28 enero, 2008

Rosa Elvira Peláez (Cuba, 1956)

Ciclones

Realmente, el primer ciclón de la temporada sobrevino cuatro días después de que Daniel invitara a la jabá a la primera encamada. Aquel martes fue un día raro, hubo un muerto, venta libre de pescado, perendengues, un incendio y hasta una desagradable confusión. Un día que había comenzado espléndido, con un sol de lengua larga pero no afilada, y se había ido enturbiando, cifrando en el cielo la tormenta sobre la tierra.

Octubre dominaba el calendario y en las calles se erguían aburridos los típicos cartelones enfilados a mantener alerta la conciencia ciudadana. La Jornada Camilo-Che menudeaba en consignas adosadas a las efigies de los dos revolucionarios tan respetados por el cubano, pero había un extra: el trigésimo aniversario de la Crisis de Octubre, y los misiles volvían a estar a punto, de otra forma, pero jeringando igual.

María Eva Mercedes de la Caridad Lopategui Valdés respetaba mucho a los ciclones. Se acordaba con pavor de aquel Flora que entró, salió y volvió a entrar, en un abrazo mortal sobre varias provincias. Pero por lo pronto, ahora, en ese instante, ella estaba en otra trova: se sentía un chorro de agua fresca brotando del centro del cosmos.

Todas las mujeres de su familia eran María y algo más. Lo de Mercedes fue por la abuela paterna, prodigio de negritud, sabiduría y buen talante; en los años veinte había enamorado a un vasco viudo, anclado en La Habana y con ciertos ahorros, que le puso encajes blancos a la maciza negra de curvas arriesgadas y firmó con orgullo su Lopategui en los papeles, después que se adelantaran a iniciar con frenesí los dos primeros afluentes Lopategui en la mayor de las Antillas. El Mercedes también venía por el orisha protector de María Eva: Obatalá, el dueño de las cabezas. Había nacido un 24 de septiembre, en el camino de Obanlá Ochanlá, el más típico para el sincretismo afrocubano de Obatalá con la Virgen de las Mercedes. Lo de Caridad cayó por ser el nombre de su madrina, el Eva era la dosis de desafío. Le encantaba abreviarse en ese María Eva transgresor que enroscaba a la madre del Hijo con la primera mujer y pecadora, a la que habían penalizado por su curiosidad y sus placeres. Y disfrutaba, como ahora, cuando un hombre se lo salivaba en el oído, mientras todo su interior estallaba de gozo. Daniel arremetía y ella gritaba sus propias consignas pidiendo más, más misiles y más luces, odiando los apagones, el bloqueo y ajena al aniversario de la crisis del '62.

Cuando acabaron con esa calentura temprana de la mañana, María Eva se asomó, con las tetas al aire, a la ventana de la habitación. Sentía mucho calor, pero no había agua, tendría que seguir a trabajar con el sudor de los trajines del sexo endulzando el café con leche de su piel. La posada para amores de a rato estaba frente al cementerio de Colón. Se fijó en los enormes carteles que ostentaba el paseo de entrada de la necrópolis, uno recordaba el aniversario de la Crisis de Octubre y otro acoplaba: "¡Aquí no se rinde nadie!" Como si hiciera falta la precisión en ese lugar -se dijo María Eva-, nosotros los cubanos, tan exagerados, sí, hemos hecho una Revolución más grande que nosotros mismos. Ahora hay que resistir. Yo resisto, tú resistes, él resiste, qué paso más chévere, el de mi conga es, ¡eh! Canturreando la conga, terminó de peinarse, se puso el ajustador para disciplinar la rebeldía de su populoso pecho y se abrochó la blusa de algodón rojo. Le encantaba el color rojo, eso sólo hubiera bastado para que se enrolara en la izquierda en cualquier parte. Daniel salía del baño, maldiciendo que no hubiera ni un cubo de agua para echar al inodoro. Miró el reloj, repitió coño varias veces, le besó una mejilla y con un "vamos, mi china" la apuró a salir.

En la acera, cada uno cogió por su lado. Al trabajo no llegarían puntual, pero tratarían que lo menos tarde posible. Total, el transporte funcionaba tan mal que era una excusa ideal para casi todo. Él iba a ver si enganchaba una guagua para Guanabacoa, algo así como irse de expedición a la selva amazónica sin llevar guía, y la dejó sacando los tres candados a su bicicleta, amarrada en el estacionamiento de la posada. Para María Eva la bici era la garantía de llegar, si no ocurría un reventón de goma. Hay que pensar positivo -se autoconvenció-, y dale pa'lante, chica, este es el primer día del resto de tu vida, aquí lo que no hay que hacer es morirse. Arriba, María Eva, no hay que rajarse, sólo los cristales se rajan.

A sí misma se llamaba por su nombre, en sus soliloquios, muy intensivos en el último año. Mientras pedaleaba con todo el peso de su nombre completo en las pantorrillas, pensó que no había estado mal esa salida íntima con Daniel, pero tampoco pasaría a la historia y dudaba de una eventual segunda vez. Tenía ganas de tomar jugo de toronja, y la asociación de ideas enlazó al Daniel que no haría historia con aquel Cordón Alimentario de La Habana, donde invirtió cientos y cientos de horas y sólo sacó en limpio un amante tierno pero de corta duración, dos buenas amistades, Felicia y Juanita, y un montoncito de papeles certificando su aporte de trabajo voluntario. Estaba decepcionada. Sus cuarenta y cuatro años de edad la desarticulaban en un montón de dudas después de una aventura sentimental. Se sentía como la patria, siempre en guardia y esperando sacrificios, pero nunca satisfecha ni en paz, como si el jaque mate pintara ser eterno.

Su naufragio más reciente había sido Luciano, un matemático militando fervorosamente en la planificación socialista que sacaba cuentas para proponer una variable salvadora al plan económico del país. Ése ni siquiera había podido definir la relación de pareja, pegoteado como estaba a su madre, tanto como a las directivas de la superestructura del Poder, pensó María Eva. Siete meses duró la desgastante relación con Luciano; a Daniel lo había encontrado dos semanas atrás, en una jornada dominical de trabajo voluntario recogiendo toronjas. A su marido también lo había conocido en la agricultura. María Eva tenía demasiado enredados sus amores con la tierra. ¿Y si probaba en el aire, o en el mar?, se preguntaba. Con el fuego, no; le daba miedo. Para fuego, sus entrañas, su pensamiento. Y el fuego del sol caribeño, y aquella candela que se encendía en su trabajo, en las reuniones delirantes para racionar equitativamente lo que no había. No, fuego no. Había excedente.

A la jabá le inquietaba el derrotero de la isla desde que tres años atrás comenzara a apestar aquella cochambre disfrazada de socialismo que había marcado al lejano Este como se burlaba. Aquel allá con su sálvese quién pueda repercutía demasiado. María Eva traducía en algo masticable y lavable la alta política y ese billibilló entre imperialismo y socialismo; en lo cotidiano y concreto, cada día era más difícil poner algo en el plato y cosas simples como jabón, shampú, desodorante y polvo de lavar alcanzaban estatura de dioses del Olimpo, inaccesibles, o más acá, cerca de la tierra, resonancias de mala palabra: carajo, pinga, mierda. "¡Coño, no hay! ¡No hay esto ni aquello, coño, na de na, nananina!" Esta era la consigna no oficial que corría a lo largo de la isla.

María Eva Mercedes de la Caridad Lopategui Valdés se preguntaba "por qué tantos golpes sobre Cubita la bella, la que se agacha y no se mea". No era justo, no, la Revolución era un tren de sanas intenciones y buenos proyectos, pero los rieles no ayudaban. O no habían sido planificados. En algún lugar había un dios indiferente a tantos sacrificios. Tanto bloqueo, amenazas, conspiraciones de la CIA, tantos discursos, retos, cumplimientos y sobrecumplimientos, tanto esfuerzo decisivo, siempre decisivo y con insuficiente rédito práctico, y nada, nananina, no había forma de parar la cabeza, estaban tocando fondo. Al paso que iban, la conga iba a sonar a marcha fúnebre. La desesperaba tener ideas pesimistas, a veces no podía evitarlas.

Cuando entró a la oficina del Ministerio del Comercio Interior, donde trabajaba hacía diez años, en contabilidad, se enteró enseguida de que iba a ser ascendida a jefa de sección. "¿Cómo?, si Cucusa es una jefa ejemplar", se sorprendió María Eva. "Nada, chica, Cucusa fue, hoy estamos de velorio", explicó Juanita. "¡¿Qué?!, pero si ayer la vimos... ", seguía sorprendiéndose María Eva. "Ayer la vimos agitada pinchando entre los papeles, por el cierre del balance mensual, y hoy la veremos en el cajón, relajada, olvidada ya de la migraña y la úlcera, conociendo a los angelitos, es lo que se merece esa mujer. Es la vida, mi niña, la vida que nos sopla para encendernos y apagarnos como simples velitas del cake de cumpleaños".

La filosofía de Felicia dio paso al recuento de Juanita: la víspera, Cucusa salió muy tarde de la oficina, con treinta grados que la noche se empecinaba en no refrescar; había pedaleado trece kilómetros en bici hasta su casa, la cabeza se le partía de los dolores; llegó a su edificio en La Lisa y no había corriente, apagón total en la zona, fuera de programación: tú sabes, el imperialismo tenía la culpa, con su bloqueo. Y allá va Cucusa con la bici a cuestas subiendo nueve pisos; tranquilizó a la madre, enferma de los nervios y sin pastillas, y a los tres hijos; el marido andaba reunido en el puerto ajustando lo de la salida de la flota atunera, no había combustible para todos los barcos y nadie quería quedarse en tierra.

La jabá cree estar viendo la película: apagón, cero televisor, los niños intranquilos, la vieja con su cantaleta, hay calor, quieren bañarse y comer, no hay agua; como no hay corriente, el motor no hala agua del tanque, y la combativa Cucusa agarra dos cubos y baja los nueve pisos, a llenar, de rodillas, inclinando cabeza y torso, los cubos desde la cisterna. Después devora las alturas con ánimo de adolescente, echa el agua en el depósito de emergencia que hay en la cocina, y vuelta a bajar, con los cubos vacíos, pero sintiendo que dejó de ser adolescente. "Eso es una madre ejemplar, una heroína", dice Felicia, y María Eva piensa que no, que eso es ser comemierda. En la tercera subida, que iba a ser la última, Cucusa siente que el aire comenzaba a estar racionado, como si hiciera falta para completar el período especial que engurruñaba a la isla; un vecino que bajaba la notó rara, y ahí, a la entrada de su apartamento, justamente cuando la luz llegaba, qué coincidencia -detalla con primor Juanita-, la muerte súbita se apiadó de ella. "¡Qué fatalidad, chica! ¡Con lo que esa mujer valía!", comentó Griselda, la chismosona del piso, que se había acercado al grupo. "¡Muerte estúpida!", sentenció María Eva, y se fue a ver al jefe de Departamento para comenzar a ventilar el karma que le tocaba.

Griselda, en una de sus idas y venidas entre las oficinas para alimentar la mala noticia, dejó caer una colilla en el cesto de papeles de la difunta. Todos corrieron a sofocar la candela, hasta el jefe de Departamento; el fuego devoró el escritorio de Cucusa y atacó los estantes aledaños, los extintores no estaban cargados y los tres cubos disponibles en el piso, uno por cada baño, no daban abasto para controlar la situación. Los bomberos radicaban a tres cuadras y afortunadamente el incidente no pasó a primera división. Pero se achicharró el cuidadoso informe de cuentas que Cucusa había preparado. Presa de un ataque de nervios, Griselda fue llevada al hospital, gritando que ella no había querido sabotear a su querido ministerio, que, por favor, nadie se confundiera con ella, que no la fueran a perjudicar. El jefe, exhausto por un día sobregirado en tensiones, pidió a todos los del piso que fueran al velorio de la compañera. Y se quedó a escribir el informe sobre el "caso Griselda".

María Eva se había quedado impresionada con el fuego en la oficina que compartía con Cucusa; lo vio como un signo y se prometió a sí misma ir a ver a su madrina Caridad y consagrarle un trabajito a Obatalá, reconocía que últimamente lo tenía abandonado y los orishas son muy susceptibles Sí, podía haber malas influencias en el trabajo. Habría que resguardarse. Una nunca sabe.

Al mediodía fueron al velorio, a las cuatro era el entierro. Todo rápido, el marido lo quiso así, tenía que salir un día después en el barco, con un exigente plan de captura de atún; los niños irían con la suegra nerviosa a casa de una tía. Cucusa ya era parte del anecdotario del mes, y punto. María Eva se sentía muy mal con toda esta historia y dejó la bici en el trabajo, no quería tener un accidente, no tenía la cabeza para circular. Desde que a las seis y media de la mañana salió de su casa pedaleando y se ponchó en la primera cuadra, y tuvo que cambiar solita la cámara, con lo que le fastidiaba hacerlo, presintió que el día sería pesado. Y ahora, en frío pero sudada, y aunque no le desagradó, echaba pestes por la cita extemporánea que tanto le había reclamado Daniel, y su torpeza llevándola a una posada sin agua; ya Cucusa le había partido el día por el medio muriéndose, le dejaba en herencia el maldito cargo, justo en tiempos de tanto salpafuera, cuando lo recomendable era no coger lucha, para no reventar.

Acompañada de Felicia y Juanita, María Eva salió antes de que terminara el velorio, necesitaba aire fresco. Se fueron caminando hacia la necrópolis y llegaron antes que el coche fúnebre y la familia. En la esquina había una pescadería y estaban vendiendo pescado por la libre; faltaba la corriente desde la mañana y no querían perder la mercancía, así que olvidaron el racionamiento. La cola no era muy larga. Felicia consultó con María Eva y Juanita, y acordaron marcar; la jabá cubriría la primera media hora, era la más amiga de la difunta y quería estar presente en el momento en que la bajaran al hueco. Las otras fueron a reunirse en la entrada del cementerio, con los compañeros de trabajo y vecinos que esperaban la llegada del féretro.

Y quedó allí, pensativa, entre los olores del pescado, preguntándose por qué se sentía tan cansada y angustiada en los últimos meses y ni los hombres la avivaban. ¡Ah, los hombres! Siempre había amado a tipos fracasados o erráticos, desguabinados por los sueños. José Manuel, el padre de su única hija, María José, estudiante universitaria, de Leyes, la había dejado en un pozo seco, yéndose a escarbar pírricas victorias en tierras angolanas. La había dejado para que se encamara con tres medallas, con tres medallas se sentara a la mesa y frente al televisor, y a tres medallas les contara sus problemas y sus miedos. Ellas eran muy frías, sordas y mudas; si veían, de nada le servía a María Eva, y para huir de esas terribles parcas, había aceptado otro tipo de infierno, un año movilizada en labores de la agricultura. Con su disposición la oficina ganaba puntos en la emulación interdepartamental, podrían quedarse con la banderita colorá de Departamento Vanguardia, exhibida con orgullo en el mural junto a los ascensores. Además, en el campo se comía bien y algunos brazos aparecerían para encomendar sus insomnios. No era tan malo el campo, cuando pasaran los primeros dolores musculares, ya le cogería el compás y disfrutaría de la sana vida en el verde. Pero lo más importante: imaginaba ganar una tranquilidad de colores distintos a los de una ciudad que amaba y que la entristecía. La Habana, ah, la bella Habana. La veía llenándose de mugres y estantes vacíos, invadida por apagones en la noche y en buena parte del día, y por falta de agua durante el día y casi toda la noche, una ciudad que parecía enfrentarse desnuda al depredador con un son distinto cada mañana, sensual, retozando en miradas y sonrisas, intentando zafar en pasos apurados para todo, todo a las apuradas, siempre, una ciudad ennoblecida por el mar y que se acurrucaba a esas madrugadas que rumiaban boleros, soñando despertar para lo diferente.

Ay, Habana, hermosa Habana, piensa María Eva, sabiendo que la ciudad es su delirio. ¡¿Qué es eso?!, se dijo, y rápidamente se volteó para encarar la situación. Ya no era un quizá, tal vez sí, seguramente no. No: era un sí; le habían tocado el trasero por segunda vez. Sin la menor duda y con el mayor desparpajo se lo volvieron a tocar pero lentamente, con premeditación y fino tacto.

Sus ojos oscuros, llenos de ira, sablearon a otros oscuros, muy por encima del nivel de su mirada. Y la sonrisa del desconocido le derramó un jarro de agua con azúcar, listo para poner al fuego y hacer un almíbar espeso, para endulzar lo que sea, como sea. La voz la desarmó al pedirle disculpa por el gesto equivocado:
-La he confundido con una vieja amiga -aclaró el hombre.
-Y por las nalgas la conoce, ¿no?, la conoce y la saluda. Una buena amistad, supongo -ironizó María Eva.
El tipo soltó la carcajada y explicó que realmente la otra había sido su esposa, hacía años no se encontraban.
-Las ex esposas, cuando son razonables en la separación, pueden ser muy buenas amigas ¿Usted no tiene experiencia? - argumentaba él.
-No, soy viuda -respondió ella.
-Ah, perdone, no quise ofender -se apresuró a aclarar el hombre.
-No ofende -suavizó María Eva, sumiéndose en la duda: ¿por qué quería suavizar?

El hombre la miraba de una forma que le removía viejos tiempos, de allá de su primera juventud. Era un hombre alto, posiblemente un poco más joven que ella. Le dijo que estaba en la cola del pescado para hacerle el favor a un amigo, de vacaciones en Camagüey, con la mujer, y como él había tenido que viajar a La Habana, su amigo le había dejado el apartamento. Era a una cuadra, frente al cementerio. Un lindo apartamento, con todo. Los ojos le brillaron al decirlo. Con todo. Hasta tenía cerveza. Y como había freezer, seguramente la cerveza estaría fría, no importaba que desde el mediodía no hubiera corriente en el barrio. María Eva escuchaba, y pensaba que no había tutía, el tipo le estaba proponiendo algo. Qué día tan loco, pensó para sí, mirando con pena los ojos fríos de los pescados sobre el mostrador; contestó que no tenía tiempo, iba a un entierro. "Los muertos son para siempre, los entierros no", susurró el hombre junto a su oreja. Qué descarado, pensó la jabá, pero estaba contenta.

Cuando llegó Felicia para defender el turno en la cola, le dijo que se apurara, que la pobre Cucusa había llegado y había jaleo, la madre de la muerta gritaba, toda descompuesta, y los niños lloraban. María Eva salió corriendo, y el desconocido detrás, pegadito al trasero.
-¿Y su pescado? -preguntó la jabá.
Él la tranquilizó:
-No importa, yo no como pescado, hacía la cola pensando en mi amigo, y porque no tenía otra cosa que hacer.
-Ah, ¿y qué piensa hacer ahora? -preguntó María Eva,
-Acompañarla en su sentimiento -respondió el tipo, mirándola demasiado fijo, y no con ojos de pescado.

En ese instante, María Eva supo que del entierro saldría para otro: el de su luto erótico; hacía una tonga de años que no se sentía tan excitada con la sola cercanía de un hombre mirándola. Supo que en algún lugar tomaría cerveza fría, burlándose del corte de corriente, y brindaría por Cucusa en un rincón de la alegría, aunque fuese una alegría pasajera.

Estuvieron juntos muy cerca de la fosa, las flores estaban feas, mustias, lloró, el desconocido la abrazó, ella le mojó la camisa. Después hubo una confusión y más llanto, llegó otro coche mortuorio con un tal Felipe. Los sepultureros comenzaron a discutir a quién le correspondía el hueco. Todos los presentes estaban tensos. A la madre de Cucusa hubo que llevársela, Felicia ayudó a una hija a alejarla e la tumba, le dio tremendo perendengue, se puso a gritar, a patalear, se tiró al suelo, el viudo también se metió en la discusión con los sepultureros y hasta recordó que había combatido en Playa Girón. Pobrecita Cucusa, hasta en la muerte estaba en medio de un jaleo; María Eva se acordaba de los desafiantes planteamientos de su amiga en algunas reuniones. Finalmente, cuando la confusión fue aclarada por un empleado de la Dirección General de la necrópolis, el ataúd de Cucusa fue trasladado unos metros más allá.

María Eva aprovechó el remandingo y se llevó algunas flores del infortunado Felipe porque estaban más frescas y se las dio a la otra cuando la estaban metiendo en la fosa. Luego se despidió del viudo y besó a los tres huérfanos, que habían dejado de llorar después del show de la abuela. Le hizo una seña cómplice de despedida a Felicia, de vuelta, y ya estaba saliendo del cementerio, con el desconocido, cuando Juanita llegó con una enorme bolsa de nailon repleta de pescado, y le preguntó si repartían ahora o mañana. María Eva dijo que mañana, la abrazó y se fue. No miró hacia atrás, pero sabía que Felicia le estaría chismeando a Juanita que había estado llorando abrazada por un extraño, y le exageraría lo de Felipe, la vieja y el viudo. Al siguiente día, la historia estaría estirada hasta lo increíble, rodando por las oficinas.

Al salir de entre las tumbas, el agua amenazaba con desplomar el cielo, María Eva se fijó en la ventana donde se había asomado esa mañana temprano. La cortina estaba corrida. Y Cucusa, enterrada con cuarenta y dos años, tranquila, por primera vez en la vida.

Caminaron una cuadra por la acera del mismo cementerio, cruzaron la Avenida Zapata, en la primera curva a mano izquierda, y entraron en un edificio bien pintado, de cuatro pisos. Se amaron tan pronto cruzaron la puerta del apartamento del 4º-C, se amaron con desesperación, ella clavada contra la pared, sintiendo que el corazón se le trituraba por unos miedos que de tan viejos debían serle ajenos. Pensó que en un segundo ella podría estar junto a Cucusa. Y se angustió, sintiendo a la vez que el corazón le renacía con una oleada caliente e insospechadamente tierna que le inyectaba ese desconocido, ese hombre con una mirada de hormigas locas que se le colaban bajo la piel, entrándole por los ojos. María Eva quería rascarse sus miedos, su angustia, su pasado; y sus gemidos arrebataron al hombre.

Desde que había visto aquella película, tenía una imagen fetiche apuntalada en su cabeza. Con José Manuel, su difunto marido, lo más que alcanzó fue a reunir tres velas para encender en una noche de excesos. Ahora, el desconocido, al saber de su ilusión, le encendía quince velas, que no quemaban con tanto swing y olores como las del cine, pero eran ¡quince velas! María Eva se sentía reina de todo.

El diluvio había empezado después del segundo enfrentamiento, esa vez entre las sábanas. La lluvia repicando en las ventanas le sonaba a estreno, y ella se descubrió hablando de cosas que creía extraviadas en su memoria, él sonreía, y la acariciaba con lentitud, le daba besos breves, todo sin apuro, le preguntaba, seguía sonriendo, él contaba poco, por no decir nada. Anochecía, y él le cogió todas las velas al dueño de casa, previsor de futuros apagones, y encendió la ilusión de ella, disfrutando de sus carcajadas. El freezer había mantenido fría la cerveza, tanto como ellos habían mantenido calientes las ganas de darse.

"¿Mi nombre?, el que prefieras", le dijo él. Y en el tercer combate renovaron los créditos de fogueos, posiciones, lamidas, abrazos, confesiones susurradas, volvieron a conjugar los códigos de las sensaciones y lo que hallaron les gustó. Se quitaron todas las trampas y jugaron a engañarse. Él la nombró Salomé como la reina de Saba, y Tina Modotti, la fogosa fotógrafa amante de Mella, el comunista cubano que parecía portada de revista del corazón y al que mataron en los años 20 en una calle de México. La llamó Anäis por aquella sensible amiga de Henry Miller, y Ava por la seductora Gadner, y Simone, por la autora de La mujer rota. Durante unos minutos la identificó con Betty Boop y pretendió hacerle el rulito sobre la frente. Rieron con estruendo. Ella lo llamó Burt, por Lancaster, y lo sedujo cuando lo trató como si fuera Batman, y le puso el blumer como antifaz, y él resoplaba el desgastado calzón de encaje, encandilado por los olores que reservaba; lo confundió nombrándolo Benny, por aquel Moré inmortal, y le pidió que le cantara un bolero, él se divirtió mucho con la ocurrencia, luego se autobautizó y modificando caricias para estar a la altura de sucesivos nombres, fue Neruda, y la amasó con poemas, y fue audaz como D'Artagnan, el insigne mosquetero, y Ulises, el que desafió los cantos de sirena. Llegó a ser en un momento mágico el mambí Elpidio Valdés, sacándolo del dibujo animado del cine, y le hizo cariños como si fuera un niño. Hacia el final de esa tercera ronda del deseo, la tocó de un modo muy especial, le dijo que se llamaba Homero, que era un poeta ciego, y sólo tocándola, así, podía encontrar palabras para sus versos. María Eva se enloqueció: todas las claves para abrir las incógnitas del universo parecían estar en los dedos de Homero.

A las dos de la madrugada ya no llovía y él la acompañó a la parada de la guagua. Estuvieron una hora hablando de cualquier cosa, pero ya nunca como antes de que María Eva lo conociera. Había mucho silencio. A quinientos metros Cucusa dormía sola. María Eva sabía que demasiada soledad espera por cada uno y todos para no tratar de conjurarla mientras se puede. Él notó su ramalazo de tristeza, la abrazó fuerte, le dijo que ese día debía resolver varias cosas, había viajado a La Habana, desde Camagüey, para ciertas cosas. No dijo cuáles, pero sí que le había encantado conocerla, que había sentido algo difícil de explicar.
-Quiero verte otra vez -pidió él.
-¿Y me sabrás explicar? -preguntó María Eva.
-Quizá -dijo él.
-¿Y nos citamos dónde?
-En la puerta del cementerio -respondió el hombre, sonriente.
-¿Al día siguiente? -preguntó ella, tratando de que la ansiedad no se le asomara mucho en el tono.
-A las tres de la tarde, ¿sí? -propuso, besándola en la oreja.
-Okey, a las tres -aceptó María Eva, y después recordó-: Alabao, mijito, la hora en que mataron a la Lola de la canción.

Él se quedó sonriendo, en la acera llena de humedades, como ellos ese día, viendo como la guagua escapada de las sombras se llevaba a la jabá, rechinando como un lamento, con aquella carrocería azotada por las carencias.

En el trabajo, Juanita y Felicia la persiguieron para que hablara sobre el desconocido. Contó poco, se hizo desear el cuento, quería poder contar mejor. Cuando llegó a su casa, le pidió a su hija que le prestara lo que había escrito Homero, desde el secundario no lo había vuelto a leer, y se pasó toda la noche leyendo La Ilíada. Siguió durante el apagón, pegada a un mechero de querosén que maldecía la luz más que alumbraba. María José pensó que su madre había enloquecido.

El día de la cita, pretextando un fuerte cólico, salió antes de horario, no sin sufrir las risitas y bromas de Juanita y Felicia en el baño, donde se aseó un poco aprovechando que, por casualidad, había agua. Llegó a la puerta del cementerio diez minutos antes, llevó la bicicleta a un estacionamiento cercano, la aseguró con tres candados, y dejó que su mirada vagara por las tumbas, pensando en Cucusa, y en los muertos de su familia, y en los muertos que no conocía pero que habían dejado heridas en otros; pensó en José Manuel, que explotó en los aires, en Angola, y era una herida que le dolía cada vez menos. Y se preguntó si sería una pena honda para algunos cuando llegara el día que esperaba por ella. Miró el reloj, eran casi las cuatro de la tarde. A Lola la habían matado a las tres y a ella la habían embarcado en la cita. Esperó hasta las cinco, de un momento a otro iba a comenzar a llover, había un ciclón acercándose a la isla. Se fue a buscar la bicicleta, pasó por el edificio, tocó, no contestó nadie. ¿Habría corriente? No podía vocear el nombre, no lo sabía. Ni el nombre del dueño del apartamento. Y se marchó triste, a su casa, a seguir leyendo La Ilíada, para extrañeza de su hija. Esa noche, por suerte, no hubo apagón, pero las horas eran de piedra y María Eva se durmió muy tarde, con una duda: ¿le tocó o la eligió? Ella había querido saber, le había preguntado, y él no le dio importancia, ¿acaso no era igual?, no, pensó ella, aunque no se lo dijo, entre una cosa y la otra cabía una eternidad de sueños.

En la oficina tuvo que decir algo, necesitaba abrirse la angustia. "Coño, recoño, y ni sé cómo se llama, esto sólo me pasa a mí por guanaja, y a mi edad, es una maldición gitana, ese tipo me echó un bilongo, ni el médico chino me cura. ¡Qué salación tengo! No sé lo qué hago, no sé lo que quiero, no sé ni lo que encuentro. Estoy cansada de no ser pero no sé lo que quiero ser". Estaba alterada, Felicia la abrazó, le regaló unos caramelos, un tesoro para la época, y como ella seguía mortificándose con que no sabía ni el nombre, Juanita la consoló: "Le dices Homero y sanseacabó, ¿no fue así como te gusto más? Homero y listo". Homero de La Habana, por unos días, y en la cola del pescado. Homero habitante de Camagüey. ¿Sería cierto? Homero que debía explicarle lo que había sentido difícil de explicarle aquella madrugada. Homero, Homero, sí, y Romeo, Romeo, ¿Romeo? María Eva no sirve para Julieta tropical, lo sabe, no, no tiene edad, no tiene tiempo. No quiere morirse por error, está harta de los errores. Y hay período especial, la hermosa Habana se desmaya entre carencias y problemas. El cansancio no se raciona, viene a granel. Y ella siente que quisiera armarse para otra guerra, su propia guerra.

Al tercer día, cuando salió del trabajo, llovía, pero pedaleó hasta el edificio frente al cementerio, pulsó el timbre, qué suerte, había corriente, y abrieron, un tipo amable le dijo que sí, que conocía a Ulises Pérez, que habían nacido y crecido juntos en Camagüey, que eran como hermanos, sí, Ulises, un buen tipo. ¿Homero es Ulises? Ah, se fue. Sí, se fue. ¿Ella no sabía? Pa'Miami. Se fue en una lancha. Pensaban que la salida iba a demorar una semana pero todo se solucionó rápido, por suerte, y esto se lo contaba con reserva absoluta. Sí, claro. No decir nada, sin lío, eh. Él le había hablado de ella, ¿María Eva, no? Sí. Y ellos habían llegado bien, telefoneó enseguida. Se fue con otros cuatro amigos, la familia en Miami pagó para sacarlo, y una suerte que fuera una lancha, una buena lancha, no corrieron riesgos como esos locos balseros cruzando el Estrecho de la Florida, de madrugada, en octubre, con el ciclón por ahí. Fue peligroso de todos modos, pero Ulises quería irse cuanto antes, le tenía miedo a una sirena, eso le dijo. Hablaba cosas extrañas en las últimas horas que compartieron en aquella playa abandonada a la salida de La Habana. Estuvieron tomando mucho ron, Ulises por un momento dudó en irse y hasta lloró, pero al fin se fue, estaba nervioso, y dejó saludos para Penélope, lo repitió varias veces. Muy raro, comentó Julio, fue la última frase que dijo: "dale saludos a Penélope, dile que la quiero". ¿Ella sabía quién era ésa? Hacía años los dos habían conocido a una Penélope, en Camagüey, pero debía estar muerta, era muy vieja cuando la conocieron, trabajaba en una panadería.


El día estaba raro, una atmósfera pesada, con el mal tiempo afilándose los dientes. María Eva sentía que era un día agujereado, sí, con agujeros producidos por el temor de la proximidad del huracán. Y ella era como un hilo asustado por no encontrarse el cabo. Muchos ciclones le hacían trampa, el extraño ciclón que enredaba a la isla cuando todo iba a mejorar, o parecía que mejoraba; y el ciclón de los cubanos, tantos, tantísimos cubanos con ganas de echar pa'lante y vencer, y el ciclón que se formaba en cada acto de la cotidianeidad para delirio de las cosas mínimas y esenciales. Y el ciclón que venía, que ya estaba a punto de llegar, y el ciclón que estuvo, y se fue. Sobre todo el que se fue llorando.

Esa noche hubo apagón. El ciclón Brian entraría en horas de la madrugada. María Eva y su hija aseguraron bien las puertas y ventanas y recogieron agua en cuanto recipiente sirvió a esos fines. Las provisiones eran escasas, no podían conseguir más. Había medio litro de querosén para el mechero y cinco únicas velas en la casa. María Eva, ante el asombro de su hija, decidió encenderlas todas. Todas a la vez. Recordó que debía buscar sus viejas agujas de tejer, aunque no hubiera lana ni le interesara conseguirla, ni hiciera falta lana con el calor de Cuba todo el año, un verano eterno, un fuego, o casi. Sólo quería tocar las agujas, lentamente; por un segundo pensó en el enorme cartel del cementerio: "¡Aquí no se rinde nadie!". No, nadie. Sonrió y luego comenzó, tranquila, a leer La Odisea.



Licenciada en Periodismo por la Universidad de La Habana. Actualmente es corresponsal de Radio Habana Cuba en Buenos Aires y colaboradora habitual de la revista de creación literaria Nitecuento, de LOS NOVELES y de la Tertulia en Mizar. Tiene varios cuentos y relatos publicados en libros, revistas y suplementos literarios de América y Europa. Además es autora de Entre fuegos y otros cuentos (Premio del IV Concurso Manuel Llano, 2000, convocado por el gobierno de Cantabria), Ciclones (Premio Kutxa-Ciudad de San Sebastián), y de libros inéditos como Cuentos y azares y Con poco, suficiente. Sitio web: Wemilere de las letras

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