28 enero, 2008

Angélica Gorodischer (Argentina,1928)


audio del cuento
La resurrección de la carne
Tenía treinta y dos años y hacía once que estaba casada y se llamaba Aurelia y una tarde que era de sábado miró por la ventana de la cocina y vio en el jardín a los cuatro jinetes del Apocalipsis. Hombres de mundo, los cuatro jinetes del Apocalipsis. Y bellos. El primero empezando de este lado montaba un alazán de crines oscuras: estaba vestido con breeches blancos, botas negras, chaqueta granate y un fez amarillo con pompones negros. El segundo tenía una túnica sin mangas recamada en oro y violeta y estaba descalzo: cabalgaba a lomos de un delfín gordo. El tercero tenía barba, una barba negra, cuadrada y respetable: se había puesto un traje gris príncipe de Gales, camisa blanca, corbata azul, y llevaba un portafolios de cuero negro: estaba sentado en una silla plegable sujeta con correas a la joroba de un dromedario canoso. El cuarto hizo que Aurelia sonriera y que se diera cuenta de que ellos le sonreían: montaba una Harley-Davidson 1200 negra y plata y vestía de negro y calzaba botas negras y guantes negros y llevaba un casco blanco y antiparras oscuras y el pelo largo y rubio y lacio flotaba en el viento a sus espaldas. Corrían los cuatro en el jardín sin moverse de donde estaban, corrían y le sonreían y ella los miraba por la ventana de la cocina. De modo que terminó de lavar las dos tazas de té, se sacó el delantal, se arregló el pelo y se fue al living.
-He visto en el jardín a los cuatro jinetes del Apocalipsis- le dijo al marido.
-Mirá vos- dijo él sin levantar los ojos del diario.
-Qué estás leyendo- preguntó Aurelia.
-¿Hmmmm?
-Digo que les fueron dadas una corona y una espada y un denario y el poder.
-Ah, sí – dijo el marido.
Y después pasó una semana como suelen pasar todas las semanas, muy despacio al principio y muy rápidamente hacia el final, y el domingo a la mañana mientras ella preparaba café, vio por la ventana a los cuatro jinetes del Apocalipsis en el jardín pero cuando volvió al dormitorio no le dijo nada al marido.
La tercera vez que los vio, un miércoles, sola, por la tarde, estuvo mirándolos durante media hora y finalmente, como siempre había querido volar en un aerostato amarillo y colorado, como había soñado con ser cantante de ópera, amante de un emperador, copiloto de Ícaro, como le hubiera gustado escalar acantilados negros, reírse de Caribdis, recorrer las selvas en elefantes con gualdrapas púrpura, arrancar con las manos los diamantes ocultos en las minas, vivir bajo el agua, domesticar arañas, asaltar trenes en los túneles de los Alpes, arengar multitudes, incendiar palacios, abordar los puentes de todos los barcos del mundo, finalmente, como era tristemente estéril ser adulta y razonable y sana, finalmente ese miércoles sola por la tarde se puso el vestido largo que había usado en la última fiesta de fin de año de la empresa en la que su marido era subjefe de ventas, y salió al jardín. Los cuatro jinetes del Apocalipsis la llamaron y el muchacho de la Harley-Davidson le tendió la mano y la ayudó a subir al asiento de atrás y allá se fueron los cinco rugiendo en la tormenta y cantando.
Dos días después el marido se dejó convencer por la familia y los amigos e hizo la denuncia de la desaparición de su mujer.
-Moraleja- dijo el narrador-: la locura es una flor en llamas. O en otras palabras, es imposible inflamar las cenizas muertas, frías, viscosas, inútiles y pecaminosas de la sensatez.
(De Mala noche y parir hembra, 1983)
Angélica Gorodischer nació en Buenos Aires el 28 de julio de 1928, pero vive en Rosario desde su infancia.
Obras: Cuentos con soldados (1965), Opus dos (1968), Las pelucas (1969), Bajo las jubeas en flor (1973), Casta luna electrónica (1977), Trafalgar (1979), Mala noche y parir hembra (1983), Kalpa Imperial (1983), Floreros de alabastro, alfombras de Bokhara(1985), Jugo de mango (1988), Las repúblicas (1991), Fábula de la virgen y el bombero(1993), Técnicas de supervivencia (1994), La noche del inocente (1996), Cómo triunfar en la vida (1998), Menta (2000), Doquier (2002), Historia de mi madre (2003), Tumba de jaguares (2005), Querido amigo (2006), A la tarde, cuando llueve (2007), Tres colores(2008).

26 enero, 2008

Ángela Hernández - Buena Vista, Jarabacoa, República Dominicana, 1954-

Masticar una rosa
Mis ojos todavía eran verdes. En la boca, en vez de dientes, tenía ventanitas. La gente se lamentaba viéndome trabajar. “Tan pequeña, metida en una cocina, un día de estos se va a quemar”.
Pero yo era dichosa en la alquimia compleja de la ristra del ajo, los granos de habichuelas ablandándose, las mezclas olorosas de las naranjas agrias con los ajíes picantes, las transformaciones que sucedían a mis juegos.
En mis ojos, desollados por la humareda de palos tiernos que ardían en el fogón, había alegría. El lugar tenía brechas y ventanas, un mundo fresco, oliendo a peras maduras y bosque, entraba por ellas. El presente equivalía a lo que abarcaran mi corazón y mis miradas.
Cuando iba hacia el río, una batea de ropas sucias sobre mi cabeza, miradas conmiserativas seguían mi figura, tambaleándose dentro del cuadro de aire en el que disfrutaba haciendo equilibrios, sintiendo mi cuerpo capaz de ponerse en eje con el cielo y la tierra, y de unir a ambos con la corriente cándida de las venas.
El día me pertenecía. Durante horas, provocaba espumas, avivaba brazas con el aliento de mis pulmones vivía la intimidad de la ceniza y el agua. Lavar ropas era recurrir al agua, al fuego, a la destreza de las manos. Agua, fuego, manos… Las manos primero se arrugaban y crecían, después se me iban desprendiendo tiritas y las uñas se quedaban sin bordes.
Si yo callaba, todo lo demás soñaba. Huevos empollando, arritmia de yeguas musculosas, acunando en las mataduras de los lomos la avidez inescrupulosa de los insectos. Animales en el preludio del celo. Dominio de aves y humedades. Cosas que caen o se desorganizan, en tanto otras germinan, en movimiento incesante. De vez en cuando, un repentino susto. El ángel deslizándose por la pomarrosa de mi costado izquierdo. Es sordomudo, ya lo sé, pues ignora los saltos de mi corazón. Contempla la fotografía que trae en una mano y vuelve a encaramarse hasta la copa del árbol.
Bato palmas, chapaleo en el agua, silbo, más, como en otras ocasiones, me ignora. Superado el miedo, sólo quiero que el ángel note mi presencia.
Era yo la cuarta de las hermanas y la octava del grupo. Sin embargo, era la mujer que quedaba en la casa, después de mi madre. Las hembras se van primero, aprendí. No es menester que se enganchen a la guardia o consigan empleo. Se marchan con un hombre, a los conventos (las monjas siempre están activas, detectando niñas con vocación de encierro) o a casa de parientes, a fin de ayudar en lo quehaceres domésticos o reemplazar completamente a las mujeres de esos hogares en el trabajo. Basta un escalón por encima de nosotras para disponer de nuestra energía.
Noraima, la mayor y más amada de las hermanas, se fue con un hombre. Mi madre lloraba, nosotros corríamos de un lado a otro detrás de ella, sin entender qué había de tragedia en este acto de delirio; partir a prima noche, de manos de un joven de cabellos brillantes, hacia un lugar ignorado y con un destino ignorado, mientras los hermanos adultos recorrían el monte, armados de machetes, supuestamente dispuestos a ensangrentar el honor, ya que no era posible restituirlo.
Ah, Noraima, tan hermosa, daba éxtasis contemplarla. En las mañanas se levantaba con un espejito en la mano, y de pie, en la ventana, observaba su imagen sin pestañear. Luego, se empolvaba el rostro. Sorprendida aún por la vehemencia de sus propios ojos, llegaba a la cocina a atizar las brasas, sobre la que hervía el agua del café. Preparaba éste y a cada uno nos distribuía un poco con un trozo de pan o casabe. Le disgustaban los oficios domésticos, con razón se marchó. Debió cuidar a los hermanos menores, soportar las presiones de los mayores que ella (quienes se sentían responsables de protegerla, y al no saber cómo cumplir esta obligación, la exprimían igual que se hace con una naranja, exigiéndole cuidados y atenciones con sus ropas y comida, pretendiendo que aprendiera a ser mujer) y encima, sobrellevar los problemas de una belleza que se erigió demasiado pronto en su cuerpo adolescente.
El maestro de la escuela no quería salir de nuestra casa. Los domingos venía al pueblo un hombre gordo y risueño, trayendo cajas repletas de alimentos, que entregaba a nuestra madre, y golosinas para nosotros. Deseaba obsequiarle una casa amueblada a Noraima. No podía entender que ella rehusara este regalo. Nuestra madre no hallaba forma de echar al hombre. Decía que su hija no iba a ser amante de un rico, que una mujer que vende el culo vale menos que una gata en calor.
Los varones hormigueaban detrás de mi hermana. La perseguían con fervor de locos, creo que en verdad no se le acercó ni uno que estuviera en sus cabales. “Con los tornillos flojos en el caco”, decía mi madre, profundamente preocupada por el influjo de Noraima sobre tipos que al parecer buscaban en la honda y clara paz de sus ojos, la lucidez de que carecían. El rico, por ejemplo, se reía absurdamente, lo mismo en un velorio, que comiendo o relatando una desgracia familiar. De la hija fallecida, hablaba con una risa nerviosa. De sus negocios, con una risa tartamuda. De su esperanza en relación a Noraima, con una risa lúbrica. Su arrebato provocaba seriedad en nosotros.
Al maestro de la escuela nadie lo hubiera deseado para marido de un pariente. A cada rato, los padres, tímidos ante su autoridad, se veían obligados a querellarse por los hematomas que traían los hijos en nalgas y extremidades. Incluso a mí, hermana de Noraima, me apaleó porque le extravié un lapicero que me había prestado, precisamente por ser hermana de Noraima.
Noraima era el porvenir de la familia, y se fue sin más, con un guardia raso (que si hubiera sido oficial, por lo menos), dejando plantado al pretendiente aprobado por todos. Berto, se llamaba. Tenía los ojos de bello color azul, y muertos. Muertos los ojos, que mirarlos era como ver una página en blanco. Mi madre le colocaba dos sillas en la sala, sentándose cerca de ellos para vigilarlos. Inútil labor, Berto ni siquiera daba una mirada sospechosa, ni deslizaba la mano, no hacía nada de lo que yo esperaba. Decían que iba a heredar un colmado. Noraima no lo quería, y también por eso se fugó con el primo, guardia raso.
Nuestra madre sollozaba. No esperaron que entrara la noche para escaparse. Ni siquiera esperó a cumplir los catorce años. Y el pobre Berto… (Yo figuraba a mi hermana echando una carrera calle arriba –única calle-, lamentándose porque sus enamorados ya no nos traerían golosinas).
Algo mejor llegó de Noraima: un par de zapatos blancos para mí y sendos pares para mis otras hermanas. Tres pares de zapatos resplandecientes, con correítas y hebillas sobre el talón. Quise tirar enseguida las descoloridas zapatillas que poseían el don de nunca acabarse (venían de pie en pie, de hermana en hermana, sucediéndose su uso). Más, terrible suerte, los zapatos blancos no coincidían con mis pies, desproporcionadamente grandes. No logré ajustarlos, ni aceitándome la piel ni cubriéndome las plantas con espuma de jabón. Tampoco valió rellenar apretadamente el calzado con trapos, por varios días. “Son buenos, como no hemos visto antes, por eso no anchan”, sentenciaban a mi pesar.
Mi madre los vendió a la familia Marte. Y vi los zapatos luciéndose en los pies de la hija de mi misma edad. Le iban con su vestido organdí y sus cintas en la cabeza, le entonaban con su pulcra vestimenta. En la misa, echaba un ojo a sus pies y era como si descubriera algo mío, que no iba conmigo. Imaginaba que la mariposa que revoloteaba encima de mi cara, mientras fregaba los trastos, también iba a figurar cualquier día postrada en la falda vaporosa de la niña.
Cuanto de valor llegaba a la localidad, terminaba en la familia Marte. Como un imán que limpia el entorno de metales, alrededor de sus bienes, quedaba la limpia pobreza de los otros. Hasta las tierras nuestras se agregaron a las suyas, cuando nuestro padre gravemente enfermo, desquiciado por el médico más próximo, quien por dos años confundió una úlcera estomacal con un fallo de la próstata, debió vender la finca a bajo precio para irse a curar a la capital. El ulular de la ambulancia anunció su regreso, una semana después. Vino a agonizar a su casa, con una larga costura en el estómago, vacíos los bolsillos, fundida el alma, por el dolor que no le impidió cobrar conciencia de la orfandad en que nos dejaba.
Aprovechando un viaje al pueblo, mi madre me compró unos mocasines de goma, el ingreso por los zapatos blancos no había alcanzado para más. Negros y feos, me encantaron. Poca atención presté a las palabras conminatorias: “Pruébatelos bien. Mira si te aprietan. Si los ensucias, no los cambian en la tienda”. Me medí la pieza del pie derecho, y con el conocimiento que de rechazarlos estaría obligada a esperar que alguien fuera nuevamente al pueblo, lo cual podía tomarse considerable tiempo, exclamé presurosa: “me sirven, son cómodos”, generalicé. Todavía reiteró mi madre: “Yo los veo muy ajustados. Con esos vas este año para la escuela. Mejor que te queden anchos, para que no los vayas a dejar pronto”. Insistí en que me iban perfectos: “¿No ve usted lo bien que me quedan?”.
Luego, aterrorizada, comprobé la disparidad de mis pies. En el izquierdo, el calzado me aprisionaba hasta lo insoportable. Pero a nuestra madre, que trabajaba más horas de las que tenía el día para mantenernos vivos, no podía irle con el cuento de un pie más grande que el otro. Sufrí estoicamente el martirio.
Lo más vivo de la primera comunión fue que tuve que permanecer parada durante horas. La estrechez agotadora, en la que estaban metidas mis extremidades inferiores, me destrozó los talones. Rígidas protuberancias cuajaron en mis ingles. “Secas”, pronosticó luego mi madre, ensalmándolas para que no fueran a lisiarme. Tomé esta inflamación de los ganglios como una merecida penitencia por mis múltiples pecados, entre los que estaban “malos pensamientos”. Peor todavía, no saber discriminarlos, “malos pensamientos que no vengan”, y acudían prestos, porque cualquier cosa, como pensar en el cuerpo, era arriesgado. Trataba de no mirar jamás mi sexo, pues los ojos lo introducían al pensamiento: pecado. Igual que descubrir a mis hermanos cuando orinaban. Oír el chorro, mal pensamiento: enseguida imaginaba el pene dando lugar a la fuente. ¿Cómo no tener malos pensamientos? Dormíamos todos en una sola habitación. Alejar de la mente ciertas partes del cuerpo, así como lo que con ellas se hace. Pero en el esfuerzo de distanciarlas, las pensaba. El pensamiento era como una tira elástica. La extendía al máximo, cuando la soltaba, golpeaba mi mano. La inevitabilidad del pecado, todos somos pecadores, confesarse antes de comulgar. Manera de limpiarse, para volver a mancharse. En la infinidad de seres sólo ha existido uno sin pecado, la Virgen María. Yo, siempre con los mismos pecados: tuve malos pensamientos, falté el respeto a los mayores, tuve malas intenciones, fui soberbia. El repertorio conocido de las faltas. Pero, como todo mortal, vivía en defecto, merced a la desobediencia de unos ascendientes tan lejanos, que resultaban inimaginables en su pureza inicial.
De seguro, me sentía más corrupta que Nerón. La penitencia de los mocasines constituía una prueba de mí desde de pureza. La merecía, sobre todo, porque incluso haciendo el esfuerzo más grande, no lograba mantenerme despierta durante el rezo del rosario. La monotonía de las Avemarías atontaba mis ojos. Los labios continuaban respondiendo cuando ya hacía rato que dormía.
Los ángeles iban descalzos. Lo había comprobado con el ángel sordomudo del río. Pero él no me hacía caso, aunque me colocara debajo de las platas de sus pies. Andar con los pies libres debía ser el premio a su pureza. No tocaban el suelo, por eso podían ir con los pies desnudos. A nosotros, en cambio, se no entraban huevos de lombrices, o de las terribles sietecueros, plasta de culebrillas coloradas, exageradamente vivas para devorar un vientre. Los ángeles no cogían parásitos. Era la razón de que me fascinaran.
Si fácil resulta aguantar por vía mística el pavor de mis pies aprisionados, no sucedía lo mismo en el ámbito de la escuela. Temprano, ponía los mocasines en agua tibia enjabonada. A las dos de la tarde, me los ajustaba y emprendía la carrera hasta el plantel. Enseguida, me los desprendía, ocultándolos detrás del muro en que se apoyaba la pizarra. Ir descalza durante el recreo, pisar el suelo fresco del aula, eran circunstancias deliciosas que concluían abruptamente a la hora de la salida. Mis pies, expandidos en la libertad, debían regresar a los zapatos.
Armada de valor, después de seis meses de oscura mortificación y con llagas en las puntas de los dedos y en los contornos de los pies, le solicité gravemente a mi madre que les cortara la parte trasera, a fin de convertirlos en chancletas. Argumente sobre el crecimiento de mis pies y el calor, tanto sudaban que estuve al desmayarme en varias oportunidades.
Me decidió la visita cursada por el Director Regional de Educación a nuestra escuela. Durante ella, no pude librarme de los zapatos. El maestro, para colmo me ordenó recitarle el poema de los padres de la patria. Me lo había enseñado mi hermano Paúl, y yo lo modificaba introduciéndole oraciones musicales.
Mi palidez y mi sudor debieron impresionar al huésped. Pidió al maestro me permitiera sentarme, pero éste quería ostentar logros e insistía: “Esta niña es muy despierta. Usted verá qué memoria tiene. Vamos, Cristina, recítale la poesía”. Desfallecía. Hube de agradecer la generosidad del caballero ante mi lividez: “Déjale sentarse. Otro día recita. Hoy quizás no haya comido”. (Si mi madre hubiera oído esto lo hubiera considerado un insulto).
Después vi que no sólo los ángeles estaban descalzos, sino también los muertos. “Esta niña es dura de corazón, comentaron cuando trajeron el cadáver de mi hermano mayor. Unas gentes lloraban por las circunstancias en que murió. Les daba rabia que fuera él precisamente el único guardia que mataron los guerrilleros, antes de que los guardias mataran a todos los guerrilleros. Simpatizaban con los muertos, igual con mi hermano que con los guerrilleros. Las mujeres adultas sufrían ataques y caían al suelo. Mi madre está vuelta lágrimas, rememorando en voz alta pormenores de la crianza del hijo, desde el embarazo hasta que se enganchó a militar. Desde ese momento nunca dejó de enviar diez pesos mensuales, en base a los cuales podríamos tener crédito en el colmado de los Marte.
Yo adoraba a mi hermano. Y no recordaba especialmente cuando me levantó del suelo para explicarme por qué la imagen de Jesús tenía el corazón afuera. Sin embargo, no podía llorar de pena como los otros, porque mi hermano al fin se había quitado las gruesas botas e iba descalzo como los ángeles. Algún día lo vería bajar y subir por la pomarrosa, contemplando mi retrato en la palma de su mano. Él no me haría caso, pero igual estaría allí, sin tener que pelear con nadie.

Extraído del libro ¨Subidos de tono¨. Cuentos de amor. Coedición latinoamericana.

¨Masticar una rosa entrelaza el halo de la posía a la visión de la infancia; reencontrando en ese cruce la inocencia; eje fervorosamente nostálgico desde el cual se abren reminiscencias de dolor y alegría, de pertenencia y alienación (...) el júbilo del juego, del río, de unos ángeles descalzos contrasta con modos represivos, anacronismos y la dureza de lo institucional(...)¨ -El cuento hispanoamericano del siglo XX, por Fernando Burgos.pág.472-

Ángela Hernández nació en Jarabacoa, la ciudad de la eterna primavera. Es poeta, narradora, ensayista y artista visual. Es una creadora prolífica que ha publicado cuentos, novelas, poemas y ensayos, por los que ha sido premiada en diversos certámenes importantes.

Otra faceta que Ángela trabaja con intensidad es la fotografía e incluso recientemente tuvo una exposición en Casa de Italia, junto al artista italiano Atilio Aleotti, en la que mostró sus mejores obras.

Ángela, esta mujer emprendedora y humana, que no le teme a los cactus y sabe muy bien cómo masticar una rosa, es una gran artista dominicana que se ha ganado el respeto, la admiración y el cariño de todos.

Su obra comienza a darse a conocer en 1985.
Poesía: Desafío (1985), Tizne y Cristal (1987); Edades de asombro (1990); Arca espejada (1994); Telar de rebeldía (1998)
Cuentos: Las mariposas no le temen a los cactus (1985); Masticar una rosa (1993); Alótropos.
Ensayos: Emergencia del silencio (1985); La mujer Dominicana en la educación formal. De críticos y creadoras.(1987); Libertad, creación e identidad.
Antologías: sus textos han sido recogidos en numerosas antologías El cuento hispanoamericano en el siglo XX, Fernando Burgos, 1997; Out of the Mirrored Garden, Delia Poey, 1996; Antología del cuento Dominicano, Diógenes Céspedes, 1996; Remarking a Los Harmony, Margerite Fernández, 1995; Pleasure in the Word, Erotic Writing by Latin American Women, Margerite Fernández, 1993; Antología de cuentos escritos por mujeres dominicanas, Daisy Cocco de Filippis, 1992, entre otras.

20 diciembre, 2007

Susana Cella(Argentina)



Presagio


- I -
El más hiriente presagio de todas sus numerosas desgracias posteriores fue cuando, en la cuna, a los cuatro meses, el padre le puso algo parecido a una medallita con una cinta oscura de cuero trenzado, demasiado grande y tosca para un bebé de ropita blancuzca y poco o nada de cuello. Lo que de ahí en más pasara sería no otra cosa que andar a los tumbos en busca de lo que, sin querer y fuera de toda conciencia o posibilidad de infancia, se pierde y cuyo reencuentro tal vez nunca pueda producirse quebrada definitivamente la inicial cercanía, como si una calamidad inaugural estuviera anunciando sin cesar otras ahí, al acecho.
¿Quién lo puede negar, con todo lo que pasó en tan poco tiempo? La cuna se convirtió como de milagro en celda, sin puerta de metal y ni barrotes, había dicho el padre, sin la ventana cuadrada, sin una mayólica del techo por la que se podía entender que había llegado la mañana doce horas después de la desventurada noche en que los policías nos arrasaron igual que hordas de piratas y metieron en los calabozos individuales a cuanta persona les cayó en las manos y sobre las que ellos mismos nos cayeron, golpeando a bastonazos cuando se les daba, o simplemente palpando el pecho para saber si veníamos corriendo y al doblar la esquina fingíamos ir al paso, haciéndonos los distraídos. En las celdas esas vimos amanecido el día en un cuadrado del techo, hace cinco años, y ahora vos ni ese cuadrado vas a tener, celda es tu cuna, peladito, decía el padre y tu celda adentro de otra, doble encierro, por tu bien. Lo miró, lo metió en un placard, y después de darle un beso, tocarle lo que se parecía a una medalla o talismán y taparlo con un colchón, cerró la puerta.
Esta otra noche entraron apenas estuvo el bebé con su medalla recluido, y el padre, con los demás, tratando contra toda esperanza, de no caer, igual que aquella noche anterior por la avenida, en las manos temibles del enemigo que no les dejó ver ahora las cuatro paredes, la mayólica o una ventana enrejada, con todo, por bien o por mal, con todo, mejores que el puro hueco donde solo se quedó sin más que adioses alaridos que el ruido mayor de tiros y explosiones tapaba. Oyendo sin saber siquiera que oía, ahí adentro. Y un rato largo, hasta que vaciada la cuna, la medalla cuyo cordón se había desatado, se deslizó escondida y nadie vio que se iba al piso, oscura, indiscernible, igual que los ojos del bebé envuelto en una manta impiadosa cuyo olor no era más que la mezcla indecisa de todos los que pudieron, ahí, en esa noche, haberse combinado, sin que faltara, desmayado y casi inerte, el que las manos ahora embolsadas junto con todo el resto de carne perforada, habían dejado, igual que aliento último y tibio, ni más ni menos que por donde pudieron. Sin olor ni calor, el chico solamente más lloraba y llorando fue que lo sacaron un rato después al frío de la noche. Lo llevaba el hombre en un auto lustrado, movido de este a oeste, como el sol que a esa hora ni por casualidad iba a estar brillando no porque fuera ya la noche plena y cerrada sino porque sin amanecida aún, no se había levantado en el cercano horizonte de edificios descoyuntados y paralelos.
La señora que habría de darle de comer al chico, vestirlo, cuidarlo y decirle para siempre que era su mamá, esperaba con los mismos nervios que una parturienta pero sin ningún remolino en la sangre, ningún dolor, ninguna luminosa expectativa o el temor insoslayable de que, pese a no importa cuántas precauciones se hubieran tomado, cuántos análisis o estudios se hubieran hecho y cuánto el médico hubiera asegurado, a último momento algún problema apareciera. Llegaba finalmente su hijo, el tan querido y deseado bebé, este que nunca sabría que hasta los cuatro meses había estado en otra casa, con otra gente, ni tampoco, cosa que ella ignoraba, muy poco antes de que se cayera, con una medalla efímera sobre el pechito subiendo y bajando mientras miraba sin ver el techo plano de la pieza ocre y, hasta unos segundos antes de que llegaran ellos, tranquilo, en la inminente calma que anuncia un temporal, catástrofe o terremoto.
El bebé nunca recordaría. ¿Y si recordara? ¿Y si la mala semilla diera, a su tiempo, cuando la plantita está creciendo, el fruto podrido que según la ley de la herencia, no se podría jamás evitar, por ley que era? Como si un pálpito le hiciera saber con toda certeza que estaba a punto de arruinarse la existencia cargando con ese chico inmundo, que al fin y al cabo bien podía salir un sinvergüenza de genes malditos, esperó al marido en la misma puerta de calle y antes de que apagara el motor le dijo que ni se le ocurriera entrar al monstruo ése, que ella misma se buscaría por otro lado una persona de confianza capaz de conseguirle un bebé que no le mantuviera día por día, y tenía que pensar en años sumados por delante, la angustia de que se le alzara y le tirara fuego líquido en la cara, aceite hirviendo o que, ni más ni menos, apuñalara juntamente a ella y a su marido, lo que, alguna vez o muchas, también hijos de la sangre y legítimos, pero iguales alimañas, habían hecho, por lo tanto, qué no haría este malnacido y peor criado. Que ella sola, que ella, le repetía nomás para ver si entraba de una vez en razón y le entendía la suya y más rápido se iba con el monstruo, y que mejor si él también junto con ella cosa mejor trataban de hacer, él también, de querer ayudarla y a sí mismo defenderse, tan claro todo. Para ella.
No fue poca cosa lo que le contestó el marido, y por más acostumbrada que estuviera a los insultos y menosprecios desde el día de la operación cuando quedó vacía como vejiga de vaca muerta, no pudo evitar asustarse y pensar que no iba a ser el engendro ese que apenas si podía moverse, sino el marido el que, además de pegarle un empujón que la metió en el zaguán, darle un par de patadas y reputearla hasta transpirar, fuera cualquiera de uno de los días futuros, a acuchillarla. Media mujer apenas, le había dicho él nomás operada, todavía sin cerrar la herida, menos que media, le gritó, después de que le sacaron los puntos, y se fue a buscar una puta, un día, otro, hasta que se cansó y de vuelta como si nada hubiera pasado le pidió perdón y no había otra cosa que hacer, y nadie tenía por qué enterarse del hueco que por adentro le había quedado, seguían casados, ni te quiero ni me querés, quién de los dos se lo dijo a quién, nunca supieron o fue al mismo tiempo, pero la vida hecha estaba, y ahí, precisamente había acuerdo, sin más que hacer hay que seguir, respirar hondo, paciencia y barajar, como decía el Martín Fierro. Del arrepentimiento y el arreglo ninguna de las mujeres opinó mucho, cosa del juego, le pareció a una prima, sano, le agregó la tía y entonces, ahora, sin que nadie más quisiera comentar nada, entonces como antes, la casa va a ser, de nuevo, así dijo la cuñada maestra jardinera, un rinconcito de alegría y paz. Ni de nuevo ni de viejo, la casa fue lo que siempre había sido, un puro aburrimiento de a dos, con la tele, la comida y las noches apartadas, los domingos y la familia diciendo para cuándo hasta el día en que él rompió, una noche de Navidad tenía que ser ocasión tan propicia y poco original, una botella de sidra, la estrelló contra la mesa y se quedó con el pico en la mano. “Esta no puede”, vociferó a los atorados parientes cercanos y lejanos, para que se enteraran como si fuera un acontecimiento público, junto con los vecinos que callados por respeto no siguieron con los cohetes sino hasta unos diez minutos más tarde. Los consejos fueron goteando primero de a cuentagotas, después en catarata y eso de adoptar a un chico a todos les pareció una buena idea, así lo fueron insinuando, casi, sin exagerar, aunque separadamente y en momentos distintos, como voces todas de un coro que se desperdiga de a ratos y de repente, reunido, las suelta todas aunque, quizá no puedan llegar a peseguirse el tono, la entrada a tiempo, pero coro siga siendo, aun de voces arrimadas. De ahí fue que empezó la cosa de buscar sin líos de trámites, esperas largas y todo lo que ella había estado averiguando que había que hacer. Y ahora, justamente ahora, que él le viene a traer lo que esperaba, esto. Y decía esto, mirando al chico, como si el esto no fuera la mujer gritando sino el envuelto lloroso. Está más loca que una cabra fue lo primero que se le ocurrió pensar al marido, confuso por el pálpito y los genes malditos, desquitado a medias con el empujón. Le siguió dando vuelta a la cosa mientras el chico en el asiento del auto se había puesto a llorar no como un bebé de cuatro meses sino como un chancho al que están matando de a poco. Trató de hacerlo callar como Dios le dio a entender, aunque tenía ganas de taparle la boca con lo que fuera que lo ahogara para que no siguiera el grito, que por fuerte y molesto lo llevó a pensar o darse cuenta de que la loca y para más estéril podía, fuera de casualidad o porque alguna chispa de luz puede brillar aunque sea un segundo en la mente más inepta, dadas las circunstancias, tener razón.
Cómo no calculé yo, iba reprochándose con el yo retumbando en el auto, con el chico en letargo, el llanto convertido en una queja similar a un timbre mal ajustado, continuada y sin variaciones, cómo yo, cómo a mí no se me ocurrió, será idiota esta, pero puede tener un poco de intuición, al final las mujeres son las que saben de estas cosas, el instinto maternal, aunque esta no tenga ni medio ovario. Le prestó atención al timbre asordinado, casi no sonaba, mejor si muerto que vivo se le cruzó por la mente e iba empezando a figurarse qué pasaría y de repente se topa con una vieja cruzando la calle con el semáforo rojo, fue más rápido esquivarla que mandarle una tirada de maldiciones y ahí se le empezó a ocurrir que lo de la maldición podía tener su efecto, de espanto nomás paró el coche, sacó al chico y lo puso en una esquina al lado de un árbol. Abandonarlo en cualquier parte había sido el primer pensamiento que tuvo después de que la loca le rechazó el regalito, no era cosa, después de tanto haber pedido que si algún chico sobraba se lo dieran, tener que ir, como de arrepentido o dudoso, a dar explicaciones, y después llevarlo vaya a saber a qué lugar con las consecuencias encima, pero mucho menos seguir cargando con eso que, de no haber sido por los fantasmas de ella, tal vez alguna vez, cuando creciera un poco y dejara de ser ese bulto de ropa y cabeza pelada, habría tratado con algún cariño, le habría comprado juguetes o lápices, y hasta, capaz, le habría dado orgullo llevarlo a la plaza o a la escuela y que le dijera, papá.
Muchas ganas nunca había tenido igualmente, ni más ni menos bien pensado, lo que se diera nomás, el mujerío tuvo la culpa siempre, le llenaron la cabeza primero a ella, después a él y no pudo con la avalancha compacta de la madre, la suegra, las tías, cuñadas y primas. ¿Qué iba a pasar ahora? Nada de nada, todavía estaban tratando de encontrar uno, buscaban y suficiente, qué otra cosa faltaba decirles, los hombres serían más respetuosos y poco le dirían, mejor tener paciencia y esperar que arrebatarse, hay que pisar sobre seguro y todo eso. Y así era, porque ellos tenían sus propios críos y los sabían llevar bien. Por los demás, tampoco era problema, se había muerto en el camino, lo tiró por ahí. A esa hora podía haberlo visto alguien de haber tenido que madrugar, y si alguien había madrugado y si de casualidad miró por alguna hendija, seguramente no iría a hacer la denuncia, no fuera cosa de que le achacaran el bulto y en vez de denunciador quedara de preso, o sea que tampoco por ahí era problema, sino que de seguro esperaría cualquiera a que llegara el día y ese con otros, todos, juntos, sin que un comedido fuera a arriesgarse solo, iban a descubrir el bulto endurecido de frío, el inocente bajo la helada. Así que todo en orden y calma, porque a nadie, salvo que estuviera fuera de su sano juicio, se le iba a dar por hablar una sola palabra demás, todos los días pasaban cosas parecidas y ninguno, más que comentar qué desgracia y qué tragedia, nada iba a decir ni hacer. Nadie veía nada ni oía, en todos lados era así, no había por qué pensar que de otro modo justo ahora fuera, nunca problemas tuvo y por qué ahora tendría. No se podía entrar otra vez en la misma vuelta torcida, atrás todo eso, y como antes, otro tranco. Y subido de nuevo al auto, se dio cuenta de que olía a limpio, perfumado como si le hubiera tirado desodorante, no faltó más para que se convenciera, era el maldito el que le había hecho acelerar el auto, no ver a la vieja, estar a un paso de empeorar lo que ya malo venía. Culpa del satanás ese, que de seguro, antes de que él llegara a la casa a decirle a ella sin mucho elogio ni importancia, que le parecía que había tenido razón, se habría terminado de morir solito en una esquina.


Este bebé debería tener un amuleto, pensó la chica que lo encontró al rato, alguna cosa para protegerlo, una medallita, un cintita colgada al cuello o en la muñequita, aunque sea el nombre, el nombre para protegerle la vida. No había mirado por la ventana ni la mirilla, salió nada más temprano, igual que todos los días, para llegar sin apurones y mucho menos tarde, a la escuela donde había empezado a trabajar, apenas recibida, un año y seis meses atrás. La imagen de un talismán o medallita de buena suerte no le vino enseguida, fue como el desenlace de lo que había empezado por ser una confusión porque primero, por el gemido, creyó que ahí, tirado había un gatito recién nacido como el que había encontrado más o menos un año antes en la puerta de la casa, y ese gatito lloraba como un chico, ahí se había asustado mucho, pero después se le pasó y lo llevó a la escuela donde deliberaron las maestras con la directora y no les pareció mal tener un gato en la cocina por si alguna rata de repente llegaba por ahí, ya había pasado una vez y además del pánico de las que se habían subido a las mesas o sillas, tuvieron que hacer limpieza general, llamar al Distrito Escolar, denunciar el hecho y comprar tramperas porque poner veneno era más peligroso que una rata, en una cocina con bolsas por el suelo, comida en la mesada y chicos que entraban a ayudar en los almuerzos y meriendas, hasta que después de un año y medio y dieciocho cartas, llegó una inspección y dos meses más tarde, con mameluco de color ocre, zapatillas de color negro que con el tiempo y para mejor hacerle juego al oficio, se le estaban destiñiendo, y cara marrón, el matarratas, un hombre petiso, con dientes salidos y orejas puntiagudas, por la costumbre de la compañía sería, que puso en los rincones y en las ventanas unos potecitos de semillas que según él, las ratas iban a comerse o acumular en sus escondites sin que él supiera, y en realidad tampoco las probables ratas, dónde podrían hacerse, porque la cocina era más bien pelada de moblaje y apenas si había una estantería gris de chapas sin puertas y con todos los tarros y paquetes a la vista y una mesada hecha de mosaico apoyada en dos pilares de cemento debajo de la que no había nada más que el tacho de basura, la botella de detergente y los límites bien definidos de la pared. La cuestión fue que los potes de la cocina quedaron llenos de esas semillas venenosas y los de las ventanas vaciados por los pajaritos, varios de los cuales aparecieron muertos en el patio en el mismo tiempo que se terminaron las semillas. Ratas no aparecieron después, debería andar perdida esa única muerta con escoba y el veneno en aerosol para cucarachas que le vaciaron de una en el hocico cuando se metió en el exclusivo rincón que quedaba tapado, atrás de la cocina. El gato servía también para que los chicos jugaran sus juegos lo que hizo que el bicho se pasara todas las horas de clase arriba del techo de la cocina muerto de miedo después de la vez que, entre varios de los más grandes y valientes, lo pintaron con témpera, le pegaron papelitos y le hicieron unas pestañas postizas que le dejaron los ojos pegoteados y quedó así ciego hasta que una de las ayudantes de la cocina le lavó la cara y de paso, bañó en un balde, lo que al gato le dio motivo para no sólo escaparse de los chicos sino también de los grandes.


Esta vez en cambio fue al revés que con el gatito, no pasó del susto a la tranquilidad, sino de la leve intranquilidad al estremecimiento. Medio morado y ahogándose el bebé buscaba menos comida que aire. Tranquila no estaba ahora, se le anegó la cabeza como si se le hubiera derretido el cerebro y sintió que le subía el ahogo también a ella que, con el chico, pecho con pecho, aspiraban a los saltos, borbotones de viento de madrugada. Un chico, un chico, un chico le repercutía y el derretido cerebro al paso se iba endureciendo de a poco con la falta de aire y los golpes de respiración. Quién fue la bestia, qué madre puede hacer esto, y cosas así se le agregaron a las primeras palabras repetidas cuando ya llegaba a la casa cerrada y oscura donde la madre y el padre dormían un rato más y no muy largo porque abrían el almacén a las ocho cuando empezaban a caer por ahí las mujeres más viejas y los proveedores a cubrir, por esa parte, la zona.
¿Qué iban a decir? ¿Y después qué iban a hacer? No tuvo mejor ocurrencia que inventar un sobrinito, un hermanito no podía ser, si lo llevaban a la policía se los iban a quitar y a poner en un orfanato donde los chicos sufren porque los maltratan las celadoras y los directores, no les dan de comer, les pegan, los hacen trabajar, y hasta entre ellos mismos se destrozan, a golpes que van y vienen igual que ellos por los baños blancos con cemento frío y agujeros oscuros en una canaleta. Se acordaba tan claro, en el libro, y tanto más, en las películas por viejas no menos verdaderas. ¿Y cómo habría aparecido el sobrinito? Llegó por arte de magia a la madrugada hasta la casa, solito, de quién era hijo. De alguna hija de puta fue lo primero que pensó pero no era esa la respuesta para dar a los conocidos. Ni se le pasó por la cabeza que su padre y su madre dejaran al chico tirado, de haber sido así se habría equivocado toda la vida con ellos, los quería a los dos sin excesivo amor ni algo que se pareciera a la ternura, jamás dada ni recibida, ellos siempre estaban cada cual en su mundo, pero la querían y ella a ellos también, eran los padres, ella la hija, qué otra cosa, qué otra cosa, esto, una madre desnaturalizada que tira al que hasta no hace mucho tuvo adentro, alimentó con su propia sangre, parió con dolor o con cesárea, ahí se diferenciaba la gente, por callados y serios que fueran, sus padres no eran así, como la que a este chico había tirado, no eran criminales, eran nada más los que cuidaban de que nada faltara en la casa y de que estuvieran tranquilos, ahora no iban a estar muy tranquilos, entre los tres tenían que arreglar el problema, entre los tres por más que ella había sentido, en el mismo instante en que se dio cuenta de que no era un gato llorón, cuando vio la cabecita morada, que el bebé era de ella, que nadie la iba a separar de ese muñeco tembloroso dormido ahora contra su pecho menos convulsionado, como si fuera eco del otro.
La que sí había mirado por entre las celosías había sido la madre, un ruido, un auto la despertó, afuera pasaba algo, entre lo oscuro y el aire de gas blanco, no mucho se podía ver con las demacradas luces de la calle disminuyendo al mismo tiempo que iba haciéndose de día. Y no esperó a que golpeara, le abrió la puerta a la hija, que no le dijo más de lo que la cara que tenía podía decirle ni la madre le contestó, nada más agarró al bebé, empezó a pasearlo un poco y seguramente, se dio cuenta la hija, estaba pensando más o menos las mismas cosas en que ella unos minutos antes se enredaba sin ver fácil para llegar a encontrarle la salida al problema. Y no todo era inventar la llegada, el parentesco o cómo se les diera, porque más que todo eso, la urgencia se venía encima, lo más necesario ahora mismo, aire y alimento, si no ni falta que haría inventarle una historia a un angelito. No había en la casa nada para atenderlo y no tenía buena cara la criatura. Si se nos muere acá, no sé qué hacemos fue lo que al final le salió de repente a la madre, vamos a buscar a Sara, si es que está, y estaba, era el día de franco en el hospital. Podían hasta pedirle que les dijera qué hacer, una enfermera sabe muchas cosas porque ve demasiado todos los días y no le da por asustarse o tener asco a lo que sea que se aparezca de tajo, fractura expuesta, órganos a la vista, fluidos corporales, como les dicen, y no fluidos también, el dolor del que yace y de los que velan junto a la cama y el de los que ni tienen quién esté al lado cuando necesitan siquiera un poco de agua o una mano que les agarre la suya, la falta de remedios y frazadas sucias, todo estaba ahí siempre en el hospital, donde tal vez, el consuelo podía ser el lugar destinado a los nacimientos siempre que los nacimientos fueran sencillos y naturales, y no apareciera un chico estrangulado, una madre desgarrada o un deforme bicharraco saliendo de entre las piernas ensangrentadas.
Abrió la puerta enseguida, igual, ya de costumbre, se levantaba temprano y hacía lo que tenía pendiente en la casa. Las dejó entrar con chico disimulado y todo, empezó a buscar lo que por ahí tenía siempre para ser enfermera también del barrio, y al rato se le había ido el morado al chico, tomaba una mamadera y seguía respirando rápido pero regular, al compás. Y ahora se iba durmiendo, calmado, junto con ellas que ya empezaban a querer también tomar algo como si buscaran un alivio al susto o casi festejar por la recién llegada aunque poco estable tranquilidad y empezaban a pensar qué hacer con esa criatura abandonada. Que ni se les ocurriera ir a hacer la denuncia fue lo primero que les dijo Sara, había visto mucho y también, en esos últimos tiempos, puertas que de golpe se cerraban, y adentro, tiradas y como desvanecidas mujeres, bebés recién nacidos llorando, enfermeras que los atendían y hombres que vigilaban. Y apenas poquito después, de repente, como si nunca ninguno de todos ellos hubiera pasado por ahí, nada de nada. Y nadie preguntaba ni comentaba, menos que menos a una que hasta no hace mucho era una más de las compañeras de trabajo y se había vuelto de golpe un silencio vestido de blanco mirando de soslayo y con prepotencia. Sara iba a averiguar, por el momento lo mejor era que nadie lo viera, lo tenían que tener escondido, que no se escuchara tampoco, y que le fueran a comprar lo que hacía falta en otro barrio. La chica se dio cuenta en ese mismo momento cuando pensó que ella podía ir a una farmacia por donde trabajaba, de que se le había hecho más que tarde y qué iba a decir, mejor llamar por teléfono, avisar que la madre estaba descompuesta y que tenía que llevarla al médico. Después de todo, como no le gustaba inventar esas excusas por miedo a que la mentira se hiciera verdad, en realidad la madre no parecía estar muy bien, como si le hubiera caído, sin buscarlo ni esperarlo, un peso grande encima, un peso que, al mismo tiempo, no quería sacudirse y al que se iba, lentamente, sin pensarlo pero con un sentimiento que tal vez le despertaba algún recodo dormido de adentro del pasado de su propio cuerpo, agarrando, transformado así el mismo peso en otra cosa menos parecida a un escollo que a una, como le dicen, tabla de salvación, si no era mucho exagerar lo que a la chica le iba pareciendo, a lo mejor idea suya para que la excusa que dio en la escuela no fuera, completamente, una mentira. Y también, mirando a la madre condescender quería hacerse de valor ella misma, con la madre ayudándola para lo que de ahora en más había que hacer, o porque eso del aferrarse, que le achacó a la madre, había sido lo que primero hizo ella con el chico sintiendo desde el mismo momento que se le convertía en algo irrenunciable.
Las cosas se iban a comprar al otro día, no ese aunque cualquiera de las dos podría haber salido, y con una o dos vueltas de colectivo, llegado hasta cualquier negocio similar y no tan lejos donde alguno les vendiera contento las cosas que hacían falta, como si una abuela o una tía fueran. Ese día no, las dos tenían que armar una coraza de silencios en la casa, y no menos importante tenían que contarle todo al hombre que ya se había levantado, afeitado, tomado mates, comido bizcochos y estaba, con los mismos actos de todos los días, abriendo el almacén al que se acercaba por la esquina el vecino que menos que comprar, iba a charlar un rato con el diario en la mano para hablar de lo que pasaba en el país y en todas partes sin nada más que quejarse y soltar por sobre toda opinión política, social o la que fuera, un mire usted, mire, repetidos, cuando el otro poco quería mirar más que el orden de la mercadería, las boletas, y la caja.
Se lo quedan encerrado en la casa, uno, dos, tres días, Sara no tiene respuestas concluyentes y la chica sale al trabajo igual que si nada hubiera pasado, al día siguiente, al otro, y vuelve exactamente de la misma manera. A veces el invierno ayuda, y más ese invierno de angustia y frío, con llovizna persistente que hacía quedar a todos adentro, o meterse en la casa para no salir más, así decía una de las vecinas después de pasar por el almacén con los chicos vueltos de la escuela, llevarse las cosas para la cena y arrearlos a todos adentro, decile, decía, a la señora, ahora me meto adentro y no salgo más. Más no salía, en verdad, por ese solo día, por esa noche abrigada que tenían. Y al otro día igual, y todos. No salir más sería para este bebé mucho más que la frasecita repetida, no salir más era que estaba ahí adentro donde nada había quedado igual. No salir más era, para el que le había puesto la medallita ahora tirada vaya a saber dónde, un pozo lejos o un río, no salir más era para los que ahí también habían estado, velar a la otra, la que su cadenita tuviera, la que en el pechito quisiera el padre poner, para velar, con eso, al final y ya nada más, a la muerta por la calle, en un encuentro no casual, una vez, última, con el veneno de una embocada, con la trampa cazadora.
Nada ahora siquiera parecido a todos los días anteriores de la pareja rutina, lo que había cambiado lo notaban los tres, padre, madre e hija, la pieza de ella, sobre todo, ahora con las mamaderas, las latas de leche, los pañales secados en la estufa, el jabón y la colonia de bebé, las horas convertidas en intervalos fijos para alimentar al chico, cambiarlo, bañarlo, dormirlo, y poner, en el comedor, alguna música o televisión que pudiera tapar el ruido del llanto, calmado, tan rápido como aparecía, con agua azucarada, chupete, canciones casi susurradas y brazos que dejaban de lado fuera lo que fuera que estuvieran haciendo para acunarlo.
No tiene un nombre, lo dijo, para menos sorpresa que alegría, el padre. Cuando lo entraron y le contaron se quedó callado, sin comentarios ni cara que dejara suponer sentimiento alguno, ni a favor ni en contra, más bien pareció como si le comunicaran que algún temporal o trastorno de la naturaleza menos catastrófico que leve, les hubiera, por ejemplo, arruinado las plantas, o que algún inspector estuviera por llegar al negocio o que hubiera aumentado el precio de la leche o cualquier otra cosa así. Resignado, en definitiva, a lo que llega y vuelve igual que las estaciones, no celebró ni se opuso a que el chico se quedara, tampoco a lo del escondite hasta ver qué se hacía. Su modo tácito seguía siendo igual, y esta vez, por excepción, para la madre y la hija fue más alivio que la siempre oculta desdicha por ambas soportada. No tiene un nombre ni sabemos cuál tenía, así nada más dijo el hombre, por lo menos hasta que algo se pueda hacer tenemos que ponerle siquiera un apodo, no se puede tener en la casa a un desconocido. Le salió de golpe a la chica, mirándole la cabeza pelada, reviviendo en blanco y negro los dibujos animados, su misma infancia y hasta imaginándose los tiempos de haber estado ella en esa misma una cuna de la cual como de aquellos primeros tiempos, no tenía recuerdo alguno, de repente rescatada y vuelta a la vida para el chico, Cocoliso. Después de todo Popeye no era el padre del Cocoliso, se suponía que Olivia era la madre, pero de dónde lo había sacado, quién era el marido, ella no había visto nada de eso en los dibujos, el Cocoliso se le había aparecido de repente, igual que este bebé ahora, era el nombre justo para otro que llegaba de la misma manera como algo que le gustaba y quería.
Sara fue a la casa tres días después, bastante temprano de vuelta del hospital. No era igual que antes, todo. Ya se había ido a trabajar la chica, pero la madre no se quedaba hasta más tarde durmiendo o levantándose sin apuro. Estaba atendiendo al Cocoliso. Sara le dijo que se podía arreglar, iban a hacer como que lo traían del hospital, no podían simular que era un recién nacido que alguna madre por desgano, rechazo o desesperación hubiese querido dar a cualquiera que se lo cuidara mientras ella se perdía por el mundo de nuevo, habría sido como el primer día, iguales riesgos y toda la probabilidad de perderlo. En realidad Sara se había portado más que bien y sería por todo eso que ella podía asimilar de tanto ver cosas y cosas terribles. La enfermera de la cara torva nunca había sido fácil de palabra y menos quería serlo así como andaba ahora, pero Sara supo buscarle la conversación y preguntarle de a poco, envolviendo una palabra con otra, y de repente, como si un pinchazo en alguna parte del cuerpo o del alma la huraña hubiera sentido, la miró, esperó dos o tres segundos antes de hablar, tragó saliva, entrecerró los ojos, los abrió y le dijo que se lo iba a arreglar, y se lo arregló, el chico en el hospital para hacerle papeles, nada más traelo. Tenían miedo las tres, no tanto por tener que sacarlo temprano y metido en un bolso rogando que no llorara y siguiera dormido bien abrigado, sino porque a la enfermera se le hubiera pasado el dolor del pinchazo y apenas llegado el chico se los quitara y hasta las acusara de andar robando bebés. La chica no podía faltar a cada rato al trabajo, tampoco quería, ni dejar a Sara y a la madre solas, ni volver a mentir, pero sobre todo lo que menos quería era estar ausente en el momento en que, si no pasaba ninguna desgracia, se lo entregaran a ella, porque fueran como fueran los trámites, el chico era para ella, aunque todos lo creyeran su hermanito menor adoptado o algo así, para ella era su bebé, el muñeco de verdad que venía a suplantar al Federico que los Reyes le habían traído a los cinco años y que había dormido con ella hasta los doce cuando otras cosas empezaron a darle vueltas por la cabeza como querer ser grande y bailar con chicos, y mirarlos y pintarse y ponerse otra ropa que no fuera de nena, y haber puesto a ese Federico en una silla y después sobre un estante, convertido ahora en uno más de los adornos que se acumulaban en su habitación donde de a poco había ido reemplazando las fotos que tenía en las paredes, por otras.
Todas las excusas que se le ocurrieron para suplantar a la de la enfermedad de la madre, tuvo que ir descartándolas por embrolladas e increíbles, le pareció que lo mejor era seguir con la misma, la madre tenía que hacerse unos estudios y no podía ir sola, tenía que decir qué estudios, las mentiras generales se notan, hay que dar detalles que sean de verdad, que hayan sucedido, siquiera en otro tiempo para que esos mismos detalles, por recordados y por vividos, le dieran a la historia el mínimo indispensable de realidad que desviara la borrosa cualidad de una pura mentira, y ella tenía detalles, sacados de un hecho que no había protagonizado pero que había oído contar tantas veces en el almacén, por su madre y padre a la mayoría de los clientes, que se lo sabía de memoria. Había sido cuando la madre tuvo que ir al oculista para que le revisara la vista porque veía un puntito negro en la claridad extrema del sol y le habían dilatado la pupila, la madre no dejaba de recitar, con alguna que otra variante, que le habían puesto unas gotas, al principio como si nada pero de a poco había empezado a ver todo borroso, no podía distinguir números ni letras, y así anduvo, medio atontada y nublada, sin que se le pasara el efecto de esas gotas, bien y del todo, hasta el otro día. El padre de testigo, no podía decir lo del nublamiento pero sí de cómo la tuvo que acompañar, ponerle las gotas, escucharle a ella lo que le iba pasando a cada minuto y al médico que los efectos eran pasajeros, según él, un par de horas, en lugar de las por lo menos ocho que ella había contado y sufrido, sin sumar las de dormir. Nadie le hizo problema en la escuela por un día nada más, porque esto no se irá a repetir muchas veces, no te preocupes, terminó la directora para en verdad preocuparla porque eso del repetir era menos un consuelo que una muy poco disimulada amenaza. Y no, esperaba ella, no se va a repetir. Para bien o para mal, quedará de alguna manera fijado en lo que Dios quiera que sea. Y quiso que fuera bueno, o alguien rezaría con tanta fuerza como para convencerlo de que si había permitido que de un momento para otro fuera a parar poco menos que a un tacho de basura, y se salvara casi como Moisés, no de las aguas sino del hambre y del frío, al menos dejara, ahora, que quedara en una casa donde, por más que no fuera la suya, ni suyo el nombre ni suya la familia, iba a ser como si. Y el como si se iba a convertir, durante muchos años en la realidad misma del Cocoliso que pasó a llamarse, después de los pases mágicos de la enfermera que no se volvió mala, al fin y al cabo ella también había visto muchas cosas y en algún alejado lugar de sus entrañas a lo mejor se le ocurrió que una buena acción podía ser el recuerdo que la consolase de todas las otras que por razones no del todo comprendidas siquiera por ella, entre concesión y coerción, había tenido que hacer, Federico José Manelli, Federico por el muñeco, José por el padre y Manelli, también por el padre que ahora quedaba convertido no sólo en padre de la chica sino también de este nuevo Federico que le nació, por lo que decía el documento, el primero de julio de 1977, o sea, cuatro días después de que Marisa lo trajo, de la manera que pudo o de la única posible, a la vida, de él y de ellos.
La vuelta fue todo el reverso de la ida, porque las tres mujeres apañadas y miedosas que salieron con disimulo entre los resplandores helados de la madrugada hacia el hospital con un bolso bastante grande y otro menos, con las cosas del chico, volvieron en el breve templado del mediodía con un bebé en brazos ostentado para que todo el que estuviera a mano pudiera verlo. Qué cómo fue, cómo se les ocurrió, qué pasó, y demás, tuvieron que responder en el almacén por suerte para ellos tan visitado en esos días cuando cada quien que iba a anoticiarse se sentía obligado a comprar siquiera un paquete de galletitas a cambio de la información. Que no fue gran cosa inventar, un chico que Sara nos contó, nosotros ya somos grandes y Marisa se va yendo de a poco a sus cosas, un día de estos se va a venir con un novio, nos va dejando solos, la casa sin chicos es triste, es una obra de caridad, dónde iba a ir a parar, pobrecito, tirado como un perro a la calle. Por suerte para ellos también, además de las compras les trajeron baberos, sonajeros, ropa nueva o usada y lo mejor de todo, un cochecito, que iba recorriendo casas según se necesitara y ya había llevado, por lo menos, ocho bebés encima hasta que empezaban a moverse demasiado para ese cochecito o simplemente ya no cabían adentro. Si de costumbre para Marisa era, con frío, viaje incómodo y directora con cara de payaso mal maquillado y siniestro, una especie de sorda alegría irse, estar en la escuela y demorar casi el día entero fuera de la casa antes habitada por la reserva de conversación y falta de sonrisa de los padres, ahora se le había hecho al revés porque esa cantidad de horas se le habían vuelto minutos que no pasaban nunca y el colectivo una cafetera estática incapaz de levantar vuelo y deshacerse de todos los otros colectivos, autos, camiones, barreras de tren, hasta dejarla, finalmente bajar los escalones y sentir de nuevo sus piernas suyas para moverlas a la velocidad que deseara, la mayor, a la casa donde el Cocoliso qué estaría haciendo. Y lo que jamás antes había hecho salvo en alguno de esos casos excepcionales que confirman la regla, se convirtió desde que estuvo legalmente instalado el Cocoliso, en un acto de tan sucesivo, molesto, llamaba por teléfono y la madre, por más que el chico estuviera llorando, fastidioso, como le decía cuando no le podía calmar un llantito irregular y sin motivo aparente, contestaba todas las preguntas igual que si prendiera un grabador y pasara la misma cinta, ya comió, ya lo cambié, está durmiendo ahora, tranquilo, no se despertó. ¿Por qué se apuraría tanto entonces Marisa? No que se lo preguntara la madre, siempre callada observando nomás, observando mucho, cada paso que diera, y con los ojos medio bajos acentuando esa mirada que le quería hacer saber cuánto la miraba, y con la boca incólume para también enterarla de que, por discreción, lástima o esperando que se diera contra la pared por hacer lo que le parecía y como quería, no iba a decirle nada de nada, hasta que pasados los hechos, una frase suelta, le volviera encima tanto escudriñar callado. La espiaba con su habilidad de hacer como que no y enterarla de que sí, andando por la casa o el almacén bien ocupada. No era eso lo que a Marisa, en este momento le molestaba más, aunque sí y como siempre la fastidiaba y se le hacía rabia profunda, incrustada adentro sin que, habituada como había sido a callarse, le pudiera decir alguna vez, sin temor de que fuera el resultado peor, como un balde de agua fría estrellándose contra la cara, qué carajo miraba y qué diablos pensaba de ella. Pero ahora estaba preguntándose por otra cosa que se le había hecho la más importante y que era por qué le había dado ese pegoteo con el Cocoliso, y por qué el nombre, y por qué el miedo, como de una madre verdadera, de que le pasara algo, se enfermara, tuviera frío o hambre, lo picara algún bicho y hasta soñar con más de uno de esos desastres horribles que la espantaban y hacían despertar entre la noche para ver si dormía y si dormía, tocarlo, a ver si no se había quedado duro por algún trastorno súbito. Nunca antes le había atacado lo de tener hijos, tampoco tuvo mucha ocasión de pensar tan lejos con los novios pasajeros que había empezado a tener desde el baile que habían armado en la terraza para anticipar y practicar un poco cómo serían los cumpleaños de quince que iban a ir pasando en fila, invierno, primavera, verano y otoño, de ella misma y todas sus amigas. Sentarse en un rincón oscuro, cerca de las ramas del árbol, con el chico al lado, abrir la boca, sentir el gusto de la boca de él, ir a pintarse los labios, que la abuela de la amiga le dijera que ahora sí se iba a dar cuenta si se le salía la pintura por qué era, que ella quisiera seguir con la pintura sin tocar y se fuera a esconder por ahí, lejos del circunstancial besador, solo ahora y mirando como si se le hubiese perdido algo y no supiera muy bien qué, fue lo que en el tiempo le hizo pensar que ése había sido el primer novio que tuvo, el novio provisorio, a falta de otro, del que seguía hablando y por quién preguntaba a la hermana como si ahora, de veras, a la distancia, se le hubiera ocurrido que estaba más que perdidamente enamorada, así decía ella, del que le había dado el beso después de apretarle un poco la espalda, y cuyo nombre para nada le había gustado porque en absoluto se conjugaba con el que ella había querido, desde que empezó a imaginarse al lado de un amado de esos que más lejos que cerca siempre andan, a los que alguna cosa siempre les está impidiendo, aunque estén a punto o a la vuelta de la esquina, llegar a verla y abrazarla y besarla y decirle todo lo mismo ya repetido en las cartas recibidas con el temblor que no dejaba abrir el sobre sin romperlo un poco y luego guardarlo en una caja con carta adentro, una flor seca, una cinta o algún otro elemento cualquiera que le hiciera recordar la ausente figura llamada por ejemplo Daniel o Carlos, y no, como éste, Ricardo. Por lo que fue una alegría disiparse al Ricardo de los embelecos cuando empezó la retahíla de cumpleaños y bailes de Carnaval y apareció, al menos un Carlos, maravilla del mundo, que sabía cantar en inglés sin entender la letra, estudiaba Derecho y taquidactilografía y toda la semana, a veces también los sábados, trabajaba en un estudio de abogados. Marisa, el verano ese, cuando en una noche de Carnaval en el club Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque donde la sacó a bailar, le tiró papel picado y le contó vida y milagros de su inventada carrera y ocupación, se quería acostumbrar a pensar que se le había terminado la escuela secundaria, que iba a empezar su carrera más ambicionada desde que, de chica, jugaba con las amigas y prima o cuando no estaban disponibles, con muñecas, a enseñarles a leer, escribir, dibujar en el pizarrón, con buena letra, todas las del abecedario, sumar, restar, multiplicar y dividir por dos. Se le juntaban entonces las que, por llamarlas de alguna manera, eran las grandes esperanzas, tener una carrera y un novio como la gente. No le importaba pasarse la mayor parte de los sábados mirando la televisión porque siempre, a la noche, daban alguna película que le gustaba, tampoco ir al cine con alguna amiga desocupada, esperando con la felicidad a despuntar, el domingo a la tarde para verlo, cansado siempre con tanto trabajo y caminar por alguna plaza o sentarse en un tronco al lado del lago de Palermo donde él empezaba a acercarse al mismo tiempo que se iba haciendo de noche.
El problema era que ni bien se le iba acercando, para ella se deshacía la belleza del lago lleno de algas verde oscuro enredadas y barrosas con basuritas en la superficie, del cielo esplendoroso lleno de estrellas recién nacidas mojadas de un agua inversamente limpia a la del lago en que se reflejaban. Por más Carlos que fuera, no quería tanto acercamiento y un miedo de algo recóndito la ponía cada vez más dura, tan dura que cuando, ya en medio del otoño, finalmente se animó a ir a un departamento que el aprendiz de abogado consiguió prestado, y después de que eso, como decía la madre, eso, el hecho irreversible, pasara, si se puede decir que pasó para ella algo más que una oscuridad perdida, un peso sobre su cuerpo y un poco de molestia, allá, como también decía la madre, la dureza del cuerpo de Marisa había llegado al otro tan agrandada que, tirando la cabeza al costado para sacarse los pelos de la cara, no tuvo mejor frase que “me hubiera costado menos trabajo escalar el Himalaya”. Antes de ir, ella se había imaginado que era el día del casamiento, en secreto, sin vestido ni flores, ni marcha, ni gente, ni iglesia, furtivo, íntimo y sagrado, y, trataba de convencerse, por amor, menos porque de verdad el misterio de lo que el amor fuera se le hubiese revelado que para justificar ante Dios y Jesucristo, el acto que justifica todo, que todo perdona, que todo soporta, de lo cual lo último era lo más cierto. Se miró al espejo cuando fue al bañito a lavarse y sintió un olor que no le pareció feo para nada, y ahí se vio con cara de montaña alta y blanca y con una nube tapando la punta. Siguieron los sábados solitarios, pero ahora también los domingos, no porque este Carlos tuviera que trabajar o estudiar sino sencillamente porque no la llamaba más, y la distancia, otra vez, dibujó la imagen querida, pero no como la del destartalado Ricardo, un Carlos es un Carlos con canciones románticas y un lago al lado de una montaña menos alta y más blanda que el techo del mundo, blanda quiso ser entonces y para que le devolviera un disco, más pretexto no tenía y esperaba que desembocara en el dulce estar de los dos sin cascotes ni asperezas, le pidió que se encontraran. En la casa de él, solos, un sábado a la tarde, agarró el disco, le preguntó cómo estaba, remarcando bien las dos palabras para que al otro no se le escapara para nada lo que le quería decir, que ella era otra nueva y tierna, que se había sacado las piedras de encima, todo prado y hierbabuena, un trigal acomodado a la mano cariñosa del sembrador caricioso como el sol que las dora y delicado como el viento que las mece, así mismo fueron las palabras que había pensado tal vez se animaría a decirle y si no para ella le quedaban y bien cuando descartó llevarle un poema que le había hecho, un poema de amor medio chueco y sobre todo, sospechoso, se le antojó a ella, por los ti y tú que le había puesto. Cuando él le dijo sos tan transparente, a pesar de la mezcla de alegría y bronca que apenas sintió sobrevenirle porque lo de la transparencia era ni más ni menos que lo contrario que lo de retorcida que la madre siempre le andaba achacando, o el vos tenés el mate lleno de infelices ilusiones del padre, la poca vez que algo decía y encima con palabras prestadas, fue para ella la mejor prueba de que él, este Carlos, tenía una sensibilidad y una inteligencia tan tan grandes capaces de transparentar hasta las aguas atezadas del lago de Palermo. O sea que fue un elogio que la hizo llorar y quedarse sentada y quieta al borde de la cama de él hasta que vaya a saber si por remordimiento o lástima, le pasó la mano por el pelo, igual que se acaricia a un perro fiel y poco hábil mientras con voz bajita le decía me parece que soy medio hijo de puta con vos. Lo de medio le quedó partido como los fines de semana. Y más partido le quedó el mismo medio de todo lo que ella esperaba encontrar en la blandura apenas adquirida, cuando al final, en tren de confiarse y no ser medio sino, para ella, en ese momento, del todo hijo de puta, le contó que ni estudiaba Derecho ni trabajaba en un estudio, nada más ayudaba al padre en la fábrica de muebles de cocina, todo la decepcionó un poco pero no la tiró abajo, pero sí se hizo desmoronamiento puro, cascotes venidos al suelo, cuando oyó la final confesión del amado reconvertido en carpintero y ligeramente mentiroso, de que hacía mínimo dos años que estaba completamente enamorado de Nora y que lo del Carnaval pasó porque esta Nora se había ido de vacaciones con unas amigas y él pensaba que lo había abandonado y se sentía solo, y para más siguió con que no dejaba de besar el suelo que su Nora esta pisaba, con esas mismas palabras se lo dijo, un asco en realidad, andar besando el piso, se le ocurrió a Marisa para espantarse el pensamiento de que todos esos días alargados, había estado más que cuando soñaba con el amor inventado de nombre feo, viviendo en una realidad puro sueño y desvarío. Fue una especie de experimento lo tuyo, y creo que el conejo de Indias se está rebelando, terminó el besador de pisos. Que se podía dedicar en vez de a mueblero a naturalista fue lo menos que le pudo decir con Himalaya y conejo mientras agarraba el disco, partido en los pedazos que pudo romper ni bien salió de la casa del Carlos pájaro carpintero que le había picoteado la carne y el alma.
Algo quedó perdido, negro como el disco destrozado y desparramado en el cordón de una vereda, y persistió una irrealidad que flotante separaba lo que todos los días seguía con su contundencia de costumbre del lugar secreto y de noche en que repasaba no los libros ni los apuntes sino esa serie de hechos que le daban, con la certeza de algo efectivamente ocurrido, el convencimiento de que su destino no sería otro que la pura soledad y la completa ignorancia de lo que el enamoramiento y la pasión fueran, eso que se notaba era tan importante como para que los amantes se siguieran queriendo por más que una montaña alta o una fauna de la selva los separara. Y terminó de estudiar sin más que algún que otro encuentro que jamás se atrevió a llamar ni fue noviazgo, como esos que en sus compañeros se iban convirtiendo en compromiso y casamientos a los que iba no tanto por la amistad o la fiesta sino para ver si algún gesto, alguna palabra o cualquier otro indicio, le daba la pista de cómo era la cosa sin que pudiera, al cabo de dos años y después de sacar varias veces el anillo de las tortas emperifolladas de azúcar blanca y rematadas por la parejita de muñequitos felices, encontrar aparte de unas camas desechas sin satisfacción que justificara el revuelto, olores varios y piernas duras apretándose contra las de ella en alguna pista de un boliche, el meollo del eso tan temido por la madre y fingidamente ignorado por el padre y aullado no sólo en los respectivos silencios y miradas de soslayo sino también en el medio de las noches igual de oscuras y empantanadas que el lago de Palermo y el disco flotando en el cordón de la vereda.
Y aun así, aun así, la ilusión no se iba, la soledad era mucha y se acomodaba en la esperanza de seguir buscando la explicación. En una reunión de la escuela se quedó charlando con el padre de uno de los chicos, tomaron un café, se empezaron a ver más o menos seguido mientras la madre muda le gritaba que ese tipo la estaba queriendo usar porque ella no era más que una pobre chica sin experiencia ni gracia ni belleza, y él, más grande, corrido y separado, no iba a hacer otra cosa que darse el gusto y dejarla. Dejarla la dejó, cuando ella no quiso seguir con él no porque la quisiera usar para eso, sino cuando una vez la llevó a una fiesta llena de gente que a Marisa no le gustó para nada y al revés de lo aprendido, en confianza con este hombre del que a ciencia cierta no podía decir que estuviera enamorada, pero que le gustaba porque feo no era, porque le hablaba lindo y de los más variados e interesantes temas y ella, puro oído, le escuchaba historias muy distintas de las que siempre aparecían en la escuela, en el almacén y con los parientes y vecinos, le largó ni bien se fueron de la especial fiesta, “tus amigos están parados en la loma”. Que a él le dio asco oírla, o si ya venía torcido por la ropa que se había puesto Marisa y que no pegaba en lo más mínimo con la de las otras mujeres de la fiesta, o si lamentaba haber querido hacer esa aventura de ir a mostrarla para lo que fuera que quisiera hacerle ver a la gente esa, Marisa no supo ni se le ocurrieron tantas probabilidades, nada más algo de todo eso estuvo entremezclado en una intuición rápida a la que no podía ponerle palabras definidas pero sí sentir el mismo asco por él y de paso, por todos los que estaban ahí contando que si iban, habían ido, volvían o estaban por ir a unas ciudades, teatros, cines, galerías, y cuántos lugares ya ni se acordaba pero le pareció una exposición de postales en las que cada uno pintaba, sobre el paisaje de fondo, su propia cara estúpida de gente de mundo y enterada y experta en todo, y más que todo eso, de por sí bastante idiota, como Marisa no le dejó de hacer saber al acompañante, pintaba en ese retrato brilloso la miseria de alma disfrazada con puras ironías y risas cínicas. Como si fueran, le dijo Marisa, papagayos endomingados, de recargados que están. Y más se me parecen a los nuevos ricos del barrio que me conozco de memoria y tengo más que suficiente. De dónde le salió a Marisa esa comparación no se le ocurría al tipo, y se lo quiso preguntar, pero se la aguantó para que no creyera que le daba la menor importancia a cualquier cosa que esta maestrita dijera, aunque de casualidad, y no otra cosa podría ser, algo de veras digno de ser analizado, saliera de esa boca que comunicaba directamente con un inconsciente poco estructurado.


Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2006.


Tirante, Río de la PlataEclipse De Amor (dientes, paredes arrugadas); las novelas El Inglés Presagio, el ensayoEl saber poético. La poesía de José Lezama Lima, entre otros. Publicó poemas y ensayos en revistas y capítulos de libros en Argentina, Chile, Cuba, España, Estados Unidos, Francia, México y Uruguay, y realizó numerosas antologías poéticas con estudios preliminares. Participó en coloquios, congresos, encuentros poéticos y lecturas en el país y el extranjero. Traduce literatura en lengua inglesa, entre otros títulos:Irlandeses, Algunas historias de la era del jazz, Antología del cuento norteamericano. Fue becaria de la Universidad de Buenos Aires, y obtuvo la beca de ILE (Ireland Literature Exchange) en 2007 para realizar estudios literarios en Dublin. Colaboró en revistas y periódicos:Página 12ClarínEl Cronista ComercialPerfilEl País de Montevideo y la Agencia Télam. Actualmente escribe en Caras y Caretas. Es doctora en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde trabaja como profesora, investigadora. Coordina el Espacio Literario Juan L. Ortiz en el Centro Cultural de la Cooperación. Integra la Consejo de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras, es miembro del Miembro del Comité Asesor de la Colección de Ensayo Amaru de las Ediciones El Santo Oficio (Lima, Lima-New York) y de la revista “Dodó”









09 diciembre, 2007

Ana María del Río Correa (Chile, 1948)


Gato por liebre

Ese día de semana, todas las mujeres amanecieron distintas. En vez del pelo amarrado en dos riendas, en dos trenzas milenarias y calladas, despertaron todas de pelo corto, enarbolado en rizos feroces.
Pero no fue sólo el pelo.
No hicieron desayuno ni las otras cosas que deberían haber hecho.
Nadie sabía qué les pasaba.

*
No es cosa de chiste con nosotras las loceras de aquí. Sobre todo, después que nos hemos quedado sin hombres. Bueno, que antes ya los hombres se andaban cada uno por su lado, como hombres, decían ellos. Pero eso era de a épocas, en que les daba por irse a cosechar a donde el diablo perdió el poncho o cuando les daba por el dominó y el santa rita blanco helado con chirimoyas, los perlas. O esa vez, cuando les dio a todos porque los contrataran en la Torre de Babel, ese hotel de la entrada de la ciudad en que pasaban celebrándose matrimonios y ellos se contrataron para cantar, no querían más, ni miraban la greda. No les pagaron un cinco y se tuvieron que volver con los bolsillos planchados. Pero fue distinto esta vez porque se nos desaparecieron todos de un golpe y eso no es chiste. Antes por lo menos llegaban con la cabeza borrada en el poncho, mascullando puras chivas de un compadre, que le habían prestado la plata a él, decían. Les hacíamos la desconocida unos días, dando portazos hasta que se nos quitaba. Pero ahora, no sé, da no sé qué. No tanto por el trabajo, porque nosotras mismas podemos lo más bien pisar la greda, sino por lo otro, lo de mirar a lo lejos y ver que no viene nadie a silenciar las ollas. Bueno, que igual la greda está saliendo bien mala ahora último, flatulenta, llena de pedos, hay que amasarla el doble y parece que se encabritara en las manos, arisca, como empalada.

*
Como si fuéramos viudas de gente que estuviera a punto de aparecer, a los días les nacen unos furúnculos, una se aferra desesperada a la esperanza, todas hacemos cola en el edificio de Comunicaciones por si acaso ha llegado alguna noticia sobre ellos. Nos contestan siempre lo mismo. No hay nada. No están en las comisarías, nosotras creíamos que ahí habían ido a parar, por revoltosos y buenos para la guitarra y la mocha, pero no.

*
Bueno, ¿cómo es la cosa?, ¿quién fue el que se los llevó, hablando así, a calzón quitado? Ni idea, como si se hubieran puesto de acuerdo para desaparecer; justo ahora que hay tantísimo que hacer, se vienen las fiestas y había que ir a sacar greda al cerro, se van, los frescos, y no dejan dirección.

*
El otro día, en la noche, en la casa de la Colorada Grande, locera vieja de aquí, empezó la cuestión de que tal vez los hubieran tomado detenidos. Porque ese mismo día, justo después de que andábamos todas por el cerro sacando hierbas para los empachos y las sandías calientes y los gatos enamorados que no dejan dormir, ahí fue cuando a la vuelta no los vimos más. Pero nada, ¿me entiende?, ni una mala palabra de adiós, ni una seña, no se llevaron ni los zapatos de vestir, nada.

*
Nosotras cuando vemos esas cosas siempre pensamos en tomatera colectiva, debe haber sido el Piojo Celedón, dijimos, que siempre anda cargoseándolos para ir a tomar al pueblo del lado, donde los dueños de boliche los conocen de recién nacidos, claro que igual no les fían y les dan todo lo que pidan siempre que muestren el billete, pero ellos son los reyes para entrar en confianza y terminar llorando en el mesón con el dueño agarrado de la pera.
Pero después de las dos semanas dejamos de pensar en eso y empezamos a preocuparnos, porque no podía ser que hubieran decidido correr mundo todos juntos, eso ninguna lo creía.
Las Coloradas, las tres hermanas, estaban rabiosas y dijeron que se atrevieran a aparecer, a ver cómo los iban a recibir, a trancazos, y que no los dejarían entrar más, que los botaban de la casa, total, ni falta que les hacían, que ellas se las podían arreglar lo más bien solas porque desde hacía tiempo venían haciendo todo el trabajo, incluso había desaparecido también el niño, inconscientes, decían las Coloradas, como se les ocurre llevárselo a sus vicios para echarlo a perder desde cabro, eso decían las Coloradas al principio.

*
Pero después ya no decían eso y andaban, como todas nosotras, buscando el silbido con que llegan los hombres a casa cuando han estado lejos un tiempo sin avisar, ese silbido despreocupado, como si sólo hubieran pasado unas horas, diciendo que tanto escándalo armamos nosotras, mujeres, nada peor que las mujeres, y etcétera.
Pero no estaba el silbido tampoco. Ojalá. Ya les habíamos perdonado esa borrachera, pero nada.

*
Parece que después vinimos a descubrir que alguien se los había llevado a la fuerza, aunque yo no me explico, porque al mío nadie le pone la mano encima así no más, fue boxeador cuando chico y casi llega a preclasificado, pero tuvo que ser mediero. La cosa fue que la Julia Vera se dio cuenta de que en su casa había unas sillas rotas. Nada que ver unas sillas rotas, porque el hombre de la Julia es carpintero, así es que las habría encolado, pero ésta estaba como de recién. Y después fue cuando la Colada, que le decimos así porque llegó después de nosotras, pero eso fue hace más años que la cresta, pero igual le quedó el nombre, la Colada y la señora Benavides, la más viejita, descubrieron que había ropas carbonizadas adentro del horno, con los botones derretidos, pero igual ellas los reconocieron porque para algo sirve pasar cosiendo botones de la ropa. No era de la ropa que llevaban puesta, gracias a Dios, pero igual, eran chaquetas familiares, había un olor en el humo, y era como si estuvieran ellos de nuevo. Queríamos llorar, pero no dijimos ni hicimos ni una cosa. Y ahí nos quedamos calladas todas y se nos quitó de golpe la rabia. Y las Coloradas se arrepintieron de haber pensado en la tranca.

*
La cosa es que el Bernardo O'Higgins de la plaza vino a ser el único hombre del pueblo después que nos quedamos sin hombres, parece mentira.

*
En las tardes, cuando el otoño se colaba por las uñas, era como si a todas nos hubieran olvidado la vida y la respiración, al mismo tiempo. Y dolía. Entonces era cuando se nos empalaba la masa de las hallullas y la greda, todo junto.

*
No es que hubiéramos parado de funcionar, hacíamos las cosas igual, ir al cerro a sacar la greda, prepararla, pisarla, todo; mojarla, amasarla para sacarle los suspiros inmensos que traía ahora, pero igual, era como si las cosas que hacíamos tuvieran un terrible eco dentro, que resonara, solo. Las manos se nos movían por la cuestión de la vida y el sol saliendo en las mañanas, pero nada más.
Bueno, igual íbamos a ver al Bernardo a la plaza, todas las tardes sentadito ahí en su silla de director supremo, con el respaldo cagado de codornices hasta la médula, pobre Bernardo, tiritaba, salió friolento, con dolor a los huesos, ni tomar mate podía, y yo digo también que ganas de pararse y ir a echar su meadita, pero era prócer y nada, tenía que estarse quieto mirando al horizonte o al futuro de la patria, algo así. Sobre todo cuando el pueblo está la mitad desocupado, por lo menos a mí también me pasa, como que aumentan al doble las ganas de mear, pero el Bernardo estaba como apernado desde el pasado Dieciocho y no se movía un ápice.

*
Porque habría sido bueno que el Bernardo nos hubiera podido echar una mano pisando la greda, debe ser bueno para eso, como es de fierro puro, pero no había caso.

*
La Silvia Ballesteros, justo esos días en que todo resonaba, vino a descubrir que estaba embarazada. Mala cueva, pensamos todas, pero igual, la felicitamos, hicimos sopaipillas. Sobraron.

*
Ayer descubrimos que alguien nos había choreado todos los sacos de guardar la greda mojada. Quizás cuando. Aunque todas sabíamos cuando.

*
La Eufemia, la locera que teje además como araña el hilo más finito para pañitos de espuma, dijo que a ella por vanagloriarse de que no se le escapaba hebra, se le habían escapado todos los hombres de la casa y le dijimos que no fuera tonta, porque estábamos todas en las mismas. Y le taponeamos las lágrimas con santa rita blanco, también, por que no, pus. Pero ahora la Colorada Chica no cantó De Piedra Ha De Ser Mi Cama.

*
Ayer nos subimos a la carreta para ir a vender las piezas, y no pusimos ninguna pieza, sino que nos subimos todas y fuimos al pueblo grande de aquí cerca a preguntar a las Comisarías. Todas nos hacíamos las indiferentes, pero llevábamos nuestro paquetito escondido con sánguches de arrollado y un suéter o frezada.
Todas nos volvimos con los paquetitos. Ninguna dijo nada.

*
Y a la vuelta fue lo bueno. Ahí estábamos nosotras, las de ese pueblo a media luz, todas loceras finas, amontonando las cantoras de todo el año al frente de cada puerta, ¿no ve que todas hacemos cantoras, de todas las layas?, por eso nos llaman el Pueblo de las Cantoras, bueno, Cantoras, Guitarreras les llaman otras, que tienen más tacitas de ponche y la greda más finita que todas las otras, mejor calidad, pero igual es artesanía igual que las Enanas, que hacen cocinitas diminutas, con los cacharritos del porte de una uña. Todas atravesando para la vereda del frente con el delantal lleno de piedras y apuntándoles a las piezas con los ojos primero y la desesperación después. No quedó ni una.
Parecía que el tiempo también se trizaba.
Una sola cantora dejamos, sí. Una que habíamos hecho hacía tiempo entre todas, una noche en que habíamos estado sin hombres también, no me acuerdo si fue en los meses de toma de duraznos, y en que todas nos habíamos entonado con chicha suavecita. Salió una cantora bien grande, de mirar terrible, como una giganta que nos protegiera. No era para la venta, tremenda cantora, parecía tinaja. Y se nos recoció, más encima. Dura, recocida, furiosa la Cantora, pocos se atrevían a mirarla de frente. Esa la dejamos a la entrada del pueblo. Por lo que pudiera suceder.

*
Por esos días fuimos a sacar greda para hacer algo. Por no dejar, porque ninguna habría podido fabricar ni una pieza. No sabíamos que nos pasaba. Estábamos muertas de frío y prendimos los hornos. Amasamos cantidades inmensas de greda, la mojábamos, la suavizábamos más y más, día tras día. Era como si el tiempo se hubiera convertido en esa montaña de greda que amasábamos con lo que tuviéramos, con los brazos, los pies, el cuerpo entero.
Rica la greda, como nunca. Hervía el montón de greda, sobada, casi como carne humana. Y métale a amasar más y más. Qué tontería, habría pensado cualquiera con la razón entre los hombros, y tendría razón, imposible hacer nada con esa mole tibia, moldeada una, una, una y otra vez. Las manos nos hervían y en la frente nos retumbaba a todas lo mismo.

*
El Bernardo O'Higgins desde su pedestal nos miraba. Tan bondadosa que tiene la cara este Bernardo de nosotras, no como otros que yo he visto, en otras plazas, que parece que se abalanzaran sobre la gente; este no, como un bisabuelo mío, que se sentaba a respirar la vida, como decía él.

*

Tal vez fue el Bernardo el que nos mandó la idea. No se sabe. Las tres Coloradas, cada una en su patio, la señora Benavides, que se levantó tempranito, también; la Silvia Ballesteros, aunque no se sentía bien, igual se fue para el taller. Todas. Hasta yo creo que empezamos a la misma hora. Y todas tuvimos la misma idea de cortarnos el pelo para trabajar. Bueno, era un trabajo duro. Pero era algo más también. Como de torcerle la mano a lo inevitable. Las trenzas eran para resignarse. El pelo corto, para luchar con dientes y uñas. Contra la ausencia.
Yo creo que ese día el sol se quedó mirándonos porque hizo más calor que la cresta.

*

Todas a la misma hora. Las de la Calle Larga, todas. Y las de la Calle Corta, y las de los pasajes con nombres de poetas muertos también, ¿no le digo que estábamos en cada patio haciendo lo mismo al mismo tiempo? A mí me hubiera gustado ir en un globo para verlo todo desde arriba, y el pueblo me hubiera sonado en los oídos como una tremenda palabra de greda rica.

*
El tiempo se arranó mientras trabajábamos. Estoy segura de que los calendarios se atrancaron y no dieron vuelta. Todo se estancó entre esos inmensos bolos de pasta hirviendo que se daban vuelta en cada casa, rescoldeándose entre nuestro frenesí hirviente.
Todas moldeamos, paso a paso, del tamaño que siempre los habíamos soñado, a nuestros hombres. Con sus propios hombros, sus espaldas, sus ademanes, sus dichos, su manera de abrir las puertas, ese leve aire de pregunta con que llegaban a comer, el color de los ojos, las arrugas entre las cejas, los dedos cansados, las manos partiendo el pan sobre la mesa, la paz de sus días buenos, sus sonrisas de cuando nos sonreían.
Como si nunca se hubieran ido.
La Colorada Grande hizo trampas, sí. Hizo al suyo un poquito más alto, porque a ella siempre le había gustado el Clar Geibel, un churro de su tiempo, parece.

*
Esa noche, los hornos de todo el pueblo se elevaron en la misma llamarada del alma de nuestros hombres que ya no se irán más.
Porque ahora somos un pueblo como debe ser, con hombres sentados a la puerta, mirando la tierra hinchada sin moverse de su casa, y nosotras, como siempre, claro, corriendo de arriba abajo, con el pan de la mañana, la greda, el lavado, la cazuela, la greda, la greda, rezongando porque, como siempre, nos toca hacer todo a nosotras.

*
La Cantora recocida, que la teníamos a la entrada del pueblo, por lo que pudiera suceder, pareció, entonces, lanzar un tremendo resuello de descanso.
Y nosotras también. Nos quedamos dormidas al lado de los hornos, donde a la mañana siguiente amanecieron todos los hombres tal cual. Se habían quedado sentados en las sillas, cuidándonos el descanso después de la pena negra.

*
El Bernardo O'Higgins ya no se revuelve incómodo en su sillón de director supremo. Por lo menos tiene con quien conversar, piensa y mira los portales de las casas donde otra vez están todos ellos.

de Génesis
Ed. Caos ediciones,Santiago de Chile,1995.

Escritora chilena de gran trayectoria. «Entreparéntesis» (1985), «Óxido de Carmen» (1986), «De golpe, Amalia en el umbral» (1991), «Tiempo que ladra» (1991), «Siete días de la señora K» (1993), «A tango abierto» (1996) y «La esfera media del aire» (1998).
Premio María Luisa Bombal 1986
Premio Letras de Oro Universidad de Miami 1991
Finalista Concurso Sor Juana Inés de la Cruz 1999
Premio Municipal de Santiago 2005
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