INQUIETUDES
Llovía, siempre llovía en los funerales, no sabía si era cierto en un porcentaje inapelable, pero sí había sido la constante en todos aquellos a los que había asistido. Y habían sido muchos, muchísimos. Teniendo en cuenta que era inmortal, habían sido realmente demasiados.
En realidad no era inmortal en el sentido estricto de la palabra, más bien su vida se prolongaba más allá que la del resto de la gente. Pero no significaba que nunca moriría. ¡Que va!, en cualquier momento algún niño curioso y atolondrado metería sus manos donde no debía y ¡adiós!, o alguien olvidaría dar cuerda a su reloj, o sacárselo para bañarse, y toda su vida se vería convertida en un montón de minutos atesorados inútilmente.
Descubrió el curioso hecho cuando contaba trece años, luego de que su madre falleciera repentinamente. Había que decir que era una mujer extraña. Imperturbable como una pitonisa, y supersticiosa y crédula de todos los vaticinios de los adivinos y charlatanes que vivían a sus expensas.
Siempre recordaría la casa de su infancia llena de gente rara que entraba y salía a todas horas, trayendo y llevando encargos increíbles. Su madre era médium y todas las noches se convocaba a los espíritus. A veces venían, a veces no. Él no creía en esas cosas, pero lo atemorizaban. El miedo animal del que algunos hablan.
Y su descubrimiento ocurrió un tiempo después de la muerte de su madre. Un día, despertó sabiendo que su supervivencia estaba ligada a un reloj. Al principio pensó que había enloquecido. No sabía qué reloj, ni donde estaba, ni a quién pertenecía pero así era. Seguro como que el sol saldría todos los días.
Sus noches se continuaban en días tan oscuros como ellas, vagando enajenado en busca de esos malditos aparatos. Era joven y no quería morir. Nadie quiere morir, aunque compadree demostrando lo contrario. Son sólo chanzas, provocaciones que serán pagadas tarde o temprano.
Pronto su casa, una inmensa casa vacía que ya nadie visitaba, se vio invadida por cientos de relojes que producían un zumbido constante y perturbador; y que sólo sirvieron para desesperarlo aún más. Vivía para verlos funcionar, los vigilaba, los limpiaba y los protegía rabiosamente.
Sin embargo, poco a poco, como un enfermo terminal, comenzó a resignarse y a razonar con cierta lógica. Por muchos esfuerzos que hiciera en abarrotar su hogar de relojes, miles de millones seguirían fuera de su alcance, esparcidos por el mundo, y no valía la pena continuar con el absurdo. Era mejor intentar una vida normal, y seguir por el camino que le estaba trazado.
Así, organizó una venta masiva, asegurándose de que cada comprador cuidaría correctamente la pieza elegida. Era angustioso verlo, sufriendo por cada partida, no queriendo pensar que con alguna de ellas también se iba su existencia.
Progresivamente se fue desprendiendo de todos, hasta que sólo algunos ocuparon con discreción la repisa de su casa; que de nuevo fue habitable.
Su vida se fue normalizando y aprendió a coexistir con la idea de tener que depender de un reloj, como quien se sabe aquejado de una enfermedad incurable.
Estudió, maduró, se enamoró, envejeció, y siguió envejeciendo mientras sus amigos más queridos iban muriendo uno tras otro. Y siempre era igual, el olvido y la muerte. La muerte constante a pesar del amor; y en alguna parte un endiablado reloj que lo ataba a esta tierra por un tiempo limitado pero desconocido
Ahora sentado bajo la lluvia, junto a la tierra encharcada de la sepultura de su esposa pensaba en todo eso. Y en algunas otras cosas que no tenían sentido. Que ya no tenían sentido, después de haber vivido tanto tiempo.
Lentamente se levantó, mientras sus huesos le recordaban su edad y encendió un cigarrillo. El cielo había empezado a ponerse rojizo, como si las nubes chorrearan sangre. Miró el paisaje por un rato, aplastó el cigarro y se puso en marcha. No quería que el guardián del cementerio viniera a perturbarle sus ideas.
Bajó trabajosamente las colinas embarradas, consultó su reloj pulsera que llevaba parado tantos años que ya no recordaba, y siguió su camino, pensando en lo que invariablemente había sospechado, y era el hecho, inquietante por demás, de que quizá todos aquellos que lo rodeaban fueran tan inmortales como él. Todos sabrían de la existencia de un reloj que de ser hallado los haría salvos. Pero sólo uno, uno de ellos sabría donde estaba y lo custodiaba para evitar que el mundo se detuviera para siempre.
Ligeia es su seudónimo para saber y leer más sobre la autora
Llovía, siempre llovía en los funerales, no sabía si era cierto en un porcentaje inapelable, pero sí había sido la constante en todos aquellos a los que había asistido. Y habían sido muchos, muchísimos. Teniendo en cuenta que era inmortal, habían sido realmente demasiados.
En realidad no era inmortal en el sentido estricto de la palabra, más bien su vida se prolongaba más allá que la del resto de la gente. Pero no significaba que nunca moriría. ¡Que va!, en cualquier momento algún niño curioso y atolondrado metería sus manos donde no debía y ¡adiós!, o alguien olvidaría dar cuerda a su reloj, o sacárselo para bañarse, y toda su vida se vería convertida en un montón de minutos atesorados inútilmente.
Descubrió el curioso hecho cuando contaba trece años, luego de que su madre falleciera repentinamente. Había que decir que era una mujer extraña. Imperturbable como una pitonisa, y supersticiosa y crédula de todos los vaticinios de los adivinos y charlatanes que vivían a sus expensas.
Siempre recordaría la casa de su infancia llena de gente rara que entraba y salía a todas horas, trayendo y llevando encargos increíbles. Su madre era médium y todas las noches se convocaba a los espíritus. A veces venían, a veces no. Él no creía en esas cosas, pero lo atemorizaban. El miedo animal del que algunos hablan.
Y su descubrimiento ocurrió un tiempo después de la muerte de su madre. Un día, despertó sabiendo que su supervivencia estaba ligada a un reloj. Al principio pensó que había enloquecido. No sabía qué reloj, ni donde estaba, ni a quién pertenecía pero así era. Seguro como que el sol saldría todos los días.
Sus noches se continuaban en días tan oscuros como ellas, vagando enajenado en busca de esos malditos aparatos. Era joven y no quería morir. Nadie quiere morir, aunque compadree demostrando lo contrario. Son sólo chanzas, provocaciones que serán pagadas tarde o temprano.
Pronto su casa, una inmensa casa vacía que ya nadie visitaba, se vio invadida por cientos de relojes que producían un zumbido constante y perturbador; y que sólo sirvieron para desesperarlo aún más. Vivía para verlos funcionar, los vigilaba, los limpiaba y los protegía rabiosamente.
Sin embargo, poco a poco, como un enfermo terminal, comenzó a resignarse y a razonar con cierta lógica. Por muchos esfuerzos que hiciera en abarrotar su hogar de relojes, miles de millones seguirían fuera de su alcance, esparcidos por el mundo, y no valía la pena continuar con el absurdo. Era mejor intentar una vida normal, y seguir por el camino que le estaba trazado.
Así, organizó una venta masiva, asegurándose de que cada comprador cuidaría correctamente la pieza elegida. Era angustioso verlo, sufriendo por cada partida, no queriendo pensar que con alguna de ellas también se iba su existencia.
Progresivamente se fue desprendiendo de todos, hasta que sólo algunos ocuparon con discreción la repisa de su casa; que de nuevo fue habitable.
Su vida se fue normalizando y aprendió a coexistir con la idea de tener que depender de un reloj, como quien se sabe aquejado de una enfermedad incurable.
Estudió, maduró, se enamoró, envejeció, y siguió envejeciendo mientras sus amigos más queridos iban muriendo uno tras otro. Y siempre era igual, el olvido y la muerte. La muerte constante a pesar del amor; y en alguna parte un endiablado reloj que lo ataba a esta tierra por un tiempo limitado pero desconocido
Ahora sentado bajo la lluvia, junto a la tierra encharcada de la sepultura de su esposa pensaba en todo eso. Y en algunas otras cosas que no tenían sentido. Que ya no tenían sentido, después de haber vivido tanto tiempo.
Lentamente se levantó, mientras sus huesos le recordaban su edad y encendió un cigarrillo. El cielo había empezado a ponerse rojizo, como si las nubes chorrearan sangre. Miró el paisaje por un rato, aplastó el cigarro y se puso en marcha. No quería que el guardián del cementerio viniera a perturbarle sus ideas.
Bajó trabajosamente las colinas embarradas, consultó su reloj pulsera que llevaba parado tantos años que ya no recordaba, y siguió su camino, pensando en lo que invariablemente había sospechado, y era el hecho, inquietante por demás, de que quizá todos aquellos que lo rodeaban fueran tan inmortales como él. Todos sabrían de la existencia de un reloj que de ser hallado los haría salvos. Pero sólo uno, uno de ellos sabría donde estaba y lo custodiaba para evitar que el mundo se detuviera para siempre.
Ligeia es su seudónimo para saber y leer más sobre la autora
1 comentario:
Hola! Este comentario sonará muy extraño ya que después de cuatro años de estar este cuento publicado aquí yo lo encontré de casualidad. Primero, lo esencial: soy Ligeia y me ha sorprendido muchísimo encontrar un texto mío en un blog que no conozco. No sólo eso, el link a una biografía que alguna versión más joven de mí escribió para Letras Perdidas.
No sé quiénes son los encargados del blog pero le agradezco muchísimo la publicación, que aunque me deja perpleja me halaga. Además, otra cosa, hace unos meses perdí en una catástrofe digital mis primeros escritos de adolescencia (imagínense que ya no tengo los 22 años que acredito en mi biografía) y me alegra reencontrarme con ellos.
Muchísimas gracias! Un abrazo marplatense. Viviana
Publicar un comentario