Un vampiro es un ser enamorado de su propio desconsuelo. Se aferra a lo perdido como a un escudo. En los laberintos del castillo abandonado del afecto, se lo ve deambular, cabizbajo y mudo y voluptuoso, sediento de una sed implacable, atormentado por la memoria de algo que acaso nunca ocurrió. Tanto Carmilla, la vampira de Sheridan Le Fanu, como el esquivo de Nosferatu, lo saben bien: hay grandeza en medirse con las intemperies de lo anómalo. En la noche eterna, sufrir puede ser una patria.
Julia Kristeva (Soleil Noir: Dépression et mélancolie, 1987) atribuyó a la actividad de poetizar las mismas poses sombrías. Vio en ella una empresa hecha de enconos y gestos desesperados, reacia al duelo, que altera la pulsión de muerte y la vuelve mímesis de resurrección. ¿No viajan los grandes poemas siempre hacia lo indecible? ¿No nacen de rimar los lutos del lenguaje?
Como Nosferatu o Carmilla, los poetas son seres del abismo del tiempo (que es también el abismo de la falta de identidad), criaturas absortas, aferradas al castillo en ruinas de sus proyecciones, exasperadas por ver vivir eternamente lo que no cesa de morir. Por eso, tal vez, apenas hablan y, cuando lo hacen, balbucean interjecciones, ritmos, cosas olvidadas como si así pudieran acercar el sentido del cuerpo que los desterró y conjurar por una vez la noche inmóvil. En cada ataque amoroso vuelven a la pena como a un salvoconducto infalible, y renuevan un pacto que evoca servidumbres secretas: su parafernalia de crueldad conduce a cierta belleza oscura de imágenes fugaces. Toda contaminación supone estremecimientos y sombras vertiginosas. (Es preciso sobrevivir a la noche). El deseo es que las palabras, como decía Holderlin, se abran como flores. En el umbral de la nominación, el poema elige, in extremis, una desgracia edificante: se yergue, desafiante y vencido, como un viudo identificado con la muerte.
La poesía, hubiera dicho Benjamin, es un teatro ejemplar de la tristeza. Una inercia que persevera, ensimismada y sorda a toda revelación, atenta sólo al mundo de los objetos y a las lentas revoluciones de Saturno. En ella, si se mira bien, lo único activo es el ataque camuflado contra el otro instalado en el yo (o viceversa), con tal de suprimir una escisión intolerable. El juego, entre impremeditado y alevoso, da sus frutos. El poema no interrumpe su ciego deambular pero es posible que algo pueda recibir, aunque más no sea un instante, de la luz residual de esa violencia.
Duelo imposible, balbuceo, efervescencia amorosa y criminal, una saga lírica regida por un voluntarioso desamparo: la melancolía también es una estética, y la sensibilidad gótica finisecular (la nuestra) acaso sea uno de sus nombres. Detrás, como antecedente, habría que enumerar lo que otros llamaron el Bizancio anglofrancés del siglo XIX, la literatura charrogne y ese culto de la belleza manchada, emparentada con la desdicha, que popularizó Baudelaire en El pintor de la vida moderna.
Todas las variantes del vampirismo, las voluptuosidades fúnebres, las alianzas entre el placer y la tumba, la flagelación, el amor lesbiano, la atracción de lo exótico y los cuentos de terror y necrofilia que conoció el fin de siglo pasado, provienen de esta concepción de la belleza, y su physique de l’amour, saturada de ruinas, caos y estatuaria, remite al mismo universo sublunar aludido por Kristeva. La poesía, en este sentido, pertenece por derecho propio a la Biblioteca del infierno.
Vincular acedia y lírica permite, por fin, algo más: redefinir el papel que le cabe a esta última en nuestro fin de milenio. Si, vista desde la tecnología y la democracia voraz de nuestro mundo de imágenes, la poesía es un género anacrónico, no lo es desde una teoría de la tristeza, en la medida en que su gesto instaura y garantiza una distancia infranqueable con una fuente que representa el origen y/o la verdad. Al obedecer a un ritmo hecho de súbitos detenimientos, cambios de dirección y nuevas inmovilizaciones, el poema actúa precisamente una imposibilidad: la de condensar significado y significante. Una y otra vez, la isla heroica de la melancolía, como la llamó Marsilio Ficino en el siglo XV, insiste en la experiencia material y fracasa. Este fracaso es espléndido y debe celebrarse porque, con él, se pone de manifiesto lo construido (lo falso) de la verdad simbólica, dando lugar a un mundo donde la jerarquía de una visión coherente de lo real no se sostiene.
Quiebre de la noción de totalidad y añoranza incurable de algo que, acaso, nunca se tuvo, son, desde siempre, marcas de lo que se sabe en estado de extinción. La poesía, acicateada por el deseo, realiza un movimiento afín: como intrigante que, en un misterio medieval, multiplicara significaciones, arma una coreografía escrituraria y, en ese decorado, escenifica una catástrofe (una epifanía mínima y fugaz), reubicándose como un arte imprescindible de la época.
Villiers de IIsle-Adam, Théophile Gautier, Mary Shelley o Renée Vivien, supieron ya a fines del siglo pasado (en su propia sociedad moribunda, transida de progreso) que la respiración asmática, como toda ostentación, tiene que ver con la carencia. Por eso, la belleza decadente de su producción, llena de emblemas, martirios, intrigas y lamentos, como la luz que ilumina en los cuadros barrocos el dibujo oscuro de la alegoría, es un efecto de opuestos. Reducido a un estado de ruina, el lenguaje ya no sirve para la comunicación pero está tanto más cerca de lo incognoscible. A la casa de la significación, por fin, se le ha volado el tejado.
Hay una vida afectiva del verbo donde éste se decanta, pasando del sonido natural al puro sonido del sentimiento. Para este verbo, el lenguaje no es más que un estado intermedio en el ciclo de su transformación, describe el trayecto que va del sonido a la música, descomponiéndose con la lentitud de los cortejos. En este verbo, hablan la melancolía y los poemas. A la manera de una enfermedad fatal, corrompen la lengua para amplificar lo eterno de lo efímero, lo ilusorio de lo verdadero. La estética es errática. No se buscan esencias, sino monogramas que cifren misterios, alguna traición, una voluptuosidad inútil, un gabinete fantástico donde un niño pueda perderse bajo la mirada de Novalis. En este verbo, el torpor se trastoca en audacia, lo banal en contemplación de lo banal, la proclamación en cosa rota. En este verbo, la tristeza se fragua a sí misma para salvarse.
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