04 septiembre, 2007

Inés Fernández Moreno (Argentina,1947)


Milagro en Parque Chas

Aquella noche, las calles de Parque Chas me recordaban
más que nunca el cementerio de La Chacarita. Esas módicas
casitas de la calle Berlín o Varsovia, de ventanas estrechas
y muros grises, se correspondían indudablemente con
aquellas bóvedas de mármol y piedra del cementerio vecino.
Unas casas un poco más reducidas al fin y al cabo, un poco
más silenciosas, pero esencialmente iguales. Bóveda o casita,
allí estaba la misma orgullosa clausura de la propiedad privada,
el mismo persistente deseo de jardinete delante, de
cantero florido, la misma respetuosa interdicción en el umbral.
Hasta los enanitos de jardín y los perros de terraza
mantenían su parentesco con ciertas figuras de vírgenes o de
ángeles guardianes en lo alto de los mausoleos.
Admito que yo estaba deprimido.
Hacía pocos días que me había quedado sin trabajo y
los brasileros nos ganaban uno a cero en la Copa América.
Así me lo había dicho durante todo el primer tiempo la voz
impiadosa del relator. Y así me lo seguía diciendo, a través
del walkman, en los comienzos del segundo. Por eso, tal vez,
aquella nube de pensamientos fúnebres se las arreglaba para
trabajarme el ánimo, en segundo plano, pero en una unívoca
dirección de melancolía y derrota.
Llegué hasta la avenida Triunvirato en busca de un
quiosco abierto para comprar cigarrillos y me detuve frente
a la vidriera de una casa de artículos para el hogar.
Un grupo de seis o siete hombres seguía las alternativas
del partido a través de varias pantallas encendidas.


Siempre me ha producido cierta desazón ver a esos solitarios, es
fácil imaginarlos con hambre, con frío, sometidos a un deseo
que se conforma con las migajas del confort. Pese a todo,
en medio del abandono y la luz mortecina de la avenida,
el grupo resultaba una isla esperanzada de humanidad.
Me paré detrás de todos y me dejé magnetizar como
ellos por las imágenes mudas de la pantalla. Yo tenía la dudosa
ventaja del sonido, con la voz del relator puntuando el
movimiento de los jugadores. Es decir: los errores de nuestra
Selección y el avance avasallante de los brasileros.
Súbitamente las luces parpadearon, las pantallas dejaron
ver un último destello luminoso y después se oscurecieron
por completo, dejándonos desconsolados y boqueando
como cachorros a los que hubieran arrancado de su teta.
No sé por qué razón, tal vez porque yo era el que había llegado
último, todas las caras se volvieron hacia mí. Levanté
los hombros, un poco desconcertado.
–Se debe haber cortado una fase, aventuré.
Me siguieron mirando. Yo de electricidad, sabía poco
y nada.
¿Qué querían de mí?
Vamos, hombre, aclaró por fin un viejo de boina
gris, diga usté, que está conectado, cómo va el partido.
Todos hemos tenido, de chicos, la fantasía de ser relatores
de fútbol, todos hemos intentado alguna vez alcanzar
la portentosa velocidad necesaria para seguir la carrera de
una pelota y la de los jugadores tras ella. No lo niego. Pero
verme lanzado así a relator, de buenas a primeras, era otra
cosa.
Algunos avanzaron un paso hacia mí, no supe entonces
si en actitud amenazante o más bien como buscando
una mejor ubicación. Los miré. Vi en primer plano a un


muchachito ojeroso envuelto en una bufanda verde, a un
morocho corpulento de campera de cuero, a un hombre rubio
de cara gastada con el diario doblado bajo el brazo...
Eran hombres abatidos, lo suficientemente castigados por
los políticos, por la falta de trabajo, de esperanzas, por la torpeza
de nuestra Selección y ahora, además, por ese corte
inesperado que los dejaba otra vez afuera del partido.
Era un deber solidario agarrar esa pelota.
Empecé tímidamente a reproducir las palabras del
relator.
“...recibe la pelota Aldair... Aldair para Ronaldo... sigue
Ronaldo... sotana para el Tulu... ¡qué bien la hizo Ronaldo!...
pasa mitad de cancha... pelota para Romario que
está habilitado... se viene Romario... ¡ay, ay, ay!... ¡¡peligro de
gol...!!”
Apenas iniciado el relato pude notar cómo las palabras,
entumecidas al principio, se daban calor unas a otras,
cómo se volvían resueltas y hasta temerarias –ya me lo había
comentado un amigo que estudiaba teatro, la voz emitida
públicamente se anima de otra fuerza, se enamora de su
propio arrullo y termina haciendo su propio juego.
Fui casi el primer sorprendido cuando en lugar de
cantar el poderoso gol de Romario con el que Brasil se ponía
dos a cero, desvié unos centímetros la pelota en el aire y la
hice pegar en el travesaño.
“...pega la pelota en el travesaño... –dije–, increíble,
señores –agregué–, increíble... Argentina se salva por milagro
de un nuevo gol brasilero.”
Mi tribuna suspiró aliviada y yo seguí adelante, sin
vacilaciones.
“...viene el Zurdo... toca para Angelini... Angelini
para Pedrete... Pedrete para Gonzalito...Gonzalito...Gonzalitoooo...”

La ofensiva argentina hubiera continuado limpiamente
su avance si no fuera por Quindim, el central brasilero,
un mulato descomunal que traba con Gonzalito, gana
firme en la línea de fondo, y pone un pelotazo en el área argentina.
No resultó igual de fácil desviar la dirección en que
rodaban mis palabras.
De manera que digo: “...Quindim traba fuerte abajo...
tropieza, cae y sigue Gonzalito... ahora nadie lo para...
se viene el mano a mano... tira Gonzalito y... ¡gooool!
¡¡¡gooooooooooool de Argentinaaaa!!!!... –canto– que se pone
uno a uno con los brasileros... ¡¡¡Graaaande, Gonzalito!!!”,
–apunto, ganado sinceramente por la euforia del empate.
Mi tribuna salta de alegría. El grito crece hasta estremecer
la impávida quietud de Triunvirato.
El jubilado se saca la boina gris y la agita en un arco
enorme, como si quisiera saludar con ella al universo entero.
El pibe ojeroso de la bufanda se abalanza sobre la espalda del
morocho, que lo agarra de las piernas y le hace dar varias
vueltas a caballito. Más atrás un grupo de tres o cuatro se
abraza y salta rítmicamente. Yo mismo corro hacia la esquina
con los brazos en alto. Un motociclista, contagiado por el
entusiasmo, se detiene en el semáforo y hace sonar su bocina.
El festejo se silencia apenas retomo el relato, pero persiste
en los ojos brillantes y la actitud expectante del grupo.
Con un vértigo de angustia entiendo que todo ha
quedado ahora en mis manos, en mi voz. Que puedo hacerlos
caer nuevamente en el desconsuelo o hacerlos vivir momentos
de gloria.
El frío se ha vuelto más penetrante y desde las panta-
En el techo de una casita gira locamente una figura
oscura. Es una veleta. Un perro de azotea. Un ángel que festeja
el milagro de Parque Chas. llas de la casa de electrodomésticos me llega, como una advertencia,
un guiño de luz.
Empiezo a desplazarme por Triunvirato hacia La Haya.
Y ellos detrás de mí, siguiendo el hilo tenso de mi voz
que consigna cada vez con mayor profesionalismo el increíble
vuelco de la Selección argentina en el segundo tiempo.
Me basta con corregir apenas al relator. Cuando habla
del avance seguro “de los brasileros”, digo “de los argentinos”;
cuando dice “Bertotto se durmió en el pase”, digo
“Branquinho se durmió”; cuando dice “uhhh, qué gol se comió
el arquero argentino”, digo “uhhh, qué gol se comió el
carioca”.
Una pareja que se besa lentamente en La Haya se suma
a la hinchada. Un ciruja nos saluda con su linterna y
echa a rodar su carro detrás del grupo. Un hombre que pasea
dos perros salchichas por las veredas de Berlín empieza a
seguirnos. Una mujer desmelenada, en pantuflas, corre por
Varsovia y nos alcanza. Dos pibes que están fumando un
porro en Amsterdam, también. Como en el flautista de Hamelin,
el despliegue armónico y consistente de la Selección
argentina resulta una música irresistible.
Llegamos al fin a la plaza Éxodo Jujeño. Aunque el
verano ya ha quedado atrás, hay en el aire un recuerdo de
jazmines. Dejo entonces de escuchar al relator, a aquel que
sólo me hablaba a mí, con la voz soberbia y estridente de
quien se cree dueño de la verdad. No lo necesito. Me irrita
con su voz chabacana y sus goles mentirosos. Ellos, los de
mi grey, sólo escuchan mi voz, ven a través de mis palabras,
se elevan y gozan y temen pero sólo para volver a gozar porque,
como nunca, la acción se ajusta a una estrategia inteligente
y rigurosa: los delanteros atacan, los defensores defienden,
los arqueros atajan.

Los errores brasileros, en cambio, se multiplican.
Equivocan los pases, se comen los amagues, se arman
mal en la línea de fondo, erran dos penales imperdibles...
El equipo argentino se perfecciona, se vuelve imaginativo,
deja jugadas –un caño, un taquito, un gol de media
cancha– que podrán recordarse por años. Los goles, en esa
fiesta de grandeza, son casi lo de menos y llegan con asombrosa
puntualidad. Ganamos cinco a uno.
Ni la niebla que desciende sobre el parque, ni la pobre
claridad de los faroles, logran opacar la alegría. Por el
contrario, les confieren a los abrazos, a las camperas y las bufandas
desplegadas, a las manos que se agitan, a los que caen
de rodillas, se santiguan y se besan y cantan y bailan, una dimensión
de misteriosa epopeya.
Parque Chas es territorio liberado, y lo ha sido por la
vibración de mis palabras, por las imágenes que ellas han
convocado frente a todos aquellos ojos.
La hinchada por fin se dispersa lentamente. Yo camino
a la deriva. Voy como entre nubes, agotado, pero sereno
y orgulloso.
Una lucecita, como una boya, me guía hasta el
quiosco de Gándara y Tréveris, que ahora está abierto.
–Antes no estaba abierto –le comento al quiosquero.
–Las cosas cambian –me dice con filosofía–. ¿No vio
acaso cómo terminó el partido?
Lo dice con una sonrisa que bastaría para iluminar el
barrio entero.
–Todos lo vieron –digo yo, tratando de recordar su
rostro entre los hombres de mi hinchada.
Después le cabeceo un saludo y sigo mi camino.
Lanzo hacia el cielo una bocanada de humo que se
prolonga en una nube tenue de vapor.

© Inés Fernández Moreno, 1997.



Este cuento forma parte de la Campaña "Cuando lees, ganás siempre" del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación.

Inés Fernández Moreno nació en Buenos Aires, en 1947, y es hija y nieta de grandes poetas (César y Baldomero Fernández Moreno, respectivamente). Entre otros títulos, publicó el libro de cuentos Un amor de agua (1997) y la novela La última vez que maté a mi madre (1999); su obra recibió numerosos premios en el país y el exterior.

1 comentario:

roli dijo...

Grande Ines !!
Lo que es tener un marido futbolero.
No habias escrito tambien uno en el que el sablazo de Cardenas en Montevideo pega en el palo en vez de entrar?
Podrias escribir ahora, plagiandote a ti misma, otro en el que Maradona se amiga con los periodistas y todas las trasnmisiones de Sudafrica nos dan como campeones mientras el equipo esta refugiado en Guam.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...