24 octubre, 2006

Clarissa Pinkola Estés (EE.UU., 1945)




"La Loba"

Hay una vieja que vive en un escondrijo del alma que todos conocen pero muy pocos han visto. Como en los cuentos de hadas de la Europa del este, la vieja espera que los que se han extraviado, los caminantes y los buscadores acudan a verla. 
Es circunspecta, a menudo peluda y siempre gorda, y, por encima de todo, desea evitar cualquier clase de compañía. Cacarea como las gallinas, canta como las aves y por regla general emite más sonidos animales que humanos. 
Podría decir que vive entre las desgastadas laderas de granito del territorio indio de Tarahumara. O que está enterrada en las afueras de Phoenix en las inmediaciones de un pozo. Quizá la podríamos ver viajando al sur hacia Monte Albán 3 en un viejo cacharro con el cristal trasero roto por un disparo. O esperando al borde de la autovía cerca de El Paso o desplazándose con unos camioneros a Morella, México, o dirigiéndose al mercado de Oaxaca, cargada con unos haces de leña integrados por ramas de extrañas formas. Se la conoce con distintos nombres: La Huesera, La Trapera y La Loba. 
La única tarea de La Loba consiste en recoger huesos. Recoge y conserva sobre todo lo que corre peligro de perderse. Su cueva está llena de huesos de todas las criaturas del desierto: venados, serpientes de cascabel, cuervos. Pero su especialidad son los lobos. 
Se arrastra, trepa y recorre las montañas y los arroyos en busca de huesos de lobo y, cuando ha juntado un esqueleto entero, cuando el último hueso está en su sitio y tiene ante sus ojos la hermosa escultura blanca de la criatura, se sienta junto al fuego y piensa qué canción va a cantar. 
Cuando ya lo ha decidido, se sitúa al lado de la criatura, levanta los brazos sobre ella y se pone a cantar. Entonces los huesos de las costillas y los huesos de las patas del lobo se cubren de carne y a la criatura le crece el pelo. La Loba canta un poco más y la criatura cobra vida y su fuerte y peluda cola se curva hacia arriba. 
La Loba sigue cantando y la criatura lobuna empieza a respirar. 
La Loba canta con tal intensidad que el suelo del desierto se estremece y, mientras ella canta, el lobo abre los ojos, pega un brinco y escapa corriendo cañón abajo. 
En algún momento de su carrera, debido a la velocidad o a su chapoteo en el agua del arroyo que está cruzando, a un rayo de sol o a un rayo de luna que le ilumina directamente el costado, el lobo se transforma de repente en una mujer que corre libremente hacia el horizonte, riéndose a carcajadas. 
Recuerda que, si te adentras en el desierto y está a punto de ponerse el sol y quizá te has extraviado un poquito y te sientes cansada, estás de suerte, pues bien pudiera ser que le cayeras en gracia a La Loba y ella te enseñara una cosa… una cosa de alma. 



Relato de la autora en referencia al cuento


Tengo que confesarles que yo no soy como uno de esos teólogos que se adentran en el desierto y regresan cargados de sabiduría. He recorrido muchas hogueras de cocinar y he esparcido cebo de angelote en toda suerte de dormitorios. Pero, más que adquirir sabiduría, he sufrido embarazosos episodios de Giardiasis, E. coli 1, y amebiasis. Ay, tal es el destino de una mística de la clase media con intestinos delicados. 
He aprendido a protegerme de todos los conocimientos o la sabiduría que haya podido adquirir en el transcurso de mis viajes a extraños lugares y personas insólitas, pues a veces el viejo padre Academo*, como el mítico Cronos, sigue mostrando una fuerte propensión a devorar a sus hijos antes de que hayan alcanzado la capacidad de sanar o sorprender. El exceso de intelectualización puede desdibujar las pautas de la naturaleza instintiva de las mujeres. 

* Héroe ateniense al que estaba dedicado un bosque sagrado donde Platón fundó su Academia y donde solían reunirse los filósofos de Atenas. (N. de la T.) 

Por consiguiente, para fomentar nuestra relación de parentesco con la naturaleza instintiva, es muy útil comprender los cuentos como si estuviéramos dentro de ellos y no como si ellos estuvieran fuera de nosotros. Entramos en un cuento a través de la puerta del oído interior. El relato hablado roca el nervio auditivo que discurre por la base del cráneo y penetra en la médula oblonga justo por debajo del puente de Varolio. Allí los impulsos auditivos se transmiten a la conciencia o bien al alma, según sea la actitud del oyente. 
Los antiguos anatomistas decían que el nervio auditivo se dividía en tres o más caminos en el interior del cerebro. De ello deducían que el oído podía escuchar a tres niveles distintos. Un camino estaba destinado a las conversaciones mundanas. El segundo era para adquirir erudición y apreciar el arte y el tercero permitía que el alma oyera consejos que pudieran servirle de guía y adquiriera sabiduría durante su permanencia en la tierra. 
Hay que escuchar por tanto con el oído del alma, pues ésta es la misión del cuento. 
Hueso a hueso, cabello a cabello, la Mujer Salvaje regresa. A través de los sueños nocturnos y de los acontecimientos medio comprendidos y medio recordados. La Mujer Salvaje regresa. Y lo hace a través de los cuentos. 
Inicié mi propia migración por Estados Unidos en los años sesenta, buscando un lugar donde pudiera asentarme entre los árboles, la fragancia del agua y las criaturas a las que amaba: el oso, la raposa, la serpiente, el águila y el lobo. Los hombres exterminaban sistemáticamente a los lobos en el norte de la región de los Grandes Lagos; dondequiera que fuera, los lobos eran perseguidos de distintas maneras. Aunque muchos los consideraban una amenaza, yo siempre me sentía más segura cuando había lobos en los bosques. Por aquel entonces, tanto en el oeste como en el norte, podías acampar y oír por la noche el canto de las montañas y el bosque. 
Pero, incluso en aquellos lugares, la era de los rifles de mira telescópica, de los reflectores montados en jeeps y de los cebos a base de arsénico hacían que el silencio se fuera propagando por la tierra. Muy pronto las Montañas Rocosas se quedaron casi sin lobos. Así fue como llegué al gran desierto que se extiende mitad en México y mitad en Estados Unidos. Y, cuanto más al sur me desplazaba, tanto más numerosos eran los relatos que me contaban sobre los lobos. 
Dicen que hay un lugar del desierto en el que el espíritu de las mujeres y el espíritu de los lobos se reúnen a través del tiempo. Intuí que había descubierto algo cuando en la zona fronteriza de Texas oí un cuento llamado “La Muchacha Loba” acerca de una mujer que era una loba que a su vez era una mujer. Después descubrí el antiguo relato azteca de los gemelos huérfanos que fueron amamantados por una loba hasta que pudieron valerse por sí mismos 2. 
Y, finalmente, de labios de los agricultores de las antiguas concesiones de tierras españolas y de las tribus pueblo del sudoeste, adquirí información sobre los hueseros, los viejos que resucitaban a los muertos y que, al parecer, eran capaces de devolver la vida tanto a las personas como a los animales. Más tarde, en el transcurso de una de mis expediciones etnográficas, conocí a una huesera y, desde entonces, ya jamás volví a ser la misma. 



de  “Mujeres que Corren con los Lobos" (Ediciones B, 2000)

Clarissa Pinkola Estés, Ph.D. (nacida el 27 de enero de 1945), es una poetisa estadounidense, psicoanalista y especialista en post-traumas que se crió cercana a una tradición ética oral. Ella creció en un pueblo rural, de 600 habitantes, cerca de los Grandes Lagos. De herencia mejicana y húngara, viene de familias inmigrantes y refugiadas que no podían leer o escribir, o lo hacían con dificultad. Al igual que William Carlos Williams y otros poetas que trabajaron en profesiones relacionadas con la salud, Estés es una analista Jungiana que estuvo trabajando en clínicas durante más de 38 años. Su doctorado, de la Union Institute & University, es en psicología étnico-clínica, el estudio de los patrones sociales y psicológicos en los grupos culturales y tribales. Ella solía hablar sobre sí misma como "una disgustada colegiala de visita" y una "colegiala de la diversidad" en la universidades. Ella es la autora de muchos libros de la vida del alma, y su trabajo ha sido publicado en 33 idiomas. Su libro, 'Mujeres que corren con los lobos' estuvo en la lista Best Sellerwas del New York Times durante 145 semanas.
Es controvertida porque propone que, ambos, la asimilación y el mantenimiento de las tradiciones étnicas son los caminos para contribuir a una cultura creativa y a una civilización basada en el alma. Ella ha ayudado exitosamente pidiendo a la Biblioteca del Congreso, al igual que a todos los institutos de psicoanálisis del mundo, para renombrar sus estudios y categorizarlos de una forma llamada, entre otras cosas, "psicología de los primitivos," nombres respetuosos y descriptivos, de acuerdo con el grupo étnico, la religión, la cultura, etc.
Biografía [editar]
Como especialista en post-traumas, comenzó sus trabajos en los años 60 en hospitales donde cuidaba a niños con daños severos, veteranos de guerra, y sus familias. Sus enseñanzas acerca de los escritos en prisión comenzaron en los años 70 en la penintenciaria para hombres de Colorado; la prisión federal de mujeres en Dublín, California, y en prisiones a lo largo del suroeste. Ella trabajaba en los campos de pérdidas de hijos, familias con supervivientes de asesinatos, al igual que accidentes críticos de trabajo. Sirvió en sitios con desastres naturales, con el protocolo de recuperación post-trauma para supervivientes de terremotos en Armenia, y enseñando a los ciudadanos representativos a trabajar en los post-trauma en el sitio. Ha servido recientemente en el Columbine High School y su comunidad después de la masacre, durante 1999 a 2003. También ha trabajado con los supervivientes del 11-S y sus familias, tanto en la cosa este como en la costa oeste.
(obtenido de Wilkipedia)

04 octubre, 2006

Anne Rice (EE.UU.-Nueva Orleans,1941)

El vampiro Armand

Si yo hubiera pensado que mi transformación en vampiro significaba el fin de mi tutela o de aprendizaje a Marius, que estaba muy equivocada. No se fijó inmediatamente en libertad a revolcarse en las alegrías de mi nuevos poderes.
La noche después de mi metamorfosis, mi educación comenzó en serio. Yo iba a estar preparados ya no para una vida temporal, sino para la eternidad.
Mi maestro me dio a conocer que se había creado un vampiro casi mil quinientos años atrás, y que no eran miembros de nuestra especie en todo el mundo. Reservado, desconfiado y con frecuencia solitario miserablemente, los vagabundos de la noche, como mi Señor los llamó, estaban a menudo mal preparados para la inmortalidad y no hizo nada de su existencia, pero una serie de desastres triste hasta la desesperación que consume y que se inmolaron a través de alguna hoguera horrible , o yendo a la luz del sol.
En cuanto a los muy ancianos, quienes al igual que mi maestro había logrado resistir el paso de los imperios y las épocas, que fueron a los misántropos mayor parte, en busca de sí mismas ciudades en las que podía reinar entre los mortales, la conducción fuera novatos que intentaron compartir su territorio, incluso si eso significaba la destrucción de las criaturas de su propia especie.
Venecia era el territorio indiscutido de mi Maestro, su coto de caza, y su ámbito privado en el que podría presidir los juegos que había elegido como importantes para él en este tiempo de vida.
"No hay nada que no pasará", dijo, "a menos que usted mismo debe escuchar lo que digo porque mis clases son lecciones en primer lugar en la supervivencia;. Las guarniciones vendrá más tarde."
La principal lección es que matamos sólo "el malvado". Esta había sido una vez, en la más remota siglos de antigüedad, una comisión solemne de bebedores de sangre, y de hecho ha habido una religión oscura que nos rodea en antiguos días paganos en la que los vampiros había sido adorado como portadores de la justicia a los que había hecho mal.
"Nunca más permitiré que la superstición como nos rodean y el misterio de nuestros poderes. No somos infalibles. No tenemos ninguna comisión de Dios. Vagamos de la Tierra, como los felinos gigantes de las grandes selvas, y no tienen derecho más que a aquellos matar a cualquier criatura que trata de vivir.
"Pero es un principio infalible de que la matanza de los inocentes te volverá loco. Créeme cuando te digo que para su tranquilidad que se debe alimentar a los malos, tienes que aprender a amar en toda su inmundicia y la degeneración, y usted tiene que vivir en las visiones de su maldad, que inevitablemente va a llenar su corazón y el alma durante la matanza.

"Mata a los inocentes y que, tarde o temprano vienen a la culpa, y con ella se llega a la impotencia y la desesperación, finalmente. Usted puede pensar que son demasiado cruel y demasiado frío para ello. Usted puede sentir superior a los seres humanos y la excusa de su depredador excesos en la tierra que lo haga, pero buscan la sangre necesaria para su propia vida. Pero no va a funcionar en el largo plazo.
"A la larga, se llega a saber que usted es más humano que monstruo, todo lo que es noble en la que se deriva de su humanidad y su naturaleza reforzada sólo puede conducir a los seres humanos un valor aún más. Llegarás a lástima los que matan, incluso los más irredimibles, y se llega a amar a los seres humanos tan desesperadamente que no habrá noches en las que el hambre se parece mucho más conveniente para usted que la comida de sangre. "
Acepté esta todo corazón, y rápidamente se hundió con mi maestro en el lado oscuro de Venecia, el salvaje mundo de las tabernas y vicio que nunca tuve, como el misterioso vestidos de terciopelo "aprendiz" de Marius De Romano, realmente visto antes. Por supuesto que sabía lugares para beber, sabía cortesanas de moda, como nuestra querida Bianca, pero realmente no sabía que los ladrones y asesinos de Venecia, y fue en estos que me alimenta.
Muy pronto, comprendí lo que mi maestro quiso decir cuando dijo que tenía que desarrollar el gusto por el mal y su mantenimiento. Las visiones de mis víctimas se hizo más fuerte para mí, con cada muerte. Empecé a ver los colores brillantes cuando maté. De hecho, a veces podía ver estos colores bailando alrededor de mis víctimas antes de que yo aún cerrado pulg Algunos hombres parecen caminar en la sombra teñido de rojo, y otros que emanan una luz naranja de fuego. La ira de mis víctimas humilde y tenaz era a menudo un color amarillo brillante que me cegó, me abrasador, por decirlo así, tanto cuando me atacó por primera vez y mientras bebía la víctima de toda la sangre seca.
Yo estaba en el inicio de un asesino terriblemente violento e impulsivo. Al haber sido creada por Marius en un nido de asesinos, me fui a trabajar con una furia torpe, sacando mi presa de la taberna o la pensión de mala muerte, en las curvas él en el muelle y luego desgarrando su garganta como si fuera un perro salvaje . Bebí con avidez a menudo rompiendo el corazón de la víctima. Una vez que el corazón se ha ido, una vez que el hombre está muerto, no hay nada para bombear la sangre hacia usted. Por lo que no es tan bueno. Sin embargo, mi Señor, por todos sus pomposos discursos acerca de las virtudes de los seres humanos, y su insistencia inflexible sobre nuestras propias responsabilidades, sin embargo, me enseñó a matar con delicadeza.
"Tómalo lentamente", dijo. Caminamos a lo largo de las estrechas orillas de los canales, donde existían. Viajamos al escuchar góndola con nuestros oídos sobrenaturales para la conversación que parecía hecha para nosotros. "Y la mitad del tiempo, no es necesario entrar en una casa con el fin de sacar a una víctima. Stand fuera de ella, leer los pensamientos del hombre, echadle un cebo en silencio. Si usted lee sus pensamientos, es casi una certeza que puede recibir el mensaje. Usted puede atraer sin palabras. Puede ejercer una atracción irresistible. Cuando sale a usted, entonces lo llevan.

"Y nunca hay necesidad de que sufriera, o de sangre que se derrame en realidad. Abrace a su víctima, el amor de él, si se quiere. Acariciar lentamente y le hincar el diente con precaución. A continuación, fiesta tan lentamente como sea posible. De esta manera su corazón se puede ver a través.

"En cuanto a las visiones, y esos colores que hablan de, tratar de aprender de ellos. Vamos a la víctima en su muerte le diga lo que pueda acerca de la vida misma. Si las imágenes de su viaje de la vida mucho antes de que, a observar, o mejor dicho, disfrutar de ellos. Sí, a disfrutar. devorar lentamente como lo hace la sangre. En cuanto a los colores, deja que te invaden. Que toda la experiencia que inundan. Es decir, se activa y pasiva por completo. Hacer el amor a su víctima. Y escuchar siempre, por el momento actual, cuando el corazón deja de latir. Usted se sentirá una sensación orgiástica sin lugar a dudas en este momento, pero puede ser pasado por alto.
"Eliminar el cuerpo después de, o asegurarse de que usted tiene lamió todo signo de la heridas punzantes en la garganta de la víctima. Sólo un poco de tu sangre en la punta de la lengua hará esto. En Venecia los cadáveres son comunes. No es necesario que se esfuerzan tanto. Sin embargo, cuando cazamos en los pueblos aledaños, a continuación, a menudo usted puede tener que enterrar los restos. "
Yo estaba ansioso por todas estas lecciones. Que cazaban juntos fue un placer magnífico. Me di cuenta con la suficiente rapidez que Marius había sido torpe en los asesinatos que había cometido para mí ser testigo antes de que me había transformado. Supe entonces, que tal vez he dejado claro en esta historia, que él quería que yo siento compasión por las víctimas, que quería que la experiencia de terror. Él quería que yo viera la muerte como una abominación. Pero debido a mi juventud, mi devoción por él y la violencia que me han hecho en mi vida mortal a corto, yo no hubiera reaccionado como lo esperaba.
En cualquier caso, ahora era un asesino mucho más hábil. A menudo nos llevó a la víctima misma, juntos, bebiendo de la garganta de nuestro cautiverio, mientras alimentaba a partir de la muñeca del hombre. A veces se deleitaba en la celebración de la víctima bien para mí mientras yo bebía toda la sangre.
Nuevo ser, tuve sed, todas las noches. Yo podría haber vivido durante tres o más sin matar, sí, ya veces lo hice, pero por la quinta noche de negar a mí mismo - esto fue puesto a prueba - que era demasiado débil para levantarse de los sarcófagos. Así que lo que esto significa es que, cuando y si alguna vez por mi cuenta, tengo que matar por lo menos cada cuatro noches.
Mis primeros meses fueron una orgía. Cada muerte parece más emocionante, más paralyzingly deliciosa que la que había ido antes. La mera visión de una garganta al descubierto podría provocar en mí un estado de excitación que me volví como un animal, incapaz de idioma o la moderación. Cuando abrí los ojos en la oscuridad de piedra fría, que prevé la carne humana. Podía sentirlo en mis manos desnudas y yo lo quería, y la noche no podía tener otros eventos para mí hasta que yo había puesto mis manos poderosas de aquel que sería el sacrificio de mis necesidades. Por un largo rato después de la muerte, sensaciones dulces latidos pasa a través de mí como la sangre caliente aromático encontrado todos los rincones de mi cuerpo, ya que bombea el calor magnífica en la cara.
Esto, y sólo esto, fue suficiente para absorber por completo, los jóvenes como yo.
Pero Marius no tenía ninguna intención de dejar que me revuelcan en la sangre, el depredador jóvenes apresurados, sin otro pensamiento sino a sí mismo exceso noche tras noche. "Usted realmente tiene que empezar a aprender la historia y la filosofía y la ley en serio", me dijo. "Usted no se ha destinado a la Universidad de Padua ahora. Usted está destinado a perdurar."


Nacida bajo el nombre de Howard Allen O'Brien, desde pequeña cambió su nombre a "Anne". Se casó con el difunto poeta y pintor Stan Rice en 1961, con quien tuvo dos hijos, una niña, Michele en 1966 y que murió de leucemia a los 5 años de edad y el famoso escritor Christopher Rice (que nació en 1978).
Desde pequeña estuvo interesada en temas de vampiros y brujas. En su carrera como escritora, también ha publicado con los pseudónimos Anne Rampling y A.N. Roquelaure, este último en sus primeros años y para temas más orientados a adultos, sus libros contienen constantemente mezclas de lo horroroso con lo lujurioso, destacándose en sus historias de ficción los sentimientos homoeróticos que sienten sus personajes. Sus más importantes obras bajo estos pseudónimos son la Trilogía de la Bella Durmiente, donde Rice dejó volar su imaginación portentosa situando la acción en parajes lejanos y palacios.
Su primer libro, Interview With The Vampire (Entrevista con el vampiro en español) fue escrito en 1973 y publicado en 1976. En 1994 Neil Jordan realizó una película basada en su libro y protagonizada por Kirsten Dunst, Tom Cruise, Brad Pitt y Antonio Banderas. En 2002, Michael Rymer llevó a la pantalla el tercer libro de la serie Crónicas Vampíricas, titulado Queen Of The Damned (La reina de los condenados). La película fue criticada por su falta de coherencia respecto al libro original. El segundo libro de la saga, Lestat, The Vampire se convirtió en un musical de Broadway.
En diciembre de 1998 a Rice se le diagnosticó Diabetes Mellitus cuando entró en un coma diabético. Desde que empezó a seguir un tratamiento con insulina, Rice ha sido una activista para que la gente se haga exámenes para diagnosticar la diabetes. Debido a su eterna batalla contra el sobrepeso, así como la depresión causada por la enfermedad y la muerte de su esposo en diciembre de 2002, Rice llegó a pesar 254 libras (115 kilos). Cansada de la apnea al dormir, la movilidad limitada y otros problemas de la obesidad, se sometió a una cirugía de bypass gástrico el 15 de enero de 2003.
El 30 de enero de 2004, Anne Rice anunció que dejaría Nueva Orleans para mudarse al suburbio de Jefferson Parish, Luisiana. Ya puso la más grande de sus tres casas en venta y planea vender las otras dos. Vive sola desde la muerte de su esposo y la mudanza de su hijo a otro estado. Aunque algunos aseguran que desea más privacidad de los fanáticos que acampan días en las afueras de su casa, hasta 200 personas han sido contadas esperándola después del servicio dominical de la iglesia. También es muy requerida en las firmas de libros para los fans del género.
Rice pasó recientemente por un mal momento profesional cuando tuvo la oportunidad de leer unas malas reseñas que escribían algunos usuarios de Amazon.com sobre su libro Blood Canticle. La actitud de la escritora fue calificada de ridícula y fuera de lugar.
Últimamente la popularidad de Anne Rice ha decrecido bastante, en parte por la mala acogida de la crítica literaria a sus últimas obras. Las más recientes, como Sangre y Oro, la biografía de uno de sus personajes más queridos por ella y por los lectores, Marius, no ha conseguido el volúmen de ventas esperado, en parte debido al reciclaje intelectual que la propia autora ha hecho de sus libros, que se parecen demasiado los unos a los otros y no alcanzan el esplendor, la novedad, y la maestría de otros títulos anteriores.


OBRA:
Series
Crónicas Vampíricas - 
* 1º - Entrevista con el vampiro
* 2º - Lestat el vampiro
* 3º - La reina de los condenados
* 4º - El ladrón de cuerpos
* 5º - Memnoch el diablo
* 6º - Armand, el vampiro
* 7º - Merrick
* 8º - Sangre y oro
* 9º - El santuario
* 10º - Cántico de sangre


Las Aventuras Eróticas de la Bella Durmiente
* 1º - El rapto de la bella durmiente
* 2º - El castigo de la bella durmiente
* 3º - La liberación de la bella durmiente


Las Brujas de Mayfair
* 1º - La hora de las brujas
* 2º - La voz del diablo
* 3º - Taltos : las brujas de Mayfair
Nuevas Historias de los Vampiros
* 1º - Pandora
* 2º - Vittorio el vampiro
Cristo, El Señor
* 1º - El Mesías. El niño judío
* 2º - Camino a Caná
Songs of the Seraphim - Rice
* 1º - La hora del ángel
* 2º - Of Love and Evil
Títulos independientes
# Belinda
# El sirviente de los huesos
# Hacia el Edén
# La momia o Ramsés el condenado
# La noche de todos los santos
# Un grito en el cielo
# Violín

10 septiembre, 2006

Otro cuento de Elena Garro(México,1916/1999)


Testimonios sobre Mariana(fragmentos)

Sí, Mariana era la simpleza misma, la docilidad. ¡Mira qué engaño! La primera vez que la vi fue en una fotografía que nos mostró Pepe a su regreso de París. Sabina y yo nos inclinamos sobre una instantánea banal en la que aparecía una muchacha con medias de lana, abrigo claro y cabellos rubios. Estaba recargada sobre el tronco de un árbol en un bosque brumoso.
—¿Es Mariana?
En la pregunta nuestra había un dejo de malicia. La muchacha de la fotografía parecía una modesta enfermera inglesa. Pepe recogió la foto molesto. Su conversación se había vuelto monótona a fuerza de intercalar frases de la desconocida. Ahora la misma fotografía continúa sobre el escritorio de Pepe, en el mío hubo otras iguales, quietas, y guardado en algún lugar un mocasín negro con hebilla de plata, como el de un lacayo. Eso me quedó de Mariana. La vida está hecha de pedazos absurdos de tiempo y de objetos impuros.
Mariana empezó en ese bosque ligeramente horrado por la bruma. Más tarde la vi muchas veces en las esquinas de mi ciudad y corrí tras ella sólo para perderla entre la multitud. ¡Soy un tonto! No advertía que llevaba los dos mocasines puestos y que ella se hubiera presentado con un pie descalzo, como en la noche del pacto. ¡Miento! No hubo pacto. Sólo un juego que ella inventó. Guardo también su promesa escrita: "Te esperaré en el cielo sentada en la silla de Van Gogh". No hablo en orden. ¿Cuál es el orden con Mariana?
"Con ella hay que imponerse. Si la llamas por teléfono mandará decir que no está en casa. Tú insiste", me recomendó Pepe cuando preparábamos el viaje a París. Era fastidioso escucharlo...
En la cubierta del barco que nos llevaba a Europa decidí conocerla. La decisión me dejó melancólico. Debo reconocer que la melancolía es mi estado natural, a pesar de que los teólogos la consideran un atentado contra la existencia divina. Pero no soy creyente. Los barcos me dan la impresión de no ir a ninguna parte, lo cual si pudiera realizarse sería la solución para mi vida. Aunque cualquier solución sería igualmente absurda. Vivir es un problema arduo y hallarse en el mar es sólo una pausa. Durante el viaje tomé el sol en la piscina y observé a las pasajeras. Meditaba en el próximo barco en el que vendrían mis padres acompañados de Tana. Mi matrimonio es indisoluble y para acallar el escándalo, Tana viajaba con mis padres. El mar me recordaba las islas, una isla sería el remedio para lo irremediable. Acodado a la barandilla de cubierta traté de imaginar la dichosa soledad del mar. Salíamos del otoño del sur para dirigirnos a la primavera de Europa y el mar se aclaraba en azules surcados de verdes como anuncios de la isla imaginaría.
La llegada a Francia fue lluviosa. Al atardecer, Sabina y yo nos encontramos en nuestra habitación del hotel, donde contemplamos las copas de los árboles que daban sus primeros brotes. Éramos dos extranjeros sin nada que decirnos y me llené de nostalgia. Recordé a Pepe y llamé a su amiga. "La señora Mariana no está en casa", me contestó una voz brusca de un español. Yo sabía que era Narciso, el cocinero. Unos días después, cenamos con su marido, Augusto. Le pregunté por Mariana.
—¿Qué?... No sé por qué no vino —contestó asombrado.
Sabina lo encontró buen mozo y a mí me pareció tan aburrido como cualquiera de nosotros. "Mariana me era profundamente antipática", me había confesado Pepe frente a su marido, pensé que ésa era la verdadera naturaleza de Mariana. Pepe tenía un lado abyecto.
No debí insistir en conocerla, pero a nuestra vuelta a París, después de cinco semanas en Italia volví a llamarla muchas veces.
—Mira que tu mujer es esquiva —le dije a Augusto cuando cenamos una noche con él.
—Tiene un resfrío... y no anda bien de los nervios.
No imaginé que mi frase provocaría que la propia Mariana llamara al día siguiente, para proponer que cenáramos juntos esa misma noche. Yo debía cenar con Tana y con mis padres y me fui del hotel unos minutos antes de la cita con Augusto y con Mariana. Vencido por la curiosidad volví al hotel de improviso. En el vestíbulo, instalados en una conversación indolente encontré a Augusto y a Sabina. Frente a ellos una muchacha rubia envuelta en un abrigo blanco guardaba silencio. Era Mariana. Sabina se disgustó al verme.
—Olvidé las llaves del coche... —mentí.
Mariana me tendió una mano salpicada de pecas. Debía retirarme y desde la administración esperé el momento en que salían del hotel y alcancé a la muchacha que caminaba a la zaga de mi mujer y de su marido.
—Llámame al Claridge. Al cuarto 601 y dime en qué restaurante están —le dije riendo.
—¿Por qué no se lo pides a tu mujer? —me contestó con frialdad.
Me ofendió su respuesta impertinente. Pepe había olvidado decirme que Mariana parecía una deportista y que era pecosa. Respiraba salud aunque se cubriera con ese abrigo blanco en desacuerdo con la tibieza de la noche.
En el Claridge me esperaban mis padres acompañados de Tana. El teléfono sonó inmediatamente y mi madre me pasó el aparato.
—Estamos en el Ramponeau —dijo la voz de Mariana.
Abandoné a mi amante y a mis familiares. No supe las catástrofes que estaba provocando. En el restaurante Mariana se aburría. Volví a mentirle a Sabina y riendo ocupé un lugar vecino al de la muchacha. Augusto y mi mujer hablaban sobre la arquitectura moderna, que podía resumirse en dos palabras: socialista y funcional.
—No estoy de acuerdo. No somos insectos para que nos encierren en hormigueros o colmenas —dijo repentinamente Mariana.
—¡Cállate! —ordenó Augusto.
La orden cayó en la mesa como un manotazo desagradable. Mariana levantó su copa y la observó atenta. Llevaba un traje de jersey color azul celeste, de cuello alto, cerrado con un broche de oro. Sabina reanudó la conversación y de la arquitectura pasaron a Picasso.
—A mí me gusta Watteau —dijo Mariana.
La miré con una admiración fingida y le tomé una mano tostada por el sol:
—¡Somos almas gemelas! —exclamé.
Retiró la mano y leí en sus ojos la acusación: "¡Farsante!" Cuando salíamos del restaurante le pregunté por qué me había llamado al hotel.
—Porque tu mujer te obligaba a ir adonde no querías.
—¿Cómo lo supiste?
—A mí me sucede lo mismo.
Sentí vergüenza; estaba con nosotros obligada por Augusto. Guiados por su marido, fuimos a la Rhumerie Martiniquaise, lugar que horrorizó a Sabina. En el fondo del local oscuro ocuparnos una mesa adosada a la pared. Mariana quedó a mi izquierda separada de los otros dos. El café estaba invadido por jóvenes ruidosos y mal vestidos. Sus voces incoherentes se levantaban en el humo anunciando a gritos los lugares comunes de la cultura y de la revolución. El ambiente era perturbador. Fue entonces cuando ocurrió algo imprevisto: frente a Mariana surgió un hombrecillo viejo y harapiento que la señaló y me señaló con un dedo:
—Ustedes dos se van a enamorar —anunció.
El viejo desapareció y Mariana se echó a reír. Augusto se volvió inquieto:
—Es un vago que entra a los cafés y predice la suerte —nos explicó.
Una vez a solas en mi habitación creí sentirme triste. Siempre fui sentimental, "como los inútiles o los crueles", me explicó más tarde Mariana. Hablar de ella en un orden cronológico es difícil. Ahora sólo podría afirmar: ¿Mariana? es la mujer que me amó... Aunque puedo afirmar lo contrario: ¿Mariana? es la mujer que jamás me amó... Vivo bajo la impresión de que no existió nunca y de que nunca la amé. Tal vez su recuerdo me incomoda, aunque hay instantes que regresan y entonces veo que ambos quedamos escritos en el tiempo, como esas palabras escritas con tinta secreta y que sólo mediante determinada substancia resultan legibles, a pesar de aparecer en un papel en blanco o de llevar visible otro mensaje. Así, de pronto se reproduce la primera tarde en que salimos juntos. La esperé en una placita vecina de su casa y la vi venir corriendo hacia mí. Bajé del auto para recibirla en mis brazos, pero ella se esquivó y se introdujo veloz en el asiento junto al volante:
—¡Vamonos! Ahí viene... —gritó.
Un hombre rubio parecido a ella corría por la avenida sombreada de castaños en dirección nuestra. Eché a andar el automóvil y me alejé.
—¿Quién es?
—¡Mi sombra! No soporto que me amen. Te hacen sentir un criminal. Y son ellos los criminales —afirmó convencida.



Narradora y dramaturga mexicana. Nació en Puebla en 1916. Pasó su infancia en Iguala. En 1937 se casó con Octavio Paz y viajó con él y otros escritores mexicanos a Valencia, España para participar en el Congreso de escritores Antifascistas. Más tarde se divorció de Paz con quien tuvo a su hija Helena. En 1968 se exilió en Europa en donde pasó casi treinta años. Entre su obra teatral cabe mencionar: Un hogar sólido (piezas en un acto), La señora en su balcón y Felipe Ángeles. Todas sus obras dramáticas han sido representadas con éxito en México y en el extranjero. Como narradora escribió novela y cuento. Sus novelas más importantes son: Los recuerdos del porvenir, Y Matarazo no llamó, Inés, Recuento de personajes y Testimonios sobre Mariana. Sus libros de cuentos más destacados son: La semana de colores y Andamos huyendo Lola. Estilísticamente se le ha ubicado dentro del realismo mágico y de la literatura fantástica.

editorial Grijalbo-Mondadori, 1981.

28 julio, 2006

Liliana Heker (Buenos Aires, 1943)


audio del cuento

Cuando todo brille

Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como conge­lado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta si­tuación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Du­rante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con fa­miliaridad, casi con ternura, como si en cierto mo­do nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fiel­tro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.
—¿Cómo te fue hoy, querido? —preguntó.
Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tam­poco la obtuvo) que por restablecer un rito. Nece­sitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embar­go. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar:
Acabó de limpiar la entrada v soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dor­mitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margari­ta que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.
Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con pa­pas fritas, pero enseguida desistió: la grasa vapori­zada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de pe­netrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su ma­rido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.
Era el momento de ir al dormitorio. Apenas en­tró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.
—Voy a entrar, querido —dijo con dulzura.
El no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals Sobre las olas. La tormenta había pasado.
Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? El no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Sim­plemente, ella le pedía que cuando el viento sopla­ba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un capri­chito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que, por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no ha­bía viento.
—Vio mi salvaje, vio mi protestón que no era para hacer tanto escándalo —dijo.
Rió traviesamente.
Él se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con de­lectación. Después inclinó levemente el torso, es­cupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mi­rar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puer­ta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con es­trépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco in­feccioso. La expresión aleteó livianamente en su ca­beza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba co­mo un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a aten­der y apenas traspuso la puerta del dormitorio cap­tó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces sí lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos y tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desproli­jos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas.
Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otor­gó un centelleo diamantino a los caireles, bañó co­mo a hijos adorados a bucólicas pastoras de porce­lana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Ya las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cua­dro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después respiró profundamente el aire em­balsamado de cera. Echó una lenta mirada de sa­tisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacu­dir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el esco­billón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente sue­le ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adheri­da a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enja­bonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Enton­ces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a en­suciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo se­có con el secador del pelo y después lo sacó a la ca­lle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living.
Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había de­rramado. Miró con desaliento las manchas de hu­medad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. De­cidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandie­ron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nun­ca quedaba del mismo color. Un ligero desvaneci­miento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.
Se levantó y fue a la cocina. Una comida ca­liente tal vez la haría sentir mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sa­car una manzana cuando la invadió una ola de te­rror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilata­ba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su tur­no al piso de la cocina, no hay como el orden. Bus­có el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suelas de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parquet un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue pa­ra la cocina.
La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos, y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían em­pezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicha­rró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier mo­do era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya ha­bía penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.
La impaciencia puede volver a la gente un po­co torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparra­mó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al le­vantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.
Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormito­rio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el sue­lo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente acei­tosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosai­cos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. To­do estaba ya bastante sucio de todos modos. No de­bía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz grita­ba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamen­te al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse des­pués en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpo­llos de margarita, mamá? Sintió una inefable sen­sación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un lugar, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre sobre el suelo. Marga­rita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envol­vió toda la leyenda en un gran corazón. Una co­rriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su na­riz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.
—Margaritas —le dijo al puestero—. Las más blancas. Muchas margaritas.
Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índi­ce y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, pala­deando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blan­do, gorgoteante, le llegó desde la cocina.

24 julio, 2006

Rocío Uchofen (Perú-Lima,1972- Nueva York 2005)


La Biblioteca de Borges*

Aprendí a vivir prudentemente en el silencio cuando, a causa de una tiroidectomía que, según los médicos, me salvaría del cáncer, mis cuerdas vocales se dañaron y por ende la voz se me debilitó. Yo era muy niña, de por sí muy retraída; fue fácil acostumbrarme a esa nueva experiencia. Me refugié en los libros y empecé desde ese entonces a subsanar mi limitación mientras experimentaba la fortaleza del lenguaje escrito. Ustedes no me conocen, nunca han reparado en mí. Yo soy la muchacha que pasa imperceptible por las calles, la que se escurre silenciosa en las clases magistrales, en la multitud de las conferencias, o los recitales literarios. La que va a todos lados con aquella sudadera impecablemente blanca, cuyos puños mi madre ha zurcido varias veces y apenas me cubren las muñecas, soy la que lleva esos jeans gastados y vueltos a teñir, mientras mis tobillos frágiles se muestran cubiertos por la transparencia de las medias de nylon y mis pies se moldean a los mocasines que me ayudan a caminar con más sigilo de lo natural. Ustedes apenas reparan en mí. No les atraigo. Soy una paria a quien se soporta como se soportan a todos las extrañezas de este país. No soy interesante, no aparento inteligencia notable, ni soy bonita. Vivo en mi mundo extraño, usualmente pierdo la voz, no puedo gritarle al conductor del autobús que la siguiente esquina es mi parada y tengo que esperar, silenciosa, a que alguien por fin avise que se baja varios bloques más allá, para seguirlo y abandonar el vehículo, reconocer la calle y caminar de regreso hacia mi destino original. Soy otra de las tantas que deambulan de día por las veredas ruinosas y sucias de esta ciudad. Ustedes se quedarían admirados si yo les contase que escribo. No lo creerían, no calzo en el clisé, no tengo el tipo; es más, si se cruzan conmigo en la calle, pueden que me tachen hasta de analfabeta o me clasifiquen en el conjunto amontonado de las seguidoras de la telenovela de las ocho. Sin embargo, señores, ¿qué pensarían de mí si yo les hablara de mi amistad con Borges?, si les contara de la sutil sabiduría en el oficio que me inculca en cada encuentro, de las horas interminables de intercambio de ideas, de lo infinito de un consejo práctico y sin palabras.
“Borges está muerto”, sentenciará uno de ustedes, a la vez que dé vuelta a la página. Borges está muerto, sí, no lo ignoro. Yo no vivo en Borges, ni Borges vive en mí. Los muertos jamás dejan de ser si nosotros no los dejamos. Por tanto, “él es”, así como suena la sentencia, sin ningún susto o aspaviento. Se le puede ver fluir claramente en la bruma cerrada al final de aquellas noches impolutas de recuerdos significativos o edificantes. El ascenso a lo perfecto no es irreal ni soñado. Los límites hexagonales de horizontalidad me enmarcan en el área etérea de silencios estelares. Puedo ascender o bajar por la multitud de niveles de acuerdo a lo que estoy buscando. Borges siempre aparece en alguno de esos pasadizos solitarios, conoce cada punto cósmico del lugar, reconoce a través de su invidencia cada escalón en su perfecta simetría con el todo conceptual, es éste el que sostiene el devenir de su presencia en el engranaje general del universo. ¿Qué si soy la única visitante allí? No lo sé, hay demasiada sabiduría para perder un momento y mirar alrededor. Yo sólo veo a Borges y él me guía con suficiencia hacia la solución de la interrogante existencial que me ha llevado a iniciarle la conversa. No es una relación fácil. A veces me atemoriza. Por ejemplo, muchas veces me ha llevado casi paternalmente de la mano hacia elucubraciones teóricas laberínticas, para luego dejarme divagar en el centro mismo del embrollo, sin ninguna ayuda ni pista para encontrar aquél hilo de Ariadne que me permita unir silogismos de apariencias distintas, cuya respuesta exquisita y fascinante me lleve a la contemplación serena de la maravilla del conocimiento real. Todo unido a una angustia inenarrable de nunca hallar la salida, de perderme y no regresar jamas al mundo donde me esperan mi cuerpo y mi madre. Otras veces ha querido aterrarme con historias imposibles, las ha pronunciado con las palabras necesarias para que luego estén dando vueltas en mi cabeza. He sentido que, tras la despedida, cuando vuelvo a la concretización de las ideas, él ha querido irse conmigo y muchas veces se ha adueñado de mi voz interna para repetir hasta el cansancio temas y argumentos que yo no quiero escribir. Sin embargo, en la oscuridad de la noche palpable y cotidiana, cuando abro mis ojos a las tinieblas y rememoro lo aprendido en La Biblioteca estelar, no me arrepiento. Entonces, con el ánimo de quien llega a casa luego de una jornada beneficiosa y fructífera, me preparo a reponer las fuerzas, me envuelvo en las sábanas, me acuesto de lado. Borges debe estar sonriendo maliciosamente entre los estantes de La Biblioteca. Mi ser vuelve al encierro corporal y a los límites inefables de la sabiduría humana. De cuando en cuando creo sentir dolores intensos de cabeza o en el estómago, pero no hay nada como el mantra de repetir los últimos versos de algún poema renacentista, o elucubrar nuevas paradojas difícilmente refutables para vencer a Borges en una nueva ocasión. Todo eso me ayuda a conciliar el sueño. En el silencio de aquellas noches húmedas, he creído escuchar el sollozo de mi madre en las otras habitaciones, como un alma que se queja y vaga silenciosa de cuarto en cuarto, sé lo que murmura su voz quebrada, sé que sufre. Vuelvo a mi mantra del día para acallar una verdad que necesito negar, que no acepto, que realmente no cuenta en la Biblioteca estelar. Pero el cáncer me vence, dicen los sollozos maternos, que el cáncer me está acabando. Entonces, a pesar de mi concentración extrema, regresa a mi cuerpo el dolor.


difundido por cuentos peruanos contemporáneos

(Lima 1972-2005) Fue miembro de la Asociación Cultural Libro Abierto. Graduada de la facultad de Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha participado en encuentros y coloquios como el "Segundo encuentro de escritores jóvenes" organizado por la APPAC en 1991 o el I Encuentro de Narradoras en la PUCP (organizado por la revista Vanaguardia) Sus cuentos y poemas se han publicado en varias antologías de América y Europa. Ha publicado el poemario Liturgias Clandestinas y el libro de cuentos Odalia y otros sin esquina. Actualmente radica en Nueva York desde donde dirige el web site HÍBRIDO LITERARIO y estudia un Master en Literatura Inglesa.

24 junio, 2006

Magalí García ( Puerto Rico,1946)



"Tío Sergio se quedó callado luego, y recorrió con la mirada la galería, el viejo armario de caoba donde se guardaban los trastes grandes de cocina, las ollas enormes para hervir pasteles en Navidad, las sartenes para freír plátanos para treinta personas, el fregadero donde Mamá lavaba los pollos recién pelados y el enrejillado de madera que daba al patio de atrás, por donde llegaba ahora el atardecer sobre y palomar, y dijo pensativo: “A la verdad que los colores de acá son distintos, tan distintos. Allá en Nueva York no hay atardeceres así, son bonitos, pero es otra cosa.
(...)

Era un sentir tan de susto y a la vez tan placentero andar con Tío Sergio a casa de Don Gabriel.  Sentíamos al cuello el resoplido, el calor de las palabras de coraje y los regaños que recibiríamos si nos cogían in fraganti.  Pero no podíamos evitar el altruista gesto, el dramático gesto, el retador gesto de acompañar al Tío como en secreta cofradía, a la casa del Nacionalista ese, de la mujer perdida esa, del hijo natural ese –porque allí no se salvaba nadie del rechazo de mi familia y mi clase—y tomar café con ellos, y sentarnos en el  balcón un poco temerosos pero desafiantes, un poco a escondidas, no dejando  ver nuestro rostros desde la 
calle, sentándonos de soslayo, pero sentándonos”


de "Felices días, tío Sergio" (1987)


Escritora puertorriqueña. Magali García Ramis ingresó en 1964 en la Universidad de Puerto Rico, en la que obtuvo el bachillerato en historia, y poco después empezó a publicar colaboraciones en el diario español El mundo.
En 1968 se trasladó a Nueva York para estudiar periodismo en la Universidad de Columbia. En 1971, de regreso a Puerto Rico, empezó a trabajar para El imparcial y para la revista literaria Avance y a escribir sus primeros cuentos. Tras una corta estancia en México, y de nuevo en Puerto Rico, ejerció desde 1977 la docencia en la Escuela de Comunicaciones de Puerto Rico. Es además habitual colaboradora en la prensa de su país.
Entre las obras de Magali García Ramis destacan las colecciones de cuentos La familia de todos nosotros (1976), sobre los cambios que traen las nuevas generaciones en las familias, y Las noches del Riel de oro (1995); la colección de ensayos La ciudad que me habita (1993); y la novela Felices días, tío Sergio (1987)
Ésta última, su obra más traducida y premiada, relata la historia de Lidia, una niña que se cría en una familia de la clase media puertorriqueña, la cual se mueve entre identidades contradictorias: la propia cultura puertorriqueña, la herencia europea y el modelo norteamericano. Fuertemente ligada a su tierra natal, la narrativa de Magali García Ramis discurre con fluidez sobre temas como las relaciones familiares, la identidad puertorriqueña y la condición femenina.

16 junio, 2006

Katherine Anne Porter( EE.UU., 1890 – 1980).


Calabazas para la abuelita Weatherall

Zafó su muñeca de entre los dedos regordetes y cuidadosos del doctor Harry y subió la sábana hasta su barbilla. ¡El mocoso debería andar con pantalones cortos, en vez de pasar por doctor en toda la región usando anteojos sobre la nariz!
—Váyase ahora, tome sus libros escolares y váyase. No tengo nada.
El doctor Harry puso una mano cálida, similar a un almohadón, sobre su frente, donde una vena verde se bifurcaba danzante crispándole los párpados.
—Bueno, bueno, sea obediente y podremos levantarla dentro de poco.
—Esa no es forma de hablarle a una mujer de casi ochen ta años sólo porque está enferma. ¡Prefiero que respete a sus mayores, jovencito!
—Está bien, señora, discúlpeme—. El doctor Harry le palmeó la mejilla—. Tengo que prevenirla ¿o no? Usted es maravillosa pero necesita cuidarse o no andará bien y lo lamentará.
—No me diga lo que me pasará. Ya estoy en pie, moralmente hablando. Cornelia tiene la culpa. Tuve que acostarme para librarme de ella.
Sentía los huesos sueltos, flotar dentro de su cuerpo y veía al doctor Harry como un globo flotante al pie de la cama. Flotaba y se bajaba el chaleco y los lentes le columpiaban de un cordel.
—Bueno, quédese donde está, de cualquier manera no le hará daño.
—Váyase de una vez a curar a sus enfermos—, dijo la abuelita Wheatherall—. Deje en paz a una mujer sana. Lo llamaré cuando lo necesite... ¿Dónde estaba usted hace cuarenta años cuando aguanté una flebitis y una neumonía doble? Ni siquiera había nacido. ¡No deje que Cornelia lo domine! —gritó porque el doctor Harry parecía flotar hasta el cielo y salir volando. ¡Pago mis propios gastos y no desperdicio dinero en tonterías!
Quiso hacerle un gesto de adiós, pero le costaba demasiado trabajo.
Los ojos se le cerraban solos, era como si una cortina oscura cayera alrededor de la cama. La almohada levitó, flotante sobre su cabeza. Escuchó el susurró de las hojas fuera de la ventana. No, no, alguien estaba hojeando periódicos ... No, Cornelia y el doctor Harry murmuraban. Se despertó sobresaltada, pensando que conversaban en su oreja.
—¡Nunca estuvo así, así nunca!
—Bueno, ¿qué esperamos?
—Sí, ochenta años de edad...
—Bien, ¿y que si así era? Todavía tenía oídos. Cornelia acostumbraba cuchichear tras las puertas. Siempre contaba secretos a voces, tratando eternamente de actuar con tacto y gentileza. Cornelia tenía sentido del deber. Ese era su problema. Responsabilidad y bondad.
—Es tan buena y responsable —dijo la abuelita—, que quisiera pegarle. Se vio a sí misma golpeando bien fuerte a Cornelia.
—¿Qué dices, mamá?
La abuelita sintió como si el rostro se le endureciera:
—Me gustaría saber... ¿es que uno no puede pensar?
—Creí que deseabas algo.
—Sí. Quiero un montón de cosas. Antes que nada que se vayan y dejen de murmurar.
Se recostó y adormeció esperando que durante su sueño los muchachos permanecieran fuera y la dejaran tranquila un minuto. Había sido un largo día. No es que se sintiera cansada. Era que siempre resultaba agradable aprovechar un momento para sí misma. Había siempre tanto que hacer: Mañana.
Mañana quedaba muy lejos y no existía ningún problema pendiente. Las cosas terminarían de alguna manera cuando llegara su tiempo; gracias a Dios siempre había un pequeño margen de paz: entonces una persona podía trazar su plan de vida y desarrollarlo ordenadamente. Era bueno tener todo limpio y guardado, con los cepillos de pelo y las botellas de tónico colocadas derechitas sobre la carpeta de lino bordada. El día comenzaba sin problemas y los estantes de la despensa estaban repletos de pomos con mermelada, y tarros cafés y blanca porcelana china con arabescos azules y dibujos; café, té, azúcar, gengibre, canela, todas las especies; y el reloj de bronce coronado por un león bien sacudido. ¡El polvo que podía caerle a ese león en veinticuatro horas! El desván guardaba una caja con todos esos paquetes de cartas; mañana se ocuparía de ellas. Todas esas cartas..., las de George, las de John y las que ella les había enviado a los dos, andaban por allí desparramadas y los niños podían encontrarlas y eso la incomodaba. Sí, esa sería su tarea de mañana. No había razón para que nadie se enterara de lo tonta que a veces había sido.
Mientras rumiaba, encontró a la muerte en su pensamiento y le pareció turbia y estrambótica. Se había preparado durante tanto tiempo para afrontarla que no necesitaba comenzar por el principio. Dejaría tranquilo el asunto. Cuando cumplió sesenta años, se creyó muy vieja y acabada y estuvo viajando para ver a sus hijos y a sus nietos llevando un secreto en su pensamiento: ¡Este es el fin de su madre, niños! Hizo su testamento y cayó en cama con una larga fiebre. No resultó sino una idea, como cualquier otra, afortunada porque le quitó la sensación de la muerte durante mucho tiempo. Ahora no se preocupaba. Esta vez tenía más sentido común. Su padre vivió hasta los ciento dos años y en su último cumpleaños bebió un vaso de fuerte ponche caliente. A los reporteros que fueron a entrevistarlo les dijo que era su hábito cotidiano. Logró escandalizarlos y se sintió muy satisfecho. La abuelita quiso atormentar un poco a Cornelia:
—¡Cornelia, Cornelia!—, no escuchó pasos pero una mano suave se posó sobre su mejilla—. Bendita seas ¿dónde estabas?
—Aquí, mamá.
—Bien Cornelia, dame un vaso de ponche caliente.
—¿Tienes frío, querida?
—Un poco, Cornelia. Permanecer en cama perjudica la circulación. Te lo he explicado más de cien veces.
Podía escuchar a Cornelia diciéndole al marido que su madre se portaba algo infantil y que le seguiría la corriente. Le asombraba mucho que Cornelia la creyera sorda, ciega y muda. Con miraditas rápidas y gestos tímidos la señalaba como diciendo: No la hagan enojar, síganle la corriente, tiene ochenta años, y ella estaba allí como sentada dentro de un capelo. Algunas veces la abuelita se proponía empacar todas sus cosas y mudarse a su casa, donde nadie le recorda ra a cada instante que estaba vieja. ¡Espera, espera, Cornelia, a que tus propios hijos se aconsejen a tus espaldas!
En épocas mejores habían llevado una buena casa y trabajaba mucho. Entonces no era tan vieja puesto que Lidia atravesaba doscientos kilómetros sólo para pedirle consejo porque uno de los chicos se había descarriado, y Jimmy venía aún y comentaba asuntos con ella: —Ahora, mamy, tú que tienes tan buena cabeza para los negocios ¿que piensas de esto? ... ¡Vieja! Cornelia no podía ni cambiar los muebles sin consultarla. ¡Minucias, minucias! Eran tan dulces los chicos. La abuelita deseaba que regresaran los viejos tiempos cuando los niños eran pequeños y todo estaba por empezar. Fue una lucha dura, y nunca se venció. Pensaba en toda la comida que cocinó, en toda la ropa que cortó y cosió, en todos los jardines que había cultivado... los muchachos servían de muestra. Ahí estaban, hechura suya, y no podían negarlo. Algunas veces deseaba ver a John nuevamente y señalárselos a todos con el dedo y decirle ¿no lo hice tan mal, verdad? Pero eso esperaría. Mañana. Acostumbraba pensar en John como en un hombre, pero ahora los muchachos eran mayores que su padre; y él sería un niño junto a ella si volvieran a estar juntos. Parecería una situación extraña y aberrante. John ni siquiera la reconocería. Ella había levantado una cerca alrededor de cuarenta hectáreas, cavando hoyos para los postes y afianzando los alambres con la única ayuda de un muchacho negro. Eso cambia a una mujer. Lo mismo que transitar caminos del campo, en invierno, cuando va a parir, velar noches enteras a caballos enfermos, negros enfermos, hijos enfermos y no perder casi ninguno; también eso transforma a una mujer. ¡John no perdí casi ninguno! Él entendería al instante, lo entendería ¡no necesitaría explicaciones!
Sintió ganas de subirse las mangas para poner otra vez todo en orden. No importaba que Cornelia determinara estar en todas partes, había gran cantidad de cosas inconclusas. Ella empezaría mañana y las terminaría. Hay que estar fuerte para aguantarlo todo, incluso cuando lo hecho se desvanezca, cambie o se resbale de las manos, tanto que al momento de terminarlo casi se olvide la razón por la cual trabajamos. Una neblina cubrió el valle, la vio avanzar al través del arroyo, devorando árboles, la vio levantarse hasta la colina como un ejército de duendes. Pronto llegaría al límite del huerto y, entonces, sería el momento de encender las lámparas. Vengan niños, no deben permanecer a la interperie de la noche.
Era hermoso encender las lámparas. Los muchachos se amontonaban y respiraban como terneritos encerrados en el establo. Sus ojos seguían el cerillo y miraban la flama crecer y detenerse en una curva azul; luego se alejaban. La lámpara estaba encendida y ellos no tenían motivo para sentir miedo y colgarse a las enaguas de su madre. Nunca, nunca, nunca más. Dios te agradezco mi vida entera. Sin ti, mi Dios, no lo hubiera logrado. Santa María, llena de gracia.
Quiero que recojan toda la fruta este año y que no desperdicien nada. Alguien puede siempre aprovecharlo. No dejen podrir cosas buenas sin usarlas. Se desperdicia la vida cuando se tira la buena comida. Nunca permitan que las cosas se pierdan. Es amargo perderlas. Ahora, impídanme seguir pensando, estoy cansada tomando una siestecita antes de cenar...
La almohada levitó contra sus hombros y presionó su cabeza y exprimió sus recuerdos. ¡Ay, quítenme esta almohada! Me asfixia. Resultaba tan fresca la brisa y tan verde la mañana sin presagios. Pero él no había llegado como siempre. ¿Qué hace una señorita cuando se ha puesto el velo blanco y preparado el pastel de bodas para un hombre que no llega? Intentó recordar. No, juré que no me lastimaría otra vez. Él nunca me hirió sino entonces... ¿qué había hecho? Era el día, el día, pero un remolino negro se levantó y lo cubrió, se deslizó hasta el campo brillante donde los árboles estaban plantados cuidadosamente en hileras ordenadas. Era el infierno, reconoció el infierno apenas lo vio. Durante sesenta años había rezado para no recordarlo y para que su alma no cayera en el pozo profundo del infierno y ahora las cosas se combinaban en una y las memorias de él se convertían en una nube de humo infernal que invade su mente cuando apenas procuraba librarse del doctor Harry para descansar un minuto. Es tu vanidad herida, Ellen, precisó una vocecita en la cima de su mente. No permitas que te domine el orgullo. A muchas muchachas les dan calabazas. ¿Te plantaron, verdad? Pues supéralo. Sus párpados se entreabrieron y se filtraron unos rayos de luz azulada similar a un papel de china sobre los ojos. Debería levantarse y bajar las cortinas o nunca podría dormir. Estaba encamada y no bajaron las cortinas. ¿Cómo sucedió? Mejor era voltearse, taparse la luz porque dormir con luz le daba pesadillas.
—Madre ¿cómo te sientes? —y un picante sudor frío sobre la frente. ¡Pero no me gusta que me laven la cara con agua fría!
¿Hapsy? ¿George? ¿Lidia? ¿Jimmy? No, Cornelia y sus facciones que se dilataban y se cubrían de manchas.
—Ya vienen, querida, pronto estarán todos aquí—. Vete a lavar la cara, niña, pareces payaso.
En lugar de obedecer, Cornelia se arrodilló y puso su cabeza contra la almohada. Simulaba hablar pero no se oía ningún sonido.
—Bueno, ¿te comieron la lengua? ¿De quién es el cumpleaños? ¿Darás una fiesta?
La boca de Cornelia se movió aprisa con extraños gestos. —No hagas eso, me impacientas, hija.
—No, mamá, no...
Tonterías. Los niños son tercos. Le discuten a uno cada palabra.
—¿No qué, Cornelia?
—Aquí está el doctor Harry.
—No quiero ver otra vez a ese joven. Se acaba de ir hace cinco minutos.
—Eso fue esta mañana, madre. Ahora es de noche. También está aquí la enfermera.
—Soy el doctor Harry, señora Weatherall. ¡Nunca la vi tan joven ni tan feliz!
—Ay, nunca más seré joven; sin embargo, me sentiré contenta si me dejan descansar.
Pensó que hablaba fuerte pero nadie respondió. Sintió un peso cálido en su frente, una pulsera caliente en su muñeca y una brisa que continuaba susurrante, intentando decirle algo. Un murmullo de hojas en las manos eternas de Dios. Él las sopló y las hojas danzantes musitaron.
—Madre, no te asustes, van a inyectarte.
—Fíjate aquí, hija ¿por qué hay hormigas en mi cama? Ayer hallé hormigas en el azúcar. ¿Trajeron a Hapsy también?
A Hapsy era a quien quería ver. Recorrió muchos cuartos hasta encontrarla parada con un bebé en los brazos. Le parecía que ella misma era Hapsy, y que el bebé acunado era Hapsy y él mismo y ella, todo a la vez, y no había sorpresa en el encuentro. Entonces la imagen de Hapsy se desvaneció y se puso transparente como una gasa gris y el bebé fue una sombra etérea... y Hapsy se acercó y dijo:
—Pensé que nunca llegarías. Y al mirarla de cerca agregó:
—¡No has cambiado ni un poquito! Se inclinaron para besarse cuando Cornelia empezó a murmurar desde lejos.
—¿Quieres decirme algo? ¿Puedo hacer algo por ti?
Sí, cambió de pensar después de sesenta años y le gustaría ver a George. Quiero que encuentres a George. Encuéntralo y dile que lo perdono, cuéntale que de todos modos tuve marido y mis hijos y mi casa como cualquier otra mujer. Una buena casa y un buen marido que amé, y lindos niños suyos. Mucho mejor de lo que imaginé. Dile que me fue devuelto todo lo que él me quitó y mucho más. Oh, no, no, Dios, había algo más aparte de la casa, el marido y los hijos. Seguramente eso no era todo. ¿Qué era? Una cosa intangible que no volvió... Su respiración se hizo dificultosa bajo sus costillas y se convirtió en un monstruo aterrador, con uñas filosas. Le taladraban el cerebro y la agonía se volvió atroz: —Sí, John llama al doctor, no hablemos más, mi hora ha llegado.
El nacimiento de éste debió ser el último. El último. Debió haber sido el primero porque era el que de verdad ella quería. Todo vino a buen tiempo. Nada se olvidó ni estuvo relegado. Se portó fuerte, en tres días estaba tan bien como siempre. Mejor. Una mujer necesita tener leche para llenarse de salud.
—Madre ¿me oyes?
—Te he dicho...
—Mamá, el padre Connolly está aquí.
—Tomé la sagrada comunión la semana pasada. Dile que no soy tan pecadora.
—El padre sólo desea hablar contigo.
Que hable tanto como guste. Acostumbra llegar preguntando por el alma de uno como si inquiriera por un bebé, y luego quedarse a tomar una taza de té, jugar cartas o chismosear. Siempre sacaba a relucir un cuento pícaro, generalmente sobre un irlandés que se equivocaba a menudo y lo confesaba, y lo chistoso era alguna tontería que soltaba en la confesión mostrando su duda entre una piedad innata y su pecado original. La abuelita no temía por su alma. ¿Cornelia, dónde quedaron tus modales? Ofrécele una silla al padre Connolly. Se entendía con unos cuantos santos favoritos que le abrirían el camino hasta Dios. Estaba firmado y sellado como los papeles relativos a las cuarenta hectáreas. Para siempre... heredados y trasladados de dominio para siempre. Desde aquel día en que no se cortó el pastel de bodas sino que se tiró y desperdició. La razón de su existencia había desaparecido y ella quedó allí ciega y sudorosa, sin nada bajo los pies y con las paredes cayéndosele encima. La mano de él la sostuvo por debajo del busto, o hubiera caído; allí estaba el piso recién encerado con el tapete verde encima, exactamente como antes. Él lanzó una maldición similar a la de un perico de marinero, y exclamó: —Lo mataré por ti... No lo toques, hazlo por mí. Déjale su castigo a Dios... —No, Ellen, debes creer lo que te digo...
Así que no hubo nada, nada por qué preocuparse, excepto ciertas veces en las noches cuando algún niño lloraba por una pesadilla y ambos se atropellaban bajando de la cama y temblaban buscando los fósforos mientras gritaban: —Espera un minuto, aquí estamos. —John, busca al doctor. Hapsy se muere. Pero allí estaba Hapsy parada junto a la cama con una gorra blanca.
—Cornelia, dile a Hapsy que se quite esa gorra. No puedo verla bien.
Abrió mucho los ojos y el cuarto le pareció igual a un cuadro que había visto en otra parte. Colores oscuros en las sombras que se levantaban como torres hasta el cielo haciendo largos ángulos. La alta cómoda negra relucía sin nada encima salvo una fotografía de John, ampliada de otra pequeña, con los ojos muy negros cuando debieron ser azules. Usted no lo conoció ¿entonces cómo sabía cómo eran? Sin embargo, el hombre insistía en lo perfecto de la copia, rica en detalles y bonita. Para ser una fotografía está bien, pero este no es mi esposo. La mesa junto a la cama tenía una carpeta de lino, un candelero y un crucifijo. La luz azulada venía de las pantallas de seda que puso Cornelia. ¡No era luz sino un perifollo! Se tiene que vivir cuarenta años con lámparas de petróleo para apreciar una buena luz eléctrica. Se sintió muy fuerte y vio al doctor Harry con un halo rosa.
—Parece un santo, doctor Harry, juro que nunca estará usted tan cerca de la santidad.
—Está diciendo algo.
—Ya te oí, Cornelia. ¿Qué es toda esta revoltura?
—El padre Connolly dice...
La voz de Cornelia se entrecortaba y golpeaba como una carreta en un mal camino. Bamboleaba en las esquinas, regresaba y no llegaba a ningún lado. Vivaz, la abuelita se subió al carro y tomó las riendas, pero guiaba el carro un hombre sentado junto a ella y lo reconoció por las manos. No lo miró a la cara; lo supo sin verlo, en cambio miró hacia abajo del camino donde los árboles se inclinaban y saludaban entre sí y miles de pájaros cantaban una misa. Quiso cantar también, pero puso su mano en el escote de su vestido y sacó un rosario, y el padre Connolly rezaba en latín con voz solemne y le hacía cosquillas en los pies ¿Dios mío, quiere dejar esas tonterías? Soy una mujer casada. ¿Qué importa si él se fue y me dejó enfrentar sola al sacerdote? Encontré un mundo mejor. No cambiaría a mi marido por nadie, salvo por San Miguel y pueden decirle eso de mi parte y darle las gracias en la barata.
La luz destelló sobre sus parpados cerrados, y un bramido profundo la sacudió. ¿Es un relámpago, Cornelia? Oí un trueno. Habrá tormenta. Cierra todas las ventanas. Mete a los niños...
—Mamá, aquí estamos todos...
—¿Eres tú Hapsy?
—Oh, no, soy Lydia. Manejamos tan rápido como pudimos.
Sus rostros se agacharon sobre ella. El rosario cayó de sus manos y Lydia se lo colocó otra vez. Jimmy intentó ayudar, las manos se encontraron a tientas, y la abuelita apretó los dedos alrededor del pulgar de Jimmy. No bastaban las cuentas del rosario, necesitaba algo vivo. Estaba tan asombrada que sus pensamientos corrían en torno. Entonces, mi amado Señor, esta es mi muerte y yo ni siquiera lo pensaba. Mis hijos vinieron para verme morir. Pero no puedo, no es la hora. Oh, siempre odié las sorpresas. Quise darle a Cornelia el juego de amatistas... Cornelia tendrás el juego de amatistas, pero Hapsy lo usará cuando quiera, y, doctor Harry, cállese. Nadie lo llamó. Ay, mi amado Señor, espera un minuto. Necesito hacer algo con mis cuarenta hectáreas, Jimmy no las necesita y Lydia las necesitará con ese torpe marido que tiene. Debo terminar el mantel del altar y enviarle seis botellas de vino a la hermana Borgia para su digestión. Quiero mandarle seis botellas de vino a la hermana Borgia, padre Connolly recuérdamelo...
La voz de Cornelia se transformaba en sílabas y se que braba.
—Ay, mamá, ay, mamá, ay, mamá...
—No me voy Cornelia. Me tomaron por sorpresa. No puedo irme.
—Verás a Hapsy nuevamente, ¿qué pasó con ella?
—Pensé que no llegarías nunca—. La abuelita hizo un largo viaje buscando a Hapsy. ¿Qué pasa si no la encuentro? ¿Qué hago? Su corazón se hundió más y más, no había fondo para la muerte, no podía llegar al final. La luz azul de la lámpara de Cornelia se volvió un punto diminuto en el centro de su cerebro, parpadeó y aleteó como un ojo y suavemente fue disminuyendo. La abuelita yacía como ovillo, asombrada y alerta con la mirada fija en el punto de luz que era ella misma; ahora su cuerpo era un hondo montón de sombras en la oscuridad eterna y esa oscuridad se trenzaría a la luz, tragándosela. ¡Dios, haz una señal!
No hubo señal. Por segunda vez no vino el novio aunque el cura estaba en casa. Ella no lograba recordar ningún otro sufrimiento porque aquel dolor había barrido los demás. No, nada hay más cruel que esto. Nunca se lo perdonaré. Se distendió con un suspiro profundo y apagó la luz.
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