Una alfombra mágica
¿Qué me impulsa a viajar perpetuamente, o qué preguntas formulo cuando me desplazo por el «mundo»? ¿Qué mundos son los que me atraen? En mi primer viaje largo a Europa, entre 1953 y 1958, período en el que visité muchos países europeos y del Medio Oriente, mi visión de México era confusa, ordinaria y cotidiana. Y sólo empecé a conocer a mi país en los libros de los viajeros franceses que durante el siglo XIX habían venido a visitarlo y se habían sentido obligados a dejar por escrito sus impresiones de viaje en libros que yo consultaba ávidamente en la Biblioteca Nacional de París con el objeto de conformar mi tesis de doctorado —cuyo tema era justamente la visión francesa sobre México de 1847 a 1867, es decir, el período comprendido entre dos intervenciones extranjeras: la norteamericana que nos privó de la mitad del territorio nacional y la francesa que nos quiso convertir en imperio. Y a pesar de los prejuicios obvios de los viajeros, de su mirada exótica y deformante, de su sentimiento de superioridad frente a los «pueblos primitivos», su mirada era una mirada deslumbrada, una mirada que me permitió reconocer mi propio paisaje, incluso —y no exagero— darme cuenta de la existencia de los volcanes que rodean el Valle de México, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, volcanes que veía diariamente sin verlos antes de irme y que al regresar aparecían en todo su esplendor ante mis ojos también deslumbrados, en esa época gloriosa en que nuestra ciudad tenía la luz más transparente del aire.
1. En el aire
Después de haber permanecido casi dos siglos en el olvido, cualquier obra del escritor polaco Jan Potocki es hoy recibida con gran veneración; su gran popularidad proviene del redescubrimiento de su obra magna, Manuscrito encontrado en Zaragoza. Publicada en una versión fragmentada por Roger Caillois en la década de los cincuenta y reeditada en una versión mucho más extensa (quizá completa) a finales del siglo XX, ocupa con toda legitimidad uno de los sitios literarios fundamentales de la literatura de finales de la Ilustración y principios del Romanticismo.
Potocki hizo un recorrido por «el imperio marroquí» en 1791 y escribió un diario de viaje en francés, lengua que le sirvió también para redactar su extraordinaria novela, la única que pudiera compararse con Las mil y una noches. El aristócrata polaco fue un gran viajero, recorrió varias regiones del mundo europeo, pero también los países donde se practicaba la religión musulmana. Marruecos le interesó por varias razones, sobre todo porque era un viajero impenitente y recopilaba material para su Manuscrito, proyecto obsesivo que una vez terminado no le dejó más alternativa que el suicidio, operación planeada con tanto cuidado como el libro mismo.
El viaje a Marruecos, confiesa, entraña para él la posibilidad de encontrar «un cambio de paisaje, de cielo y de naturaleza, el proyecto de escuchar el silencio de los desiertos, el borde agitado del mar, y consignar un pensamiento en medio de esos monumentos de antiguos ensueños». También el de observar otros países y costumbres con ojos inteligentes y desprejuiciados.
Éste es el libro que leo en el avión, en este nuevo viaje en que pasaré los próximos meses enseñando en Barcelona. En el avión, pues, viajo acompañada de Potocki, paso las largas horas de vuelo recorriendo los desiertos, los oasis, conociendo a los altos funcionarios del imperio, antes de que entraran allí los franceses; Jan Nepomucen Potocki, espontáneo y cuidadoso, erudito y ligero, suntuoso y bonachón, observador y generoso viajero, desplazándose por esos parajes a lomo de camello, no sólo cargado con enormes valijas para garantizar su comodidad, sino repleto de conocimientos sobre el país que visita, siempre acompañado por un intérprete judío, mal visto por los musulmanes, pero que de algún modo recuerda la antigua convivencia, la que alguna vez en España permitió la coexistencia de tres culturas muy distintas, dato que el escritor polaco añora y recrea en su novela, la cual carecería de esa intensidad o de ese misterio extraordinarios que sólo cobran sentido porque en el relato se combina una curiosa amalgama: la de tres culturas y religiones, la cristiana, la judía y la árabe, conviviendo en casi perfecta armonía.
En el avión entrevero a Potocki con las noticias; al abordar nos ofrecen prensa de varios países; reviso el Financial Times, me detengo en un reportaje literario que reseña cuatro nuevos nombres de escritores italianos surgidos hace tiempo pero visibles sobre todo en un momento en que Berlusconi reanudaba sus prácticas fascistas, prácticas denunciadas siempre y, en el diario que leo, por el vicepresidente del Consejo Nacional de la Magistratura, Carlo Fucci, quien a la vez promueve la huelga de jueces y médicos contra el gobernante-empresario...
En 1787, dos años antes de la Revolución Francesa, Madame de Stäel escribía esta carta a Potocki:
¡Qué locura, la de perseguir los acontecimientos en todo el mundo! Si hubiese una revolución en China, sería necesario ir a buscarla. En esta tierra, vos jugáis el papel de espectador, ir de teatro en teatro sin ligarse nunca al lugar de la escena. Detesto esa manera y os advierto que, si no me prometéis este invierno pasar vuestra vida en Francia, os cerraré mis puertas. Soportaréis los días de vuestra vejez como premio por haber visto los de nuestra juventud.
2. Orfeo y Eurídice
La semana pasada estuve en Berlín; de allí volé a Cracovia, bella ciudad intacta, no como Varsovia, casi destruida por los nazis. Una nota entusiasta y reciente, publicada en una revista de modas francesa, anuncia: «¡Cracovia se localiza en Polonia y desde el 1 de mayo es ya europea!». Curiosa acotación, si cabe el eufemismo...
Esta «nueva» ciudad de «la Unión Europea» (el 15 de junio de 2004, tibias elecciones) llena de contrastes tiene un bosque de árboles altos, verdes, alrededor de la ciudad antigua, el Planty. Entro a una iglesia solitaria (una en cada esquina); al fondo, como estatua, una monja dominica: traje perfecto, negro y blanco, almidonado. Desemboco en la gran Plaza del Mercado (Rynek Glówny), entro a la basílica de Santa María (Mariacky), construida entre 1287 y 1320, restaurada en el siglo XIX, con el más grande altar gótico de Europa, abierto de par en par; la Virgen María dormida y escenas de su vida, alrededor famosos vitrales, frescos de Jan Matejko, cuyo museo está cerca. La iglesia, repleta; se ruega a los turistas no entrar durante los servicios. Finjo una gran devoción, me coloco cerca de la puerta y una señora mayor me ofrece un asiento a su lado y me obliga a asistir a todo el servicio; oficio muy solemne con coros y órgano, varios curas, oraciones en latín, todavía (se agradece); muchos hombres, mujeres, viejos, niños, se persignan, se hincan, toman agua bendita. Visito también Kazimiercz, el barrio judío, casi intacto con su cementerio y sinagogas en pie, pero depredadas.
Estoy agotada, ha sido un día larguísimo, he caminado, visto museos, recorrido iglesias, y en la noche voy a la ópera: representan Orfeo y Eurídice de Glück. Mañana iré a la ciudad de Oświęcim, más conocida como Auschwitz. En el hotel (tres estrellas), mientras desayuno, oigo que alguien me llama, me vuelvo y frente a mí están varios amigos, dos mexicanos, dos españoles. Han venido desde París en su Mercedes blanco. Visitan, como yo, Cracovia; visitarán, como yo, Auschwitz. En la noche cenaremos juntos en el barrio judío, muy turístico, con una vieja sinagoga destartalada aún en pie, restoranes con comida típica, muy semejante a la polaca, el wortsch, los blintzes, el trigo sarraceno, los ravioles judíos, que son casi indistinguibles de los de la región, incluyendo Rusia, o de los que alguna vez probé en Viena.
El teatro es pequeño, blanco —columnas jónicas—, muy adecuado para oír a Glück. La puesta en escena es extraordinaria: un bosque de columnas reduplica las de la entrada; los novios vestidos como personajes de la década de los veinte en el siglo XX; los invitados —miembros del coro— con trajes modernos de colores y coronados con guirnaldas. La escena de felicidad se trueca de repente en infelicidad: la muerte de la amada. Orfeo se lamenta, los invitados se transforman en dolientes, vestidos de traje oscuro. Una contralto entona el treno: es Orfeo, vestida con pantalones, chaqueta y corbata blanca, el pelo muy corto, los senos prominentes; a instancias del Amor, una soprano travestida de gitana, Orfeo descenderá a los infiernos en busca de su amada; en su camino encontrará a las almas en pena, caminará en la oscuridad, donde tropezará con varias coristas vestidas como novias y veladas; al desenmascararlas, ninguna es Eurídice: Orfeo se derrumba. De pronto, su amada reaparece, se inicia el combate, la imposible mirada, la mirada adversa. Como en el mito, Eurídice reclama, Orfeo soporta, pero, incapaz de aceptar por mucho tiempo los reproches de su amada y el inmenso deseo que le provoca verla, se da la vuelta y la contempla; en ese mismo instante ella se desploma: la muerte vuelve a golpear. Orfeo canta enternecido, saca un puñal e intenta suicidarse. Amor interviene y resucita a Eurídice. Glück no toleraba —ni su público— los finales infaustos. Amor inicia la fiesta, arroja cartas marcadas, una de ellas me cae en la cabeza; no soy supersticiosa, la guardo y salgo de la sala, angustiada.
3. Estaciones, fortificaciones, campos de concentración
No sé mucho de la vida de Winfried Georg Sebald, pero he leído y releído sus libros. Nació en Alemania, en 1944, dato que a menudo se repite en sus textos, en boca del narrador que parece y no parece ser el propio Sebald. Ganó varios premios con sus libros anteriores (Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno). Murió de repente, de un infarto, manejando por uno de esos caminos de Inglaterra que tanto amaba recorrer, cuando empezaba a ser conocido y aclamado internacionalmente, como si le diera miedo la fama, porque me imagino que era tan tímido e inseguro y a la vez tan intenso como sus personajes, personajes oscuros y entrañables, tímidos y obsesivos, dedicados a oficios que no sirven para nada, ¿por ejemplo?: Edward Fitzgerald, un noble inglés del siglo XIX que pasa toda su vida recluido aprendiendo lenguas extrañas, entre ellas el persa, para dejar como único producto «útil» de su empeño la traducción de los Rubaiyat de Omar Khayyam.
La estructura de cada una de las novelas de Sebald es distinta, pero en todas se repite un dato: el personaje que narra recorre muchas veces a pie, pero también en tren, avión o coche, vastas regiones de Europa y de Inglaterra y (en sueños, quizá) del mundo. Por una razón u otra, no todas muy explícitas, siempre es él quien introduce a sus personajes, ya sea individuos comunes o corrientes que encuentra a su paso, o destacadas figuras de otros tiempos (Stendhal, Conrad, Kafka, Brown, Borges, Flaubert, Rembrandt, algunos pintores holandeses), que pueblan sus lecturas y su escritura, aunque también sucesos históricos que recobran vida cuando el narrador los convoca, sucesos muchas veces relacionados con catástrofes provocadas por la expansión imperial de algunos países europeos: Inglaterra, Bélgica, Rusia, Alemania y el nazismo, o por catástrofes naturales, como los huracanes que devastaron el campo inglés o el francés en la última década del siglo XX.
En sus páginas vemos reaparecer paisajes, puertos, prósperas ciudades o mansiones que han dejado de existir o ya están totalmente en ruinas. También, y de manera compulsiva, las grandes estaciones de ferrocarril (la impresionante estación de Bruselas, construida como un monumento a la expansión colonial de Bélgica, que produjo millones de muertos en el Congo), o las insignificantes estaciones ferroviarias o camioneras en donde se embarca o desembarca el narrador-protagonista para emprender o terminar sus interminables transcursos, quizá como un preámbulo a su escritura.
De las estaciones, Sebald se traslada a las fortificaciones construidas específicamente para defenderse de las invasiones o de las catástrofes: construcciones, a fin de cuentas, inútiles: ninguna ha cumplido su cometido, como flagrantemente nos lo recuerda la famosa carta que Choderlos de Laclos dirigió a la Academia Francesa sobre el Mariscal de Vauban, célebre arquitecto, constructor de fortificaciones invencibles destruidas al día siguiente de declarada la guerra, como lo sería dos siglos más tarde la orgullosa línea Maginot. Sí: para Sebald, como antes lo fueran para Laclos, las fortificaciones son edificios quizá maravillosos como obras de ingeniería que nunca cumplen su cometido, que es defender contra sus enemigos a los países que los construyen. ¿Semejantes, aunque sin esplendor, a las alambradas que se han colocado en las fronteras para proteger al Primer Mundo de los embates del Tercero? ¿Las que separan a México de los Estados Unidos, o las que pretenden proteger el eurotúnel de los múltiples refugiados que intentan penetrar al Reino Unido para obtener una visa, o la vigilancia policíaca que «protege» a Austria de las invasiones de aquellos que alguna vez fueran ciudadanos del vasto imperio austro-húngaro?
Los zoológicos y los campos de concentración son otros de los sitios favoritos de Sebald. Austerlitz cuenta la historia de un niño judío quien a los 6 años de edad es enviado a Inglaterra desde Praga para ser adoptado por una pareja formada por un ministro protestante y su esposa, sin que nadie, nunca, le explique su procedencia y el sentido de su viaje, emprendido cuando los nazis invaden Checoslovaquia y empiezan a deportar a los judíos hacia los campos de concentración. La fortuita visita a una estación inglesa a punto de ser destruida le provoca a Austerlitz un violento recuerdo que lo impulsa a reconstruir su historia y volver a sus raíces, al mismo tiempo la Praga lujosa e imperial de su infancia y el desolado panorama de un gueto-campo de concentración: Terezín, donde su madre permaneció antes de ser enviada y aniquilada en Auschwitz.
4. Oświęcim
De la estación central de Cracovia salen los autobuses y los trenes para Auschwitz (Oświęcim en polaco). A las afueras del campo, una fábrica de ladrillos y un anuncio que me sobresalta: Muzeum Auschwitz. En el estacionamiento, grandes autobuses de turismo con grupos de todas las nacionalidades: alemanes, polacos, norteamericanos, japoneses, franceses, italianos, jóvenes scouts de todos los países. Al entrar al campo, el conocido letrero Arbeit macht Frei: el trabajo libera. En una pequeña plaza, junto a la cocina, la orquesta del campo tocaba para agilizar las entradas y las salidas de los prisioneros.
«Cada holocausto», se lee en una de las salas, debajo del retrato de Jean Améry (Hans Mayer), «empieza con la violación de los derechos humanos y termina en las cámaras de gas».
Recorro pasillos larguísimos con retratos de prisioneros sin cabellos, con ropas rayadas, ojos desmesurados. Una mujer rapada es idéntica a Kafka. No lejos, las letrinas, los lavaderos; dentro, las celdas de castigo, las horcas portátiles, los montones de cabello, los zapatos, los anteojos, las valijas, los cepillos de dientes, las dentaduras.
«Nosotros los muertos acusamos», dice un poeta anónimo en polaco.
En Birkenau (Brzezinka), lugar estratégico —uno de los más importantes centros ferroviarios de la región—, las alambradas, las vías del tren a donde llegaban los vagones cargados de deportados, seleccionados de inmediato, algunos para el trabajo, el resto —la inmensa mayoría— a las cámaras de gas e incinerados en los cuatro crematorios medio derruidos por los alemanes en su precipitada huida del campo cuando fue liberado; un paredón para las ejecuciones, un estanque de cenizas humanas y varios barracones con tres pisos de literas y colchones de paja.
En las ventanitas de las barracas, telarañas.
Un monumento para las víctimas, varias lápidas enormes en todos los idiomas de los condenados. Deposito un guijarro en la lápida que ostenta caracteres en hebreo, otro —los he tomado del crematorio más cercano— en la que se lee una oración en ladino. Me muero de hambre, llevo en el bolsillo una manzana. Soy incapaz de comérmela: ¿cómo atreverme en un campo de exterminio?
Escribe Kafka en 1922: «El viajero toma prestadas las rutas que, aun antes de empezar su recorrido, lo esperaban desde siempre. Puede afirmarse también en otro sentido que ese mismo viajero traza una ruta que, evidentemente, no hubiese existido si antes él no la hubiese recorrido» .
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