16 enero, 2017

María Bernardello: (Buenos Aires, 1972)


SI ES ASI, YO PUEDO CONSOLARTE
Corté el teléfono y estacioné a metros de un cartel que decía: yo soy el camino, la verdad y la vida. Bajé del auto y caminé despacio, sin rumbo, para cambiar de aire. Esta vez las cosas iban a ser distintas. Estaba decidida a no seguir soportando ese trabajo. Estaba decidida a no volver.
Un soplo de viento agitó un vestido colgado de una percha en un portón y entré. El vestido era rojo y lindo. La ropa colgada de percheros en un garaje bastante grande, apenas adaptado como local de ropa usada. Me recibió un hombre con delantal azul. Tenía shorts y unas zapatillas deportivas sin medias. Se le veían las piernas cortas y peludas. El pelo gris, engrasado, peinado hacia atrás. Miré alrededor, había un poco de todo: una cómoda con espejo redondo, algunas valijas de cuero, sombrillas de encaje con volados, un Perramus, unos mocasines Guido color crema y más ropa usada colgada en roperos sin puertas. La música que sonaba era preciosa, de películas célebres en francés. Canté Si ca je peut te consoler , de Jane Birkin.
Me gustó un traje de baño blanco, de ribetes azules, con cuadraditos que se dispersaban en el centro y se concentraban en el busto y la entrepierna. Era entero y se angostaba en la cintura. Agarré una pollera al bies, estampada con colores brillantes, con flores y rayas: fresca. Me sentí en otro mundo, entre el polvo y esa música de películas. Una mesa hacía de mostrador y dividía la habitación en dos. Del otro lado había más ropa apilada y una mujer, a la que no había visto, planchaba. Saqué de una percha una pollera tableada color tiza. El hombre empezó a silbar. Me puse la pollera por encima como para calcular el talle. El hombre me miró y me dijo:
-Te queda bien. Es muy hermosa. Si querés podes pasar al probador- me señaló la puerta entreabierta del baño.
-Es un lujo esto, ¿eh?
-¿Cómo?
-La música que escuchás, es un lujo.
-¿Te gusta? Es una colección- me dijo el hombre.
Me sentí bien. Canté Raindrops keep falling on my head. Me acerqué con la ropa al mostrador para pagar. Le di cien pesos al hombre para que me cobrara quince, pero no había suficiente cambio. Llamó a la planchadora y le pidió que fuera a buscar. Ella agarró el dinero y se fue.
Recorrí una vez más el lugar, la puerta doble abierta de par en par, el vestido rojo, los percheros. Me detuve en el baño, tan chic, rosa, con el espejo de marco dorado, largo y angosto y el aplique de luz destartalado. El hombre silbaba, yo cantaba bajito.
-¿Ves? Estos son todos míos.- me dijo señalando los discos casi nuevos. Grandes éxitos de Roberto Carlos, singles de Astrud Gilberto y Getz, y unas tentadoras ediciones limitadas de Jane Birkin y Sergé. Me mostró con entusiasmo las tapas y contratapas de cada disco, las fotos.
-¿Los querés? -me dijo- Si te ponés la malla, te los regalo.



Lo miré de reojo y entré al baño. La puerta no cerraba bien. Me desvestí con cuidado porque el piso estaba sucio y, como pude, colgué la ropa de un gancho. Me probé el traje de baño y me miré en el espejo. Me quedó justo. Me acomodé las tetas. Desde el espejo miré al hombre. Me puse de costado, me levanté el pelo y ajusté las tiritas, lo miré; me chupé un dedo y bajé la mano. No saqué la vista del espejo ni del hombre. Se le iba la lengua. Se manoseaba. La música había desaparecido. Deseé un beso, un beso. Me miré en el espejo. Vi llegar a la planchadora. El hombre se dio vuelta y se acomodó el short. Traté de cerrar mejor la puerta. Me vestí rápido y salí.
La planchadora había puesto la ropa en una bolsa y malhumorada me dijo:
-¿Los discos también?
-Sí, estos
-Son cinco pesos más -dijo-, acá no regalamos nada. Me dio el vuelto, lo guardé en el bolso y saqué el rouge. La planchadora puso los discos en otra bolsa. Mientras tanto me pinté los labios.
Me apuré hasta llegar al auto, metí todo en el baúl y arranqué en dirección a casa. Pensé en fumar, en bailar, en escuchar esa música.-

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