04 septiembre, 2012

Judy Budnizt(EE.UU.,1973)

 La reclamación(Fragmento)


—Gracias por mantenerse a la espera... ¿Cuál es la naturaleza de
su reclamación?
—Hace tres cuartos de hora que llevo tratando de hablar con ustedes. ¿Qué pasa con ese departamento? Me están entrando ganas de
presentar otra reclamación sobre cómo atienden esta reclamación.
—Diga, diga.
—Quiero hablar con el encargado.
—El encargado soy yo.
—Bien, entonces... Páseme con otra persona. No me gusta su
tono.
—Tampoco a mí me gusta el suyo.
—Es algo urgente y a usted ni siquiera le parece importar. El edificio de detrás del mío... lo veo desde la ventana... está absolutamente invadido de bichos. Los veo entrar y salir corriendo de él, a plena
luz del día, hacen lo que les da la gana. Es muy desagradable. A los que viven allí ni siquiera parece importarles. Prácticamente les dejan
las puertas abiertas.
—¿Qué dirección es?
—No sé si ni siquiera tiene dirección. Es el callejón de detrás de
mi propia casa, calle M, 4027... A mí no me importa nada... si la
gente quiere vivir como animales está en su derecho... pero tengo
miedo de que se extiendan hasta nuestro edificio, y eso no lo podemos permitir. No podemos, así de simple.
—Callejón detrás de la calle M.
—Y hay niños por allí... para los niños no es sano. Si uno es adulto puede decidir por sí mismo si quiere vivir con ratas o si no, estupendo, pero los niños no pueden elegir.
—¿Tiene usted documentación referida a los bichos? ¿Fotografías
o deyecciones?
—Dios del cielo, ¿cree que voy a ir a recoger cagadas de ratas
antes de que ustedes hagan nada?
—Según las normas, sí.
—Pues yo no lo podría hacer... ¿No han tenido más reclamaciones? Sé que ha habido otras reclamaciones. Hemos estado llamándoles sin parar...
—Cuando recibamos el cupo de reclamaciones necesario, iremos
a comprobarlo.
—¿Y cuántas reclamaciones son ésas?
—No se lo podemos decir. Política del departamento. Y no se
ponga a llamarnos diez veces al día. Sabremos que es usted.
—Yo nunca...
—O puede recoger algunas deyecciones y traerlas. Recuerde,
cuanto mayores sean las deyecciones, mayor será la rata que las hizo,
y mayor el problema. Conque si de verdad quiere demostrar que esto
es una cuestión urgente, debería recoger las mayores que encuentre.
—Verá, yo...
—Y nos interesa el peso, no el volumen, de modo que debería pesarlas usted primero. El aspecto puede ser engañoso.
—Voy a reclamar en cuanto cuelgue el teléfono. Voy a llamar a la
oficina de reclamaciones ahora mismo...
—Hágalo. No me pueden despedir, y no me pueden rebajar a ningún puesto inferior del que ya estoy.
Rick cuelga el teléfono cuando ya no puede seguir conteniendo la
risa. El nuevo está boquiabierto de asombro. Tamara, molesta, pone
los ojos en blanco. Los grandes labios de Claude quieren sonreír,
pero él trata de mantener inmóvil la cara. Aquello no es una broma,
pueden rebajarlos de categoría a todos. Hay un departamento peor
que el suyo: la oficina de reclamaciones. Él ha visto en la cafetería a
los que trabajan allí; están tan absolutamente desesperados que ni siquiera llegan a reclamar por lo que les pasa. Están demasiado abajo
para robar el material de oficina. El índice de suicidios somete al personal a una tensión constante. Claude mira la rata muerta metida en una bolsa de plástico encima de su mesa. Mide veinticinco centímetros de largo, sin contar el rabo, con largos dientes amarillos y patas del color de la piel humana, y una expresión hosca, odiosa, en sus ojos viscosos. Tiene que ponerle una etiqueta a la bolsa y mandarla al laboratorio para que la analicen, pero ha olvidado de qué la tienen que analizar. Cree que tenerla encima de la mesa le puede ayudar a recordarlo.
—Sabes que esa mujer va a volver a llamar. Y cuando llame, la voy a mandar a la mierda. Eso no fue nada.
—Deberías dejar que el nuevo hiciera una prueba —dice Tamara—. Tienes que enseñarle, o eso se supone.
—De eso nada. —El nuevo niega vigorosamente con la cabeza—.
Es mucho más divertido cuando lo hace él.
—Calle M —repite Tamara, y echa una ojeada a Claude.
Claude aparta la rata y saca una lista del cajón de su escritorio.
Añade una gruesa señal a las numerosas que hay junto a una dirección. Ya hay varios grupos de marcas trazadas. Unas cuantas más y
tendrán que ir allí y montar el número de que hacen algo.
La llamada definitiva se produce unos cuantos días después, justo cuando se han instalado en sus sillones para el largo turno de noche, con los tazones de té, café o sopa de verduras. Claude, incapaz de decidir, tiene tres sobre su papel secante, y los vapores forman nubecillas en el aire de encima de su mesa.
Otra vez, una reclamación sobre un edificio invadido de bichos.
Había habido una reclamación tras otra. Entran y salen de aquel sitio a plena luz del día, hacen lo que les da la gana. A los vecinos les da miedo que se extiendan. Van a tener que ir ellos, ahora mismo, y limpiar aquel sitio.
—¿Ahora mismo? —pregunta el nuevo.
—El elemento sorpresa —responde Rick.
—Yo conozco ese sitio —dice Tamara—. Junto al depósito de
agua. Es un vertedero. Debieran borrarlo de la faz de la tierra.
—Yo nunca me fijé en él —dice Claude.
—Bien, así que no te fijaste, ¿verdad? —pregunta Tamara—. No
te fijas en nada.
Se ponen el equipo, y Claude ayuda al nuevo con los cierres y trabillas porque él todavía no puede hacer nada solo, y Rick ayuda a Tamara a recogerse su rizado pelo y guardárselo dentro del cuello, aunque ella se aparta de las manos de él en cuanto ha terminado, y cargan los bidones de productos químicos en la furgoneta y Claude saca a Alice de su perrera. Un mensajero de la oficina central llega en bici con una llave maestra. Rick conduce y Tamara va sentada delante con el plano gritándole por dónde debe ir. Claude y el nuevo van sentados detrás, manteniendo los bidones verticales, su aliento empaña los visores de plástico de sus capuchones.
Alice se ha sentado a horcajadas en el pie izquierdo de Claude y apoya la cabeza entre sus rodillas, jadeando asmáticamente. Sus dos ojos son más o menos del mismo tamaño que su hocico, aunque sólo le funciona uno. Los belfos le caen sobre las quijadas como dobladillos desgastados de una falda, dejando ver unas encías negras y dientes ocasionales como viejos trozos endurecidos de chicle. Su nariz, rosa, pelada y como en carne vida, tiene aspecto de estar vuelta del revés, y siempre resuella. Claude se pregunta si todos aquellos años trabajando con productos químicos han hecho que la perra tenga aquella cara.


No dejan de dar vueltas y hacer rodeos, sin conseguir encontrar la calle que lleva a aquel sitio, con el nuevo balanceándose y haciendo como que se marea dentro de la furgoneta sin ventanillas, hasta que por fin se dan cuenta de que no hay calle, sólo un camino de tierra que lleva entre basureros por detrás de un complejo de edificios de apartamentos marrón oscuro, sube una cuesta y baja a una hondonada de tierra acolchada que se agarra a los neumáticos de la furgoneta y hace entrar un regusto a basura, pies y sobacos cuando descorren las puertas.
—Aaah —exclama el nuevo, respirando a fondo, y el capuchón se
le pega a los agujeros de la nariz.
—¿Cómo puede vivir la gente así? —murmura Tamara.
El edificio es un gran bloque rectangular, con ocho o diez pisos de altura. Claude está acostumbrado a calibrar edificios pero no puede decir cuántos son exactamente; está combado y alabeado, como la cara de Alice, y las ventanas parecen haberse corrido y quedado en sitios raros. Está hecho de ladrillo, ladrillo marrón que brilla húmedo y blando como capas de barro. Manchas  negras de hollín enmarcan las ventanas y largos regueros de óxido cuelgan de los respiraderos que sobresalen de las paredes. Hay extraños elementos de la estructura, puntales, vigas, que sobresalen de lo que parece desnudo y vulnerable, ya se sabe, no es normal que se vean, como huesos que se abren paso en la piel.
—¿Quién es ése? —pregunta el nuevo.
—¿Dónde? —dice Claude.
—Nada —dice el nuevo, despidiendo la oscuridad con una mano—. Creí que había visto a alguien.
Claude también lo ve; el relámpago de una camisa de color claro subiendo y bajando a lo lejos.
—Éste es un país libre —dice Tamara—. La gente puede andar por donde quiera.
Una garbosa galería sobresale en la parte delantera por encima de la entrada. Una cerca de eslabones a la altura de la cintura rodea un trozo de tierra y los aparatos de la zona de juegos de delante de las puertas. Rick pasa por encima de la cerca, casi se engancha la bragueta del mono, y se pone a buscar en la parte delantera del edificio.
—Está hacia atrás —dice Tamara, con el capuchón subido hasta
la altura de la nariz y el humo saliéndole despedido de la boca. Había distinguido la caja de la alarma en cuanto se detuvieron, pero no lo había mencionado; así podría terminar aquel cigarrillo. No parecía que hubiese una gran prisa. Aquella gente y sus ratas no tenían adónde ir.
Rick es el que tiene la llave que abre la caja. Va andando con dificultad hasta atrás, con las botas chasqueándole en las pantorrillas. Un momento después, empieza un débil sonido como de campana. No hay otro modo de sacarlos de allí —piensa Claude—, pero casi inmediatamente unos cuadrados amarillos de luz parpadean en la fachada de encima de ellos, aquí, allá, luego por todas partes, y Claude puede oír el conocido estruendo, las voces, los murmullos y palabras de enfado de gente que despierta dominada por el pánico. Alice estira hacia delante su gran cabeza jadeante, el cuello le suena como un pestillo al cerrarse, y él da otra vuelta a la correa enrollada a su muñeca.
Una sombra oscurece la puerta, y luego ésta gira al abrirse y sale una mujer mayor con el pelo lleno de bigudíes y los brazos llenos de plantas de interior. Se detiene nada más verlos, luego se fija en sus uniformes y chapas de identidad, y con aire ofendido pasa arrastrando los pies junto a ellos y se instala en el banco más cercano.
Al principio salen de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres, luego en grupos, algunos corriendo, dando saltos, dominados por el pánico, con el pelo en mechones enredados. Otros salen andando, con bolsas y brazos llenos de papeles y baratijas y prendas de vestir favoritas. Una mujer tremendamente embarazada sale tambaleándose con un huevo cocido a medio comer en una mano y un bote de especias en la otra. Otros llevan agarradas muestras de una actividad interrumpida: libros, mandos a distancia de la tele, latas de cerveza, consolas de videojuegos, un papel de plata arrugado, el envoltorio de
un condón abierto a medias, que un hombre mantiene delicadamente en la palma de la mano como si fuera el último que le queda. Claude pasea la vista alrededor pero no puede decir con qué intención.
Otros salen a medio vestir, otros totalmente vestidos, y a la mayor parte se les ha ocurrido ponerse los zapatos. Pero hay una mujer con nada más que un fino camisón que se le pega a los pezones. Todos la miran. Ella no deja de llevarse distraídamente las manos al pelo, sujetándoselo en la parte de arriba de la cabeza y luego dejándolo caer, tímidamente desenvuelta, sin hacer esfuerzo por taparse.
—No lleva nada debajo —exclama el más pequeño de los dos niños con pijama de franela a juego. Es lo mismo que está pensando Claude, pero va a decirle al chico que se calle. Luego piensa que aquello no es de su incumbencia; es cuestión de sus padres decirle que se calle, conque espera, pero ningún padre habla y las palabras quedan colgando en el aire, levantando ecos: no lleva nada debajo.
—Seguro que tú te habías fijado, ¿eh? —le murmura Tamara al oído—. Marrana. Como si hubiera olvidado vestirse antes de salir corriendo a este frío que pela.
Ven que una mujer en bata y zapatillas se acerca con una manta afgana en las manos. Al principio se dirige hacia su vecina en camisón, con la manta estirada delante, pero luego cambia bruscamente de dirección y vira hacia los dos niños, que ahora están parados mirando el edificio como si esperaran que estallase en llamas. El mayor agarra el antebrazo del pequeño de un modo que parece cariñoso, pero es como si fuera a clavarle las uñas en cualquier momento. El pequeño está tenso, como si esperara una señal. La mujer duda,
luego echa la manta por encima de los hombros de los dos.
—Tomad —dice—, ahora estaréis cómodos y calientes.
La mujer espera, pero los chicos no le dan las gracias; ni siquiera la miran. A Claude otra vez le apetece decir algo, pero se contiene.
¿Dónde están sus padres? Tienen que estar en algún sitio del cercado, dando vueltas sin sentido. La mujer en bata suspira y se da la vuelta. En cuanto lo hace, los chicos se libran de la manta encogiéndose de hombros, la dejan en el suelo y van a parase junto a un caballito metálico abollado puesto encima de un muelle. Ninguno se sube a él; colocan las manos en el gastado metal, como si fuera una reliquia sagrada, y continúan mirando el edificio.
Rick recorre aquel sitio antes que nada, abriendo las puertas de todos los apartamentos con la llave maestra. Uno pensaría que la gente que sale a toda prisa los dejaría abiertos, pero no, la mayor parte de la gente se ha entretenido en cerrar su puerta con llave, como si tuviera algo muy valioso dentro. Ellos agrupan los apartamentos por pisos y se los dividen, tirando de mangueras y redes, y llevando los bidones con ruedas detrás.
Los primeros apartamentos que inspecciona Claude tienen el aire de personas que no se han movido en años. Se da cuenta a la primera bocanada: polvos de talco perfumados, tapetes, fotos de la familia, muebles viejos manchados por décadas de cabezas y codos, un frutero puesto en el mismo centro de la mesa de la cocina, pero cuando uno mira más de cerca hay hormigas corriendo. Vasos de agua en las mesillas de noche, algunos con dentaduras dentro, armarios atestados de papeles amarillentos y restos de esto y aquello. La gente tiene una tendencia instintiva a poner sus casas exactamente del mismo modo; Claude puede entrar en cualquier cocina y saber dónde están las cazuelas, o el cajón lleno de cupones y bolígrafos sin tinta y cinta adhesiva
y restos de la cocina. Puede entrar en cualquier dormitorio y encontrar la reserva secreta de caramelos, la revista guarra.
En un apartamento encuentra el fajo de dinero sujeto con una tira de goma justo donde él creía que iba a estar. Le apetece llevarse unos cuantos billetes y dejar el resto, pero sus guantes de goma se pegan a la tira de goma y no consigue sacarlos, así que se lo guarda todo en el bolsillo.
No hay señales de bichos; ni cagadas, ni cables eléctricos roídos, ni agujeros, ni olor. Nada de eso. No le sorprende. En cuanto vio la clase de gente que salía atropelladamente por las puertas, comprendió que las reclamaciones en realidad no eran por bichos.
La mayor parte de las casas son un auténtico caos y están llenas de polvo y trastos viejos y, sin embargo, al mismo tiempo tienen un aire de impermanencia, como si las hubieran trasladado desde otro sitio, un sitio más espacioso, y colocado allí rápidamente en un intento fallido de reproducirlas. Se trata de una determinada disposición de los trastos, como en un rastro al final del día cuando las cosas buenas han desaparecido y lo único que queda ha sido manoseado y zarandeado y vuelto a dejar sin orden ni concierto.
Examina un apartamento que contiene una jungla de plantas de interior y un enorme piano vertical recubierto de tallas de rollos de pergamino y uvas acebolladas y piñas, con macizas columnas romanas sosteniendo el teclado y lámparas de hierro colocadas encima de cada lado del atril para las partituras, el cual contiene gruesos cuadernos de ejercicios y un puntero como una antena de radio. El banco de madera de delante está gastado y descolorido y tiene la
forma de dos pares de nalgas, y hay una mancha negra que corre desde el centro de un par al borde delantero, como si un pianista nervioso, o muchos, hubieran dado rienda suelta a su nerviosismo.
Hay un rápido movimiento constante en el ángulo de su visión que le está poniendo inquieto. No de ratas; él conoce la agitación y carreras
de una rata. Es más como de gato (¿un loro? ¿un hurón? Quién sabe las mascotas que tiene esta gente), o algo completamente distinto. Comprueba la válvula del bidón y se asegura de que está totalmente cerrada.
Los productos químicos pueden hacerle cosas raras a la cabeza. Rick y
Tamara le han animado a que se colocara aspirando unas cuantas
veces, en noches sin movimiento, pero siempre en un ambiente controlado: en el despacho, con las puertas cerradas, los teléfonos descolgados, y todos los papeles y ratas metidas en bolsas de plástico guardadas dentro de los cajones. Con la primera aspiración el color se extiende por la habitación desde el suelo hacia arriba, y luego unas vibraciones atraviesan el aire en estallidos calientes, como un vagón de metro que pasa por algún sitio, y Tamara está sentada en el regazo de Rick, o el suyo, y la tensa espalda se le dobla y sus muslos pesados aplastan los suyos como sacos de cemento mojado (recuerda que pensó él, como si eso fuera algo bonito), y él le pasa el dedo por los fríos párpados, arriba y abajo, como para quitarle las arrugas de allí, y se perdona todo. No lo han hecho desde hacía mucho tiempo.
En el piso de arriba del todo del edificio registra un apartamento en el que podrían vivir los dos niños en los que se fijó fuera. Hay juguetes dispersos por sitios inverosímiles: soldados dentro de la nevera, piezas de Lego bajo los estantes de libros. Hay un dormitorio con dos pequeñas camas gemelas, una tienda de campaña hecha con mantas, una lamparilla de noche quemada en forma de rechoncho cohete.Una pecera con algas verdosas junto a la tele.
La puerta de la nevera está cubierta de imanes con letras que dicen PEDO y CULO y CACA, y un dibujo de una criatura marrón con garras y colmillos, con una línea de puntos que conecta su pecho a un arma que sujeta una pequeña figura de niño sonriente y con gafas. Y hay una foto, a la altura de la vista de un niño, de, sí, aquellos dos chicos apretados en el regazo de una mujer. La falda a cuadros de ésta se le ha subido de modo que es posible ver una rodilla y un poco del muslo. No hay nada de grasa en la rodilla; no es huesuda pero tampoco es adiposa. Claude se acerca la foto y sigue sin poder ver claramente la cara de la mujer, pero sí que lleva el pelo largo.Oye un constante murmullo en tono bajo y abre de un empujón la puerta cerrada del segundo dormitorio, casi esperando encontrar a la mujer tumbada en la cama, enseñando la tentadora rodilla. La mujer no está, pero hay gran cantidad de cosas propias de una mujer. Un empalagoso olor a laca para el pelo y perfume impregna el aire de encima de una gran cama con sábanas color rosa, y un tocador y un buró invadidos de frascos y de cepillos llenos de pelos. ¿Pelo castaño? ¿Pelirrojo? No es fácil decirlo. Un pequeño televisor rosa encima de un estrecho
taburete de heladería zumba hablando consigo mismo. Pañuelos y collares de cuentas cuelgan del espejo del tocador; revistas ilustradas femeninas están caídas por encima y entre la ropa de cama. Hay una caja de cartón roja en forma de corazón llena de papeles arrugados al lado de la cama. Él pasa los dedos entre los papeles y busca a tientas hasta que nota algo sólido. Introduce la mano debajo del capuchón y se mete la cosa en la boca. Nota la sequedad granujienta del chocolate revenido.
Cuando muerde, una cereza fofa se le desliza garganta abajo como un pececillo muerto. Piensa en la lóbrega pecera del cuarto de estar. Pero
busca otra dentro de la caja.
Baja la vista a sus pies, da patadas a la ropa del suelo. Recoge un
sostén. Es delicado y de encaje, con nada de ese asqueroso relleno; es
rosa pálido, bordeado de rosa más oscuro; y enorme. Se lo mete debajo del capuchón y olisquea. Huele a alfombra polvorienta. Lo tira y recoge otro; éste de seda, y negro y bordeado de cintas rojas. En aquél, las copas son claramente más pequeñas que en el primero. Recoge un tercero, al principio, no está seguro de lo que es porque tiene un cierre por delante y queda raro tirado en el suelo, como un cepo a la espera de un pie descuidado, y aquél tiene dibujo de flores y es el mayor de todos. ¿Cuántas mujeres viven allí?
Se pregunta si habrá un marido, un señor de la casa. No hay señales de ninguno en aquella habitación rosa, empalagosa, con zapatos de tacones absurdamente altos llenando la alfombra y el alféizar de la ventana, y la caja abierta de támpax junto a la cama (¿junto a la cama? ¿Las mujeres no guardan esas cosas en el cuarto de baño?).
Entra en el cuarto de baño y encuentra polvos para la cara esparcidos por el lavabo, medias transparentes colgadas de la ducha para secarse. Saca la mano para dejar que las fibras tejidas se le deslicen porel guante, y se fija que las medias son de las que se ven en las revistas,piernas separadas que requieren sujeciones y cierres y un liguero. Registra el armarito en busca de hojas de afeitar, desodorante masculino, algo que haga patente una presencia masculina, y no encuentra nada.
Los desagües están obstruidos por largos pelos mojados. Se le hincha
algo en el pecho, una especie de ansioso optimismo.
Se queda parado en el cuarto de estar con ganas de irse, impaciente por quedarse. La habitación rosa le hace señas. Hay algo llamativo en todo aquello, teatral, algo dulce que tiende hacia lo rancio; la habitación de una persona que quiere ser, y ya no es, o posiblemente nunca fue, la quintaesencia de una adolescente. Se llevará sólo una cosa, un recuerdo, un sostén, unas bragas, para pensar en ello más tarde, en casa. Entra violentamente en el dormitorio, agarra algo del suelo y se marcha a toda prisa, con el bidón dando golpes detrás de él.
Lo que lleva en la mano es suave y esponjoso. En el ascensor baja la vista y ve que es el calcetín de gimnasia grueso y blanco con tres rayas verdes de un niño. Lo huele. Los niños son lo suficientemente pequeños para tener todavía ese olor a sudor de perrillo que él ya conoce de sus sobrinos, más que el agrio a pies de un adolescente. Se lo guarda en el bolsillo interior con el fajo de billetes de banco.
Abajo encuentra a los otros tres (y a Alice) examinando cada centímetro del portal con una diligencia desacostumbrada. Pasa rozándose contra ellos, cruza las puertas de entrada y se levanta impaciente el capuchón para respirar el aire de la noche. Allí fuera, los inquilinos están quietos, reunidos en grupos resignados, o pasean en círculo, o se han dejado caer medio dormidos sobre los aparatos del terreno de juegos. Pero en el momento que ven su expresión, y su bolsa de recogida vacía, les cambia la expresión. Él puede ver lo que pasa, el estrechamiento acusador de ojos y labios extendiéndose entre la multitud. Nota su propia cara pegajosa y entumecida, una lámina húmeda. Busca con la vista a los dos niños, y ve al hermano pequeño que tiembla dramáticamente y al mayor que le pasa un brazo por encima de los hombros. Los adultos cercanos parlotean en un coro maternal. Hay en empuje general de los cuerpos hacia delante. Claude da un paso atrás y espera por los demás. Dejará que
Tamara y Rick se las entiendan con aquello. A lo mejor el bocazas de Rick consigue mantener a raya a los inquilinos; por lo menos lo suficiente hasta que ellos puedan volver a la furgoneta.




de Si yo te dijera (Alfaguara, octubre 2007), publicado en Granta.






Judy Budnitz nació en 1973 y creció en Atlanta,Georgia. Es autora de una novela, Si yo te dijera (Alfaguara, 2002), que fue finalista del premio Orange, así como de dos colecciones de relatos: Flying Leap [Salto volador] (Flamingo/Picador) y American Baby (Alfaguara, 2006). Ha recibido becas de la Fundación Lannan y del National Endowment for the Arts. Budnitz vive en San Francisco con su marido y su hijo, un hermoso niño de nueve meses, grande y muy estadounidense. «La reclamación» está tomado de una novela en cierne.

No hay comentarios.:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...