Fragmentos de Pequeña música nocturna
ESCRITO UN DÍA A LA MAÑANA
Cuando entré al cuarto de mi tío, estaba pintando. Suele pintar de noche algunas veces si no está muy cansado.
O si está nervioso.
Eso dice. Que cuando está nervioso, pinta. Entonces no quiere contarte ninguna historia, nada de nada, sólo pintar y pintar. Ni siquiera te ve.
Le dije: ¿Estás enojado conmigo?
Me dijo: No, no estoy enojado.
Nos quedamos sin hablar. Cuando pinta es raro que hable. Él miraba su pintura o miraba algo que yo no veía, algo que estaría en el aire. Yo le miraba la cabeza.
Estaba Minos presente, suele seguirme a todas partes. Si uno lo acaricia se duerme. Yo lo acariciaba y se dormía.
Le pregunté a mi tío algo sobre los huracanes y me dijo que no quería hablar más de eso. Que estaba harto de eso.
Le pregunté por la flor y me dijo que lo dejara en paz.
Le dije que sí estaba enojado. Me dijo que no y basta. Cuando pinta es así. Cuando pinta lo odio.
Le dije : Merce tiene pesadillas todas las noches. Sueña con algo que no sabe qué es. Me dijo: Yo también sueño. Le dije: ¿Qué soñás? No supo decirme qué soñaba. Le dije: Debés soñar con la Cosa, lo que sueña Merce. Hace meses yo también soñaba con la Cosa. Que se metía, que estaba acechando detrás de la puerta, que me tocaba los pies, que me subía por las piernas. Que yo cerraba la puerta y la Cosa empujaba y entraba. Le conté a Merce. Ahora la Cosa se le metió en los sueños a ella.
Entonces me hizo la pregunta de todos los grandes.
Por qué los grandes repiten lo mismo. No se cansan.
¿Qué es la Cosa?
Le dije: Si se supiera, no sería la Cosa. Nadie lo sabe.
Siguió pintando, cuando pinta lo odio. No se entendía mucho lo que pintaba. Era todo amarillo, naranja y marrón con alguna gama del verde oscuro. Sería la Cosa.
En una parte salía la cabezota enorme de Josecito pero podía ser una calabaza o no sé qué.
Era como si en el cuadro pasaran muchos acontecimientos, pero había que descubrirlos. Había que mirarlo mucho para entenderlo. Mirarlo y que te ardieran los ojos de tanto mirarlo, y te cansaras y quisieras dormir. Entonces te dormías y soñabas con el cuadro, con lo que escondía el cuadro. Era mi cabeza, ahora resultaba más nítida. Uno la podía reconocer. Era mi cabeza.
Era yo adentro del cuadro.
Después hizo unos remolinos como los de Dante. Remolinos adentro de un desierto blanco o amarillo muy pálido. Un desierto como ese lugar donde hay camellos. O un lugar que no es: vacío, creo que se dice.
Me dijo: Sacate la ropa. Le dije: ¿Toda? Me dijo: El vestido solamente. Le dije: Me da vergüenza. Pero me la saqué. Me senté en bombachas sobre los talones.
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Me dijo: Así no.
Le vi los dedos amarillos y pensé en mi mamá que siempre le dice que no fume. No me importó que fueran amarillos.
Me hizo arrodillar. Me pintó arrodillada. Me escondió en el cuadro. Pintó encima como para que no me viesen. Pintó algo que no entendí.
Le pregunté qué pintaba.
Estaba muy enojado, no respondió. Cuando pinta se enoja, no habla. No quiere contar historias. Cuando pinta parece un viejo, más viejo de lo que es. Cuando pinta lo odio.
Volví a preguntar para que se fastidiase.
Me respondió: Una grulla. Como si me hubiera respondido: un jarrón. Le pregunté: ¿Qué es una grulla? Me respondió: Un ave. Le dije: Ya sé. Y sé que Dante dice que tiene el canto triste como la gente que vuela en el viento o, al revés, que la gente recuerda a las grullas. Me dijo: Es un ave zancuda. Parecía la hermana Rosa cuando habla de zoología. Le dije: No es una grulla. Las grullas cantan en tu cuadro, pero no se ven.
Entonces dejó de pintar, me miró, pero no el cuerpo sino la cara. Me miró la cara. Me dijo: Lo que yo pinto es una esencia que no se ve. No tiene que verse sino sugerirse. Lo de las grullas que decís está bien. Está el quejido de las grullas. Y no preguntés más porque me distraigo. Ponete el vestido y andate a dormir que es tardísimo.
Le dijo que no.
Que no me iría a dormir. Que no me iría nunca más. Que deseaba meterme en el cuadro, entender el cuadro.
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Entonces él se abrió el pantalón.
Yo había visto a Josecito desnudo, pero era distinto. Era grande, enorme. Esto es lo que pinto, me dijo. Puso mi mano allí donde florecía duro, tenso y suave. También muy suave.
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Fue veloz. Me hizo arrodillar como en el cuadro y me hizo poner lo tenso y suave en la boca. Me la abrió y toqué la punta con la lengua. Miré la pared, el muro donde él se apoyaba.
Dejé de mirar.
Tenía un gusto levemente salado. Me aferró la cabeza con violencia, con el mismo enojo que cuando pintaba y me la hizo mover y él también se movió. Bailaba. Eso tocó cerca de mi garganta. Me hizo lamer y volví al gusto salado. El gusto como cuando te tragás las lágrimas. Se parecía a la lengua, pero era distinto. Me dijo que aspirara, que absorbiera y empecé a sentir el remolino.
Era como una prueba de circo. Eso se metía, era un animalito vivo que deseara ser tragado. Era el gusto de la flor, aunque no un girasol, sino una cala, esas flores de muertos que son blancas y están llenas de vida. Sería la flor de la adormidera que dicen que es roja.
Tenía el ritmo de una ceremonia de esas de las películas con tipos raros y tribus. Una música nocturna. Imaginé a Francesca sobre los huracanes tragando a Paolo.
En un momento pensé que debería comer o que me devoraría el animalito que se movía entre mis dientes. Mi tío se quejaba con la tristeza de las grullas. Era una grulla.
Pensé en Dios, en Dios deforme. Se me hacía difuso.
Después sentí en la lengua un agua blanca y mi tío gritó como si le sacaran la vida. Tragué el agua blanca, la vida.
Mi tío se acostó en el piso. Parecía desmayado. Quizá muerto. Yo no sabía. Quizá la policía viniera a buscarme y me encerrarían.
No le hablé.
No le dije nada.
Él tampoco. Podía estar muerto. Vendría la policía.
Miré el desierto del cuadro.
Me fui. Llamé a Minos y me siguió.
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OTRO DÍA
Dijo: No es posible que vengas todas las noches a despertarme. Le dije: Cambiaste. Antes me contabas historias todas las noches. Dijo: Estoy cansado.
No le dije nada.
Entré al cuarto de al lado. Miré los cuadros de Dorothea.
Me llamó.
Me dijo que me iba a contar una historia tan pequeña como la pequeña música de Mozart. Le dije sí. Me dijo que había una vez una niña que miraba un cuadro que se llamaba “Pequeña música nocturna” donde había otras niñas como ella aunque de veinte años atrás.
Me dijo que la niña tenía mucho miedo del cuadro porque pensaba que en ese cuadro había algo escondido que la pintora había querido decir. Algo más allá de girasoles peligrosos, pasillos con puertas, pelos erizados, vestidos rotos. Eso que la pintora había querido decir no importaba tanto como lo que la niña veía en el cuadro. La zona que despertaba era parte de la niña y no del cuadro o de la intención de la pintora. El girasol no guardaba ningún significado si el girasol no estaba dentro de ella. Como la niña no estaba segura averiguó que la pequeña música nocturna era una serenata con allegro, romanza, minuetto y rondó, y que Mozart había nacido en Salzburgo en el siglo dieciocho.
(No es cierto, yo no hice todas esas averiguaciones. Porque seguro que yo era esa niña. Los grandes cuentan así: dicen “esa niña” en vez de decir el nombre de una como para que sepan que hablan de una y a la vez no estén muy convencidos.)
Que el girasol se vuelve hacia el sol y que tiene semillas comestibles de las que se extrae el aceite. Pero eso no significaba nada porque a Mozart no le importaban los girasoles. Pensó que si el girasol se mueve hacia donde el sol camina, qué sucedería con un girasol nocturno o con un girasol al compás de una música. Pensó en flores que se rompen en la noche, y ya fue su pensamiento el que pensaba y nada de lo que estaba en el cuadro de verdad. Y en el placer de una de las niñas (podría ser sueño, sufrimiento, desmayo) y en el pánico de pelos parados de la otra. Y en la noche como silencio. Y en la puerta abierta como el lugar de las revelaciones. En la música de la noche como en la armonía oculta del silencio.
Como estaba leyendo a Dante dijo que los huracanes del Segundo Círculo infernal eran los que arrancaban pétalos al girasol o erizaban los cabellos con la violencia del aire en movimiento. Pensó que era un viento de lujuria y que la lujuria es el más misterioso de los pecados, el más extrañamente provocador de pánico, como si fuera la raíz del pecado, como si contuviera en sí a los otros pecados hasta el crimen y el odio, formas de lujuria. Formas de la pasión por lo prohibido, por lo que no puede verse ni tocarse ni palparse con la lengua. Que un cuchillo en el vientre es lujuria. Y que todo el resto eran los innobles pecados de los mediocres: avaricia, envidia, maledicencia. Pero que el gran mal era esa lujuria, soberbia de sí y blasfema. Que el girasol era un demonio que deseaba atacar la entrepierna de las niñas, lo que tenían de más oculto y secreto. Aquello que sólo verían los guardianes del orden y rápidamente para saber que nada se ha salido de su perfecto sitio.
(Los médicos deben ser guardianes del orden.)
La niña tenía un tío que pintaba. Una especie de guardián del orden, pero que pintaba. Todo el que pinta sueña con pintar el secreto, lo que no dicen las caras ni las cosas ni las palabras ni siquiera los símbolos. Por sólo eso ya era un guardián imperfecto y enfermo. Se lo toleraba porque sus cuadros no querían decir nada o querían decir algo tan oculto que no se advertía y porque mostraba modales de guardián del orden. Esa especie de guardiana también había soñado con otro cuadro que se llamaba “Hotel La Adormidera”, es decir, hotel del opio, de los sueños. Y pensaba: será así el hotel del otro mundo, del otro lado de las cosas, de la séptima cara del dado, de lo que no se ve, del mundo de los que duermen. Y adentro de ese hotel se esforzaba por pintar el mundo de la adormidera, ese que veía en los sueños, pero jamás lo lograba. De repente encontró a la niña que miraba la esquina del hotel, la sirena escondida de la estatua que soñaba en voz alta, pero él dijo: No, soy un guardián del orden, aunque imperfecto y enfermo. No tengo que olvidarme de cerrar la última puerta del sueño, la que la Ley ordena que debe permanecer cerrada. Abrirla sería la locura que es una forma gigantesca de la culpa. La culpa que rompe las palabras, que desordena el mundo. Y mandó a la niña que se fuera a dormir y que ya basta.
Todos los cuentos de mi tío Marcel terminaban así.
No sé si dijo así lo que dijo, pero hablaba mucho como cuando mi tío se acerca a la nariz una especie de talco. Lo olía y hablaba.
Me gustaban las palabras.
Me las metía en la boca y les encontraba un gusto salado a cosa tensa y suave.
Las anotaba. Muchas veces las anoto para no perderlas en una libretita que siempre llevo conmigo. Anoto las palabras de sus cuentos y cómo unas y otras se mezclan. Después las leo muchas veces y aunque no las entiendo me gusta repetirlas.
Me ponía las palabras en las uñas y se me quebraban las uñas de las ganas de acariciar. Acariciar el gusto salado, tenso y suave.
Le pedí varias veces que las repitiera para copiarlas bien y para aprenderlas de memoria como las poesías de la escuela. Yo tengo muy buena memoria y las aprendo enseguida. Las encerré en el fondo de mi cabeza y pregunté por qué el tío de la historia mandaba a la niña a dormir. Aunque no abriera la puerta del sueño, ambos podían mirarla. Y si ese mundo sale al mundo de las cosas vulgares es grande el peligro. Por ejemplo decir “buenas noches” y que buenas noches signifique distinto de lo que significa buenas noches. (¿Qué puede significar?) La locura hay que saltarla cuando el ojo duerme. De lo contrario contamina el mundo.
Le pregunté: ¿Es una enfermedad contagiosa?
Dijo que sí. Que cuando se abre la puerta ya no hay fuerza capaz de volver a cerrarla. Que si uno mira la puerta, estalla el deseo de abrirla. Y si la abre invade la culpa y se sufre como si uno estuviera por morirse a cada momento. Ese es el infierno que contaba Dante y el infierno debe quedar en el libro que es un sueño escrito o en un cuadro que es un sueño pintado. Y si uno pierde la culpa vive en otro mundo. Entonces vienen los guardianes del orden y te encierran en una jaula de animal.
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Estábamos en la cama y mi tío Marcel me pidió que me quedara de espaldas. La arañita de la mano me tocaba la nuca, bajaba hacia los costados.
Yo tenía la nariz pegada a la almohada.
Le hablaba de cómo esa mañana había cazado una mariposa en el jardín del frente. Que la mariposa tenía las alitas muy finas y amarillas. Como si estuviera hecha con polvo de azafrán.
La mano llegó hasta la línea que te separa las nalgas. Me dio vergüenza pero él no hizo caso. Luego el dedo rozó apenas como si no quisiera pero también como si fuera una caricia pequeñita.
Casi débil.
Le expliqué que había tomado a la mariposa cuando se posó sobre una planta. Que tenía las alas muy juntas. Que le temblaba el cuerpo, las patas, las antenas. Que toda era un temblor y que era tocar un temblor entre el pulgar y el índice. También la mano temblaba, el dedo tenía alitas.
Le dije que me hubiera gustado tener a la mariposa adentro de la boca pero sin hacerle daño. Para sentir el temblor en la lengua.
Sin permitirme que dejara de estar de espaldas, apartó mi cara de la almohada, me hizo probar apenas la dura suavidad rosada. Después gritó un poco, pero sólo por sentir el borde de mi lengua.
Le dije que sólo acerqué a la mariposita al contorno de mis labios y que sentí sus patas finas.
Una cosquilla.
Acercó el contorno de sus labios sin besarme a la zona más secreta.
Le dije que solté a la mariposa y que me gustó y me dolió verla en el aire otra vez fuera de mí. Yo la amaba y hasta lloraba su pérdida y el gusto de verla en el viento.
Sin pedir permiso, sin decirme te haré esto, o diciéndome que me haría daño, que el viaje sería mucho más terrible, que me abriera y que me pusiera en cuatro patas como un cabrito, noté que la dura suavidad entraba, pero no en el lugar de otras veces. Empujó y creo que me asusté. Me dolía tanto como haber perdido a mi mariposa.
En un momento el dolor se hizo intolerable.
Lloré.
Lloré bastante. A gritos.
Me tapó la boca para que no me oyeran.
Los otros no iban a entender lo que hacíamos. La gente grande nunca entiende esas cosas.
Sentí tanta vergüenza.
Vergüenza quizá de manchar. Hubo sangre.
Sentí vergüenza y vergüenza. Como si te orinaras en el colegio delante de todos, con la hermana Rosa y con el inspector mirándote. O como lo peor y delante de todo el colegio.
Me insultó. Dijo cosas terribles. Dijo que el placer lo hacía insultar. El placer del viaje.
Cerraba los ojos y hablaba muy despacio. Tenía mojadas las comisuras de los labios.
También lloraba. Tal vez le dolía. O no. O era mío el dolor. O lloraba porque me dolía y porque yo tenía vergüenza.
El aire estaba quieto y libre. Sin mariposas. O podía venir otra pero ya no era lo mismo.
Nunca era lo mismo.
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Yo estaba desnuda, sentada sobre mis rodillas. Tenía la cabeza de mi tío sobre los muslos. La cabeza me acunaba. Hablábamos no sé de qué.
Del ruido del agua.
Del ruido que hace el agua cuando cae de la canilla. De eso. Yo contaba las gotas como cuando no dormís y te dicen que hay que contar ovejas.
Y del silencio. Y que el silencio tiene rumor de agua.
Él estaba desnudo. Yo lo miraba. Era tan raro ver a un hombre grande desnudo. No te acostumbrás. Desnudo y tendido. Se lo dije. Y que estaba adentro del silencio. Como si fuera adentro del silencio.
Un hombre desnudo, un hombre grande, es algo raro de verdad. Las personas grandes no quieren que las vean desnudas.
Entonces me propuso un juego. Era más raro jugar desnuda con un hombre grande y desnudo. Era un juego de silencio como cuando vos te mirás con otra chica y no pueden hablar y se miran hasta que una hace buches de risa y todo se acaba. Este es un juego para jugar en silencio. Y no reírse. Yo voy a hacer algo, pero vos tenés que estar en silencio. Sólo pondrás tus uñas en mi espalda. Quiero que veas cómo corre mi sangre. Porque el viaje tiene que ser con sangre. Así dijo.
Le pregunté: ¿Para eso querías que no me comiera las uñas y que me crecieran?
Contestó: Para eso.
Y con una tijera cortó mis uñas en punta.
Le dije: Pero a mí no me gusta lastimarte.
Me dijo: Yo sí quiero que me lastimes.
No le dije nada.
Pensé que él también iba a lastimarme. Que jugaríamos a las peleas y que nadie podría gritar. Me abrió las piernas y empezó lentamente a absorberme. Yo le puse las uñas en la espalda. No me gustaba eso de lastimarlo.
No quería.
Pero después fue imposible. Para contener esa impaciencia que empecé a sentir, para que no se volviera grito, abrí la boca, para gritar sin voz. Para gritar con voz de canilla, de agua metida en el silencio.
Ya no me acunaba.
Nadie me acunaba.
Noté que me temblaba el cuerpo.
Que temblaba la pieza entera. Un terremoto.
El techo, los cuadros, todos viajaban conmigo.
Es difícil eso de no gritar. Te vuelve completamente impaciente. Te enfurecés.
Después no sé. Vi las gotitas de sangre en la espalda que bajaban en hilitos rojos. Yo las había extraído. Grité. Me tapó el grito con su grito. Nos tapamos la boca.
Nos tapábamos el grito para que nadie oyera.
No entenderían. La gente grande no entiende esas cosas, ya sabés. Se asustarían. Especialmente por la sangre. Mamá querría tirarse por la ventana más alta. Merce lloraría. José se escondería detrás de una silla y aullaría como una tiza que raspa el pizarrón.
No entenderían.
Después lo toqué. Le hice una casita entre mis manos. Las humedecía con el agua blanca y me las puse en la boca.
Había vuelto el silencio con rumor de canillas. El silencio donde podías meterte despacito como en la iglesia y cerrar los ojos.
Así aprendí a lastimarlo y a querer que me lastimara. Es lindo eso de lastimar. Y a veces hasta es lindo que a uno lo lastimen. Pero es mejor lastimar.
Le dije: Me haré una pulsera con las gotitas de tu sangre.
Me dijo: Me haré un anillo con la tuya.
En casa no entenderían eso de viajar así. Se lo dije. Ni de viajar de ninguna manera. Los niños no viajan. No veo por qué.
Me dijo: Son unos imbéciles.
Le dije: Ahora quiero toda la sangre.
Me dijo: Sí.
Liliana Díaz Mindurry nació en Buenos Aires en 1953. Es autora de los libros de poemas: Sinfonía en llamas, Paraíso en tinieblas (1er Premio Instituto Griego de cultura y Embajada de Grecia) y Wonderland. De relatos: Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte; La estancia del sur (1º Premio Municipal de Buenos Aires, inéditos 1990-91); En el fin de las palabras; Retratos de infelices; Ultimo tango en Malos Ayres (Premio Centro Cultural de México, Concurso Juan Rulfo, París 1993 y Premio El Espectador de Bogotá, Concurso Juan Rulfo, París, 1994), y de las novelas La resurrección de Zagreus; A cierta hora; Lo extraño (1er Premio Fondo Nacional de las Artes); Lo indecible; Pequeña música nocturna (Premio Planeta 1998) y Summertime.
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