30 mayo, 2011

Beatriz Ferro (Argentina)


Un día perfecto
Autoayuda
Para los que nunca llegan a cumplir con lo que anotan en la agenda
Desde enero 1 las páginas en blanco de la agenda nos proponen días plenos, activos, sin omisiones ni olvidos.
Todo lo que debemos hacer es anotar. Anotar y hacer. Anotar, hacer y tachar. Por cada tachadura, un punto a nuestro favor en el tira y afloja con el calendario.
Buena letra y buenos propósitos, al principio todo va bien. Pero a los pocos días ciertas cosas, como pedir hora con el dentista y comprar unos botones, quedan sin tachar, se dejan para mañana o pasado y de tiempo en tiempo se retoman para volver a postergarse.
Así es como aparece un dentista que salta alegremente de lunes a miércoles a viernes, permanece oculto unas semanas, reaparece de pronto, vuelve al cono de sombra y nos toma por asalto el mes que viene junto con esos botones que ya no sabemos bien cuántos necesitábamos, ni si debían ser redondos y opacos o cuadraditos y nacarados como dientes de leche, mimetizados ya con el dentista.
Respuestas aún pendientes, cajones sin ordenar, reuniones aplazadas, malvón sin trasplantar, desfilan con sus reclamos cada vez que echamos una ojeada a los meses anteriores.
Para todas aquellas personas que, al menos un día en el año, aspiran a tener la satisfacción de tachar todo lo anotado, se ofrece aquí una serie de actividades que difícilmente podrán dejar de cumplir, cualquiera sea su sexo, edad y ocupación.
Despertarse y tener ganas de seguir durmiendo.
Levantarse.
Abrir la canilla del lavatorio.
Cerrarla.
Abrir la canilla de la ducha.
Cerrarla.
Apretar el botón del inodoro.
Entre abrir y cerrar canillas y apretar el botón, cumplir con elementales reglas de higiene, lo cual implica: mojarse, sobar el jabón, secarse, apretar el tubo de dentífrico, desenrollar unos centímetros de papel higiénico.
Mirarse en el espejo.
Decir Bueno, ya voy.
Desayunar.
Antes, mientras tanto y después, abrir puertas: del baño, del botiquín, del armario de la cocina, de la heladera, del ropero, de las habitaciones, de la calle.
Cerrar esas puertas.
Buscar algo que estábamos seguros de haber dejado ahí nomás y no encontrarlo.
Abrir cajones varios.
Cerrar esos cajones.
Decir Sí, ya sé, pero es temprano.
Mirar la hora.
Comprobar que uno tiene menos plata de lo que creía.
Salir.
Comprar algo en el kiosco.
Cruzar calles.
Subir a un colectivo.
Bajarse.
Llegar un poquito tarde.
Saludar. Hablar. Charlar.
Asegurar que no tiene la menor importancia algo que en realidad nos importa muchísimo.
Poner cara de prestar atención.
Reprimir un bostezo inoportuno.
Bostezar a gusto y despatarrarnos en la primera ocasión.
Hacer una cantidad de cosas innecesarias con tal de no enfrentarnos con lo que más nos cuesta.
Sentarse y levantarse docenas de veces en el día.
Pensar: ¿Vieron? Al fin y al cabo yo tenía razón.
Empezar a sentir hambre. Tener hambre. Comer.
Decir ¡Hola! ¡Chau!
Jorobar.
Dar un beso. Acariciar. O, bueno, al menos dar una afectuosa palmada en la espalda.
Decir que uno no es supersticioso.
Accionar palancas, llaves y botones de todo tipo: de la luz, la radio, la cocina, el equipo de música, el ascensor, el televisor, el timbre.
Soltar una mala palabra.
Soñar despierto.
Rascarse.
Pensar Mañana sin falta.
Hasta aquí le aseguramos el éxito total. No nos hacemos responsables si, además de cumplir con esa agenda abrumadora, usted pretende que el día le alcance para realizar otras actividades.

El robo (Inédito)En la llave no está la clave (Inédito)



No era la primera vez que aparecía por allí. El visitante recorría las salas del museo mirando los cuadros casi de reojo, por cortesía, hasta llegar a "Jardín en otoño".
Allí se detenía.
Era un jardín simétrico, con dos senderos que abrazaban un macizo central de flores lilas y se perdían a lo lejos. Arbustos como fondo del cantero florido; más arbustos y árboles frondosos en hilera, custodiando el lugar por ambos lados.
Un plácido jardín de otros tiempos, solitario y dueño de sí mismo. Ausente la casa y, si la había, debía ser una casona cerrada y sin gente.
Uno podía recorrer con los ojos los senderos hasta el impreciso horizonte de follaje y preguntarse qué habría más allá, como si el jardín oficiara de antesala de otros paisajes y otros mundos.
Era un buen cuadro, uno de los más valiosos del museo.
La primera vez que el guardián observó a aquel hombre menudo, arrobado ante la tela, no sospechó de él. Pero la escena se repitió varias veces y su desconfianza creció con cada visita.
En una ocasión lo sorprendió atisbando el perfil del marco como si quisiera ver el dorso del cuadro. Otra vez lo pescó mirando nerviosamente a uno y otro costado para asegurarse de que no había testigos.
El guardián sabía que el robo era inminente y trató en vano de imaginar qué recursos usaría, en qué momento, y si tendría cómplices.

Un día de lluvia, el museo casi desierto, reapareció el visitante. Se sacudió unas gotas del impermeable y merodeó de sala en sala hasta llegar al cuadro. El guardián se ubicó estratégicamente en un ángulo desde donde no le perdería pisada.

Fueron unos minutos de descuido, cuando tuvo que contestar un teléfono que nadie atendía. Aunque volvió rápidamente a su puesto, el visitante ya no se veía. Corrió hacia el cuadro pero no llegó a tiempo para impedir el robo.
La sala estaba vacía.
El guardián lo vio alejarse, inalcanzable.
El hombrecito había llegado casi al final de uno de los senderos de "Jardín en otoño"; unos pasos más y, sin volver la cabeza, se esfumó detrás del muro de follaje.
Lo único que quedaba de él era su impermeable en el piso, debajo del cuadro.
Ya no volvería.
Ninguno de los que han sido robados, por un cuadro han regresado.

de El dramático caso de las señoras iguales ( Sudamericana,  colección Pan Flauta)

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