15 febrero, 2015

Misterio en San Cristóbal :: Clarice Lispector / Perfumes de carnaval

MISTERIO EN SAN CRISTÓBAL [CONTINUACIÓN]


 imagen: Antonio Berni




Detrás del vidrio oscuro de la ventana había un rostro blanco mirándolos.
El gallo se había inmovilizado en el gesto de quebrar el jacinto. El toro se había quedado con las manos todavía levantadas. El caballero, exangüe bajo la máscara, había rejuvenecido hasta encontrar la infancia y su horror. El rostro tras la ventana observaba.
Ninguno de los cuatro sabría quién era el castigo del otro. Los jacintos cada vez más blancos en la oscuridad. Paralizados, se miraban.
La simple aproximación de cuatro máscaras en la noche de mayo parecía haber repercutido en huecos recintos y aún en otros más, otros más que, sin ese instante en aquel jardín, quedarían para siempre en ese perfume que hay en el aire y en la inmanencia de cuatro naturalezas que el azar había indicado, señalando la hora y el lugar –todo en lo oscuro era una muda aproximación. Caídos en la emboscada, ellos se miraban aterrorizados: había sido transgredida la naturaleza de las cosas y las cuatro figuras se miraban con las alas abiertas. Un gallo, un toro, el demonio y el rostro de la joven habían desatado la maravilla del jardín... Fue cuando la gran luna de mayo apareció.
Era un toque peligroso para las cuatro imágenes. Tan arriesgado que, sin un sonido, cuatro mudas visiones retrocedieron sin dejar de mirarse, temiendo que en el momento en que no se aprisionaran por la mirada, nuevos territorios distantes fuesen heridos y que, después del silencioso desmoronamiento, quedasen los jacintos dueños del tesoro del jardín.  Ningún espectro vio al otro desaparecer porque todos se habían retirado al mismo tiempo, lentamente, en puntas de pie. Apenas quebrado, sin embargo, el círculo mágico de los cuatro, libres de la vigilancia mutua, la constelación se deshizo con terror: tres bultos saltaron como gatos las rejas del jardín, y otro, asustado y agigantado, se apartó de espaldas hasta el límite de una puerta, desde donde, con un grito, se echó a correr.
Los tres caballeros enmascarados, que por la funesta idea del gallo pretendían sorprender en un baile alejado del carnaval, fueron un éxito en la fiesta ya comenzada. La música se interrumpió y los bailarines, aún enlazados, vieron entre risas a los tres enmascarados exhaustos detenerse como indigentes en la puerta. Finalmente, después de varias tentativas, los invitados tuvieron que abandonar el deseo de convertirlos en reyes de la fiesta porque, asustados, los tres no se separaban: uno alto, uno gordo y uno joven, uno gordo, uno joven y uno alto, desequilibrio y unión, los rostros sin palabras debajo de las tres máscaras que vacilaban independientes.
Mientras tanto, la casa de los jacintos se había iluminado toda. La joven estaba sentada en el comedor. La abuela, con sus cabellos blancos trenzados, sujetaba un vaso de agua, la madre alisaba los cabellos oscuros de la hija, mientras el padre recorría la casa. La joven no sabía explicar nada: parecía haberlo dicho todo en su grito. Su rostro se había empequeñecido, claro –toda la construcción laboriosa de su edad se había deshecho, era otra vez una niña. Pero en la imagen rejuvenecida de otra época, para horror de la familia, un hilo blanco había aparecido entre los cabellos de la frente. Como persistiera en mirar en dirección a la ventana, la habían dejado sentada reposando, y con candelabros en la mano, estremeciéndose de frío en los camisones, habían salido de expedición por el jardín.
Enseguida las velas derramaban su luz danzando en la oscuridad. Enredaderas alambradas se encogían, los sapos saltaban iluminados entre los pies, los frutos se doraban por un instante entre las hojas. El jardín, despierto del sueño, ora se engrandecía, ora se extinguía; las mariposas volaban sonámbulas. Finalmente, la vieja, buena conocedora de los canteros, apuntó a la única señal visible en el jardín que rehuía: el jacinto todavía vivo quebrado en el tallo... Entonces era verdad: algo había sucedido. Volvieron, iluminaron toda la casa y pasaron el resto de la noche esperando.
Sólo los tres niños dormían aún más profundamente.
La joven poco a poco recuperó su verdadera edad. Sólo ella vivía sin escrutarlo todo. Los otros, que nada habían visto, se tornaron atentos e inquietos. Y como el progreso en aquella familia era el frágil producto de muchos cuidados y de algunas mentiras, todo se deshizo y tuvo que rehacerse casi desde el principio: la abuela, otra vez dispuesta a ofenderse, el padre y la madre cansados, los niños insoportables, toda la casa pareciendo esperar que una vez más la brisa de la opulencia soplase después de la cena. Lo que sucedería tal vez en otra noche de mayo.   



Clarice Lispector


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