14 junio, 2007

Rita Perdomo - Montevideo, Uruguay, 1946-

Desviación en la conducta de los espejos

Como todas las mañanas, apenas se despertó, Gutiérrez fue al baño: orinó, se duchó y se lavó los dientes. Desde que lo habían ascendido a subjefe de la sección se había dejado crecer la barba, lo que lo eximía del trámite de mirarse en el espejo antes de ajustarse el nudo de la corbata, acción que emprendía con suma dedicación después del desayuno. Entonces, como todas las mañanas se detenía un momento a mirarse complacido en el espejo: sus compañeros de oficina opinaban que esas masculinas pilosidades en el rostro le daban un aspecto muy intelectual y progresista. Este era el momento en que Gutiérrez solía pensar que, desde que había subido de categoría, todos lo trataban con mayor respeto (aunque hubo quien manifestó que más bien, el tono de voz con que ahora se dirigían a él exhalaba un sospechoso tufo de adulonería). De todos modos, y a renglón seguido –mientras se acomodaba las solapas del saco- Gutiérrez, que era un tipo canchero, recordaba el día siguiente al que lo llamaron del directorio para darle la noticia: se había aparecido en la sección con una bandeja de un kilo de masas comprado en una confitería de renombre. Todos se habían abalanzado sobre el paquete al mismo tiempo, disputándose las bombas de chocolate y los cañones de dulce de leche, mientras él los contemplaba desde arriba (era el único que permanecía parado, los demás estaban inclinados sobre la bandeja) meditando acerca de la conveniencia de comprar precisamente, sólo bombas de chocolate y cañones de dulce de leche; pero las buenas costumbres imponían que las masitas fueran surtidas: una de esas, para darle más emoción a este tipo de evento. A boca y manos llenas, lo habían sacado de sus cavilaciones al grito de : “¡Dale Gutiérrez, servite vos también que se acaban!”. Entonces él había condescendido como sin ganas, tomando una cualquiera de las pocas que le quedaban. A esta altura de sus trascendentales recuerdos y mientras se repasaba con el cepillo la peinada, Gutiérrez –que tenía un corte de pelo muy prolijo- percibía en el espejo que se le fruncía levemente el ceño: aquél gesto de desprendimiento y la botella de whisky que había comprado para festejar, le habían tragado su primer aumento de sueldo. De todas formas, aunque su cambio de situación no se tradujera en una diferencia sustancial en metálico (vale decir: guita contante y sonante), tenía sus ventajas: le habían dado un escritorio para él solo, la inevitable montaña de expedientes se había reducido... y por sobre todas las cosas, lo trataban con otro respeto. Entonces Gutiérrez –que retomaba el hilo anterior de su pensamiento- giraba satisfecho sobre los talones, se ponía el sobretodo y la bufanda, le daba sin darse cuenta un beso aburrido a su mujer –que todavía estaba desgreñada y en camisón-, agarraba de la mano al pibe y salía a la calle. En la esquina se despedía del nene recordándole que se portara bien y obedeciera a la maestra. Caminaba apurado hasta la parada del ómnibus: hacía años que tomaba la misma destartalada unidad del transporte colectivo, respondiendo apenas al “buenos días” desteñido del mismo guarda de chaquetón gris-raído. Al llegar a la oficina, religiosamente marcaba la tarjeta cinco minutos antes de la hora de entrada.
Esa mañana, sin embargo, su hijo –que abandonaba el baño con matemática precisión justo en el momento en que él terminaba de desayunar-, no salió como de costumbre. Gutiérrez empezó a impacientarse. Primero le golpeó la puerta, pero como el botija no daba señales de vida, la abrió y entró. Se quedó como petrificado: el chiquilín se entretenía en toda clase de morisquetas y gesticulaciones frente al espejo.
Apenas vio la imagen de su padre proyectándose desencajada sobre la suya, se dio vuelta como si no pasara nada.
-¿Viste?- le dijo con la mayor inocencia- los espejos tienen un error: si vos de este lado levantás la mano derecha, lo que levantás enfrente es la izquierda.
A Gutiérrez le pasó un vendaval indignado por la cabeza: pensó en gritarle que no fuera boludo que le iban a poner falta en la escuela por llegar tarde y que a él el reloj de la oficina iba a encajarle un manchón insufrible en la tarjeta... pensó en gritarle que no fuera tarado, que cualquiera sabe que los espejos dan vuelta todo: la pata de las eles, las curvas de las eses, la panza de los seis, que los tres se convierten en la E de la ESSO... pensó en gritarle que no fuera mongólico, que no perdiera el tiempo en estupideces. Pensó... pero lo único que le salió fue un desconcertado
-¿¡Qué?!
- Que si vos levantás de este lado la mano derecha, en el espejo levantás la izquierda- le contestó su hijo con toda naturalidad.
-¡Haceme el favor!... andá a ponerte la moña, andá, que me vas a hacer perder el ómnibus.
Mientras se ajustaba la corbata sin embargo, Gutiérrez no pudo evitar mirar furtivamente su imagen: realmente no parecía estar al revés. Entonces se detuvo a observarla con atención, en lugar de dejarse llevar por sus vacilaciones habituales: en efecto, mientras se repasaba el nudo con la diestra, en el espejo él mismo (no su imagen invertida) lo hacía con la izquierda. “No tiene gollete que un guacho que no tiene nada mejor que hacer, me haga perderme en divagues” pensó girando sobre los talones, visiblemente fastidiado.
A media mañana, cuando la auxiliar última pasó con los bizcochos y los termos de té y café, Gutiérrez se sirvió un cafecito. Notó que la mano con que lo sostenía le temblaba un poco: se acordó de aquélla noche con Susana, haría unos doce o trece años. El recuerdo era tan nítido, que casi podía verse en la silla de enfrente como en un espejo, agarrando el pocillo con la otra mano que se le zarandeaba apenas, como ahora. Susana era una de las gurisas más lindas del barrio. Era estudiante de abogacía como él, pero estaba más adelantada porque era flor de balero. Él le había llevado la carga un montón de veces, sin suerte... pero esa noche le dio una pelota bárbara, a tal punto que había llegado a la convicción de que por fin terminarían pasando la noche juntos en una amueblada. Para preparar el ambiente, Gutiérrez la había llevado primero a un boliche. Susana parecía preocupada: cada tanto miraba hacia atrás como si tuviese miedo de que la viera una amiga o la siguiera un novio celoso. Él tampoco estaba demasiado tranquilo: se había dado cuenta cuando el mozo le trajo el café, por la forma en que le temblaba la mano al sostenerlo. De los nervios le vinieron ganas de mear; se disculpó y se levantó de la mesa. Al salir del baño, vio cómo cuatro tipos de lentes negros y bufandas subidas hasta los ojos la arrastraban, mientras ella resistía y le gritaba que avisara a su madre... que llamaran a un abogado... vio cómo la metían (todavía forcejeando) en un auto, aunque nunca pudo precisar cómo era, porque afuera estaba muy oscuro y él se había quedado adentro, paralizado. Al tiempo empezó a circular por la Facultad el bolazo de que se la habían llevado a un cuartel, que la habían colgado de las muñecas, que le hundían la cabeza encapuchada en la arena hasta que casi se ahogaba –una y otra vez- y que como era una tipa muy dura, hasta le habían largado un doberman entrenado para violar mujeres. Durante meses, él había discutido que tantas barbaridades no podían ser. Pero las vueltas de la vida, después otra piba del barrio había estado presa con ella unos cuantos años. Cuando salió le contó que no sólo todo era cierto, sino que además ahora Susana estaba completamente rayada y tenía cáncer de pulmón.
La cara de Bermúdez amaneció por atrás de la montaña de papeles del escritorio de enfrente. Esa mañana estaba solo: no por mérito propio como él –reflexionó Gutiérrez, sin dejar de pensar al mismo tiempo en Susana- sino porque Sarñachaga había dado el parte de enfermo. En fija que al levantarse había visto la helada sobre el pastito de la vereda y se había vuelto a meter en la cama, ya le conocía las mañas.
-¡Che Gutiérrez, qué te pasa! Estás en blanco como un papel...- le gritó la cara de Bermúdez.
-Nada, la gastritis de mierda que me trae mal... – le contestó con voz apagada, encendiendo un cigarro con la colilla de otro.
-¡Por lo menos aflojále al pucho, loco! Un día de estos vas a reventar de una úlcera.
-Dejá vivir, haceme el favor- le contestó con fastidio.
El rostro de Bermúdez se ocultó de nuevo atrás de los expedientes.
A la salida de la oficina, mientras iba de la parada del ómnibus a su casa, Gutiérrez tuvo una idea descabellada: en una de esas si caminaba de espaldas al espejo de la farmacia y se daba vuelta de golpe, descubría su imagen paralela a si mismo moviéndose igual que él. Cuando lo intentó, la vio huyendo en sentido contrario, mientras lo espiaba con el otro ojo. “Me estoy reblandeciendo” se dijo a sí mismo. Pero esa furtiva visión era como verse durante aquéllos días en que –para no ser menos que los demás- se había lanzado a la calle a manifestar la bronca: siempre terminaba rajando de la caballada. Apenas le empezaron a zumbar los chumbos al oído, lo alcanzaron los primeros palos y le quedaron los ojos a la miseria de los gases lacrimógenos, se había dado cuenta que estudiar era mucho más arriesgado que conseguirse un empleo público y que para eso tenía que apurarse antes de que lo ficharan. Ahí fue que empezó a laburar en la oficina.
Cuando Gutiérrez entró a su casa, no pateó al perro ni le pisó la cola al gato, simplemente porque no tenía perro ni gato. En compensación, le dio bruta biaba al pibe por una bobada y lo mandó a dormir antes de la cena ... comió sin mirar a la mujer, le pegó unos cuantos gritos porque sí y cuando ella se le arrimó mansita en la cama, se puso de espaldas y le desenchufó el televisor.
Esa noche Gutiérrez soñó con los hijos de Stern que vendían caramelos en los ómnibus y con la esposa de Silvera que pedía limosna en la escalinata de la catedral con un bebito en brazos.
Se despertó sentándose en la cama de un salto. Nunca había visto a los botijas de Stern, ni sabía que Silvera se hubiese casado y tuviera un pibe, hacía mucho que los había borrado. Entonces Gutiérrez se vio a sí mismo solo como un pichicho, frente a aquel escritorio enorme que había compartido con ellos. Sentado en la cama grande, volvía a sentirse como en ese momento... el día antes los milicos habían entrado a la oficina a punta de metralleta, reventando las puertas a patadas después de un montón de días de huelga general con ocupación. Sus dos compañeros se habían negado a volver a la casa para empezar a firmar tarjeta otra vez, al día siguiente. Él, en cambio, había aceptado. Vio cómo se los llevaban al cuartel de bomberos. Nunca tuvieron oportunidad de reintegrarse, porque los destituyeron. Gutiérrez no volvió a pegar un ojo en toda la noche.
A la mañana siguiente decidió que era preferible no mirarse al espejo: podía armarse el nudo de la corbata de memoria. Despachó al pibe sólo para la escuela, un poco más temprano que todos los días. Se puso el sobretodo, los guantes y la bufanda enroscada hasta la nariz... al pasar por la puerta del baño miró para adentro de puro acostumbrado que estaba, nomás. El espejo se le puso enfrente. Entonces decidió que después de todo, una bichadita no le iba a hacer ningún daño.. pero el Gutiérrez que lo miraba ahora no era el de siempre: tenía ojeras y parecía más viejo. Tuvo la impresión de que lo miraba lleno de reproches. A falta de otro proyectil, Gutiérrez se quitó un zapato y se lo tiró a su imagen.

El forense certificó infarto de miocardio como motivo del fallecimiento. Al caer, Gutiérrez se había dado la cabeza contra el espejo, destrozándolo. Para consolar a la flamante viuda –que ensayaba discretos hipos, todavía desgreñada y en camisón-, no se le ocurrió nada mejor que decirle que por lo menos no se había lastimado la frente, con lo que iba a lucir muy bien de cajón abierto. Pese a sus buenas intenciones, lo único que logró fue que la pobre mujer redoblara los decibelios y el caudal de su llanto.
... lo que nadie pudo explicarse jamás, fue por qué Gutiérrez –tan rigurosamente vestido- no se había puesto todavía un zapato, ni por qué cuando levantaron el cuerpo del piso, por adentro le hacía un ruido como si tuviera algo suelto... como si estuviera lleno de vidrios rotos.


Rita Perdomo es licenciada en Psicología por la Universidad de la República Oriental del Uruguay, en 1971 ingresó en dicha institución como docente. Destituida en 1973 por el gobierno militar, recuperó su puesto en 1985, con el retorno de las instituciones democráticas. Actualmente es profesora de Psicología Evolutiva en la Escuela Universitaria de Psicología. Casada, tiene dos hijos y una hija, “una casa pequeña, con un espacioso jardín... una perra, también gallinas y gatos”. Inició su actividad literaria en 1984 y algunos de sus cuentos han sido premiados y publicados en su país.

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