Músculo
Desde que comenzó a ir al gimnasio, Rodrigo se enamoró del músculo. Los músculos de Mirko, el entrenador, o aquellos que presumían los alumnos más aventajados, lo dejaban sin aliento, olvidado de sí. No sólo era la belleza de las formas, la perfección, la lisura: también lo subyugaba el movimiento, la idea de que los haces de fibras musculares contenían otros haces de fibras y al estirarse creaban más, como un dibujo infinito, tal como le explicó Mirko. El músculo se hace, le dijo, se crea, se fortalece, se estira, es una materia moldeable que sólo pide trabajo, glucosa y proteínas. Y como prueba mostraba los suyos, de una belleza inigualable. Rodrigo no tardó en habituarse a los programas de ejercicios que al principio lo agotaban. Quedaba exhausto de espaldas sobre la banca, una pesa en cada mano, o encorvado en el extensor de piernas, admirando ciego el cuádriceps de Helga, su compañera rubia, o el trapecio de Boris, el ruso que levantaba pesas con aquellos shorts negros bajo los cuales resaltaba el sexo protegido con un suspensorio.
En la oficina pensaba en músculos, y al percatarse de que bajo del casimir barato de sus colegas y el tweed de Ballesteros, el jefe, nada había que valiera la pena, los sintió inferiores. Quiso, además, que lo reconocieran, que envidiaran algo en él. Se esmeró entonces en la alimentación y el ejercicio, a la espera de aquellos músculos que tarde o temprano resurgirían de su cuerpo como una naturaleza por descubrir, una especie de fortaleza interior, de reciedumbre, elíxir de vida, persona original adentro de la persona, su verdadera forma, su verdadera identidad, ya no más Rodrigo Sierra, el humilde contador de cuarenta años, el que llevaba tantos años en el mismo trabajo y la misma vida como una cárcel pálida. Para ello se afanaba castigando a su cuerpo externo, al descuidado, al desidioso de tantos años, al blancuzco, al fofo como gusano, igual al del resto: diariamente, con esfuerzos inauditos, provocaría su desaparición. Mientras sus compañeros de oficina y el resto de la humanidad —excepto Mirko, Helga y Boris— sudaban para conseguir cosas externas, banales y perecederas, él se sudaba a sí mismo para revelar a aquel que estaba formado tan sólo de músculos.
Llegó finalmente el día en que, tras largas y sufridas sesiones de abdominales y trabajos de bíceps, tríceps y cuádriceps, afloraron bajo la piel, tímidamente, aquellas hinchazones, unas pequeñas bolas duras y lisas, como promesas de metal. Sintió que, por fin, su cuerpo había quedado preñado del otro cuerpo: todo era cosa de seguir, ejercitar hasta el infinito, ayudar a aquel parto que, de sólo imaginarlo, lo dejaba transido. Si tan sólo se pudiera mirar en el espejo sin la vergüenza que acometía a todos los que, como él, apenas se habían dado cuenta de lo que podían llegar a ser. Si tan sólo pudiera, como Mirko, lucir en los ojos aquel brillo de satisfacción por el músculo alcanzado, aquella generosidad laxa con la que ayudaba a los pupilos sin asomo de burla o explícito sentimiento de superioridad, pues él no necesitaba demostrar lo que ya era. Y a Rodrigo no le importaban los dolores, las agujetas, aquellos tirones de sus músculos, aún pequeños, que parecían protestar, como si sintieran que no daban el ancho, que jamás se estirarían ni se fortalecerían a tales grados. Mirko le aseguraba que llegaría el momento en que todo le resultaría sencillo: cargar, colgarse, correr, ejercitar una y mil veces la misma parte, no sufrir jamás ese ardor, esa sensación que a veces tenía él de romperse, de caer como un costal, una vejiga llena de grasa y agua, alguien que sólo se arrastraba, como sus compañeros de la oficina, en ropajes destinados a ocultar miserias.
Fue a ver una exposición de cadáveres a los que se había preservado mediante una sustancia sintética que convertía los músculos, la grasa y los huesos en una especie de plástico duro. Le conmovieron aquellos seres de músculo, carne pura, filetes suspendidos en actitudes que sugerían vida y movimiento. Y cuando se ejercitaba sentía que adentro de él había un ser semejante a los de la exposición, a quienes sólo por distracción se llamaba cadáveres. Para él eran, más bien, carne viva. Pero no la carne viva de la sensibilidad, la sangre, las delicadas terminaciones nerviosas, sino la de las fibras, los tendones, los huesos, la carne dura, la de las fieras cuando saltan sobre la presa, la de los ciervos cuando huyen del león a toda velocidad, las nervaduras que conducen al movimiento. Pensó que, cuando muriera, le gustaría que sus músculos quedaran así expuestos, como la obra de una vida. Que, si acaso lo llegaban a operar, los médicos sintieran admiración por la manera en que las capas de tejido quedaban dispuestas en él como en un libro de anatomía, sin grasas ni quistes deformantes. Le dio por comer carne y estudiar cuidadosamente las nervaduras, las venas, antes de ingerirla como materia sagrada. Sentía un arrobo secreto cuando pensaba que el corazón estaba hecho de músculo, músculo que trabaja sin que lo controlemos, músculo que duele en las desgracias. Nuestra alma, nuestros sentimientos, eran también un haz de fibras vigilantes, cuidadosas, que marcaban un ritmo como el entrenador de un gimnasio.
Rodrigo, en realidad, hablaba poco. Miraba y soñaba mucho, eso sí. Corría durante dos horas en la banda sin fin o escalaba en la elíptica con el gesto de quien ascendiera el Monte Everest. Sentía que se alejaba del mundo, como si hubiera entrado en una curiosa religión cuyos rezos conformaban respiraciones entrecortadas, exclamaciones duras, saltos y golpes. Cuya música eran los rechinidos de los aparatos al funcionar junto con el golpeteo de la música de ritmo pesado, monótono, el eco de los saltos sobre la lona, de las pesas al caer al piso. Cadenas, espadas, espejos, cada quien en confesión, comulgando con su cuerpo, que también era su alma, imperfecto, necesitado de trabajo y sudor. Y despreciaba, ya que habían comenzado a surgir sus pequeños músculos, a quienes iban al gimnasio a conocer gente, las señoras con sus ropas a juego y sus botellines de agua, los oficinistas como él, que a diferencia de él se conformaban con ejercitarse un rato, platicar, sudar un poco y mirar a las muchachas. Él no, Rodrigo alcanzaría una redención, una meta, como decían otros más prácticos que él, esa forma de belleza que de imaginarla lo dejaba sin aliento. Sería como Mirko, Mirko lo vería, por fin, sin esa condescendencia nebulosa que dedicaba a todos.
Cuando los músculos comenzaron a notarse, cuando el bíceps saltó de manera natural al torcer el brazo y apretar el puño. Cuando al contraer el vientre pudo ver, por fin, los cuadros que formaba el largo músculo abdominal, ese día se compró ropa ajustada. Modeló frente al magro espejo de su baño aquel cuerpo cuyas partes podía, al fin, recitar como una letanía larga y tranquilizadora de nombres misteriosos: esplenio, trapecio, deltoides, pectorales, tríceps, bíceps, flexor, extensores, abdominales, vasto externo, vasto interno, sartorio, sóleo. Como partes que se le hubieran caído hacía mucho tiempo, en algún momento de la infancia, y que ahora lucía, recuperadas, como un rey al que se le devuelven sus tesoros. La piel tensa, tersa, pegada a la carne, la carne dura, el cuerpo reconstruido. Y no podía dejar de mirarse, atrapado por aquella extraña felicidad, en la que se sentía solo en su belleza, como una fiera, como un tigre que sintiera ser tigre. Y ya no le importó que lo admirara el vulgo, no se molestó en lucir su cuerpo en aquellos lugares donde no campeaban sus iguales, en el trabajo o con la anciana tía Andreíta que le rentaba el pequeño departamento. De qué hubiera servido, cualquiera más joven que él, por más flácido y blando que estuviera, atraería a esas secretarias obesas que no le interesaban en lo absoluto. Le eran indiferentes esa gente y ese mundo.
De cualquier manera, lo que él había podido alcanzar con tanto esfuerzo era todavía poco, en comparación con la cerrada cofradía que formaban Helga y Boris, las estrellas del gimnasio. Ellos siempre estaban ahí, con Mirko. Se preguntaba cuándo se iban, a qué horas llegaban. A veces los veía charlar junto al pequeño expendio de vitaminas y complementos alimenticios, comparando los efectos que diversas sustancias tenían en sus cuerpos relucientes y dolorosamente firmes.
Sus pequeñas chamarras, colgadas en el vestidor, se veían escasas, decorativas, encima de aquellos cuerpos que parecían no necesitar nada para calentarse. ¿Qué pensó que hacían después, en la noche, cuando los veía alejarse bromeando a una esquina del gimnasio, dándose alguna palmada cariñosa en la espalda? ¿Se acariciarían, medirían sus fuerzas, tomarían algún alimento especial, echarían a correr, jugarían suertes? Quizá acudían a algún lugar sólo habitado por seres musculosos como ellos, un bar en el que podría conocer, quizá, a alguien a quien verdaderamente le interesara lo mismo que a él. Alguien que viera el mundo de la misma manera, que quisiera tocar esas elevaciones, esos valles, esas concavidades nuevas que sentía en su cuerpo como una emocionante y nueva geografía. Alguien que no fuera Helga, ni Boris, ni Mirko, pues ellos lo habían conocido antes, en su previa flacidez. De alguna manera, eso suponía una humillación para él. Antes de atreverse a preguntarles, probó algunas noches a llegar tarde, a quedarse hasta el cierre, pero esa hora no llegaba nunca. Lo vencían el sueño y el agotamiento después de sesiones interminables de entrenamiento. Mirko llegaba siempre en algún momento y le sugería detenerse, no excederse en las abdominales o en el aparato de crossover, pues se podía lastimar, no aumentar el peso de los gemelos antes de que fuera el momento indicado. Y él, hinchado y adolorido, no tenía otro remedio que obedecer. Si llegaba muy temprano para ejercitarse antes de ir al trabajo, los tres ya estaban ahí, frescos, tomando algún jugo ligero para comenzar la sesión. Los tres como tres vikingos, como tres dioses. En realidad, no iban a ningún lado. En realidad, siempre estaban ahí. Rodrigo lo entendió el día en que, a las cinco de la mañana, los vio enrollando aquellas colchonetas en los vestidores.
Siempre están ahí, se repitió ese día, no hay un bar, no hay un lugar al que van los musculosos. Habían llegado a ser lo que él ansiaba, fibras puras, carne y sangre en perpetua labor, y no parecían necesitar nada más que aquella serie de aparatos y el gran espejo. Miradas de arrobamiento, como la suya, alimentaban esa dicha, esa energía que comenzaba y terminaba en ellos mismos. ¿Qué se podría llegar a sentir? Por su imaginación pasó la idea de que sería como una cárcel, la cárcel del cuerpo, pero quería saber lo que se sentía entrar a ella, aun a riesgo de no salir. Y al día siguiente llevó su colchoneta.
Desde que comenzó a ir al gimnasio, Rodrigo se enamoró del músculo. Los músculos de Mirko, el entrenador, o aquellos que presumían los alumnos más aventajados, lo dejaban sin aliento, olvidado de sí. No sólo era la belleza de las formas, la perfección, la lisura: también lo subyugaba el movimiento, la idea de que los haces de fibras musculares contenían otros haces de fibras y al estirarse creaban más, como un dibujo infinito, tal como le explicó Mirko. El músculo se hace, le dijo, se crea, se fortalece, se estira, es una materia moldeable que sólo pide trabajo, glucosa y proteínas. Y como prueba mostraba los suyos, de una belleza inigualable. Rodrigo no tardó en habituarse a los programas de ejercicios que al principio lo agotaban. Quedaba exhausto de espaldas sobre la banca, una pesa en cada mano, o encorvado en el extensor de piernas, admirando ciego el cuádriceps de Helga, su compañera rubia, o el trapecio de Boris, el ruso que levantaba pesas con aquellos shorts negros bajo los cuales resaltaba el sexo protegido con un suspensorio.
En la oficina pensaba en músculos, y al percatarse de que bajo del casimir barato de sus colegas y el tweed de Ballesteros, el jefe, nada había que valiera la pena, los sintió inferiores. Quiso, además, que lo reconocieran, que envidiaran algo en él. Se esmeró entonces en la alimentación y el ejercicio, a la espera de aquellos músculos que tarde o temprano resurgirían de su cuerpo como una naturaleza por descubrir, una especie de fortaleza interior, de reciedumbre, elíxir de vida, persona original adentro de la persona, su verdadera forma, su verdadera identidad, ya no más Rodrigo Sierra, el humilde contador de cuarenta años, el que llevaba tantos años en el mismo trabajo y la misma vida como una cárcel pálida. Para ello se afanaba castigando a su cuerpo externo, al descuidado, al desidioso de tantos años, al blancuzco, al fofo como gusano, igual al del resto: diariamente, con esfuerzos inauditos, provocaría su desaparición. Mientras sus compañeros de oficina y el resto de la humanidad —excepto Mirko, Helga y Boris— sudaban para conseguir cosas externas, banales y perecederas, él se sudaba a sí mismo para revelar a aquel que estaba formado tan sólo de músculos.
Llegó finalmente el día en que, tras largas y sufridas sesiones de abdominales y trabajos de bíceps, tríceps y cuádriceps, afloraron bajo la piel, tímidamente, aquellas hinchazones, unas pequeñas bolas duras y lisas, como promesas de metal. Sintió que, por fin, su cuerpo había quedado preñado del otro cuerpo: todo era cosa de seguir, ejercitar hasta el infinito, ayudar a aquel parto que, de sólo imaginarlo, lo dejaba transido. Si tan sólo se pudiera mirar en el espejo sin la vergüenza que acometía a todos los que, como él, apenas se habían dado cuenta de lo que podían llegar a ser. Si tan sólo pudiera, como Mirko, lucir en los ojos aquel brillo de satisfacción por el músculo alcanzado, aquella generosidad laxa con la que ayudaba a los pupilos sin asomo de burla o explícito sentimiento de superioridad, pues él no necesitaba demostrar lo que ya era. Y a Rodrigo no le importaban los dolores, las agujetas, aquellos tirones de sus músculos, aún pequeños, que parecían protestar, como si sintieran que no daban el ancho, que jamás se estirarían ni se fortalecerían a tales grados. Mirko le aseguraba que llegaría el momento en que todo le resultaría sencillo: cargar, colgarse, correr, ejercitar una y mil veces la misma parte, no sufrir jamás ese ardor, esa sensación que a veces tenía él de romperse, de caer como un costal, una vejiga llena de grasa y agua, alguien que sólo se arrastraba, como sus compañeros de la oficina, en ropajes destinados a ocultar miserias.
Fue a ver una exposición de cadáveres a los que se había preservado mediante una sustancia sintética que convertía los músculos, la grasa y los huesos en una especie de plástico duro. Le conmovieron aquellos seres de músculo, carne pura, filetes suspendidos en actitudes que sugerían vida y movimiento. Y cuando se ejercitaba sentía que adentro de él había un ser semejante a los de la exposición, a quienes sólo por distracción se llamaba cadáveres. Para él eran, más bien, carne viva. Pero no la carne viva de la sensibilidad, la sangre, las delicadas terminaciones nerviosas, sino la de las fibras, los tendones, los huesos, la carne dura, la de las fieras cuando saltan sobre la presa, la de los ciervos cuando huyen del león a toda velocidad, las nervaduras que conducen al movimiento. Pensó que, cuando muriera, le gustaría que sus músculos quedaran así expuestos, como la obra de una vida. Que, si acaso lo llegaban a operar, los médicos sintieran admiración por la manera en que las capas de tejido quedaban dispuestas en él como en un libro de anatomía, sin grasas ni quistes deformantes. Le dio por comer carne y estudiar cuidadosamente las nervaduras, las venas, antes de ingerirla como materia sagrada. Sentía un arrobo secreto cuando pensaba que el corazón estaba hecho de músculo, músculo que trabaja sin que lo controlemos, músculo que duele en las desgracias. Nuestra alma, nuestros sentimientos, eran también un haz de fibras vigilantes, cuidadosas, que marcaban un ritmo como el entrenador de un gimnasio.
Rodrigo, en realidad, hablaba poco. Miraba y soñaba mucho, eso sí. Corría durante dos horas en la banda sin fin o escalaba en la elíptica con el gesto de quien ascendiera el Monte Everest. Sentía que se alejaba del mundo, como si hubiera entrado en una curiosa religión cuyos rezos conformaban respiraciones entrecortadas, exclamaciones duras, saltos y golpes. Cuya música eran los rechinidos de los aparatos al funcionar junto con el golpeteo de la música de ritmo pesado, monótono, el eco de los saltos sobre la lona, de las pesas al caer al piso. Cadenas, espadas, espejos, cada quien en confesión, comulgando con su cuerpo, que también era su alma, imperfecto, necesitado de trabajo y sudor. Y despreciaba, ya que habían comenzado a surgir sus pequeños músculos, a quienes iban al gimnasio a conocer gente, las señoras con sus ropas a juego y sus botellines de agua, los oficinistas como él, que a diferencia de él se conformaban con ejercitarse un rato, platicar, sudar un poco y mirar a las muchachas. Él no, Rodrigo alcanzaría una redención, una meta, como decían otros más prácticos que él, esa forma de belleza que de imaginarla lo dejaba sin aliento. Sería como Mirko, Mirko lo vería, por fin, sin esa condescendencia nebulosa que dedicaba a todos.
Cuando los músculos comenzaron a notarse, cuando el bíceps saltó de manera natural al torcer el brazo y apretar el puño. Cuando al contraer el vientre pudo ver, por fin, los cuadros que formaba el largo músculo abdominal, ese día se compró ropa ajustada. Modeló frente al magro espejo de su baño aquel cuerpo cuyas partes podía, al fin, recitar como una letanía larga y tranquilizadora de nombres misteriosos: esplenio, trapecio, deltoides, pectorales, tríceps, bíceps, flexor, extensores, abdominales, vasto externo, vasto interno, sartorio, sóleo. Como partes que se le hubieran caído hacía mucho tiempo, en algún momento de la infancia, y que ahora lucía, recuperadas, como un rey al que se le devuelven sus tesoros. La piel tensa, tersa, pegada a la carne, la carne dura, el cuerpo reconstruido. Y no podía dejar de mirarse, atrapado por aquella extraña felicidad, en la que se sentía solo en su belleza, como una fiera, como un tigre que sintiera ser tigre. Y ya no le importó que lo admirara el vulgo, no se molestó en lucir su cuerpo en aquellos lugares donde no campeaban sus iguales, en el trabajo o con la anciana tía Andreíta que le rentaba el pequeño departamento. De qué hubiera servido, cualquiera más joven que él, por más flácido y blando que estuviera, atraería a esas secretarias obesas que no le interesaban en lo absoluto. Le eran indiferentes esa gente y ese mundo.
De cualquier manera, lo que él había podido alcanzar con tanto esfuerzo era todavía poco, en comparación con la cerrada cofradía que formaban Helga y Boris, las estrellas del gimnasio. Ellos siempre estaban ahí, con Mirko. Se preguntaba cuándo se iban, a qué horas llegaban. A veces los veía charlar junto al pequeño expendio de vitaminas y complementos alimenticios, comparando los efectos que diversas sustancias tenían en sus cuerpos relucientes y dolorosamente firmes.
Sus pequeñas chamarras, colgadas en el vestidor, se veían escasas, decorativas, encima de aquellos cuerpos que parecían no necesitar nada para calentarse. ¿Qué pensó que hacían después, en la noche, cuando los veía alejarse bromeando a una esquina del gimnasio, dándose alguna palmada cariñosa en la espalda? ¿Se acariciarían, medirían sus fuerzas, tomarían algún alimento especial, echarían a correr, jugarían suertes? Quizá acudían a algún lugar sólo habitado por seres musculosos como ellos, un bar en el que podría conocer, quizá, a alguien a quien verdaderamente le interesara lo mismo que a él. Alguien que viera el mundo de la misma manera, que quisiera tocar esas elevaciones, esos valles, esas concavidades nuevas que sentía en su cuerpo como una emocionante y nueva geografía. Alguien que no fuera Helga, ni Boris, ni Mirko, pues ellos lo habían conocido antes, en su previa flacidez. De alguna manera, eso suponía una humillación para él. Antes de atreverse a preguntarles, probó algunas noches a llegar tarde, a quedarse hasta el cierre, pero esa hora no llegaba nunca. Lo vencían el sueño y el agotamiento después de sesiones interminables de entrenamiento. Mirko llegaba siempre en algún momento y le sugería detenerse, no excederse en las abdominales o en el aparato de crossover, pues se podía lastimar, no aumentar el peso de los gemelos antes de que fuera el momento indicado. Y él, hinchado y adolorido, no tenía otro remedio que obedecer. Si llegaba muy temprano para ejercitarse antes de ir al trabajo, los tres ya estaban ahí, frescos, tomando algún jugo ligero para comenzar la sesión. Los tres como tres vikingos, como tres dioses. En realidad, no iban a ningún lado. En realidad, siempre estaban ahí. Rodrigo lo entendió el día en que, a las cinco de la mañana, los vio enrollando aquellas colchonetas en los vestidores.
Siempre están ahí, se repitió ese día, no hay un bar, no hay un lugar al que van los musculosos. Habían llegado a ser lo que él ansiaba, fibras puras, carne y sangre en perpetua labor, y no parecían necesitar nada más que aquella serie de aparatos y el gran espejo. Miradas de arrobamiento, como la suya, alimentaban esa dicha, esa energía que comenzaba y terminaba en ellos mismos. ¿Qué se podría llegar a sentir? Por su imaginación pasó la idea de que sería como una cárcel, la cárcel del cuerpo, pero quería saber lo que se sentía entrar a ella, aun a riesgo de no salir. Y al día siguiente llevó su colchoneta.
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