28 septiembre, 2012

Flor Monfort

 
 EROTIC
“Estoy en el lobby de un hotel cinco estrellas en Acapulco. Voy a buscar el auto alquilado, lo dejé afuera para no pagar los 14 dólares de estacionamiento. Tengo las llaves en una mano y la valija en la otra. Se acerca un señor a preguntarme si quiero que busque mi auto pero le hago no con la cabeza. Él se da vuelta para buscar otro huésped. Le brilla la piel por el calor de la mañana hirviente. Lleva la camisa reglamentaria, de un algodón blanco, pesado y con un prendedor de alas. Se pone las manos en la cintura. Podría tener los síntomas de alguna enfermedad y no hacerse ver hasta el último momento. Tendrá unos 60, la edad en que las enfermedades silenciosas son mortales. No me sonríe, su espíritu servil me parece sincero, lo que redobla la apuesta de mi melancolía. 
Camino hacia mi auto. En la calle, hay puestos de tacos y golosinas picantes, perfumes que entran en la nariz como por un colador. Los vendedores me ofrecen dulces y mariscos fritos. Cargo la valija en el baúl, me subo al auto y pienso en Pablo. Esa tarde de hace un año en que estábamos en El durazno. Fuimos a descansar, solo una semana, nuestras primeras vacaciones. El día estaba nublado y subimos a la cabaña porque yo tenía unas líneas de fiebre. Abajo había una hamaca paraguaya que se hamacaba sola y una parrilla que no pensábamos usar. Las camas estaban sin hacer y nos acostamos sobre los colchones de una plaza que juntamos para dormir pegados. Hicimos el amor. Vi que tenía los abdominales marcados y sentí que hacer el amor a la tarde en vacaciones era un buen síntoma. Los cuerpos se amoldan pero al principio todos sufrimos de una extrañeza frente a la humanidad del otro. Pablo es flaco pero nada desgarbado, usa una barba larga que parece más bien de plumas que de pelos. Los ojos caídos en las puntas y unas pocas ganas generales de reírse a carcajadas. Tiene algunas marcas en la cara, el gesto de aguantar el llanto. Es el último hijo de una pareja gastada, el que hereda la ropa y las formas, el que no sabe quién es hasta que el recorte con el mundo lo define, pero lo define con errores, torpe y sin riendas. Un volcán de ira cuidando a una madre tonta de la angustia de los otros. Los novios tristes son una estafa, pero son los que me vienen tocando.
Pablo y yo hacíamos el amor trabados, sin deporte ni suavidad, confiando en la rutina. Las emociones violentas eran las discusiones de madrugada. Para nosotros coger era una descarga final, breve, el deber de la pareja.  
El auto está caliente. Pelusas que explotan como coliflores a la luz del reflejo del sol. Me siento bien, me falta un vaso de agua pero estoy inspirada, estoy en la película de mi vida. Me acuerdo de ese tío que engañó a todos con el cuento de que estudiaba medicina. Decía que sacaba notas altas. Fueron cuatro años de festejarle la vida al futuro doctor. Tenía muchos amigos y también los había engañado. El día que lo descubrieron se compró el último libro de la colección de hematología. Es que él seguía con la mentira y esa persistencia hizo dudar a todos, les hizo pensar que tal vez sí había estudiado. Se lo preguntaron en el comedor de familia judía que juega al póker los jueves. Su mamá apoyó el codo en la mesa y prendió un cigarrillo. No hay nada que hacer, nos metió el perro a todos.
El tiempo es como una valija cerrada. Todo lo que hay adentro del tiempo o de la valija puede comprimirse hasta la asfixia o puede desplegarse en el aire, en los cuerpos, y hacerse ancho, como cuando abrimos la valija y no la volvemos a cerrar. Por eso un segundo puede ser un año y un año puede ser un pulóver.
2
Me di cuenta de que él dormía muy profundo, respiraba hasta el fondo, porque se despertó y gimió tres veces, gimió con dolor, como volviendo los músculos a la vida. Seguía con los ojos cerrados pero se movía de vez en cuando. Le puse la mano en el pecho y me la sacó, como un reflejo. Si yo le gustara mucho tal vez no lo hubiera tenido. Todavía sonaba un random de una música que a la noche era promesa y ahora ruido. Yo no había acabado ni una sola vez. El ancho de su espalda era igual al de Pablo. Los cuerpos son como jardines. Se llamaba Ariel. La piel con la humedad justa. Lo conocí en un bar donde tocaba una banda de argentinos. Era el tecladista. Tocaba mirándome, ponía caritas, tomamos mezcal con un polvo rojo y picante. No estaba borracha, veía vidrioso.
Nunca se me había ocurrido que el sexo podía ser triste. Lo había leído en un reportaje. En ese momento, el sexo me parecía cualquier cosa menos triste. Lo triste es el después, ver las cosas como son, como los autos cuando los estacionás en la oscuridad y los buscás al amanecer: siempre están ubicados de otra manera. Cuando llegamos al hotel le dije “no tengo nada para ofrecerte”, entonces se sirvió un vaso de agua de la canilla y nos sentamos en la cama a charlar. Las sillas de la habitación estaban ocupadas por pilas de ropa, bolsos y bolsas de regalos. La malla húmeda colgaba de la punta de una mesa y en línea recta al piso se había formado un charco de agua, ahora seco. Me contó de su llegada a México, de cómo conoció a los otros músicos, me dijo que esa noche había una fiesta y que a él no le gustaba el espíritu de equipo, que prefería estar solo. Dijo “no me gusta que me quieran agarrar”. A mí qué me importaba.
Fuimos a mi hotel porque mi amiga se quedó a dormir en otro lado. A él le gustaba dar y a mi me gusta dar, estábamos desparejos. Lo dejé que me toque. Lo hizo despacio, me acarició las piernas, me apretó la carne entre las piernas porque entendió que para eso la tengo. Me dejó acostada y él se apoyó en su antebrazo y me miró un rato largo. Las aspas del ventilador salían de su cabeza. Era un jefe de tribu con ese plumaje pesado, un jefe algo joven e inexperto, pero de esos que se respetan. Respeté su momento de mirarme. Pablo había estado pensando en mí esa tarde. Hace tres meses que no nos vemos. Hubiera querido hacer algún viaje con él más largo, hubiera querido leer sus textos, hacer algo por su desesperación más que los reproches. Al principio de la relación encontramos una fórmula para decir te amo sin decirlo, nos decíamos tao tao. Yo manejaba mi auto y él el suyo, y siempre quedaba atrás mío. Una tarde, lo miré por el retrovisor y le dije tao tao y él se rió.
El tecladista me penetra como me gusta, lento. No llega hasta el fondo, se guarda el diamante para el final. Lo miro a los ojos. Me envuelve los hombros con un solo brazo y se mueve en círculos. Lo hace por intuición, por arrojo, como si fuera la primera vez que se anima. Entra un calor seco por la ventana. Abajo el piano bar típico de los resorts. Se escucha el repique de la vajilla y algunos pasos lentos. Estamos en el segundo piso. El mar cerca pero silencioso. Me muevo con él, le enseño mi ritmo, subo la pelvis. Lo beso con baba, lo agarro del cuello, me gusta ir a ciegas. Me siento bien con él adentro, pienso que la vida es una sucesión de garches que definen el paso del tiempo. Quiero estar sola para pensar bien en todo lo que está pasando. Cambiar de canal y pedir room service. Hubo un proyecto y se murió pronto. Había pensado que se podía pasar por alto algunos detalles, como el sexo complejo o los cambios de humor o los duelos mal hechos.
Ahora las olas. Era un problema de afinar el oído, de callar un poco las voces que se juntan en la frente y me hablan. Pablo también había creído eso. Pero también quería verme con otros, prefería verme en el mundo y yo prefería estar con él en la cama, mirando el espacio entre la pared y el techo. Pablo me prefiere a la distancia, eso seguro. Le gustaría estar viendo esto. Voy a intentar disfrutarlo. Lo que tardamos en acomodarnos en el ritmo instaló una suerte de rutina. Nos pareció bien esta cadencia, ninguno es amigo de los cambios pero por alguna razón decidí darme vuelta. Lo hice con él adentro, subí la pierna a la altura de su cintura, giré y me puse boca abajo y esperé que él acabara. Fue rápido. Después nos dormimos y la mañana.
3
Manejo hasta el restaurante donde me espera mi amiga. Tenemos que devolver el auto y volver a la ciudad. Tenemos nuestros chistes y canciones, covers de los ochenta que remixamos con los hits del viaje. Nos reímos con ganas hasta ahogarnos, sobre todo en las curvas que me dan vértigo. Todavía voy a estar una semana en la ciudad y quisiera que fuera un año. Desayunamos huevos y sándwiches con banderas en sillas colgantes de madera. Chequeamos los mails y comentamos que los amigos le festejan a los conocidos, pero nunca a los propios amigos. Es como la familia, es difícil reconocerle cosas, se ven las miserias muy de cerca. A mi familia no le importa que yo escriba, por eso voy a escribir cualquier cosa sobre ellos, le dije. Mariana me parece hermosa. Es tan fácil hablar con ella, hacerla reír, hacerla sufrir. Me cuenta sobre su noche. Un casi adolescente que le hablaba de los crímenes de Taxco, a ella le interesó de verdad y le siguió la corriente hasta que él la llevó a conocer la carpa que usan los bañeros en la playa y se dieron un beso con mucha lengua en la arena agujereada pero nada más. No pasó nada. Una suerte de desentendimiento que los dos aprovecharon a favor de la noche. Abrazados, se quedaron en silencio”.

26 septiembre, 2012

Margarita García Robayo.( Colombia, 1980)




Fútbol
Buenos Aires, 22 de junio de 2010.
(Fragmento de una crónica mundialista)

1.
El sábado 4 de septiembre de 1993 iba a ser un fin de semana como cualquiera. Mis papás, mis hermanos y yo nos íbamos a una finquita que teníamos cerca, y esta vez venían también cinco amigos de mi hermano, que tenía quince años. No era usual que hubiera tanto muchachito, pero fuera de eso el plan transcurría más o menos como siempre. Como siempre era aburrido, complicado. En mi casa todo tendía a complicarse porque éramos mucha gente con poca voluntad, y, salvo la parte en que comíamos –desaforados, mayormente–, nunca estaba claro qué le tocaba hacer a cada quien. Mis fines de semana a los trece años eran, entonces, una sucesión de paseos confusos, sobresaturados de conflictos microscópicos, que el domingo a la tarde, por acumulación o por desgaste, explotaban en masa dejando una nube espesa encima de nuestras cabezas. A veces la nube no alcanzaba a disiparse en la semana y el sábado siguiente allí estábamos, arrastrando peleas más viejas que algunos de nosotros: que yo, por ejemplo, que soy la menor de cinco. Total, que ese sábado no parecía distinto, salvo por el despliegue de testosterona adolescente.
–¿Y por qué es que vienen todos esos zánganos? –preguntó mi hermana, que tenía dieciséis; mi hermano se había ido con los amigos en su camioneta: una Ford muy vieja que le habían regalado hacía unos meses para su cumpleaños número quince, y que hoy habían disfrazado de bandera. Los demás íbamos en el Polara de mi madre. Mi hermana llevaba un rato enredándome el flequillo con una peinilla: por esa época las dos usábamos el copete de Alf y cada mañana la una le enredaba el flequillo a la otra; luego se lo abultaba y se lo echaba hacia un lado y se lo iba esculpiendo. Al final lo rociaba con laca.
–Vienen por el partido de mañana –dijo mi madre, que manejaba, mientras mi papá cabeceaba en el asiento de al lado, con el diario doblado en la falda. Mis dos hermanas mayores ya iban a la universidad, por eso zafaban de estos paseos: los fines de semana siempre tenían trabajos grupales para los cuales se producían como si estuvieran estudiando teatro de revista y no derecho.
–¿Qué partido? –insistía mi hermana, pero ya no hubo respuesta. Mi mamá pocas veces seguía un diálogo más allá de dos líneas, era como que se aburría y cambiaba de tema sin previo aviso. En cambio podía mantener largas conversaciones consigo misma. Ahora, por ejemplo, hablaba del almuerzo: que no iba a alcanzar porque los muchachitos son tan tragones a esa edad, la edad de la tripa hueca, del barril sin fondo, de la solitaria, “ja–ja”: se burlaba sola.
Mi hermana terminó de peinarme, me eché hacia delante y alcé la cabeza para mirarme en el retrovisor: el copete de Alf se elevaba como un tsunami sobre mi frente. Se ve que el olor de la laca despertó a mi papá porque sacudió la cabeza y volvió en sí, agarró el diario y se lo acercó bien a sus ojos miopes, como si estuviera muy interesado en lo que decía el titular: “Colombia enfrenta a Argentina en la última fecha de la fase clasificatoria”. Y la bajada: “Hay mucho optimismo”.
A mi papá no le gustaba el fútbol. A mi mamá tampoco. A mis hermanas tampoco. A mi hermano, vaya a saber. Era el único varón y eso lo convertía en un pendejito caprichoso. Mis padres le consentían la volubilidad hasta el punto de la esquizofrenia. Su vida consistía en abrazar nuevos gustos y desechar los viejos, que no solían durar más de un mes. En el último año había pasado del heavy metal al reaggae, de Balzac a Condorito, de una novia culonsísima a una lombriz anoréxica. En fin, que ese fin de semana a mi hermano le gustaba el fútbol, por eso nos habíamos embarcado en un paseo cuyo objetivo era mirar un partido con sus amigos granulientos. Volví a mi lugar en el asiento, tratando de no moverme mucho para no perturbar al copete, y empecé a enredarle el flequillo a mi hermana.
–Parece que es un partido importante –le dije.
–¿Ah sí?
Asentí:
–Hay mucho optimismo.
(...)
Escritora, periodista y catedrática, radica desde 2005 en Buenos Aires, donde escribe la sección La ciudad de la furia en el diario Crítica de la Argentina, y escribe columnas de opinión para distintos medios de América Latina. Para la edición digital de Clarín, creó el blogSudaquia: historias de América Latina y colaboró en revistas de crónica como Soho,Don JuanTravesíasSurcosGatopardo. En su ciudad fue columnista de cine de El Universal, profesora de análisis fílmico de la "Universidad Torge tadeo lozano" y coordinadora de proyectos en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Fue elegida como uno de los 50 líderes de Colombia en la edición de liderazgo del 2007 de la revista Cambio. Escribió el libro de cuentos Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza (Planeta, 2009; Destino, 2010), que fue traducido al italiano. Participó en la antología de las mejores crónicas de la revista Soho, publicada por Editorial Aguilar en 2008.

21 septiembre, 2012

María Juliana Villafañe(Puerto Rico)


AURORA Y SUS VIAJES INTERGALÁCTICOS(fragmento)
 Ella vivía en aquella casona que le parecía una nube blanca. Desde que murieron sus padres se sentía flotando en una nebulosa de sueños. Llenaba sus horas de soledad escribiendo los relatos que brotaban como nardos de su frondosa imaginación. Angela, su tutora y amiga, y Jandro, el jardinero, la observaban por las noches mirando la obscuridad, caminando por los senderos de las estrellas en busca de nuevas historias.
     Había una estrellita muy especial, un lucero brillante a quien Aurora llamaba Milsy. La traviesa estrellita la invitaba a recorrer el mundo de otras galaxias y Aurora sin pensarlo, se iba a acompañarla. En sus escapadas con Milsy, Aurora fue descubriendo otros mundos. En ellos aprendió que más allá de su  planeta Tierra, entre las nubes y las estrellas, no importaban las apariencias, había algo mas importante que confirmar las cosas en un laboratorio, que no todo se explica científicamente.
     Aurora necesitaba quien creyera en ella. Por eso soñaba con encontrar a su Príncipe de Otra Galaxia que un día vendría a buscarla.
     Una noche mientras paseaba por los cielos tomada de la mano de su amiguita Milsy, se cruzaron con un astro fugaz, era el Príncipe de Otra Galaxia. Fue sólo una fracción de segundo, pero le bastó a Aurora para saber que era él.  Sabía que era su alma gemela.
     Un buen día su amigo Kixt, jefe intergaláctico de otra especie, la despertó de madrugada. Cada vez que la llamaba le daba una cosquilla en el corazón, como si le pasaran algodón en la piel. Era una señal y entonces ella le daba entrada a su amigo para comunicar.
     Ese día le contó, que su amigo Siul, un príncipe de otra galaxia, sabiendo que él era muy andariego, le preguntó si conocía a una chica que se había cruzado en su camino. Le dijo que en su mirada vió reflejada la bondad de un alma buena. Esa intensidad en la mirada, más que la imagen, era lo que nunca olvidaría. Kixt, supo inmediatamente que se trataba de Aurora, pues era lo mismo que ella hacía unos dias le había contado. El Príncipe al saber que ella era del Planeta Tierra se había sentido un poco asombrado. Sabía que en el Planeta Tierra los seres intergalácticos como él casi no existían y no eran muy queridos, que allá negaban toda existencia que no pudieran entender. Se animó al pensar que si la vió en un viaje astral, ella sería diferente. Fue por esto que le pidió a Kixt que la localizara e hiciera una cita con ella para verse.
     “Dice el Príncipe Siul, que el próximo domingo del calendario de la tierra, vayas a una montaña que se llama “El Yunque” y ahí lo esperes. Se reconocerán por el brillo de sus ojos. Debes buscar el nacimiento del manantial de la montaña, pues da el agua más cristalina. Ahí será el encuentro”
   Ese domingo Aurora se fue a la montaña en su alfombra de blancos ropajes, su nube favorita. Esperando el encuentro todo le parecía mas hermoso. Se sentó a orillas de la charca a esperar. Pasaron unos quince minutos, minutos que le parecieron una eternidad. ¿Qué cosa era eso de lo eterno? ¿Sería como no tener medida ni espacio?
    En ese momento en que estaba tan distraída con sus pensamientos, algo le llamó la atención. Era una voz que le decia “amiguita, amiguita, ayúdame por favor”. No era como la voz interna de Kixt, la escuchaba con los sentidos. Miró hacia sus pies y ahí estaba una latita toda mohosa, aplastada, con sus ojitos enormes, de pestañas largas, casi cerrados y sus brazos de gelatina, mirándola con tristeza. La tomó en sus brazos y le preguntó.  “¿A tí que te ha pasado?” La latita, a quien Aurora llamó Morena por el color oscuro que tenía cuando la encontró, comenzó a relatarle su odisea de cómo llegó allí.
Aurora, emocionada por el relato de Morena, la sostuvo contra su pecho y le dijo: “ no te preocupes que ya estás a salvo, yo te llevaré al hospital de latas y te pondrán bien.”
   Un astro fugaz en esos momentos cruzaba la montaña, vestido de arco iris. Aurora, con morena en su mochila, siguió el arco iris hacia la cima de la montaña. Lo vió enseguida, ahí estaba, sabía que tenía que ser él. Le brillaban los ojos con una luz intensa, tan intensa que se veía reflejado en ellos el túnel por el que pasa la vida.
   La llevó a lugares inimaginados. Se bañaron de silencio, nadaron en el manantial más cristalino. Se despidieron con la promesa de volver a encontrarse en el bosque y nadar juntos en el mágico manantial.
  Mientras eso sucedía una luz como el reflejo del metal de una lanza atravesó los árboles en ese momento. Era Kixt quien le resolvió el problema de vida a Morena, bañandola con su luz. La hizo inmortal con un material intergaláctico, desconocido en la tierra, para que cuando fuera al hospital de latas siempre la pudieran sanar. Sería un secreto entre ellos.
   Pasaron unas semanas y Aurora no supo del Príncipe Siul. Al no recibir ningún mensaje, ella decidió ir en su nube al bosque. Sintió horror al llegar a la charca y encontrarla llena de lodo. Un mal presagio la invadió. Desde ese nefasto dia rehusó salir de su habitación. En vano eran los esfuerzos de sus amigos de la región. Todas las noches Milsy se acercaba pero no conseguía que penetrara ni un rayito de luz. Se fue en busca de Kixt, para que la ayudara.  El pobre se sintió frustrado porque no podía lograr que ella le respondiera. ¿Estaría perdiendo sus dotes telepáticos?
  Aurora no entendía lo que le estaba pasando. Quería vivir y no sabía cómo. Esa noche una de las empleadas de la casona le dejó una bandeja llena de frutas,  jugos, queso y galletitas en la mesita al lado de la cama. De repente escuchó una voz casi imperceptible, pero cerca: “amiguita, amiguita, aquí estoy para ayudarte”. Sintió unas manitas en su pelo que la acariciaban. ¡Era Morena¡ Linda, llena de nuevos colores, lejos de ser aquella latita de la montaña.
  “ Ay Aurora, si supieras que hace días que llegué a tu casa. Pasé trabajo en la fábrica donde me enviaron al salir del hospital, para encontrarte. Yo quería volver a verte y que supieras que estaba bien. Ayer escuché en la cocina a dos empleadas comentando la pena que sentían de que su niña estuviese tan enferma. Asi que luché para conseguir salir de allí enseguida, y aqui me tienes”.
 Aurora  le contó todo lo ocurrido a Morena, quien no podía creer que esa fuera la misma chica que la salvó en la montaña. “Vamos a ver, ¿de dónde sacaste la conclusión de que el Príncipe Siul no va a volver?”  “Morena, es que ha pasado tanto tiempo desde que se fue, ni siquiera un mensaje ha enviado.”  “Dime, ese tiempo del que hablas que él se ha tardado, ¿es tiempo de del planeta tierra o tiempo de él?” Aurora la miró sorprendida por la pregunta. “Pues…el nuestro por supuesto”.  “Y sabes cómo es el tiempo para él, si ni siquiera sabes de dónde proviene? ¿Y si para él, por ejemplo, en vez de meses, han pasado segundos?” Aurora levantó la mirada con un brillo nuevo, un hilo de esperanza se reflejó en su rostro.
   Aurora pidió al cielo una señal que le indicara que todo estaría bien. Una luz brillante entró por la ventana y las iluminó. Ambas recibieron un baño de luz muy especial. Era una señal del Universo, una luz de esperanza, esa energía vital para poder crecer, evolucionar, tener fe en sí mismo y sobre todo, saber esperar.
de Viajes Intergalácticos (2003)

20 septiembre, 2012

Marcela Gutiérrez (Bolivia, 1954)


Alicia, la duquesa y el conejo blanco (fragmentos)


1. La caída
Alicia piel de serpienteRecostada bajo el olmoMuda la piel mientras descansaCaen sus párpados pesadosAnulan el entornoGirando en los relatos de la tíaNo duermas Alicia    Espera, ¿a dónde corres?Es hora para mi muda,conejo blancoMis largas piernas me llevan a tiSorbiendo la luz, la últimaEn la entrada de la madriguera negraA la que me precipitasExtraña criatura me enseñas tu tronoOfreces camisas de sedaAltiva tu figura se yergueY atada a tiFelizCaigo¡Detente Alicia, tu tercavoluntad te amenaza!Pero CaigoCumplo la humilde tareaAsistiendo a mi bautizo¡El mundo es mío y de los dioses!Estoy tan cerca del fondoPero no dejo su lechoSus sábanas revueltasdibujarán tu silueta
Cuando tus restos queden esparcidos por todas partes
5. El reclamo
Hoy ha tejido un suéterCon el cabello desteñidode la abuela¿Por qué sigues al conejo blanco?Me pidió que no soñaraQue no peine en infinitoLos cabellos de la nocheComo afiebrada nocturnaMe dijo que la soledad es sagradaQue el vientre de la tierraCastigará tu sombraMe pidió que no soñaraPara echar a volar lejosEl ave fatídica de mi destinoA mí me pidióQue no ame a los extrañosQue no me parezca en nada a mí mismaA míQue soy tan idénticaY tan distintaY tan extraña a todosMe pidió
10. El adiós
Cae la lluvia sin cesarY repite más y másEste amor se está muriendoLa menuda lluvia de veranoCae sobre la nostalgiaBenéfica lava las heridas de la vidaLas ramas se recargan de hojas empapadasSalto de charco en charcoDe cima en cimaDe montaña en montañaBuscándoteMi apurado conejo del reloj¿Acaso tú también me recuerdas con un nudoEn la garganta?Es preciso que no hagas esperar a la duquesaEl sol sale a pesar de la lluviaEn el reflejo de los charcos el agua muestraMis rayos verdes y rojos de experta lagartaFuera de temporada
21. Despertar bajo el olmo
Es necesario liberar estas secretas voces que Repiten nuestro encuentroY estoy aquí sintiendo esta tregua comoCristales de hielo que desvían todo rayo solarNada de lo que habita en mi cabeza vale laPena mientras corro el riesgo de no poderLlenar mi copa de vinoNo pido reinos que no se deban a mi propioDestinoPero la noche siempre nos traelo inesperadoY es preciso huir bajo la luna que esta nocheParece más que nunca una interrogación unEsbozo una manera de matarteDebo huir de este cuento de hadas para que elAire, las luces, las calles me devuelvan todo loQue conoces de míMientras la espada del Rey de Bastos no toqueMi hombro y enfríe mis recuerdosDebo confesar que seguiré escribiendo poesíaDebes también recordar, AliciaQue eres un animal sensible al frío
A manera de colofón
Estos poemas se terminaron de escribir en una tarde /  que caía a pique por el barranco  de mi cabeza, / después de lo cual me sentí menos feliz y menos infeliz.

 Poeta y cuentista.
Dirigió -junto a Jorge Campero- la revista ‘Siesta Nacional’ (1987). Participó de encuentros culturales en Chile, Paraguay y Argentina. Dirige el espacio cultural ‘Bocaisapo’.
Giovanna Rivero Santa Cruz comentó: “Su aporte consiste en contextualizar el erotismo en y desde la cultura, para redimensionar  una chispa  antes apagada por la Literatura del Horror, tan típica mente masculina. Dicharacheras, callejeras, desvergonzadas, los personajes de Marcela Gutiérrez ponen en evidencia cómo, en verdad, se establecen las jerarquías sociales en los márgenes de la ciudad, en un bus, en la esquina del barrio, en la doble moral, tan necesaria para dejar  de ser vírgenes y de todos modos asistir a una boda. A nuestra boda”.


Poesía: Para matarte mejor (1993).
Cuento: Diario de campaña (1989); Zoociedad Anónima (1998); Tales por cuales (2005).


04 septiembre, 2012

Judy Budnizt(EE.UU.,1973)

 La reclamación(Fragmento)


—Gracias por mantenerse a la espera... ¿Cuál es la naturaleza de
su reclamación?
—Hace tres cuartos de hora que llevo tratando de hablar con ustedes. ¿Qué pasa con ese departamento? Me están entrando ganas de
presentar otra reclamación sobre cómo atienden esta reclamación.
—Diga, diga.
—Quiero hablar con el encargado.
—El encargado soy yo.
—Bien, entonces... Páseme con otra persona. No me gusta su
tono.
—Tampoco a mí me gusta el suyo.
—Es algo urgente y a usted ni siquiera le parece importar. El edificio de detrás del mío... lo veo desde la ventana... está absolutamente invadido de bichos. Los veo entrar y salir corriendo de él, a plena
luz del día, hacen lo que les da la gana. Es muy desagradable. A los que viven allí ni siquiera parece importarles. Prácticamente les dejan
las puertas abiertas.
—¿Qué dirección es?
—No sé si ni siquiera tiene dirección. Es el callejón de detrás de
mi propia casa, calle M, 4027... A mí no me importa nada... si la
gente quiere vivir como animales está en su derecho... pero tengo
miedo de que se extiendan hasta nuestro edificio, y eso no lo podemos permitir. No podemos, así de simple.
—Callejón detrás de la calle M.
—Y hay niños por allí... para los niños no es sano. Si uno es adulto puede decidir por sí mismo si quiere vivir con ratas o si no, estupendo, pero los niños no pueden elegir.
—¿Tiene usted documentación referida a los bichos? ¿Fotografías
o deyecciones?
—Dios del cielo, ¿cree que voy a ir a recoger cagadas de ratas
antes de que ustedes hagan nada?
—Según las normas, sí.
—Pues yo no lo podría hacer... ¿No han tenido más reclamaciones? Sé que ha habido otras reclamaciones. Hemos estado llamándoles sin parar...
—Cuando recibamos el cupo de reclamaciones necesario, iremos
a comprobarlo.
—¿Y cuántas reclamaciones son ésas?
—No se lo podemos decir. Política del departamento. Y no se
ponga a llamarnos diez veces al día. Sabremos que es usted.
—Yo nunca...
—O puede recoger algunas deyecciones y traerlas. Recuerde,
cuanto mayores sean las deyecciones, mayor será la rata que las hizo,
y mayor el problema. Conque si de verdad quiere demostrar que esto
es una cuestión urgente, debería recoger las mayores que encuentre.
—Verá, yo...
—Y nos interesa el peso, no el volumen, de modo que debería pesarlas usted primero. El aspecto puede ser engañoso.
—Voy a reclamar en cuanto cuelgue el teléfono. Voy a llamar a la
oficina de reclamaciones ahora mismo...
—Hágalo. No me pueden despedir, y no me pueden rebajar a ningún puesto inferior del que ya estoy.
Rick cuelga el teléfono cuando ya no puede seguir conteniendo la
risa. El nuevo está boquiabierto de asombro. Tamara, molesta, pone
los ojos en blanco. Los grandes labios de Claude quieren sonreír,
pero él trata de mantener inmóvil la cara. Aquello no es una broma,
pueden rebajarlos de categoría a todos. Hay un departamento peor
que el suyo: la oficina de reclamaciones. Él ha visto en la cafetería a
los que trabajan allí; están tan absolutamente desesperados que ni siquiera llegan a reclamar por lo que les pasa. Están demasiado abajo
para robar el material de oficina. El índice de suicidios somete al personal a una tensión constante. Claude mira la rata muerta metida en una bolsa de plástico encima de su mesa. Mide veinticinco centímetros de largo, sin contar el rabo, con largos dientes amarillos y patas del color de la piel humana, y una expresión hosca, odiosa, en sus ojos viscosos. Tiene que ponerle una etiqueta a la bolsa y mandarla al laboratorio para que la analicen, pero ha olvidado de qué la tienen que analizar. Cree que tenerla encima de la mesa le puede ayudar a recordarlo.
—Sabes que esa mujer va a volver a llamar. Y cuando llame, la voy a mandar a la mierda. Eso no fue nada.
—Deberías dejar que el nuevo hiciera una prueba —dice Tamara—. Tienes que enseñarle, o eso se supone.
—De eso nada. —El nuevo niega vigorosamente con la cabeza—.
Es mucho más divertido cuando lo hace él.
—Calle M —repite Tamara, y echa una ojeada a Claude.
Claude aparta la rata y saca una lista del cajón de su escritorio.
Añade una gruesa señal a las numerosas que hay junto a una dirección. Ya hay varios grupos de marcas trazadas. Unas cuantas más y
tendrán que ir allí y montar el número de que hacen algo.
La llamada definitiva se produce unos cuantos días después, justo cuando se han instalado en sus sillones para el largo turno de noche, con los tazones de té, café o sopa de verduras. Claude, incapaz de decidir, tiene tres sobre su papel secante, y los vapores forman nubecillas en el aire de encima de su mesa.
Otra vez, una reclamación sobre un edificio invadido de bichos.
Había habido una reclamación tras otra. Entran y salen de aquel sitio a plena luz del día, hacen lo que les da la gana. A los vecinos les da miedo que se extiendan. Van a tener que ir ellos, ahora mismo, y limpiar aquel sitio.
—¿Ahora mismo? —pregunta el nuevo.
—El elemento sorpresa —responde Rick.
—Yo conozco ese sitio —dice Tamara—. Junto al depósito de
agua. Es un vertedero. Debieran borrarlo de la faz de la tierra.
—Yo nunca me fijé en él —dice Claude.
—Bien, así que no te fijaste, ¿verdad? —pregunta Tamara—. No
te fijas en nada.
Se ponen el equipo, y Claude ayuda al nuevo con los cierres y trabillas porque él todavía no puede hacer nada solo, y Rick ayuda a Tamara a recogerse su rizado pelo y guardárselo dentro del cuello, aunque ella se aparta de las manos de él en cuanto ha terminado, y cargan los bidones de productos químicos en la furgoneta y Claude saca a Alice de su perrera. Un mensajero de la oficina central llega en bici con una llave maestra. Rick conduce y Tamara va sentada delante con el plano gritándole por dónde debe ir. Claude y el nuevo van sentados detrás, manteniendo los bidones verticales, su aliento empaña los visores de plástico de sus capuchones.
Alice se ha sentado a horcajadas en el pie izquierdo de Claude y apoya la cabeza entre sus rodillas, jadeando asmáticamente. Sus dos ojos son más o menos del mismo tamaño que su hocico, aunque sólo le funciona uno. Los belfos le caen sobre las quijadas como dobladillos desgastados de una falda, dejando ver unas encías negras y dientes ocasionales como viejos trozos endurecidos de chicle. Su nariz, rosa, pelada y como en carne vida, tiene aspecto de estar vuelta del revés, y siempre resuella. Claude se pregunta si todos aquellos años trabajando con productos químicos han hecho que la perra tenga aquella cara.


No dejan de dar vueltas y hacer rodeos, sin conseguir encontrar la calle que lleva a aquel sitio, con el nuevo balanceándose y haciendo como que se marea dentro de la furgoneta sin ventanillas, hasta que por fin se dan cuenta de que no hay calle, sólo un camino de tierra que lleva entre basureros por detrás de un complejo de edificios de apartamentos marrón oscuro, sube una cuesta y baja a una hondonada de tierra acolchada que se agarra a los neumáticos de la furgoneta y hace entrar un regusto a basura, pies y sobacos cuando descorren las puertas.
—Aaah —exclama el nuevo, respirando a fondo, y el capuchón se
le pega a los agujeros de la nariz.
—¿Cómo puede vivir la gente así? —murmura Tamara.
El edificio es un gran bloque rectangular, con ocho o diez pisos de altura. Claude está acostumbrado a calibrar edificios pero no puede decir cuántos son exactamente; está combado y alabeado, como la cara de Alice, y las ventanas parecen haberse corrido y quedado en sitios raros. Está hecho de ladrillo, ladrillo marrón que brilla húmedo y blando como capas de barro. Manchas  negras de hollín enmarcan las ventanas y largos regueros de óxido cuelgan de los respiraderos que sobresalen de las paredes. Hay extraños elementos de la estructura, puntales, vigas, que sobresalen de lo que parece desnudo y vulnerable, ya se sabe, no es normal que se vean, como huesos que se abren paso en la piel.
—¿Quién es ése? —pregunta el nuevo.
—¿Dónde? —dice Claude.
—Nada —dice el nuevo, despidiendo la oscuridad con una mano—. Creí que había visto a alguien.
Claude también lo ve; el relámpago de una camisa de color claro subiendo y bajando a lo lejos.
—Éste es un país libre —dice Tamara—. La gente puede andar por donde quiera.
Una garbosa galería sobresale en la parte delantera por encima de la entrada. Una cerca de eslabones a la altura de la cintura rodea un trozo de tierra y los aparatos de la zona de juegos de delante de las puertas. Rick pasa por encima de la cerca, casi se engancha la bragueta del mono, y se pone a buscar en la parte delantera del edificio.
—Está hacia atrás —dice Tamara, con el capuchón subido hasta
la altura de la nariz y el humo saliéndole despedido de la boca. Había distinguido la caja de la alarma en cuanto se detuvieron, pero no lo había mencionado; así podría terminar aquel cigarrillo. No parecía que hubiese una gran prisa. Aquella gente y sus ratas no tenían adónde ir.
Rick es el que tiene la llave que abre la caja. Va andando con dificultad hasta atrás, con las botas chasqueándole en las pantorrillas. Un momento después, empieza un débil sonido como de campana. No hay otro modo de sacarlos de allí —piensa Claude—, pero casi inmediatamente unos cuadrados amarillos de luz parpadean en la fachada de encima de ellos, aquí, allá, luego por todas partes, y Claude puede oír el conocido estruendo, las voces, los murmullos y palabras de enfado de gente que despierta dominada por el pánico. Alice estira hacia delante su gran cabeza jadeante, el cuello le suena como un pestillo al cerrarse, y él da otra vuelta a la correa enrollada a su muñeca.
Una sombra oscurece la puerta, y luego ésta gira al abrirse y sale una mujer mayor con el pelo lleno de bigudíes y los brazos llenos de plantas de interior. Se detiene nada más verlos, luego se fija en sus uniformes y chapas de identidad, y con aire ofendido pasa arrastrando los pies junto a ellos y se instala en el banco más cercano.
Al principio salen de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres, luego en grupos, algunos corriendo, dando saltos, dominados por el pánico, con el pelo en mechones enredados. Otros salen andando, con bolsas y brazos llenos de papeles y baratijas y prendas de vestir favoritas. Una mujer tremendamente embarazada sale tambaleándose con un huevo cocido a medio comer en una mano y un bote de especias en la otra. Otros llevan agarradas muestras de una actividad interrumpida: libros, mandos a distancia de la tele, latas de cerveza, consolas de videojuegos, un papel de plata arrugado, el envoltorio de
un condón abierto a medias, que un hombre mantiene delicadamente en la palma de la mano como si fuera el último que le queda. Claude pasea la vista alrededor pero no puede decir con qué intención.
Otros salen a medio vestir, otros totalmente vestidos, y a la mayor parte se les ha ocurrido ponerse los zapatos. Pero hay una mujer con nada más que un fino camisón que se le pega a los pezones. Todos la miran. Ella no deja de llevarse distraídamente las manos al pelo, sujetándoselo en la parte de arriba de la cabeza y luego dejándolo caer, tímidamente desenvuelta, sin hacer esfuerzo por taparse.
—No lleva nada debajo —exclama el más pequeño de los dos niños con pijama de franela a juego. Es lo mismo que está pensando Claude, pero va a decirle al chico que se calle. Luego piensa que aquello no es de su incumbencia; es cuestión de sus padres decirle que se calle, conque espera, pero ningún padre habla y las palabras quedan colgando en el aire, levantando ecos: no lleva nada debajo.
—Seguro que tú te habías fijado, ¿eh? —le murmura Tamara al oído—. Marrana. Como si hubiera olvidado vestirse antes de salir corriendo a este frío que pela.
Ven que una mujer en bata y zapatillas se acerca con una manta afgana en las manos. Al principio se dirige hacia su vecina en camisón, con la manta estirada delante, pero luego cambia bruscamente de dirección y vira hacia los dos niños, que ahora están parados mirando el edificio como si esperaran que estallase en llamas. El mayor agarra el antebrazo del pequeño de un modo que parece cariñoso, pero es como si fuera a clavarle las uñas en cualquier momento. El pequeño está tenso, como si esperara una señal. La mujer duda,
luego echa la manta por encima de los hombros de los dos.
—Tomad —dice—, ahora estaréis cómodos y calientes.
La mujer espera, pero los chicos no le dan las gracias; ni siquiera la miran. A Claude otra vez le apetece decir algo, pero se contiene.
¿Dónde están sus padres? Tienen que estar en algún sitio del cercado, dando vueltas sin sentido. La mujer en bata suspira y se da la vuelta. En cuanto lo hace, los chicos se libran de la manta encogiéndose de hombros, la dejan en el suelo y van a parase junto a un caballito metálico abollado puesto encima de un muelle. Ninguno se sube a él; colocan las manos en el gastado metal, como si fuera una reliquia sagrada, y continúan mirando el edificio.
Rick recorre aquel sitio antes que nada, abriendo las puertas de todos los apartamentos con la llave maestra. Uno pensaría que la gente que sale a toda prisa los dejaría abiertos, pero no, la mayor parte de la gente se ha entretenido en cerrar su puerta con llave, como si tuviera algo muy valioso dentro. Ellos agrupan los apartamentos por pisos y se los dividen, tirando de mangueras y redes, y llevando los bidones con ruedas detrás.
Los primeros apartamentos que inspecciona Claude tienen el aire de personas que no se han movido en años. Se da cuenta a la primera bocanada: polvos de talco perfumados, tapetes, fotos de la familia, muebles viejos manchados por décadas de cabezas y codos, un frutero puesto en el mismo centro de la mesa de la cocina, pero cuando uno mira más de cerca hay hormigas corriendo. Vasos de agua en las mesillas de noche, algunos con dentaduras dentro, armarios atestados de papeles amarillentos y restos de esto y aquello. La gente tiene una tendencia instintiva a poner sus casas exactamente del mismo modo; Claude puede entrar en cualquier cocina y saber dónde están las cazuelas, o el cajón lleno de cupones y bolígrafos sin tinta y cinta adhesiva
y restos de la cocina. Puede entrar en cualquier dormitorio y encontrar la reserva secreta de caramelos, la revista guarra.
En un apartamento encuentra el fajo de dinero sujeto con una tira de goma justo donde él creía que iba a estar. Le apetece llevarse unos cuantos billetes y dejar el resto, pero sus guantes de goma se pegan a la tira de goma y no consigue sacarlos, así que se lo guarda todo en el bolsillo.
No hay señales de bichos; ni cagadas, ni cables eléctricos roídos, ni agujeros, ni olor. Nada de eso. No le sorprende. En cuanto vio la clase de gente que salía atropelladamente por las puertas, comprendió que las reclamaciones en realidad no eran por bichos.
La mayor parte de las casas son un auténtico caos y están llenas de polvo y trastos viejos y, sin embargo, al mismo tiempo tienen un aire de impermanencia, como si las hubieran trasladado desde otro sitio, un sitio más espacioso, y colocado allí rápidamente en un intento fallido de reproducirlas. Se trata de una determinada disposición de los trastos, como en un rastro al final del día cuando las cosas buenas han desaparecido y lo único que queda ha sido manoseado y zarandeado y vuelto a dejar sin orden ni concierto.
Examina un apartamento que contiene una jungla de plantas de interior y un enorme piano vertical recubierto de tallas de rollos de pergamino y uvas acebolladas y piñas, con macizas columnas romanas sosteniendo el teclado y lámparas de hierro colocadas encima de cada lado del atril para las partituras, el cual contiene gruesos cuadernos de ejercicios y un puntero como una antena de radio. El banco de madera de delante está gastado y descolorido y tiene la
forma de dos pares de nalgas, y hay una mancha negra que corre desde el centro de un par al borde delantero, como si un pianista nervioso, o muchos, hubieran dado rienda suelta a su nerviosismo.
Hay un rápido movimiento constante en el ángulo de su visión que le está poniendo inquieto. No de ratas; él conoce la agitación y carreras
de una rata. Es más como de gato (¿un loro? ¿un hurón? Quién sabe las mascotas que tiene esta gente), o algo completamente distinto. Comprueba la válvula del bidón y se asegura de que está totalmente cerrada.
Los productos químicos pueden hacerle cosas raras a la cabeza. Rick y
Tamara le han animado a que se colocara aspirando unas cuantas
veces, en noches sin movimiento, pero siempre en un ambiente controlado: en el despacho, con las puertas cerradas, los teléfonos descolgados, y todos los papeles y ratas metidas en bolsas de plástico guardadas dentro de los cajones. Con la primera aspiración el color se extiende por la habitación desde el suelo hacia arriba, y luego unas vibraciones atraviesan el aire en estallidos calientes, como un vagón de metro que pasa por algún sitio, y Tamara está sentada en el regazo de Rick, o el suyo, y la tensa espalda se le dobla y sus muslos pesados aplastan los suyos como sacos de cemento mojado (recuerda que pensó él, como si eso fuera algo bonito), y él le pasa el dedo por los fríos párpados, arriba y abajo, como para quitarle las arrugas de allí, y se perdona todo. No lo han hecho desde hacía mucho tiempo.
En el piso de arriba del todo del edificio registra un apartamento en el que podrían vivir los dos niños en los que se fijó fuera. Hay juguetes dispersos por sitios inverosímiles: soldados dentro de la nevera, piezas de Lego bajo los estantes de libros. Hay un dormitorio con dos pequeñas camas gemelas, una tienda de campaña hecha con mantas, una lamparilla de noche quemada en forma de rechoncho cohete.Una pecera con algas verdosas junto a la tele.
La puerta de la nevera está cubierta de imanes con letras que dicen PEDO y CULO y CACA, y un dibujo de una criatura marrón con garras y colmillos, con una línea de puntos que conecta su pecho a un arma que sujeta una pequeña figura de niño sonriente y con gafas. Y hay una foto, a la altura de la vista de un niño, de, sí, aquellos dos chicos apretados en el regazo de una mujer. La falda a cuadros de ésta se le ha subido de modo que es posible ver una rodilla y un poco del muslo. No hay nada de grasa en la rodilla; no es huesuda pero tampoco es adiposa. Claude se acerca la foto y sigue sin poder ver claramente la cara de la mujer, pero sí que lleva el pelo largo.Oye un constante murmullo en tono bajo y abre de un empujón la puerta cerrada del segundo dormitorio, casi esperando encontrar a la mujer tumbada en la cama, enseñando la tentadora rodilla. La mujer no está, pero hay gran cantidad de cosas propias de una mujer. Un empalagoso olor a laca para el pelo y perfume impregna el aire de encima de una gran cama con sábanas color rosa, y un tocador y un buró invadidos de frascos y de cepillos llenos de pelos. ¿Pelo castaño? ¿Pelirrojo? No es fácil decirlo. Un pequeño televisor rosa encima de un estrecho
taburete de heladería zumba hablando consigo mismo. Pañuelos y collares de cuentas cuelgan del espejo del tocador; revistas ilustradas femeninas están caídas por encima y entre la ropa de cama. Hay una caja de cartón roja en forma de corazón llena de papeles arrugados al lado de la cama. Él pasa los dedos entre los papeles y busca a tientas hasta que nota algo sólido. Introduce la mano debajo del capuchón y se mete la cosa en la boca. Nota la sequedad granujienta del chocolate revenido.
Cuando muerde, una cereza fofa se le desliza garganta abajo como un pececillo muerto. Piensa en la lóbrega pecera del cuarto de estar. Pero
busca otra dentro de la caja.
Baja la vista a sus pies, da patadas a la ropa del suelo. Recoge un
sostén. Es delicado y de encaje, con nada de ese asqueroso relleno; es
rosa pálido, bordeado de rosa más oscuro; y enorme. Se lo mete debajo del capuchón y olisquea. Huele a alfombra polvorienta. Lo tira y recoge otro; éste de seda, y negro y bordeado de cintas rojas. En aquél, las copas son claramente más pequeñas que en el primero. Recoge un tercero, al principio, no está seguro de lo que es porque tiene un cierre por delante y queda raro tirado en el suelo, como un cepo a la espera de un pie descuidado, y aquél tiene dibujo de flores y es el mayor de todos. ¿Cuántas mujeres viven allí?
Se pregunta si habrá un marido, un señor de la casa. No hay señales de ninguno en aquella habitación rosa, empalagosa, con zapatos de tacones absurdamente altos llenando la alfombra y el alféizar de la ventana, y la caja abierta de támpax junto a la cama (¿junto a la cama? ¿Las mujeres no guardan esas cosas en el cuarto de baño?).
Entra en el cuarto de baño y encuentra polvos para la cara esparcidos por el lavabo, medias transparentes colgadas de la ducha para secarse. Saca la mano para dejar que las fibras tejidas se le deslicen porel guante, y se fija que las medias son de las que se ven en las revistas,piernas separadas que requieren sujeciones y cierres y un liguero. Registra el armarito en busca de hojas de afeitar, desodorante masculino, algo que haga patente una presencia masculina, y no encuentra nada.
Los desagües están obstruidos por largos pelos mojados. Se le hincha
algo en el pecho, una especie de ansioso optimismo.
Se queda parado en el cuarto de estar con ganas de irse, impaciente por quedarse. La habitación rosa le hace señas. Hay algo llamativo en todo aquello, teatral, algo dulce que tiende hacia lo rancio; la habitación de una persona que quiere ser, y ya no es, o posiblemente nunca fue, la quintaesencia de una adolescente. Se llevará sólo una cosa, un recuerdo, un sostén, unas bragas, para pensar en ello más tarde, en casa. Entra violentamente en el dormitorio, agarra algo del suelo y se marcha a toda prisa, con el bidón dando golpes detrás de él.
Lo que lleva en la mano es suave y esponjoso. En el ascensor baja la vista y ve que es el calcetín de gimnasia grueso y blanco con tres rayas verdes de un niño. Lo huele. Los niños son lo suficientemente pequeños para tener todavía ese olor a sudor de perrillo que él ya conoce de sus sobrinos, más que el agrio a pies de un adolescente. Se lo guarda en el bolsillo interior con el fajo de billetes de banco.
Abajo encuentra a los otros tres (y a Alice) examinando cada centímetro del portal con una diligencia desacostumbrada. Pasa rozándose contra ellos, cruza las puertas de entrada y se levanta impaciente el capuchón para respirar el aire de la noche. Allí fuera, los inquilinos están quietos, reunidos en grupos resignados, o pasean en círculo, o se han dejado caer medio dormidos sobre los aparatos del terreno de juegos. Pero en el momento que ven su expresión, y su bolsa de recogida vacía, les cambia la expresión. Él puede ver lo que pasa, el estrechamiento acusador de ojos y labios extendiéndose entre la multitud. Nota su propia cara pegajosa y entumecida, una lámina húmeda. Busca con la vista a los dos niños, y ve al hermano pequeño que tiembla dramáticamente y al mayor que le pasa un brazo por encima de los hombros. Los adultos cercanos parlotean en un coro maternal. Hay en empuje general de los cuerpos hacia delante. Claude da un paso atrás y espera por los demás. Dejará que
Tamara y Rick se las entiendan con aquello. A lo mejor el bocazas de Rick consigue mantener a raya a los inquilinos; por lo menos lo suficiente hasta que ellos puedan volver a la furgoneta.




de Si yo te dijera (Alfaguara, octubre 2007), publicado en Granta.






Judy Budnitz nació en 1973 y creció en Atlanta,Georgia. Es autora de una novela, Si yo te dijera (Alfaguara, 2002), que fue finalista del premio Orange, así como de dos colecciones de relatos: Flying Leap [Salto volador] (Flamingo/Picador) y American Baby (Alfaguara, 2006). Ha recibido becas de la Fundación Lannan y del National Endowment for the Arts. Budnitz vive en San Francisco con su marido y su hijo, un hermoso niño de nueve meses, grande y muy estadounidense. «La reclamación» está tomado de una novela en cierne.

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