Gato por liebre
Ese día de semana, todas las mujeres amanecieron distintas. En vez del pelo amarrado en dos riendas, en dos trenzas milenarias y calladas, despertaron todas de pelo corto, enarbolado en rizos feroces.
Pero no fue sólo el pelo.
No hicieron desayuno ni las otras cosas que deberían haber hecho.
Nadie sabía qué les pasaba.
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No es cosa de chiste con nosotras las loceras de aquí. Sobre todo, después que nos hemos quedado sin hombres. Bueno, que antes ya los hombres se andaban cada uno por su lado, como hombres, decían ellos. Pero eso era de a épocas, en que les daba por irse a cosechar a donde el diablo perdió el poncho o cuando les daba por el dominó y el santa rita blanco helado con chirimoyas, los perlas. O esa vez, cuando les dio a todos porque los contrataran en la Torre de Babel, ese hotel de la entrada de la ciudad en que pasaban celebrándose matrimonios y ellos se contrataron para cantar, no querían más, ni miraban la greda. No les pagaron un cinco y se tuvieron que volver con los bolsillos planchados. Pero fue distinto esta vez porque se nos desaparecieron todos de un golpe y eso no es chiste. Antes por lo menos llegaban con la cabeza borrada en el poncho, mascullando puras chivas de un compadre, que le habían prestado la plata a él, decían. Les hacíamos la desconocida unos días, dando portazos hasta que se nos quitaba. Pero ahora, no sé, da no sé qué. No tanto por el trabajo, porque nosotras mismas podemos lo más bien pisar la greda, sino por lo otro, lo de mirar a lo lejos y ver que no viene nadie a silenciar las ollas. Bueno, que igual la greda está saliendo bien mala ahora último, flatulenta, llena de pedos, hay que amasarla el doble y parece que se encabritara en las manos, arisca, como empalada.
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Como si fuéramos viudas de gente que estuviera a punto de aparecer, a los días les nacen unos furúnculos, una se aferra desesperada a la esperanza, todas hacemos cola en el edificio de Comunicaciones por si acaso ha llegado alguna noticia sobre ellos. Nos contestan siempre lo mismo. No hay nada. No están en las comisarías, nosotras creíamos que ahí habían ido a parar, por revoltosos y buenos para la guitarra y la mocha, pero no.
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Bueno, ¿cómo es la cosa?, ¿quién fue el que se los llevó, hablando así, a calzón quitado? Ni idea, como si se hubieran puesto de acuerdo para desaparecer; justo ahora que hay tantísimo que hacer, se vienen las fiestas y había que ir a sacar greda al cerro, se van, los frescos, y no dejan dirección.
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El otro día, en la noche, en la casa de la Colorada Grande, locera vieja de aquí, empezó la cuestión de que tal vez los hubieran tomado detenidos. Porque ese mismo día, justo después de que andábamos todas por el cerro sacando hierbas para los empachos y las sandías calientes y los gatos enamorados que no dejan dormir, ahí fue cuando a la vuelta no los vimos más. Pero nada, ¿me entiende?, ni una mala palabra de adiós, ni una seña, no se llevaron ni los zapatos de vestir, nada.
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Nosotras cuando vemos esas cosas siempre pensamos en tomatera colectiva, debe haber sido el Piojo Celedón, dijimos, que siempre anda cargoseándolos para ir a tomar al pueblo del lado, donde los dueños de boliche los conocen de recién nacidos, claro que igual no les fían y les dan todo lo que pidan siempre que muestren el billete, pero ellos son los reyes para entrar en confianza y terminar llorando en el mesón con el dueño agarrado de la pera.
Pero después de las dos semanas dejamos de pensar en eso y empezamos a preocuparnos, porque no podía ser que hubieran decidido correr mundo todos juntos, eso ninguna lo creía.
Las Coloradas, las tres hermanas, estaban rabiosas y dijeron que se atrevieran a aparecer, a ver cómo los iban a recibir, a trancazos, y que no los dejarían entrar más, que los botaban de la casa, total, ni falta que les hacían, que ellas se las podían arreglar lo más bien solas porque desde hacía tiempo venían haciendo todo el trabajo, incluso había desaparecido también el niño, inconscientes, decían las Coloradas, como se les ocurre llevárselo a sus vicios para echarlo a perder desde cabro, eso decían las Coloradas al principio.
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Pero después ya no decían eso y andaban, como todas nosotras, buscando el silbido con que llegan los hombres a casa cuando han estado lejos un tiempo sin avisar, ese silbido despreocupado, como si sólo hubieran pasado unas horas, diciendo que tanto escándalo armamos nosotras, mujeres, nada peor que las mujeres, y etcétera.
Pero no estaba el silbido tampoco. Ojalá. Ya les habíamos perdonado esa borrachera, pero nada.
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Parece que después vinimos a descubrir que alguien se los había llevado a la fuerza, aunque yo no me explico, porque al mío nadie le pone la mano encima así no más, fue boxeador cuando chico y casi llega a preclasificado, pero tuvo que ser mediero. La cosa fue que la Julia Vera se dio cuenta de que en su casa había unas sillas rotas. Nada que ver unas sillas rotas, porque el hombre de la Julia es carpintero, así es que las habría encolado, pero ésta estaba como de recién. Y después fue cuando la Colada, que le decimos así porque llegó después de nosotras, pero eso fue hace más años que la cresta, pero igual le quedó el nombre, la Colada y la señora Benavides, la más viejita, descubrieron que había ropas carbonizadas adentro del horno, con los botones derretidos, pero igual ellas los reconocieron porque para algo sirve pasar cosiendo botones de la ropa. No era de la ropa que llevaban puesta, gracias a Dios, pero igual, eran chaquetas familiares, había un olor en el humo, y era como si estuvieran ellos de nuevo. Queríamos llorar, pero no dijimos ni hicimos ni una cosa. Y ahí nos quedamos calladas todas y se nos quitó de golpe la rabia. Y las Coloradas se arrepintieron de haber pensado en la tranca.
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La cosa es que el Bernardo O'Higgins de la plaza vino a ser el único hombre del pueblo después que nos quedamos sin hombres, parece mentira.
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En las tardes, cuando el otoño se colaba por las uñas, era como si a todas nos hubieran olvidado la vida y la respiración, al mismo tiempo. Y dolía. Entonces era cuando se nos empalaba la masa de las hallullas y la greda, todo junto.
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No es que hubiéramos parado de funcionar, hacíamos las cosas igual, ir al cerro a sacar la greda, prepararla, pisarla, todo; mojarla, amasarla para sacarle los suspiros inmensos que traía ahora, pero igual, era como si las cosas que hacíamos tuvieran un terrible eco dentro, que resonara, solo. Las manos se nos movían por la cuestión de la vida y el sol saliendo en las mañanas, pero nada más.
Bueno, igual íbamos a ver al Bernardo a la plaza, todas las tardes sentadito ahí en su silla de director supremo, con el respaldo cagado de codornices hasta la médula, pobre Bernardo, tiritaba, salió friolento, con dolor a los huesos, ni tomar mate podía, y yo digo también que ganas de pararse y ir a echar su meadita, pero era prócer y nada, tenía que estarse quieto mirando al horizonte o al futuro de la patria, algo así. Sobre todo cuando el pueblo está la mitad desocupado, por lo menos a mí también me pasa, como que aumentan al doble las ganas de mear, pero el Bernardo estaba como apernado desde el pasado Dieciocho y no se movía un ápice.
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Porque habría sido bueno que el Bernardo nos hubiera podido echar una mano pisando la greda, debe ser bueno para eso, como es de fierro puro, pero no había caso.
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La Silvia Ballesteros, justo esos días en que todo resonaba, vino a descubrir que estaba embarazada. Mala cueva, pensamos todas, pero igual, la felicitamos, hicimos sopaipillas. Sobraron.
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Ayer descubrimos que alguien nos había choreado todos los sacos de guardar la greda mojada. Quizás cuando. Aunque todas sabíamos cuando.
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La Eufemia, la locera que teje además como araña el hilo más finito para pañitos de espuma, dijo que a ella por vanagloriarse de que no se le escapaba hebra, se le habían escapado todos los hombres de la casa y le dijimos que no fuera tonta, porque estábamos todas en las mismas. Y le taponeamos las lágrimas con santa rita blanco, también, por que no, pus. Pero ahora la Colorada Chica no cantó De Piedra Ha De Ser Mi Cama.
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Ayer nos subimos a la carreta para ir a vender las piezas, y no pusimos ninguna pieza, sino que nos subimos todas y fuimos al pueblo grande de aquí cerca a preguntar a las Comisarías. Todas nos hacíamos las indiferentes, pero llevábamos nuestro paquetito escondido con sánguches de arrollado y un suéter o frezada.
Todas nos volvimos con los paquetitos. Ninguna dijo nada.
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Y a la vuelta fue lo bueno. Ahí estábamos nosotras, las de ese pueblo a media luz, todas loceras finas, amontonando las cantoras de todo el año al frente de cada puerta, ¿no ve que todas hacemos cantoras, de todas las layas?, por eso nos llaman el Pueblo de las Cantoras, bueno, Cantoras, Guitarreras les llaman otras, que tienen más tacitas de ponche y la greda más finita que todas las otras, mejor calidad, pero igual es artesanía igual que las Enanas, que hacen cocinitas diminutas, con los cacharritos del porte de una uña. Todas atravesando para la vereda del frente con el delantal lleno de piedras y apuntándoles a las piezas con los ojos primero y la desesperación después. No quedó ni una.
Parecía que el tiempo también se trizaba.
Una sola cantora dejamos, sí. Una que habíamos hecho hacía tiempo entre todas, una noche en que habíamos estado sin hombres también, no me acuerdo si fue en los meses de toma de duraznos, y en que todas nos habíamos entonado con chicha suavecita. Salió una cantora bien grande, de mirar terrible, como una giganta que nos protegiera. No era para la venta, tremenda cantora, parecía tinaja. Y se nos recoció, más encima. Dura, recocida, furiosa la Cantora, pocos se atrevían a mirarla de frente. Esa la dejamos a la entrada del pueblo. Por lo que pudiera suceder.
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Por esos días fuimos a sacar greda para hacer algo. Por no dejar, porque ninguna habría podido fabricar ni una pieza. No sabíamos que nos pasaba. Estábamos muertas de frío y prendimos los hornos. Amasamos cantidades inmensas de greda, la mojábamos, la suavizábamos más y más, día tras día. Era como si el tiempo se hubiera convertido en esa montaña de greda que amasábamos con lo que tuviéramos, con los brazos, los pies, el cuerpo entero.
Rica la greda, como nunca. Hervía el montón de greda, sobada, casi como carne humana. Y métale a amasar más y más. Qué tontería, habría pensado cualquiera con la razón entre los hombros, y tendría razón, imposible hacer nada con esa mole tibia, moldeada una, una, una y otra vez. Las manos nos hervían y en la frente nos retumbaba a todas lo mismo.
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El Bernardo O'Higgins desde su pedestal nos miraba. Tan bondadosa que tiene la cara este Bernardo de nosotras, no como otros que yo he visto, en otras plazas, que parece que se abalanzaran sobre la gente; este no, como un bisabuelo mío, que se sentaba a respirar la vida, como decía él.
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Tal vez fue el Bernardo el que nos mandó la idea. No se sabe. Las tres Coloradas, cada una en su patio, la señora Benavides, que se levantó tempranito, también; la Silvia Ballesteros, aunque no se sentía bien, igual se fue para el taller. Todas. Hasta yo creo que empezamos a la misma hora. Y todas tuvimos la misma idea de cortarnos el pelo para trabajar. Bueno, era un trabajo duro. Pero era algo más también. Como de torcerle la mano a lo inevitable. Las trenzas eran para resignarse. El pelo corto, para luchar con dientes y uñas. Contra la ausencia.
Yo creo que ese día el sol se quedó mirándonos porque hizo más calor que la cresta.
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Todas a la misma hora. Las de la Calle Larga, todas. Y las de la Calle Corta, y las de los pasajes con nombres de poetas muertos también, ¿no le digo que estábamos en cada patio haciendo lo mismo al mismo tiempo? A mí me hubiera gustado ir en un globo para verlo todo desde arriba, y el pueblo me hubiera sonado en los oídos como una tremenda palabra de greda rica.
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El tiempo se arranó mientras trabajábamos. Estoy segura de que los calendarios se atrancaron y no dieron vuelta. Todo se estancó entre esos inmensos bolos de pasta hirviendo que se daban vuelta en cada casa, rescoldeándose entre nuestro frenesí hirviente.
Todas moldeamos, paso a paso, del tamaño que siempre los habíamos soñado, a nuestros hombres. Con sus propios hombros, sus espaldas, sus ademanes, sus dichos, su manera de abrir las puertas, ese leve aire de pregunta con que llegaban a comer, el color de los ojos, las arrugas entre las cejas, los dedos cansados, las manos partiendo el pan sobre la mesa, la paz de sus días buenos, sus sonrisas de cuando nos sonreían.
Como si nunca se hubieran ido.
La Colorada Grande hizo trampas, sí. Hizo al suyo un poquito más alto, porque a ella siempre le había gustado el Clar Geibel, un churro de su tiempo, parece.
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Esa noche, los hornos de todo el pueblo se elevaron en la misma llamarada del alma de nuestros hombres que ya no se irán más.
Porque ahora somos un pueblo como debe ser, con hombres sentados a la puerta, mirando la tierra hinchada sin moverse de su casa, y nosotras, como siempre, claro, corriendo de arriba abajo, con el pan de la mañana, la greda, el lavado, la cazuela, la greda, la greda, rezongando porque, como siempre, nos toca hacer todo a nosotras.
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La Cantora recocida, que la teníamos a la entrada del pueblo, por lo que pudiera suceder, pareció, entonces, lanzar un tremendo resuello de descanso.
Y nosotras también. Nos quedamos dormidas al lado de los hornos, donde a la mañana siguiente amanecieron todos los hombres tal cual. Se habían quedado sentados en las sillas, cuidándonos el descanso después de la pena negra.
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El Bernardo O'Higgins ya no se revuelve incómodo en su sillón de director supremo. Por lo menos tiene con quien conversar, piensa y mira los portales de las casas donde otra vez están todos ellos.
de Génesis
Ed. Caos ediciones,Santiago de Chile,1995.
Escritora chilena de gran trayectoria. «Entreparéntesis» (1985), «Óxido de Carmen» (1986), «De golpe, Amalia en el umbral» (1991), «Tiempo que ladra» (1991), «Siete días de la señora K» (1993), «A tango abierto» (1996) y «La esfera media del aire» (1998).
Premio María Luisa Bombal 1986
Premio Letras de Oro Universidad de Miami 1991
Finalista Concurso Sor Juana Inés de la Cruz 1999
Premio Municipal de Santiago 2005
1 comentario:
Está mujer siempre me alumbró.
Maravillosa entrega.
Mi alma agradecida.
Abrazos .
Malena.
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