar mierda todo el santo día y por supuesto escuchar la que hablan los demás.
Es de izquierda en las fiestas en las que detecta fundamentalistas de derecha, ateo en los bautizos, poligámico en las bodas y terrorista en las reuniones de conciliadores, radical frente a los moderados y anticomunista ante los que le cuentan que algo bueno se ha hecho después del 59. A la larga, no es nada que no sea un provocador encantado de llevarle la contraria a todo el mundo y con un deseo adolescente de ser popular aunque sea de manera negativa.
- No hay parques para que los niños se suban a los árboles- evalúa pasando por Coral Cables, que le parece horrible y pretenciosa en su intento de que nos engañemos evocando Miramar o Siboney- porque si un niño se cae... el Halloweeners Hunter está encantado de que yo esté aquí. Dice que siempre fui su sobrina preferida y tengo buena cabeza, virtud que no le concede a casi nadie y no me dice que me quede de este lado como nunca ha hecho con nadie porque la gente tiene que decidir esas cosas a solas y sin que otros le programen la vida. Pero lo que más contento lo pone es poder soltarme su andanada de recriminaciones ácidas y disfrazarla con el hecho de que me está explicando cosas de la ciudad y la vida aquí. Es gruñón y tiene un corazón de oro, bien cubierto por una coraza de buenos materiales duraderos como los que no se encuentran en este lugar en estos días... si un niño se cae... mientras vamos por Ponce de León y se burla de las banderitas de esta avenida nada solidaria con el resto de América, mis tíos pasaron su luna de miel en Miami Beach y luego estuvieron en México y eso le da cuerda para hablar de toda la América hispana y terminar diciendo que los cubanos no nos parecemos a nadie porque somos una mezcla engendrada por los españoles en un sitio sin indígenas, con los peores ingredientes de todas partes y como la genética es tan caprichosa, tanta mierda revuelta dio los mejores resultados del planeta y ahora estos, los americanos estúpidos se tienen que joder con nosotros que hemos venido a fastidiarles la vida... Si un niño se cae pues le ponen un sue al parque, entonces los niños juegan en las casas cuando sus papás siempre ocupados logran arrancarlos de la televisión llena de películas malsanas y perjudiciales que no les enseñan nada bueno, si bien en este mundo no hay nada bueno que enseñar, o de los videojuegos, que los preparan para ser unos perfectos imbéciles con miopía y mal de Parkinson de tanto andar dándole a los mandos de Mortal Combat y matando gente de mentiritas hasta que tengan la oportunidad de matarlos de verdad, y extrae de su amplia cultura informativa los asesinatos más recientes cometidos por niños y adolescentes, casi orgulloso de que la vida le de la razón.
Todo es de pilas, los juguetes son tan auténticos como las personas con pilas en la espalda, y los diferencia que estas sean R6, 12 o 14. Cada vez que a los neonazis de Disney se les ocurre hacer una película para forrarse el bolsillo con sus ejércitos de dibujantes coreanos y thailandeses, hacen todos los muñecos y a comprar dinosaurios que se comen unas hojitas con hilitos, Hércules con caras de maricones y Batmans con el cuello anudado por capas estáticas para que no alcen el vuelo mas allá de las cajas contadoras de Toys'R Us. Es una centrífuga aburrida y el Halloweeners Hunter que odia a los niños en particular, les tiene una profunda simpatía como sector en abstracto, víctima y heredero de tanta imbecilidad contemporánea. Todo está tan tediosamente organizado que los niños no cazan lagartijas ni crían palomas porque todo es por control remoto. Los niños de verdad son como Tom Sawyer, descalzos y con un ratón muerto amarrado a un cordelito como todo tesoro, según él.
Se burla de las bodas decimonónicas, con toda esa muselina en una ciudad tan húmeda, llena de pantanos y ciclones, de las despedidas de solteros, si todavía las hicieran cada uno con el sexo opuesto tendrían lógica. ¿Qué idiotez es esa de un montón de mujeres y hombres solos, calentándose la cabeza y otras cosas y verbalizando el sexo en vez de irse a templar y ya? Y las listas de bodas, esa modalidad tan elegante de la mendicidad. Y los babyshowers que se convierten en una especie de junta de accionistas mezclado con el diezmo de la iglesia, en vez de una fiesta por el nacimiento de un comemierda más -que todos son iguales cuando nacen porque cuando no parecen ratones tienen la mismísima cara de Winston Churchill.
Halloweeners Hunter está en desacuerdo con todo, es muy creativo para buscar defectos al mundo contemporáneo y los encuentra a una velocidad supersónica. Halloweeners Hunter reniega de todo y una de las cosas que más le gustaría es encontrar a alguien con quien poder conspirar, por eso le encantan los Simpsons. La otra es enfrentarse con un rival a su altura. Mi tía de América lo es.
Mi tía de América era maestra en una escuela primaria. Atildada, dulce y severa. Bonita y siempre bien compuesta, le encantaban las pequeñas diferencias del capitalismo, sobre todo las que eran a su favor. Todos somos diferentes, qué sentido tiene inventarse lo contrario, decía mientras ejercía su caridad con los niños pobres del barrio y daba piadosas e indiferentes limosnas en las misas del domingo. Su familia era de funcionarios públicos y comerciantes con más o menos suerte, decentes y correctos ciudadanos, pero en el fondo soñaba con un iconoclasta, alguien que le llevara la contraria a su vida organizada de meriendas en el Tencent de 23 y 12.
En cuanto vio a mi tío se quedó prendada. Un Popeye perfecto, un Superman para las delgadas Olivia y Louise Lane, un bruto fortachón sin remilgos ni boberías, un hombro fuerte para fingir que se recostaba en él y usar los ladrillos de que estaba compuesto. Un rompeolas sin sinuosidades engañosas, cínico y muy puro. Mi tía de América fue serpenteante como la Carretera Central en la que él le dejó coger el volante de su auto por primera vez y en la que ella, luego de hacerse de rogar sólo un poquito, porque eso de hacerse la difícil no daría frutos, se dejó meter mano y quedó encantada con el resultado.
Una tarde de domingo lo invitó a su casa y mi tío, luego de aclararle que con conocerla y gustarle a ella le era más que suficiente y que su familia le importaba un carajo, se dejó conducir como en muchos otros itinerarios posteriores, urdidos más que trazados por ella.
Mi tía de América también está encantada con mi presencia. Entre otras razones, porque voy a servirle de mensajera de un montón de cosas materiales y espirituales que la nostalgia y las rebajas han acumulado en su cabeza y en los armarios. Cuando extendió su tienda en esta tierra de Okechobee y Opalocka, lo hizo con verdadero espíritu de conquista y permanencia, a diferencia de los que estaban rentando un pequeño espacio por corto tiempo "hasta que las cosas se arreglaran allá".
Se fue feliz de mudarse desde la filial de Woolworths, General Electric y RCA a la casa matriz y tenerlo todo de primera mano. Feliz de vivir en un sitio escalera lleno de peldaños en los que cada uno ocupa su escalón y tiene a alguien debajo y otro encima, buscando las pequeñas diferencias, huyendo espantada del lugar que amenazaba desde panegíricos, vallas y susurros, que estas se acababan de manera definitiva y de que la vida se volviera una gran explanada en la que una fila interminable la colocara siempre al lado de otros.
A mi tía de América le molesta la leyenda autocomplaciente y consoladora de los del otro lado, que dicen que la gente en Miami se retrata al lado de carros prestados y casas de las que sólo conocen las fachadas, refrigeradores ajenos con comida que no prueban y a las puertas nunca traspasadas de sitios deliciosos para alardear de una vida que no tienen, como la jactancia de los arrojados a un rincón. Mi tía de América conduce un Chrysler del año pasado, color verde transitivo de principios de otoño en Europa, que tiene dentro un equipo de CD donde suenan Di Blasio y Andrea Bocelli y en el asiento trasero un jersey de punto, botones pequeños color arena después de la lluvia en San Remo. Antes tuvo otros, siempre de ella junto a los que se hizo fotos en Key West, Palm Springs y Boca Ratón para enviar a los pasajeros de Leylands, Girón Ikarus y Camellos en La Habana.
Le encanta que le duela la envidia de los que no van de vacaciones a Venezuela ni pasan los domingos en Fort Lauderdale y escribe con un fervor sospechoso a sus amigas, envejecidas por la falta de aire acondicionado y de cremas. Las mismas que un día disfrazaron su envidia ante el matrimonio con Halloweeners Hunter de consejos escandalizados "por su bien". Mi tía de América siempre ha hecho el bien a su propia persona y por eso está aquí, miamense, feliz y sin fardos pasados de moda.



MYLENE FERNÁNDEZ PINTADO Licenciada en Derecho por la Universidad de La Habana. Narradora. Se desempeñó como asesora legal y consultora literaria en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Fue Mención del Premio de Cuento La Gaceta de Cuba y otros concursos internacionales. En 1998 obtuvo el Premio David de la Union de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) por su libro Anhedonia. En el 2002 su novela Otras plegarias atendidas, obtuvo el Premio Italo Calvino y en el 2003, el Premio de la Crítica, siendo publicada también por la editorial Marco Tropea en Italia. Relatos suyos forman parte de antologías en Cuba y el extranjero y han sido traducidos al inglés, francés, italiano y alemán, entre otros. Actualmente reside entre La Habana y Lugano, Suiza italiana.

01 agosto, 2010

Margo Glantz (México)

Una alfombra mágica
¿Qué me impulsa a viajar perpetuamente, o qué preguntas formulo cuando me desplazo por el «mundo»? ¿Qué mundos son los que me atraen? En mi primer viaje largo a Europa, entre 1953 y 1958, período en el que visité muchos países europeos y del Medio Oriente, mi visión de México era confusa, ordinaria y cotidiana. Y sólo empecé a conocer a mi país en los libros de los viajeros franceses que durante el siglo XIX habían venido a visitarlo y se habían sentido obligados a dejar por escrito sus impresiones de viaje en libros que yo consultaba ávidamente en la Biblioteca Nacional de París con el objeto de conformar mi tesis de doctorado —cuyo tema era justamente la visión francesa sobre México de 1847 a 1867, es decir, el período comprendido entre dos intervenciones extranjeras: la norteamericana que nos privó de la mitad del territorio nacional y la francesa que nos quiso convertir en imperio. Y a pesar de los prejuicios obvios de los viajeros, de su mirada exótica y deformante, de su sentimiento de superioridad frente a los «pueblos primitivos», su mirada era una mirada deslumbrada, una mirada que me permitió reconocer mi propio paisaje, incluso —y no exagero— darme cuenta de la existencia de los volcanes que rodean el Valle de México, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, volcanes que veía diariamente sin verlos antes de irme y que al regresar aparecían en todo su esplendor ante mis ojos también deslumbrados, en esa época gloriosa en que nuestra ciudad tenía la luz más transparente del aire.

1. En el aire

Después de haber permanecido casi dos siglos en el olvido, cualquier obra del escritor polaco Jan Potocki es hoy recibida con gran veneración; su gran popularidad proviene del redescubrimiento de su obra magna, Manuscrito encontrado en Zaragoza. Publicada en una versión fragmentada por Roger Caillois en la década de los cincuenta y reeditada en una versión mucho más extensa (quizá completa) a finales del siglo XX, ocupa con toda legitimidad uno de los sitios literarios fundamentales de la literatura de finales de la Ilustración y principios del Romanticismo.
Potocki hizo un recorrido por «el imperio marroquí» en 1791 y escribió un diario de viaje en francés, lengua que le sirvió también para redactar su extraordinaria novela, la única que pudiera compararse con Las mil y una noches. El aristócrata polaco fue un gran viajero, recorrió varias regiones del mundo europeo, pero también los países donde se practicaba la religión musulmana. Marruecos le interesó por varias razones, sobre todo porque era un viajero impenitente y recopilaba material para su Manuscrito, proyecto obsesivo que una vez terminado no le dejó más alternativa que el suicidio, operación planeada con tanto cuidado como el libro mismo.
El viaje a Marruecos, confiesa, entraña para él la posibilidad de encontrar «un cambio de paisaje, de cielo y de naturaleza, el proyecto de escuchar el silencio de los desiertos, el borde agitado del mar, y consignar un pensamiento en medio de esos monumentos de antiguos ensueños». También el de observar otros países y costumbres con ojos inteligentes y desprejuiciados.
Éste es el libro que leo en el avión, en este nuevo viaje en que pasaré los próximos meses enseñando en Barcelona. En el avión, pues, viajo acompañada de Potocki, paso las largas horas de vuelo recorriendo los desiertos, los oasis, conociendo a los altos funcionarios del imperio, antes de que entraran allí los franceses; Jan Nepomucen Potocki, espontáneo y cuidadoso, erudito y ligero, suntuoso y bonachón, observador y generoso viajero, desplazándose por esos parajes a lomo de camello, no sólo cargado con enormes valijas para garantizar su comodidad, sino repleto de conocimientos sobre el país que visita, siempre acompañado por un intérprete judío, mal visto por los musulmanes, pero que de algún modo recuerda la antigua convivencia, la que alguna vez en España permitió la coexistencia de tres culturas muy distintas, dato que el escritor polaco añora y recrea en su novela, la cual carecería de esa intensidad o de ese misterio extraordinarios que sólo cobran sentido porque en el relato se combina una curiosa amalgama: la de tres culturas y religiones, la cristiana, la judía y la árabe, conviviendo en casi perfecta armonía.
En el avión entrevero a Potocki con las noticias; al abordar nos ofrecen prensa de varios países; reviso el Financial Times, me detengo en un reportaje literario que reseña cuatro nuevos nombres de escritores italianos surgidos hace tiempo pero visibles sobre todo en un momento en que Berlusconi reanudaba sus prácticas fascistas, prácticas denunciadas siempre y, en el diario que leo, por el vicepresidente del Consejo Nacional de la Magistratura, Carlo Fucci, quien a la vez promueve la huelga de jueces y médicos contra el gobernante-empresario...
En 1787, dos años antes de la Revolución Francesa, Madame de Stäel escribía esta carta a Potocki:

¡Qué locura, la de perseguir los acontecimientos en todo el mundo! Si hubiese una revolución en China, sería necesario ir a buscarla. En esta tierra, vos jugáis el papel de espectador, ir de teatro en teatro sin ligarse nunca al lugar de la escena. Detesto esa manera y os advierto que, si no me prometéis este invierno pasar vuestra vida en Francia, os cerraré mis puertas. Soportaréis los días de vuestra vejez como premio por haber visto los de nuestra juventud.


2. Orfeo y Eurídice

La semana pasada estuve en Berlín; de allí volé a Cracovia, bella ciudad intacta, no como Varsovia, casi destruida por los nazis. Una nota entusiasta y reciente, publicada en una revista de modas francesa, anuncia: «¡Cracovia se localiza en Polonia y desde el 1 de mayo es ya europea!». Curiosa acotación, si cabe el eufemismo...
Esta «nueva» ciudad de «la Unión Europea» (el 15 de junio de 2004, tibias elecciones) llena de contrastes tiene un bosque de árboles altos, verdes, alrededor de la ciudad antigua, el Planty. Entro a una iglesia solitaria (una en cada esquina); al fondo, como estatua, una monja dominica: traje perfecto, negro y blanco, almidonado. Desemboco en la gran Plaza del Mercado (Rynek Glówny), entro a la basílica de Santa María (Mariacky), construida entre 1287 y 1320, restaurada en el siglo XIX, con el más grande altar gótico de Europa, abierto de par en par; la Virgen María dormida y escenas de su vida, alrededor famosos vitrales, frescos de Jan Matejko, cuyo museo está cerca. La iglesia, repleta; se ruega a los turistas no entrar durante los servicios. Finjo una gran devoción, me coloco cerca de la puerta y una señora mayor me ofrece un asiento a su lado y me obliga a asistir a todo el servicio; oficio muy solemne con coros y órgano, varios curas, oraciones en latín, todavía (se agradece); muchos hombres, mujeres, viejos, niños, se persignan, se hincan, toman agua bendita. Visito también Kazimiercz, el barrio judío, casi intacto con su cementerio y sinagogas en pie, pero depredadas.
Estoy agotada, ha sido un día larguísimo, he caminado, visto museos, recorrido iglesias, y en la noche voy a la ópera: representan Orfeo y Eurídice de Glück. Mañana iré a la ciudad de Oświęcim, más conocida como Auschwitz. En el hotel (tres estrellas), mientras desayuno, oigo que alguien me llama, me vuelvo y frente a mí están varios amigos, dos mexicanos, dos españoles. Han venido desde París en su Mercedes blanco. Visitan, como yo, Cracovia; visitarán, como yo, Auschwitz. En la noche cenaremos juntos en el barrio judío, muy turístico, con una vieja sinagoga destartalada aún en pie, restoranes con comida típica, muy semejante a la polaca, el wortsch, los blintzes, el trigo sarraceno, los ravioles judíos, que son casi indistinguibles de los de la región, incluyendo Rusia, o de los que alguna vez probé en Viena.
El teatro es pequeño, blanco —columnas jónicas—, muy adecuado para oír a Glück. La puesta en escena es extraordinaria: un bosque de columnas reduplica las de la entrada; los novios vestidos como personajes de la década de los veinte en el siglo XX; los invitados —miembros del coro— con trajes modernos de colores y coronados con guirnaldas. La escena de felicidad se trueca de repente en infelicidad: la muerte de la amada. Orfeo se lamenta, los invitados se transforman en dolientes, vestidos de traje oscuro. Una contralto entona el treno: es Orfeo, vestida con pantalones, chaqueta y corbata blanca, el pelo muy corto, los senos prominentes; a instancias del Amor, una soprano travestida de gitana, Orfeo descenderá a los infiernos en busca de su amada; en su camino encontrará a las almas en pena, caminará en la oscuridad, donde tropezará con varias coristas vestidas como novias y veladas; al desenmascararlas, ninguna es Eurídice: Orfeo se derrumba. De pronto, su amada reaparece, se inicia el combate, la imposible mirada, la mirada adversa. Como en el mito, Eurídice reclama, Orfeo soporta, pero, incapaz de aceptar por mucho tiempo los reproches de su amada y el inmenso deseo que le provoca verla, se da la vuelta y la contempla; en ese mismo instante ella se desploma: la muerte vuelve a golpear. Orfeo canta enternecido, saca un puñal e intenta suicidarse. Amor interviene y resucita a Eurídice. Glück no toleraba —ni su público— los finales infaustos. Amor inicia la fiesta, arroja cartas marcadas, una de ellas me cae en la cabeza; no soy supersticiosa, la guardo y salgo de la sala, angustiada.

3. Estaciones, fortificaciones, campos de concentración

No sé mucho de la vida de Winfried Georg Sebald, pero he leído y releído sus libros. Nació en Alemania, en 1944, dato que a menudo se repite en sus textos, en boca del narrador que parece y no parece ser el propio Sebald. Ganó varios premios con sus libros anteriores (Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno). Murió de repente, de un infarto, manejando por uno de esos caminos de Inglaterra que tanto amaba recorrer, cuando empezaba a ser conocido y aclamado internacionalmente, como si le diera miedo la fama, porque me imagino que era tan tímido e inseguro y a la vez tan intenso como sus personajes, personajes oscuros y entrañables, tímidos y obsesivos, dedicados a oficios que no sirven para nada, ¿por ejemplo?: Edward Fitzgerald, un noble inglés del siglo XIX que pasa toda su vida recluido aprendiendo lenguas extrañas, entre ellas el persa, para dejar como único producto «útil» de su empeño la traducción de los Rubaiyat de Omar Khayyam.
La estructura de cada una de las novelas de Sebald es distinta, pero en todas se repite un dato: el personaje que narra recorre muchas veces a pie, pero también en tren, avión o coche, vastas regiones de Europa y de Inglaterra y (en sueños, quizá) del mundo. Por una razón u otra, no todas muy explícitas, siempre es él quien introduce a sus personajes, ya sea individuos comunes o corrientes que encuentra a su paso, o destacadas figuras de otros tiempos (Stendhal, Conrad, Kafka, Brown, Borges, Flaubert, Rembrandt, algunos pintores holandeses), que pueblan sus lecturas y su escritura, aunque también sucesos históricos que recobran vida cuando el narrador los convoca, sucesos muchas veces relacionados con catástrofes provocadas por la expansión imperial de algunos países europeos: Inglaterra, Bélgica, Rusia, Alemania y el nazismo, o por catástrofes naturales, como los huracanes que devastaron el campo inglés o el francés en la última década del siglo XX.
En sus páginas vemos reaparecer paisajes, puertos, prósperas ciudades o mansiones que han dejado de existir o ya están totalmente en ruinas. También, y de manera compulsiva, las grandes estaciones de ferrocarril (la impresionante estación de Bruselas, construida como un monumento a la expansión colonial de Bélgica, que produjo millones de muertos en el Congo), o las insignificantes estaciones ferroviarias o camioneras en donde se embarca o desembarca el narrador-protagonista para emprender o terminar sus interminables transcursos, quizá como un preámbulo a su escritura.
De las estaciones, Sebald se traslada a las fortificaciones construidas específicamente para defenderse de las invasiones o de las catástrofes: construcciones, a fin de cuentas, inútiles: ninguna ha cumplido su cometido, como flagrantemente nos lo recuerda la famosa carta que Choderlos de Laclos dirigió a la Academia Francesa sobre el Mariscal de Vauban, célebre arquitecto, constructor de fortificaciones invencibles destruidas al día siguiente de declarada la guerra, como lo sería dos siglos más tarde la orgullosa línea Maginot. Sí: para Sebald, como antes lo fueran para Laclos, las fortificaciones son edificios quizá maravillosos como obras de ingeniería que nunca cumplen su cometido, que es defender contra sus enemigos a los países que los construyen. ¿Semejantes, aunque sin esplendor, a las alambradas que se han colocado en las fronteras para proteger al Primer Mundo de los embates del Tercero? ¿Las que separan a México de los Estados Unidos, o las que pretenden proteger el eurotúnel de los múltiples refugiados que intentan penetrar al Reino Unido para obtener una visa, o la vigilancia policíaca que «protege» a Austria de las invasiones de aquellos que alguna vez fueran ciudadanos del vasto imperio austro-húngaro?
Los zoológicos y los campos de concentración son otros de los sitios favoritos de Sebald. Austerlitz cuenta la historia de un niño judío quien a los 6 años de edad es enviado a Inglaterra desde Praga para ser adoptado por una pareja formada por un ministro protestante y su esposa, sin que nadie, nunca, le explique su procedencia y el sentido de su viaje, emprendido cuando los nazis invaden Checoslovaquia y empiezan a deportar a los judíos hacia los campos de concentración. La fortuita visita a una estación inglesa a punto de ser destruida le provoca a Austerlitz un violento recuerdo que lo impulsa a reconstruir su historia y volver a sus raíces, al mismo tiempo la Praga lujosa e imperial de su infancia y el desolado panorama de un gueto-campo de concentración: Terezín, donde su madre permaneció antes de ser enviada y aniquilada en Auschwitz.

4. Oświęcim

De la estación central de Cracovia salen los autobuses y los trenes para Auschwitz (Oświęcim en polaco). A las afueras del campo, una fábrica de ladrillos y un anuncio que me sobresalta: Muzeum Auschwitz. En el estacionamiento, grandes autobuses de turismo con grupos de todas las nacionalidades: alemanes, polacos, norteamericanos, japoneses, franceses, italianos, jóvenes scouts de todos los países. Al entrar al campo, el conocido letrero Arbeit macht Frei: el trabajo libera. En una pequeña plaza, junto a la cocina, la orquesta del campo tocaba para agilizar las entradas y las salidas de los prisioneros.
«Cada holocausto», se lee en una de las salas, debajo del retrato de Jean Améry (Hans Mayer), «empieza con la violación de los derechos humanos y termina en las cámaras de gas».
Recorro pasillos larguísimos con retratos de prisioneros sin cabellos, con ropas rayadas, ojos desmesurados. Una mujer rapada es idéntica a Kafka. No lejos, las letrinas, los lavaderos; dentro, las celdas de castigo, las horcas portátiles, los montones de cabello, los zapatos, los anteojos, las valijas, los cepillos de dientes, las dentaduras.
«Nosotros los muertos acusamos», dice un poeta anónimo en polaco.
En Birkenau (Brzezinka), lugar estratégico —uno de los más importantes centros ferroviarios de la región—, las alambradas, las vías del tren a donde llegaban los vagones cargados de deportados, seleccionados de inmediato, algunos para el trabajo, el resto —la inmensa mayoría— a las cámaras de gas e incinerados en los cuatro crematorios medio derruidos por los alemanes en su precipitada huida del campo cuando fue liberado; un paredón para las ejecuciones, un estanque de cenizas humanas y varios barracones con tres pisos de literas y colchones de paja.
En las ventanitas de las barracas, telarañas.
Un monumento para las víctimas, varias lápidas enormes en todos los idiomas de los condenados. Deposito un guijarro en la lápida que ostenta caracteres en hebreo, otro —los he tomado del crematorio más cercano— en la que se lee una oración en ladino. Me muero de hambre, llevo en el bolsillo una manzana. Soy incapaz de comérmela: ¿cómo atreverme en un campo de exterminio?
Escribe Kafka en 1922: «El viajero toma prestadas las rutas que, aun antes de empezar su recorrido, lo esperaban desde siempre. Puede afirmarse también en otro sentido que ese mismo viajero traza una ruta que, evidentemente, no hubiese existido si antes él no la hubiese recorrido» .

18 julio, 2010

Anne Michaels (Canadá, 1958)


La cripta de invierno(fragmento)


Generadores iluminaban el templo. Una escena de espantosa devastación. Cuerpos que yacían expuestos,miembros esparcidos formando ángulos horrendos. Todos los reyes decapitados, cada cuello privilegiado segado por pequeñas hachas de filo diamantino, torsos orgullosos desmembrados por motosierras, perforadoras y cizallas. Anchas frentes de piedra sujetas por barras de acero y un mortero elaborado a partir de resina epoxi. Avery miraba a los hombres desaparecer hacia el interior del pliegue de una real oreja, o perder un zapato en una nariz soberana, o quedarse dormidos a la sombra de un mohín imperial.
Los obreros trabajaban ocho horas, dividiendo la jornada en tres turnos. Por la noche, Avery se sentaba en la cubierta de la casa flotante y volvía a calcular cuánto crecía la tensión en la roca que iba quedando; reevaluaba lo acertado que había sido cada corte, las zonas de fragilidad y las nuevas fuerzas de presión que se creaban a medida que, tonelada a tonelada, el templo iba desapareciendo.
Incluso en su cama sobre el río veía cabezas cortadas, criados sin brazos ni piernas, amontonados y pulcramente numerados bajo los focos, esperando transporte. Mil cuarenta y dos bloques de piedra arenosa, la más pequeña
de las cuales pesaba veinte toneladas. Aquel milagroso techo de piedra, donde los pájaros volaban entre las estrellas, yacía desmantelado, a cielo abierto, bajo estrellas verdaderas; la oscuridad verdadera que había más allá de los focos
resultaba tan intensa que parecía deshacerse como papel mojado. Los obreros habían atacado primero la piedra de alrededor, cien mil metros cúbicos cuidadosamente parce- lados, etiquetados y trasladados con grúas neumáticas.
Y pronto habrían de acometer la construcción de colinas artificiales.
Para liberarse del ruido de la maquinaria, con la cabeza contra el casco del barco, el oído de Avery buscaba el sonido del fluir del río bajo su cama. Imaginaba, aferrado al viento oscuro, el aliento regular de los sopladores
de vidrio de la ciudad, a una distancia de quinientos kilómetros, los gritos de los aguadores y de los vendedores de refrescos, los chillidos del martín pescador penetrando el oleaje de antiguas palmeras, e imaginaba también cada sonido
evaporándose en el viento del desierto, de donde nunca terminaba de borrarse.
El Nilo ya había sido estrangulado en Sadd El Aali y, antes aún, ya se había dictado un trazado nuevo para su magnífico discurrir, con objeto de aumentar la producción de algodón del Delta, y así estimular la productividad de
los molinos de Lancashire, a una distancia inimaginable. Avery sabía que el río donde se ha colocado una presa no es ya el mismo río. No es la misma orilla; no es ni siquiera la misma agua.
Y aunque el sol al amanecer penetrara con el mismo ángulo en el Gran Templo, y aunque al alba entrara en el santuario el mismo sol, Avery sabía que una vez que la última piedra del templo hubiera sido cortada y trasladada sesenta metros más arriba, y cada bloque hubiera sido sustituido, y cada juntura rellena con arena de forma que no quedara ni un grano de espacio entre los bloques que revelara por dónde los habían rebanado, que cuando, en fin, cada rostro real hubiera sido encasillado en su hueco correspondiente, entonces, en la perfección de la ilusión, en la perfección misma, ahí residiría la traición.
Cuando a uno pudieran engañarlo y hacerle creer que se encontraba en el lugar original (un lugar ya subsumido por las aguas de la presa), entonces todo lo relacionado con el templo se habría convertido en una falsedad.
Y cuando por fin, después de cuatro años y medio de exceso de trabajo, de enfermedades causadas por el calor y el frío extremos, o por el miedo constante a haber calculado mal, cuando por fin se reunió con los ministros de
Cultura, los cincuenta embajadores, sus colegas ingenieros y diecisiete mil obreros para observar con asombro su logro colectivo, temió venirse abajo, no por sensación de triunfo ni por agotamiento, sino por vergüenza.
Sólo su esposa lo comprendía: de alguna manera, bajo las perforadoras se iba escapando lo sagrado, bombeado por el continuo desagüe de aguas subterráneas, pronto aplastado por las gigantescas cúpulas de cemento; para cuando Abu Simbel fuera al fin erigido nuevamente ya no sería un templo.
El río se movía, lento y vivo por la arena, una vena
azul discurriendo por un pálido antebrazo, fluyendo de la
muñeca al codo. La mesa de Avery estaba en cubierta; cuando trabajaba hasta tarde, Jean se despertaba e iba junto a
él. Él se ponía en pie, y ella no le soltaba, colgada de su
propio abrazo.
—Calcúlame a mí —le decía.
Al atardecer, la luz era un polvo fino, motas doradas que se posaban sobre la superficie del Nilo. Mientras
Avery sacaba de la caja de madera sus pinturas, gruesas
tortas de sólida acuarela, su mujer se recostaba en la cubierta aún cálida. Ceremoniosamente, él le separaba la blusa de algodón de los hombros y volvía a ser testigo de cómo
el color de su cuerpo se oscurecía; arenisca, terracota, ocre.
Vislumbrar blancas rayas secretas por debajo de los tirantes, óvalos pálidos como la humedad que hay bajo las piedras, donde el sol no la tocaba. Una palidez secreta que él
sí tocaría después en la oscuridad. Entonces Jean sacaba los
brazos de las mangas y se colocaba de lado, dándole la espalda, en la luz de terciopelo. La luz de la oscuridad, más
noche que día.
Avery se inclinaba por la borda, hundía su taza en
el río y luego depositaba a su lado ese círculo de agua. Escogía un color y dejaba que empapara las suaves cerdas del
pincel, infundidas de agua del río. Con suavidad, liberaba
esa abundancia sobre la firme espalda de Jean. A veces pintaba la escena que tenían delante, la orilla del río, el incesante trabajo en las ruinas, la creciente pila de pétreas fisonomías. A veces pintaba de memoria las colinas de Chiltern,
hasta ser capaz de oler el jabón de lavanda de su madre en
el calor que la tarde desvanecía. Pintaba, empezando en la
infancia, hasta volver a ser un hombre. Entonces, casi al
momento de terminar, hundía otra vez la taza en el río y
repasaba los campos, los árboles, con el pincel mojado en
agua clara hasta que la escena se disolvía, anegada sobre la
espalda de Jean. Hasta que se bañaba no desaparecía del
todo la pintura de sus poros, y el río egipcio recibía la última tierra de Buckinghamshire en un abrazo borrador.
Jean, claro, nunca veía aquellos paisajes y, ciega, tenía la
libertad de imaginar cualquier escena que deseara. Él llegaría a pensar en la languidez de su esposa a esa hora del
atardecer —de cada uno de los atardeceres de esos primeros
meses de 1964— como si hubiera sido una especie de regalo de bodas de ella a él; y ella, por su parte, sentía que se
abría bajo el pincel, como si él trazara una corriente por
debajo de su piel. A esta hora del atardecer se daban el uno
al otro un paisaje secreto. En ambos se abrió una privacidad
nueva. Cada tarde, durante aquel primer año de matrimonio, Avery contemplaba Buckinghamshire, el olor de su
madre, la distancia de tiempo que mediaba entre el húmedo bosque de hayas y este desierto, puntos de tensión, fisuras y elasticidad, el mapa de presiones de las cúpulas de
cemento que pronto se construirían, y la pesada belleza
mortal de su mujer, cuyo cuerpo estaba sólo empezando a
conocer. Pensó en el faraón Ramsés, de cuyo cuerpo acababa de desaparecer lo que quedaba por encima de las rodillas, que yacía ahora desperdigado sobre la arena, alma
cenado en una zona separada de la de los miembros de su
mujer e hijas. Pasarían muchos meses antes de que fuera
reunida esta familia, que llevaba sin separarse más de tres
mil doscientos años.
Pensó que sólo el amor enseña a un hombre su propia muerte; que es en la soledad del amor donde aprendemos a ahogarnos.
Cuando Avery yacía junto a su esposa, aguardando
el sueño, escuchando el río, era como si su cama fuera tan
larga como el propio Nilo. Cada noche bajaba flotando
desde Alejandría, a través de aquel delta de palmeras datileras; pasados los aislados dahabiyah de velas flojas, varados en
las orillas. Todas las noches antes de dormir, para disipar las
ecuaciones y las gráficas del día, recorría mentalmente este
camino. A veces, si Jean estaba despierta, describía el viaje en
voz alta, hasta sentir cómo ella se deslizaba hacia ese estado
cercano al sueño en el que uno cree que sigue despierto y no
oye nada. Pero Avery seguía susurrándole, no obstante, reelaborando el viaje con cien detalles, en gratitud al peso de
su muslo sobre el de él. Sentía que el río escuchaba cada palabra, que se entretejía en cada suspiro hasta estar lleno de
ensoñaciones, hinchado con el último aliento de los reyes, y
la respiración fatigada de obreros de tres mil años atrás hasta
ese mismo momento. Hablaba al río y escuchaba al río, con
la mano sobre el lugar de su mujer por donde algún día su
hijo la abriría, donde su boca ya le había nombrado tantas
veces, como si desde el cuerpo de ella pudiera tomar el nombre del hijo en la boca. Rebeca, Cleopatra, Sara y todas las
mujeres del desierto que conocían el valor del agua.
Mientras pintaba sobre su espalda, Jean recordó la
primera vez, en el cine de Morrisburg, que se sentaron juntos en la oscuridad. Avery no la había tocado más que en la
muñeca, donde se reúnen las venas pequeñas. Sintió la presión ascendiendo a lo largo de su brazo, aunque las puntas
de los dedos de él tocaban sólo una pulgada de ella, y tomó
la decisión. Después, a la luz del vestíbulo, se vio expuesta,
invisiblemente desordenada; él había prendido un lento
fusible debajo de su ropa. Y ella supo por primera vez
que alguien te puede electrificar la piel en una sola noche,
y que el amor no llega por acumulación hasta un determinado momento, como una gota de agua concentrada en la 
punta de una rama; no se trata del momento de llegar con 
toda tu vida a otro, sino que es más bien todo lo que dejas 
atrás. En ese momento. 
Ya incluso aquella noche, la noche que él tocó una 
pulgada de ella en la oscuridad, con qué sencillez pareció 
Avery aceptar los hechos: que estaban al borde de una felicidad para toda la vida y, por tanto, de un dolor ineludible. 
Era como si, mucho tiempo atrás, una parte de él se hubiera roto por dentro y ahora, finalmente, reconociera el 
peligroso fragmento que había estado flotando en el interior de su sistema, provocándole año tras año un dolor 
intermitente. Como si ahora, de ese dolor, pudiera decir: 
«Ah. Eras tú».

de La Cripta de invierno, Editorial Alfaguara, 2010.

Anne Michaels es una de las más destacadas escritoras canadienses de la actualidad. Su primera novela, Piezas en fuga (Alfaguara, 1997), ocupó durante años la lista de los libros más vendidos en Canadá y recibió, entre otros premios, el Orange Prize, el Trillium Book Award, el Giusepe Acerbi y el Lannan Literary Award for Fiction. Fue traducida a numerosos idiomas y su versión cinematográfica ha sido un éxito internacional. Michaels también es autora de tres libros de poesía muy celebrados. La cripta de invierno es su nueva novela.

14 junio, 2010

Ana García Berguan (México D.F., 1960)

Músculo

Desde que comenzó a ir al gimnasio, Rodrigo se enamoró del músculo. Los músculos de Mirko, el entrenador, o aquellos que presumían los alumnos más aventajados, lo dejaban sin aliento, olvidado de sí. No sólo era la belleza de las formas, la perfección, la lisura: también lo subyugaba el movimiento, la idea de que los haces de fibras musculares contenían otros haces de fibras y al estirarse creaban más, como un dibujo infinito, tal como le explicó Mirko. El músculo se hace, le dijo, se crea, se fortalece, se estira, es una materia moldeable que sólo pide trabajo, glucosa y proteínas. Y como prueba mostraba los suyos, de una belleza inigualable. Rodrigo no tardó en habituarse a los programas de ejercicios que al principio lo agotaban. Quedaba exhausto de espaldas sobre la banca, una pesa en cada mano, o encorvado en el extensor de piernas, admirando ciego el cuádriceps de Helga, su compañera rubia, o el trapecio de Boris, el ruso que levantaba pesas con aquellos shorts negros bajo los cuales resaltaba el sexo protegido con un suspensorio.
En la oficina pensaba en músculos, y al percatarse de que bajo del casimir barato de sus colegas y el tweed de Ballesteros, el jefe, nada había que valiera la pena, los sintió inferiores. Quiso, además, que lo reconocieran, que envidiaran algo en él. Se esmeró entonces en la alimentación y el ejercicio, a la espera de aquellos músculos que tarde o temprano resurgirían de su cuerpo como una naturaleza por descubrir, una especie de fortaleza interior, de reciedumbre, elíxir de vida, persona original adentro de la persona, su verdadera forma, su verdadera identidad, ya no más Rodrigo Sierra, el humilde contador de cuarenta años, el que llevaba tantos años en el mismo trabajo y la misma vida como una cárcel pálida. Para ello se afanaba castigando a su cuerpo externo, al descuidado, al desidioso de tantos años, al blancuzco, al fofo como gusano, igual al del resto: diariamente, con esfuerzos inauditos, provocaría su desaparición. Mientras sus compañeros de oficina y el resto de la humanidad —excepto Mirko, Helga y Boris— sudaban para conseguir cosas externas, banales y perecederas, él se sudaba a sí mismo para revelar a aquel que estaba formado tan sólo de músculos.
Llegó finalmente el día en que, tras largas y sufridas sesiones de abdominales y trabajos de bíceps, tríceps y cuádriceps, afloraron bajo la piel, tímidamente, aquellas hinchazones, unas pequeñas bolas duras y lisas, como promesas de metal. Sintió que, por fin, su cuerpo había quedado preñado del otro cuerpo: todo era cosa de seguir, ejercitar hasta el infinito, ayudar a aquel parto que, de sólo imaginarlo, lo dejaba transido. Si tan sólo se pudiera mirar en el espejo sin la vergüenza que acometía a todos los que, como él, apenas se habían dado cuenta de lo que podían llegar a ser. Si tan sólo pudiera, como Mirko, lucir en los ojos aquel brillo de satisfacción por el músculo alcanzado, aquella generosidad laxa con la que ayudaba a los pupilos sin asomo de burla o explícito sentimiento de superioridad, pues él no necesitaba demostrar lo que ya era. Y a Rodrigo no le importaban los dolores, las agujetas, aquellos tirones de sus músculos, aún pequeños, que parecían protestar, como si sintieran que no daban el ancho, que jamás se estirarían ni se fortalecerían a tales grados. Mirko le aseguraba que llegaría el momento en que todo le resultaría sencillo: cargar, colgarse, correr, ejercitar una y mil veces la misma parte, no sufrir jamás ese ardor, esa sensación que a veces tenía él de romperse, de caer como un costal, una vejiga llena de grasa y agua, alguien que sólo se arrastraba, como sus compañeros de la oficina, en ropajes destinados a ocultar miserias.
Fue a ver una exposición de cadáveres a los que se había preservado mediante una sustancia sintética que convertía los músculos, la grasa y los huesos en una especie de plástico duro. Le conmovieron aquellos seres de músculo, carne pura, filetes suspendidos en actitudes que sugerían vida y movimiento. Y cuando se ejercitaba sentía que adentro de él había un ser semejante a los de la exposición, a quienes sólo por distracción se llamaba cadáveres. Para él eran, más bien, carne viva. Pero no la carne viva de la sensibilidad, la sangre, las delicadas terminaciones nerviosas, sino la de las fibras, los tendones, los huesos, la carne dura, la de las fieras cuando saltan sobre la presa, la de los ciervos cuando huyen del león a toda velocidad, las nervaduras que conducen al movimiento. Pensó que, cuando muriera, le gustaría que sus músculos quedaran así expuestos, como la obra de una vida. Que, si acaso lo llegaban a operar, los médicos sintieran admiración por la manera en que las capas de tejido quedaban dispuestas en él como en un libro de anatomía, sin grasas ni quistes deformantes. Le dio por comer carne y estudiar cuidadosamente las nervaduras, las venas, antes de ingerirla como materia sagrada. Sentía un arrobo secreto cuando pensaba que el corazón estaba hecho de músculo, músculo que trabaja sin que lo controlemos, músculo que duele en las desgracias. Nuestra alma, nuestros sentimientos, eran también un haz de fibras vigilantes, cuidadosas, que marcaban un ritmo como el entrenador de un gimnasio.
Rodrigo, en realidad, hablaba poco. Miraba y soñaba mucho, eso sí. Corría durante dos horas en la banda sin fin o escalaba en la elíptica con el gesto de quien ascendiera el Monte Everest. Sentía que se alejaba del mundo, como si hubiera entrado en una curiosa religión cuyos rezos conformaban respiraciones entrecortadas, exclamaciones duras, saltos y golpes. Cuya música eran los rechinidos de los aparatos al funcionar junto con el golpeteo de la música de ritmo pesado, monótono, el eco de los saltos sobre la lona, de las pesas al caer al piso. Cadenas, espadas, espejos, cada quien en confesión, comulgando con su cuerpo, que también era su alma, imperfecto, necesitado de trabajo y sudor. Y despreciaba, ya que habían comenzado a surgir sus pequeños músculos, a quienes iban al gimnasio a conocer gente, las señoras con sus ropas a juego y sus botellines de agua, los oficinistas como él, que a diferencia de él se conformaban con ejercitarse un rato, platicar, sudar un poco y mirar a las muchachas. Él no, Rodrigo alcanzaría una redención, una meta, como decían otros más prácticos que él, esa forma de belleza que de imaginarla lo dejaba sin aliento. Sería como Mirko, Mirko lo vería, por fin, sin esa condescendencia nebulosa que dedicaba a todos.
Cuando los músculos comenzaron a notarse, cuando el bíceps saltó de manera natural al torcer el brazo y apretar el puño. Cuando al contraer el vientre pudo ver, por fin, los cuadros que formaba el largo músculo abdominal, ese día se compró ropa ajustada. Modeló frente al magro espejo de su baño aquel cuerpo cuyas partes podía, al fin, recitar como una letanía larga y tranquilizadora de nombres misteriosos: esplenio, trapecio, deltoides, pectorales, tríceps, bíceps, flexor, extensores, abdominales, vasto externo, vasto interno, sartorio, sóleo. Como partes que se le hubieran caído hacía mucho tiempo, en algún momento de la infancia, y que ahora lucía, recuperadas, como un rey al que se le devuelven sus tesoros. La piel tensa, tersa, pegada a la carne, la carne dura, el cuerpo reconstruido. Y no podía dejar de mirarse, atrapado por aquella extraña felicidad, en la que se sentía solo en su belleza, como una fiera, como un tigre que sintiera ser tigre. Y ya no le importó que lo admirara el vulgo, no se molestó en lucir su cuerpo en aquellos lugares donde no campeaban sus iguales, en el trabajo o con la anciana tía Andreíta que le rentaba el pequeño departamento. De qué hubiera servido, cualquiera más joven que él, por más flácido y blando que estuviera, atraería a esas secretarias obesas que no le interesaban en lo absoluto. Le eran indiferentes esa gente y ese mundo.
De cualquier manera, lo que él había podido alcanzar con tanto esfuerzo era todavía poco, en comparación con la cerrada cofradía que formaban Helga y Boris, las estrellas del gimnasio. Ellos siempre estaban ahí, con Mirko. Se preguntaba cuándo se iban, a qué horas llegaban. A veces los veía charlar junto al pequeño expendio de vitaminas y complementos alimenticios, comparando los efectos que diversas sustancias tenían en sus cuerpos relucientes y dolorosamente firmes.
Sus pequeñas chamarras, colgadas en el vestidor, se veían escasas, decorativas, encima de aquellos cuerpos que parecían no necesitar nada para calentarse. ¿Qué pensó que hacían después, en la noche, cuando los veía alejarse bromeando a una esquina del gimnasio, dándose alguna palmada cariñosa en la espalda? ¿Se acariciarían, medirían sus fuerzas, tomarían algún alimento especial, echarían a correr, jugarían suertes? Quizá acudían a algún lugar sólo habitado por seres musculosos como ellos, un bar en el que podría conocer, quizá, a alguien a quien verdaderamente le interesara lo mismo que a él. Alguien que viera el mundo de la misma manera, que quisiera tocar esas elevaciones, esos valles, esas concavidades nuevas que sentía en su cuerpo como una emocionante y nueva geografía. Alguien que no fuera Helga, ni Boris, ni Mirko, pues ellos lo habían conocido antes, en su previa flacidez. De alguna manera, eso suponía una humillación para él. Antes de atreverse a preguntarles, probó algunas noches a llegar tarde, a quedarse hasta el cierre, pero esa hora no llegaba nunca. Lo vencían el sueño y el agotamiento después de sesiones interminables de entrenamiento. Mirko llegaba siempre en algún momento y le sugería detenerse, no excederse en las abdominales o en el aparato de crossover, pues se podía lastimar, no aumentar el peso de los gemelos antes de que fuera el momento indicado. Y él, hinchado y adolorido, no tenía otro remedio que obedecer. Si llegaba muy temprano para ejercitarse antes de ir al trabajo, los tres ya estaban ahí, frescos, tomando algún jugo ligero para comenzar la sesión. Los tres como tres vikingos, como tres dioses. En realidad, no iban a ningún lado. En realidad, siempre estaban ahí. Rodrigo lo entendió el día en que, a las cinco de la mañana, los vio enrollando aquellas colchonetas en los vestidores.
Siempre están ahí, se repitió ese día, no hay un bar, no hay un lugar al que van los musculosos. Habían llegado a ser lo que él ansiaba, fibras puras, carne y sangre en perpetua labor, y no parecían necesitar nada más que aquella serie de aparatos y el gran espejo. Miradas de arrobamiento, como la suya, alimentaban esa dicha, esa energía que comenzaba y terminaba en ellos mismos. ¿Qué se podría llegar a sentir? Por su imaginación pasó la idea de que sería como una cárcel, la cárcel del cuerpo, pero quería saber lo que se sentía entrar a ella, aun a riesgo de no salir. Y al día siguiente llevó su colchoneta.

01 junio, 2010

Ana María Machado (Brasil, 1941)



Niña Bonita

Había una vez un niña bonita, bien bonita.
Tenía los ojos como dos aceitunas negras, lisas y muy brillantes.
Su cabello era rizado y negro, como hecho de finas hebras de la noche. Su piel era oscura y lustrosa, más suave que la piel de la pantera cuando juego con la lluvia.
A su mamá le encantaba peinarla y a veces le hacía una trencitas todas adornadas con cintas de colores. Y la niña bonita terminaba pareciendo una princesa de las tierras de África o un hada del Reino de la Luna.
Al lado de la casa de la niña bonita vivía un conejo blanco, de orejas color rosa, ojos muy rojos y hocico tembloroso. El conejo pensaba que la niña bonita era la persona más linda que había visto en toda su vida. Y decía:
- Cuando yo me case, quiero tener una hija negrita y bonita, tan linda como ella...
Por eso, un día fue adonde la niña y le preguntó:
- Niña bonita, niña bonita, ¿cuál es tu secreto para ser tan negrita?
La niña no sabía, pero inventó.
- Ah, debe ser que de chiquita me cayó encima un frasco de tinta negra.
El conejo fue a buscar un frasco de tinta negra. Se lo echó encima y se puso negro y muy contento. Pero cayó un aguacero que le lavó toda la negrura y el conejo quedó blanco otra vez. Entonces, regresó adonde la niña y le preguntó:
- Niña bonita, niña bonita, ¿cuál es tu secreto para ser tan negrita?
La niña no sabía, pero inventó.
- Ah, debe ser que de chiquita tomé café negro.
El conejo fue a su casa. Tomó tanto café que perdió el sueño y pasó toda la noche haciendo pipí. Pero no se puso negro.
Regresó entonces adonde la niña y le preguntó otra vez:
- Niña bonita, niña bonita, ¿cuál es tu secreto para ser tan negrita?
La niña no sabía, pero inventó:
- Ah, debe ser que de chiquita comí mucha uva negra.
El conejo fue a buscar una cesta de uvas negras y comió y comió hasta quedar atiborrado de uvas, tanto, que casi no podía moverse.
Le dolía la barriga y pasó toda la noche haciendo pupú.
Pero no se puso nada negro.
Cuando mejoró, regresó adonde la niña y le preguntó una vez más:
- Niña bonita, niña bonita, ¿cuál es tu secreto para ser tan negrita?
La niña no sabía y ya iba a ponerse a inventar algo de unos frijoles negros cuando su mamá, que era mulata linda y risueña, dijo:
- Ningún secreto. Encantos de una abuela negra que ella tenía.
Ahí el conejo, que era bobito pero no tanto, se dio cuenta de que la madre debía estar diciendo la verdad, porque la gente se parece siempre a sus padres, a sus abuelos, a sus tíos y hasta a sus parientes lejanos. Y si él quería tener una hija negrita y linda como la niña bonita, tenía que buscar una coneja negra para casarse.
No tuvo que buscar mucho. Muy pronto, encontró una coneja oscura como la noche que hallaba a ese conejo blanco muy simpático. Se enamoraron, se casaron y tuvieron un montón de hijos, porque cuando los conejos se ponen a tener hijos, no paran más. Tuvieron conejitos para todos los gustos: blancos, bien blancos, blancos medio grises, blancos manchados de negro, negros manchados de blanco, y hasta una conejita negra, bien negrita. Y la niña bonita fue la madrina de la conejita negra.
Cuando la conejita salía a pasear siempre había alguien que le preguntaba:
- Coneja negrita, ¿cuál es tu secreto para ser tan bonita?
Y ella respondía.
- Ningún secreto. Encantos de mi madre que ahora son míos.


Ana María Machado, la destacada escritora brasileña de libros para niños, tiene su página personal en Internet. Está escrita en portugués e incluye información sobre su vida y obra, además de datos, curiosidades, fotos y fragmentos de textos.
http://www.anamariamachado.com/
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