25 marzo, 2013

Esther Cross(Argentina, 1961)


La peor suerte 


Desde la cama de un hospital, la mirada vital e inquietante de una mujer que ha visto de cerca la muerte se imprime en la memoria de la narradora niña esta historia. En medio de un paisaj árido, un relato tenso y preciso de la autora de La señorita Porcel y Kavanagh. 
Fue el día de la tormenta de polvo. Mi madre lloraba y manejaba. Íbamos a la clínica del doctor Molinari a ver a Nieves Campero, que vivía con sus hijos y su marido en el puesto pegado a la ruta. Nieves había intentado suicidarse. No era la pri­mera vez. Era lo que quería. Pero esa vez se había prendido fuego.
“Vamos al pueblo”, me había dicho mi madre después de almorzar, agarrándome del brazo. 
Había tanto polvo que no se veía la casa, no se veía el monte, no se veía la continuación del ca­mino. Mi madre me dijo que al salir de la clínica iba a llevarme a un kiosco del pueblo. A modo de garantía, sacó una mano del volante, la metió en la cartera y me dio un par de billetes del monede­ro, que quedó vacío. No apartó la vista del camino pero al mismo tiempo veía lo que pasaba alrededor.
El camino se había convertido en una pista de arena y el coche patinaba para todos lados, como si estuviera vivo. Mi madre se agarraba al volante con las dos manos y trataba de enderezar el coche con los codos levantados. 
Esa mañana, yo había ido a cazar palomas con mi padre y mis hermanos al monte. Los hermanos Campero y su padre habían pasado con sus caba­llos y nos habían saludado. Mi padre se había lle­vado una mano al ala del sombrero y ellos hicieron una especie de venia. Uno le dio una palmada al otro en la espalda y se rieron. 
Cuando volvimos de cazar, mis hermanos se fue­ron con una paloma muerta a los galpones. Todos sabíamos que hacían experimentos en la casilla del motor de luz, cerca del chiquero. Después llegaron, corriendo, para almorzar. Se sentaron a la mesa y dieron la noticia: la tarde anterior Nieves Campero se había rociado nafta, había prendido un fósforo y había salido corriendo del puesto, como una bola de fuego. Mis padres ya lo sabían y por eso asintie­ron sin decir nada. Mi hermano mayor imitó a la mujer de Scalesi, que trabajaba en la cocina de la matera y estaba contando todo a los gritos cuando ellos andaban por ahí, operando a la paloma. Con una mano en la boca y los labios fruncidos, la mu­jer de Scalesi había dicho: “es una ampolla roja”, haciendo mucho hincapié en ampolla pero más en roja. También dijeron que había dicho “en carne viva”, uniendo los dedos en un punto, y “llaga” cla­vándose las uñas en la palma de la mano.
Mi madre no habló en todo el almuerzo. Cuan­do empezó a llorar, mi padre nos guiñó un ojo. Oímos un portazo de tormenta pero era una falsa alarma y no iba a llover. Mi madre empujó la silla para atrás, se paró, me dijo “vamos al pueblo” y me agarró del brazo. 
¿Por qué los hermanos Campero estaban traba­jando como si nada esa mañana en vez de ir a la clínica? Una vez mi padre había dicho que Nieves tendría que matarse de una vez y mi madre había dicho “pobre mujer”, a lo que mi padre respondió “pobre marido, pobres hijos”. Mi hermano más chico había contado que los Campero estaban afuera de la casa cuando ella empujó la puerta gritando, toda prendida de fuego –“no se le veía la cara”, había comentado la mujer de Scalesi. Se tiró al piso, cayó arriba de una gallina y la gallina se murió. Campero se sacó la camisa y empezó a pegarle a Nieves para apagar el fuego. Una, dos, tres veces. Los hijos también. Todos le dieron y le dieron hasta que sólo quedó el olor a quemado y el cuerpo de la gallina aplastada por Nieves. Y Nie­ves, “una ampolla roja, en carne viva”. ¿Por qué se había quemado, por qué no había hecho otra cosa para matarse, para ponerle, como se decía, fin a su vida? ¿Por qué se llamaba Nieves y no Nieve? Era como que una mujer se llamara Rocíos en vez de Rocío. O Violetas. O Isabeles. Nieves. 
Mi madre dobló en una curva. Cuando pasamos al lado de un Citroen amarillo, que tenía el capot levantado, trató de ir más despacio. Un hombre miraba el motor, con la mano en la cabeza. Por no llenarlo de polvo, mi madre pisó el freno. El tipo quedó adentro de una tormenta reducida provoca­da por la buena voluntad de mi madre. 
Una vez, Nieves Campero se había colgado de una viga del tinglado del puesto pero como era un poco gorda la soga se cortó. Le quedó una mar­ca en el cuello y estuvo enyesada un mes y medio porque al caerse se había roto una pierna –que “se le astilló toda”, como había dicho la mujer de Sca­lesi–. Otra vez había salido corriendo del templo Evangelista del Barrio Alegre y se había tirado contra las ruedas de un camión que pasaba. El ca­mión frenó, el camionero se bajó y encontró a Nie­ves de costado, como un embrión gigante, con los ojos cerrados y las manos en las orejas. El camio­nero tuvo que hacer una fuerza descomunal para separarle las manos de las orejas porque quería que lo escuchara cuando le preguntaba si estaba loca y si estaba bien (Nieves Campero había asentido aunque nunca se supo a cuál de las dos preguntas). La llevaron a la Clínica del doctor Molinari. Le vendaron un par de cortes, le pusieron una pomada en los moretones y “le dieron un calmante para el carácter porque tenía los nervios des-tro-za-dos”, como decía la mujer de Scalesi mirándote a los ojos. El mismo verano en que mi padre pudo com­prarse el coche, Nieves Campero abrió el botiquín del baño de su casa de Fortín Olavarría y se tomó todo lo que encontró, “hasta el agua oxigenada y 
los remedios del corazón y el cerebro del esposo”. La encontraron tirada en la cama, con espuma en la boca –“por el agua oxigenada”– y en el hospital de Fortín le hicieron “un lavaje con una sonda y salían las pastillas y todo lo que había comido ese mismo mediodía”. En esa parte la mujer de Scalesi negaba con la cabeza, mirando el piso. En casa ya estábamos habituados a que Nieves Campero hi­ciera esas cosas. Tomó insecticida y quiso tirarse por la ventana del salón de fiestas del hotel El Faro –“la atajaron entre cuatro”–. Morirse no era fácil.
Mi madre estacionó en la puerta de la Clíni­ca Molinari, entre la ambulancia y el Fairline del doctor Molinari. Cuando sacó las llaves, se agarró de nuevo al volante, bajó la cabeza y después me sonrió. En el pueblo no había tormenta de viento. Sólo el calor.
No la conocíamos mucho. Mi madre la había visitado alguna vez, cuando salía a recorrer con mi padre para saludar a los puesteros. La primera vez que fue a su puesto comentó que se notaba que Nieves era maniática de la limpieza. Mis herma­nos y yo la habíamos visto a Nieves sentada en el coche –lleno de parches de óxido– de su marido que había ido un sábado a la casa con ella para co­brar el aguinaldo antes de ir al pueblo. También la vimos el día que fueron juntos a buscar a su hijo a la estación de tren. Pero ya sabíamos quién era. Queríamos conocerla, verla de cerca. Después de todo, tenía el cuerpo más resistente del mundo. La peor suerte. Y una voluntad de hierro. 
Las dos veces vimos su cabeza de pelo corto, la nariz en gancho. Pero cuando nos acercábamos, Nieves Campero daba vuelta la cara, o porque no quería que la viéramos o porque no quería mirar­nos o por las dos cosas a la vez. 
Seguí a mi madre hasta el mostrador de la en­trada. Una enfermera vestida de rosa nos dijo que Nieves estaba en el segundo piso. A la enfermera le faltaba un diente pero ninguna enfermera está obli­gada a tener una dentadura completa. Subimos por la escalera porque el ascensor no venía. Se oían las ruedas de una camilla. En la puerta decía “prohibi­da las visitas”. Entramos en la habitación y vimos tres camas. En una, había una señora que miraba el techo. En la otra, había una mujer que roncaba. La momia de la cama del medio era Nieves.
Con esas vendas blancas como las nieves.
Mi madre se acercó y rodeó la cama. Dijo “Hola Nieves” y la miró con los ojos llorosos y la mano en la cintura, sonriendo apenas. La mujer estaba toda vendada. Le habían dejado descubiertos los ojos –tenía los párpados cerrados y no tenía pesta­ñas– y la boca, que ya no tenía labios. Mi madre se sentó en un banco que había al lado de la cama. Me hizo una seña para que fuera y me paré detrás de ella. Mi madre dijo “Hola Nieves” de nuevo y Nie­ves Campero dio vuelta la cara. Mi madre asintió, como si hablara con alguien invisible. Después le dijo a la espalda vendada de Nieves Campero que quería que supiera que la entendía, corrió el banco para atrás y se despidió. Oímos la voz de alguien en el pasillo. Mi madre me dijo “Vamos” y me agarró del brazo. El piso era de goma con aguas de colo­res. Me di vuelta. Nieves Campero tenía los ojos abiertos y me miraba. 
Mi madre paró el coche en uno de los kioscos del boulevard. Un hombre limpiaba los vidrios del Banco Provincia. Me bajé del auto y fui al kiosco de la esquina. Cuando salimos del pueblo, me pre­guntó cuánto me había quedado de vuelto y le dije que no me había quedado nada.
–Te di todo lo que tenía –me dijo, negando con la cabeza. 
Miró el espejo retrovisor y tomamos el camino de tierra. Parecía que el viento iba a arrancar los postes del alambrado. Vimos la nube de tierra que rodeaba la casa mucho antes de ver la casa. Ha­bían sellado las ventanas y las puertas con trapos pero el polvo se metía igual por todos lados. Esa fue la tarde en que volví a casa con una bolsa de caramelos masticables, que comí con mis herma­nos en la casilla del motor. La mujer de Scalesi me preguntó si habíamos estado con Nieves pero en vez de responderle le di vuelta la cara. Fue la tarde de la tormenta de polvo, la tarde en que Nieves Campero me miró fijo. Sus ojos brillaban con la fuerza de la vida.


23 marzo, 2013

María Laura Fernández Berro(Argentina, 1958)


La sangre derramada(fragmento)

                                                                   XXV 

(…)

Ayer soñé que venía una ola. Mire la ola errante y no tuve miedo. La orilla, sucia y náufraga. Entonces vino a mí. El pelo en el sol. La espuma rota en perlas de nácar. Y la luz.
Fue entonces que el río se secó. Se arrugó el agua desde el centro hasta la orilla. Y vi la tierra abierta hasta el infinito. Los barcos oxidados, recostados sobre la arena rota.
Río por donde todo vino y por donde todo se va.
Río como un animal movedizo, marrón, enorme.
A la orilla del río
A la orilla del río
Un niño solo con su perro.
A la orilla del río
Dos soledades
timidas…

(...)
“Hoy, toda la tarde, se oyó el ruido inquieto de los pájaros. Se los oía gritar entre la niebla. Atravieso lo blanco hasta tocar con el remo los camalotes. Tangible el río. Sólido. Hojas de color del campo. Hojas verdes, espesas, vegetales, nuevas que se entretejen en la proa, en el remo y me impiden pasar. Imposible dar vuelta a la isla. Hay momentos en la vida en los que sólo hay que ir para atrás… Será otro día. Ya no hay más ruido de pájaros. Sólo el remo. Sólo el agua. Uno, dos. Uno, dos. Cierra de golpe la noche. ¿Cómo sigo? En el club van a preocuparse por mi retraso. Remo sin piedad. No pienso. Sólo el agua. Río por donde todo vino y por donde todo se va. Río como una piel de caballo extendida bajo el sol o las nubes. A veces, zaina, a veces alazana, a veces tordilla, a veces azuleja esa piel, ese cuero. Río a veces potro. Río donde las brújulas se enloquecían y se mareaba, perdido, el arte de marear de los conquistadores. Río de miles de naufragios, ocultos por barro."
(...)
“Mientras escribo, ella dibuja árboles, casas, barcos. Algo no es, algo se establece y zarpa, definitivamente, en sus dibujos, en su sangrado. ¿La casa es un puerto a la que los barcos llegan?” 
(...)


de “La sangre derramada”, Babel Editorial, 2012. 
Primer premio de novela certamen Aurora Venturini, 2010.

Márgara Averbach (Argentina, 1957)


La mano en la Pared

En el lugar donde conocí a Ester, yo era sobre todo madre. Cuando volvió a llamarme, me dijo que quería una vendedora. Ahora, las dos somos madres de nuevo, pero la palabra tiene un sentido distinto, casi opuesto. La conocí en la puerta del colegio donde esperábamos a los chicos todos los días a las cinco y cuarto. A la entrada, “las madres” (en el espacio de esa manzana de veredas maltratadas, éramos siempre “las madres”) apenas si nos saludábamos. Tal vez porque a la entrada no había excusa para quedarse por ahí perdiendo el tiempo, tal vez porque sin excusas, suponíamos que con un poco más de esfuerzo, podríamos ganarle al trabajo y por eso volvíamos corriendo a las escobas y las clases y las compras. A mediodía, apenas había inclinaciones de cabeza, Chau, Hasta luego, ¿Qué tal? Hace frío. Cuatro palabras y las puertas del colegio quedaban vacías. Pero a la salida, las puntuales (yo y Ester llegábamos por lo menos diez minutos antes) nos reuníamos en grupos y había sonrisas y charlas encendidas. Sobre las maestras, sobre los horarios, sobre el cansancio, sobre los maridos, sobre los hijos, sobre el futuro. Yo hablaba con otras madres sin saber sus nombres, sin entender del todo lo que había detrás de la ropa prolija de esta, del vestido mal planchado de aquella, de los cuerpos gorditos o enflaquecidos, de las voces y las arrugas y las gritos. Reconocía, eso sí, la mirada fija en la puerta, el cálculo mental de minutos, el rebaño de chicos alrededor, el recuento de útiles y camperas. Aun ahí, donde era sobre todo madre, yo trataba de adivinar los gustos, la clase de sartenes, ollas, pavas que tal vez podría venderles. La puerta y las charlas me daban una oportunidad que no podía desperdiciar. Me acercaba a “las madres” con eso en mente y pronto, estábamos compartiendo las pequeñas escenas de la vida, una discusión, un reproche, un asombro, un descubrimiento. Ester tenía el reproche en los gestos. Sus hijos –tenía dos– venían peinados, limpios, perfectos y antes de entrar, ella los examinaba con cuidado, de arriba abajo, y a veces, se agachaba a limpiarles una mota de polvo del zapato o se inclinaba a arreglarles el cuello del delantal. Recuerdo sus manos, en el aire, arreglando un mechón rebelde de las trenzas de Cata. Sí, de Cata me acuerdo también. Cuando volví a ver a Ester, no había pensado en su hija en mucho tiempo pero descubrí que me acordaba de ella. No hubo tiempo suficiente para acumular recuerdos, pero me había quedado con una cara cansada de quince años, el aburrimiento en los ojos, ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar tarde. Por eso, porque me acuerdo de los gestos de Ester, de las palabras de Cata; porque veo todavía la mano de la madre un día que llegué corriendo con la cartera abierta y el pelo desarreglado, Permitíme, me dijo y puso la cartera en su lugar, el pelo detrás de la oreja; porque me enfureció su deseo de corregirme, de convertirme a su religión de prolijidad obsesiva, por todo eso, su nombre y el de su hija y el aspecto de su casa se me grabaron en la memoria para siempre. Y ni siquiera la mujer que conocí después, esa madre rápida, hundida en datos, en teléfonos, en papeles, puede hacerme olvidar del todo a la Ester de los tiempos de “las madres” del colegio. En los tiempos del colegio, fui cuatro o cinco veces a su casa antes de que los chicos crecieran o se fueran o desaparecieran de nuestras vidas y dejáramos para siempre las charlas de la vereda. Nunca fui como amiga. En esos primeros tiempos, excepto en la puerta de la escuela, mi relación con Ester fue siempre la de una vendedora. Nuestra historia está cruzada: como “madre”, le vendía; como vendedora, con ella, fui otra madre. A esa casa ordenada, iba enfundada en una elegancia que jamás usaba cuando era “madre”. Tal vez era esa diferencia de estilo, esa máscara, lo que me daba vergüenza cuando iba a ver a Ester o a las otras “madres”. Con los desconocidos, con los compañeros de trabajo de mi marido, yo me inventaba una cara segura, una sonrisa eficiente, una sinceridad apabullante en la que yo también creía. La conversación me salía con una naturalidad asombrosa, suave como un guante de seda sobre la mano cuidada, arreglada, casi una obra de arte. Ah, a esa gente sí que sabía venderle. Con las madres, me costaba mucho. Ester me había arreglado la cartera, me había recogido el mechón rebelde, me había visto en vaqueros, sin pintar. Permitime. ¿Cómo hacerle creer en mi uniforme pacato y correcto, en mi sonrisa, en mi hebilla plateada? No sé si se los creyó. Entonces no le pregunté y ahora que la veo mucho, no creo que quiera preguntárselo. Sé que la casa que conocí era una extensión de la Ester del reproche. Entonces, Ester no tenía máscaras. Era una sola. La casa: limpieza absoluta; cuadros en ángulos rectos y exactos; una sola alfombra con los flecos lisos, paralelos; la cama, sin una arruga. La cocina: vacía como en las fotos de las revistas de arquitectura; sin un vaso; sin una cucharita sucia en la pileta; el repasador, en el gancho, con tres pliegues planificados, no espontáneos, uno más ancho en el medio, dos más angostos a los costados como una toalla en los hoteles de lujo de las series de televisión. Después de la escuela, dejé de verla. Cuando las cosas se derrumbaron y empezaron a verse los espacios vacíos, los huecos oscuros, tuve miedo y les pedí a mis hijos que se fueran. En nuestra ceguera parcial de aquellos tiempos, pensábamos que cualquier ciudad era mejor que la nuestra y que tal vez, bastaba con corrernos a un costado unos kilómetros para evitar el espanto. Así que tampoco los veía a ellos. Apenas había cartas de vez en cuando. Y después, de pronto, en el año de la guerra, con los comunicados y las noticias falsas sobre las islas en los oídos, recibí un llamado. No la ubiqué enseguida. Ester, decía la voz, una voz más cascada y sin embargo, más llena de fuerza que la de la mujer de la casa perfecta. ¿Ester? ¿Ester qué? El apellido no me aclaró mucho, tal vez porque entonces, cuando éramos “las madres”, los apellidos eran los nombres de los chicos: “lamamádeCata”, “lamamádeAlberto”. Tuvo que decirme la dirección para que me acordara. Pero en ese año, con los hijos lejos, me alegré de oírla. Me preguntó si seguía vendiendo ollas a domicilio. Dije que sí. El jardín estaba lindo, mucho mejor cuidado que mi balcón de macetas llenas de yuyos pero había perdido ese aire de matemática aplicada que para mí era un insulto. Lo noté enseguida y toqué el timbre con ese miedo extraño que se siente antes de un reencuentro, tal vez porque una sabe que no va a ver lo que espera, que el reencuentro en realidad, es imposible. Cuando me abrió la puerta, me di cuenta de que era ella pero el cambio era tan grande que me pregunté si yo también habría cambiado así. Si hubiera tenido un espejo, me habría mirado con espanto. Ella me abrazó. Eso también era raro: nunca nos habíamos abrazado antes. Por alguna razón, tal vez porque ella no me preguntó por los míos, no me atreví a hacerle la pregunta más obvia, ¿Qué tal?, ¿cómo andás? ¿Y Cata? ¿Y Gerardo? El living estaba oscuro y tenía otro color, turquesa, tal vez celeste, con esa luz era difícil saberlo. Había carpetas de hojas manchadas, abiertas sobre la mesa. De pronto, recordé el desierto del mantel en otros tiempos, la mesada brillante que seguramente seguía allá, del otro lado de la puerta entreabierta, en la cocina. Ester hojeó mis folletos despacio. No les prestaba atención. Quería decirme algo y las ollas eran una excusa. No me resultó difícil darme cuenta pero no supe cómo hacérselo más fácil. Y entonces, porque sí, levanté la vista y la vi. La huella de la mano en la pared azul. Me quedé inmóvil, mirándola. Una mano grabada como un bajorrelieve en la pintura del living de la casa de Ester era algo tan inconcebible que pensé que me había dormido. Un olor agudo a pesadilla cayó sobre el mantel y los papeles y las carpetas. La penumbra nos tocó los pies. –¿Qué? –dijo Ester, de pronto, las dos manos apoyadas sobre mis folletos de colores absurdos, abandonados a su suerte sobre la falda–. ¿No sabés? Yo no sabía. ¿Quién hubiera podido contármelo? Mi Alberto se había ido lejos y por otra parte, nunca había sido muy amigo de Cata. Los otros eran más chicos y tampoco estaban. Ya no éramos “las madres”. No estábamos envueltas en la humareda tibia de los chismes. Los ojos de Ester eran otros. Como su voz, tenían más fuerza y más años. Parecían partidos por grietas infinitas. Sé que ese día le di la dirección de Alberto y sé que se escribieron. Ella me mostró las cartas. Ahora que Cata la estaba armando a ella de nuevo con su ausencia, ella quería armar a Cata con las palabras de otros. La vida de Ester era un movimiento hacia arriba, en picada, hacia la escena que yo no había olvidado, hacia ese ¡Mamá!, dejame en paz que voy a llegar a tarde, sobre las veredas maltratadas del colegio. –Casi la mato cuando puso la mano sobre el enduido –me dijo. Había sido dos días antes de los golpes en la puerta, dos días antes de las sirenas y los hombres y el Falcon y la no despedida. La voz de Ester se quebró en la segunda palabra–. Casi la mato. Apoyó los dedos demasiado grandes sobre la huella que siempre tendría dieciséis años. Ya no lloraba.

  “La mano en la pared” en Aquí donde estoy parada(Córdoba, Editorial Alción, 2003).

04 marzo, 2013

Florencia Werchowsky (Argentina)


Florencia Werchowsky
El telo de papá(fragmento)

"Cuando se le ocurrió abrir el motel, su proyecto comercial absoluto, acaso su plan más lúcido, se sintió satisfecho como nunca antes. Era una idea que combinaba diferentes aspiraciones, era tan heroica como lucrativa, era arriesgada, rebelde, tenía fuertes implicancias sociales. Le parecía comprender y dominar ciertas conductas de la clase media del valle, donde había pasado los últimos veinte años de su vida. Había llegado a la idea del motel analizando a sus amigos y a él mismo y concluyendo que además de un negocio redituable, un hotel alojamiento era una apuesta épica, un espacio para provocar, para despabilar. Sería el refugio de los amantes de la zona, los casados, los infieles, los solteros, locales y de las otras ciudades, los viajantes y los viajeros. Además de un negocio, abriría capítulos en las historias de la gente del pueblo."

(...) 

  "Los coches empezaban a juntarse en fila detrás de la barrera. Tal era la ansiedad por la inauguración, que se había corrido el rumor de que convenía ir temprano para conseguir habitación y no quedarse afuera. Las parejas, sentadas en los asientos delanteros, conversaban y sonreían sin sentir vergüenza de ser vistos por los otros autos. Estaban yendo matrimonios como si se tratase del estreno de una película o de la inauguración de un nuevo restorán, eran citas de parejas constituidas que iban por la novedad y la anécdota, vestidas elegantemente." 


  por Reservoir Books - Random House Mondadori, 2013

25 febrero, 2013

Cecília Meireles (Río de Janeiro 1901-1964)

El ángel de la noche *
(crónica)




A las diez y media, el guarda nocturno entra en servicio. Ladra el perrito del portón en primer plano; ladra el perro más viejo del patio, en el segundo plano: de plano en plano, hasta el bosque, grandes y pequeños canes murmuran, aúllan, ululan, en la densa oscuridad de la noche todos sobresaltados por el trinar del silbato del guarda nocturno. Por el mismo motivo se hace un intervalo en el jardín, entre los insectos que seseaban y susurraban en los follajes: ¿qué nuevo bicho es ese, que comienza a cantar con una voz que ellos juzgan conocer, que se parece a la suya, pero que se eleva con una fuerza gigantesca?
Paso a paso, el guarda nocturno va subiendo la calle. Ya no pita: va caminando reposadamente, como quien pasea, como un poeta en una alameda silenciosa, bajo árboles en flor. Así va andando el guarda nocturno. Si la noche está bien sosegada, se puede oír su mano sacudir la caja de fósforos, y hasta adivinar, con buen oído, cuántos fósforos hay allí. Los perros enmudecen. Los insectos recomienzan a sesear.
El guarda nocturno mira hacia las casas, hacia los edificios, hacia los muros y enrejados, hacia las ventanas y los portones. Una pequeña luz, allá arriba: hace varias noches, aquella claridad vaga en la ventana: ¿es una persona enferma? El guarda nocturno camina con delicadeza, para no asustar, para no despertar a nadie. Allá van sus pasos sosegados, acompasados, cosiendo su sombra con la piedra de la vereda.
Imprecisos rumores de tranvías, de ómnibus, los últimos vehículos, ya somnolientos que van y vuelven casi vacíos. El guarda nocturno, que pasa junto a las casas, puede oír todavía la música de alguna radio, el llanto de algún niño, un resto de conversación, alguna carcajada. Pero va andando. La noche es serena, la calle está en paz, la luz de la luna pone una niebla azulada en los jardines, en las terrazas, en las fachadas: el guarda nocturno se detiene y contempla.
Por la noche, el mundo es bonito, como si no hubiese desacuerdos, aflicciones, amenazas. Hasta parece que los enfermos son más felices: esperan dormir un poco en la suavidad de la sombra y del silencio. Hay muchos sueños en cada casa. Es bueno tener una casa, dormir, soñar. El gato retrasado que vuelve apresurado, con cierto aire de culpa, en un salto exacto sortea el muro y desaparece: él también tiene su rinconcito para descansar. El mundo podía ser tranquilo. Las personas podían ser amables. Sin embargo él, el guarda nocturno, trae un revólver en el bolso, para defender una calle...
Y si un pequeño rumor llega a su oído y un bulto parece surgir en la esquina, el guarda nocturno vuelve a pitar largamente, como quien va soplando un largo collar de cuentas de vidrio. Y recomienza a andar, paso a paso, firme y cauteloso, disipando ladrones y fantasmas. Es la hora profunda en que los insectos del jardín están completamente extasiados, por el perfume de la gardenia y la blancura de la luna. Y las personas adormecidas sienten, dentro de sus sueños, que el guarda nocturno se está ocupando de la noche, vagando por las calles, ángel sin alas, pero armado. 



O anjo da noite
(crônica)

        Ás dez e meia, o guarda noturno entra de serviço. Late o cãozinho do portão no primeiro plano; ladra o cão maior do quintal, no segundo plano: de plano em plano, até a floresta, grandes e pequenos cães rosnam, ganem, uivam, na densa escuridão da noite todos sobressaltados pelo trilhar do apito do guarda-noturno. Pelo mesmo motivo, faz-se um hiato no jardim, entre os insetos que ciciavam e sussurravam nas frondes: que novo bicho é esse, que começa a cantar com uma voz que eles julgam conhecer, que se parece com a sua, mas que se eleva com uma força gigantesca?
  Passo a passo, o guarda-noturno vai subindo a rua. Já não apita: vai caminhando descansadamente, como quem passeia, como quem pensa, como um poeta numa alameda silenciosa, sob árvores em flor. Assim vai andando o guarda-noturno. Se a noite é bem sossegada, pode-se ouvir sua mão sacudir a caixa de fósforos e até adivinhar, com bom ouvido, quantos fósforos estão lá dentro. Os cães emudecem. Os insetos recomeçam a ciciar.
O guarda-noturno olha para as casas, para os edifícios, para os muros e grades, para as janelas e os portões. Uma pequena luz, lá em cima: há várias noites, aquela vaga claridade na janela: é uma pessoa doente? O guarda-noturno caminha com delicadeza, para não assustar, para não acordar ninguém. Lá vão seus passos vagarosos, cadenciados, cosendo a sua sombra com a pedra da calçada.
Vagos rumores de bondes, de ônibus, os últimos veículos, já sonolentos que vão e voltam quase vazios. O guarda-noturno, que passa rente às casas, pode ouvir ainda a música de algum rádio, o choro de alguma criança. Mas vai andando. A noite é serena, a rua está em paz, o luar põe uma névoa azulada nos jardins, nos terraços, nas fachadas: o guarda- noturno pára e contempla.
À noite, o mundo é bonito, como se não houvesse desacordos, aflições, ameaças. Mesmo os doentes parece que são mais felizes: esperam dormir um pouco à suavidade da sombra e do silêncio. Há muitos sonhos em cada casa. É bom ter uma casa, dormir, sonhar. O gato retardatário que volta apressado, com certo ar de culpa, num pulo exato galga o muro e desaparece: ele também tem o seu cantinho para descansar. O mundo podia ser tranqüilo. As pessoas podiam ser amáveis. No entanto, ele mesmo, o guarda-noturno, traz um bom revólver no bolso, para defender uma rua...
E se um pequeno rumor chega ao seu ouvido e um vulto parece apontar na esquina, o guarda-noturno torna a trilar longamente, como quem vai soprando um longo colar de contas de vidro. E começa a andar, passo a passo, firme e cauteloso, dissipando ladrões e fantasmas. É a hora muito profunda em que os insetos do jardim estão completamente extasiados, ao perfume da gardênia e à brancura da lua. E as pessoas adormecidas sentem, dentro de seus sonhos, que o guarda-noturno está tomando conta da noite, a vagar pelas ruas, anjo sem asas, porém armado.

CRÓNICA DE CECÍLIA MEIRELES
en:




*Traducción al Español de Grupo Conestabocaenestemundo.



08 febrero, 2013

SAMANTA SCHWEBLINgana el premio Juan Rulfo 2012 en Paris(Argentina, 1978)

Un hombre sin suerte


El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
–Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
–¿Qué tal? –preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo loca.
–Bien –dije.
–¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
–¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
–Vale por un helado, yo te invito –dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.
–No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
–Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.
–Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
–No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
–Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo.
–¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó. con una mano a las asistentes.
–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.
–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
–Ok, darling –dijo.
–Quiero saber a dónde vamos.
–Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
–Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
–Esta –dije–. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
–Eso no hace falta.
–¿Sos el dueño de la tienda?
–No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
–Ok Darling –dije.
–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
–Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
–Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.
–Eso no puedo decírtelo.
–¿Por qué?
El se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
–Porque estoy ojeado.
–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
–Podrías escribírmelo.
–¿Escribirlo?
–Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
–¿Y cómo se enteraría?
–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
–Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
–Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. El me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

25 enero, 2013

Lina Meruane (Santiago de Chile, 1970)


    Sangre en el ojo (fragmento) 
Las horas



     Esto lo vieron otros ojos. Que desde el primer minuto Lekz enganchó mi párpado hacia atrás para mantenerlo abierto. Que se asomó por mi pupila distendida. Que abrió tres agujeros en triángulo, uno arriba, uno a cada lado. Que en cada boquete introdujo un aparato diferente: un alambre coronado por una lupa potentísima, una pinza multifuncional que cortaba venas y cauterizaba heridas, un cable de luz para iluminar la retina. Tres filamentos de metal actuando en conjunto, para podar y quemar y parchar durante muchas más horas que las tres o cuatro prometidas. Y esto lo vieron ojos no tan ajenos. Que mientras yo me ausentaba de mí misma Ignacio y mi madre arrancaban de la sala de espera. Que salían a dar una vuelta por la ciudad y que ya hartos de perder el tiempo entraban al boliche de la esquina, que compartían una pizza y una Coca-Cola tibia, que fumaban acelerados, de la misma cajetilla. La intervención debe de estar por terminar, se decían mutuamente para darse ánimos, caminando apurados y veloces de vuelta. Se sentaron en un pasillo del hospital y forzados a mantener una conversación pulieron uno a uno sus peores recuerdos familiares. (...) Pero en el tiempo que siguió incluso la familia se les fue agotando. No hacían más que mirar la hora: en el reloj muerto del pasillo, mi madre; en su incómodo reloj de pulsera, mi Ignacio. Se alternaban para salir a la calle a darle pitadas a los últimos cigarrillos lanzando el humo contra los pegajosos ventanales. Y el que se quedaba adentro vigilaba el desfile de operados que iban saliendo de los pabellones escoltados por filipinos. Pero cada vez salían menos operados y los médicos debían estarse escabullendo por otras puertas. Se fueron multiplicando los aseadores armados de escobillones y traperos. Y ahí seguían ellos, mi madre, mi Ignacio, viendo pasar la segunda y la tercera y la cuarta hora ya sin saber cuántas habían transcurrido. Seguían sentados y de pie, dando vueltas por el salón, crispados, compungidos, tomando intomables cafés de máquina. Nadie se asomó a darles explicaciones porque no habría nada que decir hasta que se acabara la operación que seguía su curso sin detenerse. Lekz no se hacía el tiempo para mandar informes al exterior. No habría podido hacerlo aunque hubiera tenido tiempo. No lo hacía porque no veía nada con su ojo pegado al mío, lleno de sangre. No se atrevía a levantar la mirada. No habría osado parpadear, desatender el puntual movimiento de esos aparatos que iluminaban, aumentaban, cortaban venas y las quemaban poseídos de una voracidad despiadada. Había que controlar la energía de las manos, temerle a esos pies suyos, agarrotados de tanto pulsar los pedales apostados en el suelo. Porque manos, pedales y pies, dijo Lekz al salir finalmente del quirófano y encontrarse con Ignacio y mi madre, que corrieron hacia él en cuanto lo vieron; pedales y pinzas, dijo, pálido de hambre, verde de cansancio, esos instrumentos, dijo, no son extensiones de mis dedos. Tienen vida propia y estarían dispuestos, ante cualquier despiste, a arrancar la vista de raíz. Ignacio miró a mi madre que no pestañeaba mirando a Lekz que se aclaraba la garganta para agregar que cuando por fin pudo extraer la viscosa gelatina de sangre que era el vítreo encharcado, cuando pudo por fin examinar cómo había quedado el ojo derecho, sintió un escalofrío. Pero se dijo, les dijo, inmediatamente, que debía aprovechar la adrenalina y se lanzó de cabeza al ojo izquierdo; trepanó, cortó, se salpicó, cauterizó y aspiró meticulosamente el fondo del ojo hasta que empezaron a temblarle los brazos. Se lavó desde las uñas hasta los codos, se enjuagó la cara sintiendo que las aletas de la nariz le vibraban, se secó la nuca, pero Lekz no se atrevía a emitir un veredicto. Menos pensarlo. Era peor de lo que temíamos, confesó, demacrado, y usaba el plural porque su arsenalera o asistente o esposa estaba detrás, todavía uniformada, exhibiendo las mismas monumentales ojeras. No tengo idea, ni la más remota idea, repitió. A mi madre. A mi Ignacio, que también lucía agotado por el trabajo de la espera. No había nada que decir sobre el futuro. Lekz procedió a repasar cuanto había ocurrido ahí, adentro, a lo largo de varios meses. Mi madre escuchaba completamente hipnotizada. Ignacio quedó completamente enfermo. Se le ablandaron las rodillas, tambaleó hacia un rincón, y sin que nadie se percatara de su ausencia afirmó las manos resbalosas contra las paredes, oyendo, como a lo lejos, un murmullo escapando por la escotilla de ultratumba de la ciencia: habría que esperar otras doce o dieciocho horas para saber si Lekz me había dejado definitivamente ciega. ¿Es decir?, quiso precisar, también lejana como un silbido mi madre. ¿Qué quiere decir? Quiere decir que si ve luz mañana hay posibilidades, intervino la esposa arsenalera. Si no ve nada, intervino a su vez el médico, rascándose la nuca, estirando los omóplatos como un pájaro destartalado; si no ve nada no lo sé, señora, tendríamos que ir viendo. Verás tú, me dijo Ignacio que pensó, ya derrotado sobre el suelo. Ya verás tú, repitió para sí antes de dedicarle a Lekz un la madre que te parió a ti y a todos los médicos. Metió la cabeza mareada entre las piernas y ahí la dejó. Se lo había aconsejado su madre cuando era niño, su madre, que no era doctora ni enfermera ni conocía otro trabajo que el de la casa, su madre que fue siempre analfabeta y estaba ya muy muerta. Bajarla. Para no desmayarse. Que se quitara los lentes. Que respirara muy hondo y aguantara el aire. Así, con las palmas todavía apoyadas contra las baldosas Ignacio sintió que Lekz arrastraba los pies alejándose por el pasillo y sintió retumbar también los tacones de mi madre, al acercarse.


¿qué ojo?



Inicio de un protocolo: quítate la ropa, ponte esta bata de franela floreada, ajústate estos pantalones demasiado anchos. Falta la gorra de plástico. Estás preciosa, exclama mi madre. Me ajusto la gorra mientras añade, estás igual que cuando eras una niñita. Mamá, le digo, arreglándome el pelo bajo un elástico descosido, ¿me quieres decir cuándo fui yo una niña? No recuerdo haber tenido ni un solo momento de infancia. Ni un instante de calma. Ni un segundo en el que no pensara cuándo me iba a tocar la varita de la desgracia. Mi madre no responde, hace un mohín, con toda seguridad se muerde el labio. Yo continúo intentando que mi pelo no se venga abajo, pensando por qué será que cuando hago una pregunta nadie me contesta, diciéndome que yo tampoco debiera contestar ahora que empieza el interrogatorio. Voces filipinas con acentos afilados. Una me pregunta quién soy, cómo me llamo. Digo mi nombre completo, lo deletreo. Mi madre confirma que es mi nombre de bautizo. Ignacio verifica que esté escrito como corresponde. Alguien más me toma del brazo y me amarra una pulsera plástica que lleva mi alias de prisionera. Me levanto, me siento. Hace frío, digo, pero ya nadie me responde. Otra voz interviene. ¿Cuál es tu nombre?, dice. Escucho que teclea mientras contesto temiendo equivocarme. Y entonces ¿alguna enfermedad congénita?, ¿qué medicinas estás tomando?, ¿hace cuántas horas que no comes?, no lo sabía ni quería saberlo, ¿fuiste al baño esta mañana?, eso espero, ¿de qué te van a operar?, ¿qué ojo primero? Las voces van cambiando pero son siempre las mismas preguntas: ¿con qué ojo va a empezar el médico?, con el ojo de la mente, ¿te lo han operado alguna vez antes?, sí, ¿llevas placa?, tal vez, ¿y cómo te llamas?, deletrea tu nombre, ¿firmaste los documentos, todos?, ¿qué documentos?, la autorización para grabar la operación, ¿grabarla?, sí, hay que tenerla, por tu seguridad, por si acaso, para resguardarte, ¿alergia a alguna medicina?, ¿alguna intervención quirúrgica previa?, ¿cuál es tu apellido?, ¿qué ojo van a operarte?, ¿éste?, oeste, ¿algún diente falso?, quizá, ¿lentes de contacto?, ¿tu apellido, tu primer nombre?, ¿firmaste?, ¿soltera o casada?, ¿cuál será el primer ojo?, dígale a Lekz que quiero una copia, una, del video, le digo a la voz de turno, me contesta, ¿tienes sida?, ¿has tenido enfermedades venéreas?, ¿cuántos amantes?, ¿mujeres o sólo hombres?, dígale al médico que lo autorizo pero que quiero copia, ¿pareja estable?, que yo quiero copia de la grabación, sí, me dicen, ahora le preguntamos, ¿viven tus padres?, ¿estás embarazada?, ¿cuántas unidades de insulina al día?, el doctor manda a decir que para qué quieres copia de la película, para qué podría quererla, digo, para verla cuando pueda ver, con mis propios ojos o con los de Ignacio, ¿y llevas algún anillo?, ¿por qué estás aquí?, para supervisar la maniobra, ¿estatura?, ¿alergia a la penicilina o a alguna sulfa?, ¿a algún analgésico?, ¿de qué te vas a operar?, ¿alergias?, ¿el permiso para grabar la operación, lo firmaste?, ¿pero me darán la copia de esa cinta hermosa y repulsiva, llena de sangre?, ¿alguna prótesis metálica?, todas, soy la mujer biónica, la del ojo de titanio, y me río sola, a gritos, preguntando de vuelta, al aire, quién era el del costoso ojo telescópico e infrarrojo, ¿el hombre de los seis millones de dólares?, ¿él te acompaña?, ¿quién?, ¿qué ojo?, ¿cuál?, ¿estás segura?, ¿y qué seguro médico, qué plan?, ¿cuántos hijos tienes?, ¿algún aborto inducido o ilegal?, ¿cuántos?, ¿qué ojo?, ¿y el segundo?, ¿firmaste los papeles?, ¿el derecho o el izquierdo?, ¿el permiso para filmar la operación?, ¿cómo te llamas?, ¿quién es tu médico?, deletrea, ¿qué ojo va a intervenir?, ¿uno solo o los dos?, ¿número de seguridad social?, ¿qué apellido?, ¿el mío o el de mi médico?, ¿alguna enfermedad crónica?, ¿qué medicamentos?, ¿unidades?, ¿gramos?, ¿cuánto pesas?, ¿quién te acompaña?, ¿qué edad tienes?, ¿la autorización para que te operen?, ¿el documento que libera de responsabilidad al hospital por perjuicios?, ¿eres diestra o eres zurda?, ¿con qué mano firmas tu nombre? ¿cuál es tu verdadero nombre?, ¿algún seudónimo?, ¿a qué te dedicas?, ¿qué es la ficción?, ¿y eso qué es, perjuicios?, ¿verdadero o falso?, ¿qué ojo primero?, ¿te duele?, ¿por qué insistes en señalarlo?, ¿es éste?, ¿éste?, ¿o éste?, ¿y tú, quién eres?, ¿de quién es esta gorra?, ¿y este ojo, de quién es?
    
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