12 marzo, 2008

Carmen Lyra *San Jose/Costa Rica,1888-?


"¿Qué habrá sido de ella?*" (cuento/extracto)

"Comprendéis, comprendéis, señor lo que significan estas palabras:
"no tener ya adonde ir". ¿No? ¡Todavía no comprendéis esto!"

Crimen y Castigo.
Th. DOSTOIEVSKY

(*) Publicado en 1959 con el nombre: Ramona, la mujer de la brasa

SE llamaba Ramona, como se llaman muchas de esas mujeres del pueblo que uno se encuentra a menudo en el camino -atareadas y humildes en el cumplimiento del deber cotidiano -el cabello lacio recogido de cualquier modo, a prisa porque coge tarde, calzadas sin coquetería, por cubrirse los pies no más, con unos zapatos torcidos, la punta vuelta hacia arriba, en demanda de resignación a Dios. Ramona, nombre bueno para un pedrón de la calle! A las madres, en el pueblo no les queda tiempo de leer novelas ni de ser románticas, y dan a sus hijos el nombre del santo del día en que nacen, y rara vez ponen el magín a decidir entre una Julieta y una Roxana o un Marco Tulio y un Rolando. Su filosofía natural y recóndita les aconseja llamarlos con los nombres casi siempre duros, cándidos o bobalicones de los mártires, y aguantadores de vainas, que llenan el calendario. Lo más probable es que lleven una existencia semejante a la de esos bienaventurados, si bien nadie los canonizará aunque al desenterrarlos encuentren que la muerte respetó más su cuerpo que lo que lo respetó la vida, y jamás su imagen rodeada de aureola aparecerá en altar alguno.
Así pues, esta criatura se llamaba Ramona y era una de las tantas sombras heroicas que pasan por esta vida soportando casi en silencio el peso de la Santa Pobreza, vieja doncella enjuta e hipócrita con huesos y manto de plomo, que no se sabe cómo pudo hallar gracia ante los ojos de San Francisco de Asís.
Llevaba ya quince años de casada y diez partos, lo cual la había convertido en un ser desvaído y escurrido. La maternidad se había encargado de exprimir de su cuerpo el encanto y la carne de su juventud, todo ello trasegado ahora en aquello ocho cantarillos humanos, en sus ocho hijos, de trece años el mayor. Sólo ánimo Ie iba quedando a la infeliz.
Madrugaba más que el alba para poder dar abasto con el trajín que diez cuerpos demandaban y cumplir con las ropas ajenas que lavaba y planchaba ¡Cuántas noches no supo lo que era poner la cabeza en la almohada por estar arrollando cigarrillos de encargo o dándole a la plancha! Y esto, estuviera como estuviera, en ocasiones con las piernas tan hinchadas cual vástagos de plátano. Y no había más remedio, porque al pasmadote de su marido se Ie paseaba el alma por el cuerpo y no era capaz de salir avante con semejante ejército.
Eso sí, él siempre dormía sus noches desde el toque de queda en los cuarteles hasta que el pito de la estación del Atlántico anunciaba las seis de la mañana.
Pero él no tomaba en cuenta esos sacrificios y si no podía trabajar como era debido en vista de los ocho picos siempre dispuestos a engullir, sí tenía fuerzas para insultarla a cada rato y hasta para maltratarla de hecho si así se Ie antojaba. Y sobre esto la suegra, ¡Santo Dios! que no la podía ver ni pintada en la pared, porque creía que su hijo había descendido desde el trono del Altísimo al profundo abismo en donde Ramona había nacido, para casarse con ella. ¡A saber las malas mañas de que se había valido la tal por cual para engatusar a su muchacho! Siempre le estaba sacando los ojos con su otra nuera. Esa sí era toda una señora, de la misma clase de ellos, si no es que un poquitín más elevada.
Y esta vida de trabajo y tormentos, añadida a cierta irritación nerviosa debida a sus muchos alumbramientos, habían terminado por agriar su carácter. Le costaba ya hablar con dulzura a los niños: los amenazaba a gritos por naderías y sin motivo les sacudía el polvo. Los mayores Ie tomaron por ello cierta inquina, se declararon sus enemigos y cuando los castigaba, la amenazaban con irse a vivir donde la abuela. Tiraban para alIá porque era mujer de buen pasar. Allí nunca tenían hambre, y su tía, la nuera, señora a quien Dios no diera hijos, los mimaba. Esto ponía fuera de sí a Ramona.
¡Ay¡, aquella vieja bandida y aquella otra inutilota con nueve años ya de casada sin saber lo que era echar un hijo al mundo. ¡Eso sí podía, jalarse los ajenos¡
Cada hora de almuerzo y de comida era una borrasca: el hombre vociferaba, ella lloraba y el histerismo la convulsionaba, los pequeños gritaban y huían como pollitos perseguidos.
El la había despedido muchas veces: -Anda, vete; anda, vete de aquí No haces falta: Los chiquillos estarán mejor con mi mamá y con Lola que con vos. Aquí no haces falta.
Por fin un día no pudo más.
-Sí, sí, valía más separarse. ¡Eso no era vida y el mal ejemplo para los chiquillos! ¡Qué se los llevaran, que la dejaran sola! ¡Ella sabía trabajar, se concertaría!
Y se fue al solar a dar gritos. Los niños la miraban con terror y ni Pedrillo, que era el más apegado, ni Juancito, el menor, que siempre andaba colgando de ella como un arete, quisieron acercársele y la contemplaban de lejos lo mismo que a una extraña.
Cuando se calmó volvió a la casa y encontró todo revuelto. El marido estaba cargando en un carretón lo más pesado: la mesa, el armario, las cuatro sillas, las camas de los niños, la cama de matrimonio. ¡La cama en donde nacieron sus diez hijos!
¡Dichosos los dos muertos! ¡De las que se habían librado! ¡Dichosos de ellos!
Las cosas menudas las llevaban los niños. Se asomó a la puerta a verlos partir. Ninguno Ie dijo adiós. Iban uno tras otro; parecía un caminito de hormigas: unos con los cuadros de los santos, otros con motetes en la cabeza. Hasta Juancito llevaba algo: el candelero de hojalata, con un cabo de candela todavía pegado. La candela que la noche anterior había alumbrado la ultima vigilia al lado de sus chacalincillos.
Caminaban despacio por la carga y porque Juan -de la mano de María, la mayor de las mujeres,- no podía marchar aprisa.
La cabecita rojiza de Pedro iba al frente de la tropa y oscilaba semejante a una llama que fuera alumbrándoles el camino.
-Pedro, Pedrito -gritó Ramona.

Lyra, Carmen. Relatos escogidos. San José, C.R.: Editorial Costa Rica, 1999. P. 255-257.

María Isabel Carvajal Quesada conocida como Carmen Lyra, nació en San José el 15 de enero de 1888. Ella popularizó su seudónimo por medio de los cuentos infantiles que escribió, obras que - posterior al movimiento modernista- marcan el advenimiento de la mujer en las letras hispanoamericanas.
Su talento y su inquietud la condujeron hacia diversas actividades de orden social y político que tuvieron como punto de partida su gran solidaridad con el pueblo.
En Costa Rica es la escritora que más cerca está del realismo en sus inicios. Ha sido considerada la fundadora de la narrativa de tendencia realista social en nuestra patria, luego de escribir sus interesantes cuentos Bananos y Hombres, El Barrio Conethjo Fishy y Siluetas de la Maternal que le dieron un gran renombre en nuestra patria y en el extranjero.
Sin embargo la obra más reconocida en su trayectoria literaria es la popular Cuentos de mi tía Panchita, aparecida en 1920 y de la cual se han hecho numerosas ediciones.
Sus primeros trabajos literarios aparecen en las revistas Páginas Ilustradas, Pandemonium, Ariel, Athenea, así como en Repertorio Americano. Posteriormente dirigió las revistas Renovación (artística y pedagógica), San Selerín - una de las primeras revistas infantiles en nuestro país fundada por ella y Lilia González en 1912 - y El maestro, órgano de la Secretaría de Educación, de 1926 a 1929. Al entrar a formar parte del Partido Comunista colabora con el periódico Trabajo, además en el Diario de Costa Rica, La Hora y La Tribuna.
Su obra aparece fundamentalmente influida por los cambios ideológicos que se dieron en ella: desde los vaivenes iniciales del cristianismo al anarquismo, el antiimperialismo, su adhesión al socialismo científico y al partido de las clases obreras.

Carmen Lyra no sólo fue una gran escritora y maestra, sino que además fue una mujer de ideas políticas muy nobles, definida en favor de las causas sociales. Cuando por razones políticas quedó cesante, a su casa acudían intelectuales, políticos, jóvenes con inquietudes literarias, luchadoras sociales: en fin, su casa se convirtió en una escuela popular.
Otras obras suyas son En una silla de ruedas (1918), Las fantasías de Juan Silvestre (1918), Obras completas (1972), La cucarachita mandinga (1976), Relatos escogidos (1977) y Los otros cuentos de Carmen Lyra (1985).

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