Los colores de Inmaculada
Ya hace días que le prometí a Inmaculada un cuadro de ella con su loro. Pintarlo no debería ser difícil. Tengo una imagen clarísima de lo que quiero hacer: ella, sentada en una silla de metal demasiado pequeña para su cuerpo, sostiene el pájaro con la mano izquierda envuelta en una toalla y la mirada fija en el loro que, con las alas extendidas, parece querer zafarse, como si supiera lo que está a punto de sucederle. Al fondo, una gran olla de hojalata sobre el fuego lleva a confundir las intenciones de Inmaculada; pero finalmente el brillo de la tijera en su mano derecha, algunas plumas en el piso, y dos o tres en el aire, dejan adivinar el motivo del cuadro: Inmaculada va a cortarle un ala al pajarraco, para impedirle volar. El ave es de un verde bullanguero, con una mancha amarilla en la cabeza y la punta de la cola carmesí. Un auténtico loro real. Sus colores contrastan con el exceso de sombras del ambiente, porque la casa de Inmaculada, el rancho, como le dice ella sin vergüenza, apenas tiene una ventana.
Anoche, antes de dormirme, me propuse empezar el cuadro hoy. Dedicarle todas las horas que fueran necesarias. Olvidarme aunque sea por un día de la puerta que últimamente se me ha dado por pintar. La misma puerta cerrada, una y otra vez. La misma que Inmaculada critica porque no le parece un motivo digno para un cuadro.
-¿Y usté no se cansa de pintá siempre la misma cosa? -dijo.
-Sí, Macu, pero no lo puedo evitar.
-Lo que no se puede evitá es la muerte, o nacé pobre. Pero que usté me diga que no pué pintá otra cosa que no sea esa puerta es como si yo le dijera que de ahora en adelante no puedo cociná más que arroz blanco.
Preferí cambiar de tema.
-Hablando de arroz, ¿qué te parece si hoy preparas arroz con pollo?
-Usté me va a perdoná, señora, pero hace diez años que trabajo aquí y hasta ahora siempre me había dado libre el día de mi cumpleaños. Hoy vine pa cumplí, pero a las doce en punto me voy. Tiempo para arroz con pollo no hay.
Me empezó a decir "señora" el día que me casé. Le he pedido mil veces que no lo haga, pero ella insiste. Debe ser su manera de recordarme su desacuerdo con el marido que elegí.
-Macu, discúlpame. ¿Cómo pude olvidarme de tu cumpleaños?
-Si ni sabe el año en el que vive, cómo no se va a olvidá: to el tiempo encerrada pintando esas tonterías.
-¿Qué te gustaría que te regalara?
-Podría pintarme algo padorná las parés del rancho, ahora que le voy a poné un techo bueno. Pero eso sí, señora Susana, déjeme decirle algo: a mí no me vaya a regalá una de esas puertas que se le ha dao por pintá. Hágame unas flores, o un campo de los que sabía dibujá hace años, como esos del almanaque que su mamá tenía en la cocina, que esas son las cosas que nos gustan a nosotros pa la paré, y no éstas que tienen ustés que uno las mira y parece que estuviera mareao.
-¿Qué te parece si te pinto con tu loro?
-¿Con Wiliam? ¿Usté cree que va a podé? Yo pensé que se le había olvidao cómo pintá.
-Eso no se olvida, Macu. Es como andar en bicicleta: una vez que se aprende, aunque uno no practique, no se olvida más.
-Ver para creé, señora.
Hoy me levanté con la firme intención de empezar su cuadro, pero tropecé con un problema: ¿de qué color pintaría a Inmaculada? Porque aunque ella sería la primera en no estar de acuerdo conmigo, Inmaculada es negra. No más o menos negra, sino negra sin ningún tipo de duda: negra de nariz roma y amplia, de tez casi azulada, de pelo áspero y ensortijado. Entre las cosas que le gusta repetir está eso de que Míster, su último hijo, es el más blanco de todos los hijos de Euclides. Porque Míster, dice Inmaculada, salió a ella: no tan oscuro y con el pelo bueno.
Han pasado las horas, ya anochece, y la tela sigue en blanco.
-Te voy a hacer tu cuadro, Macu -aseguré. -Ya vas a ver qué bien se verá en tu casa.
-¡Ay, muchas gracias señora Susana! Cuando termine los trabajos en el rancho, la voy a invitá y le voy a hacé un hervío de pescao bien sabroso, ya verá. Eso sí, viene usté sola, porque yo al señor Enrique no lo pienso invitá.
-Parece mentira, Macu: hace ocho años que estoy con él y todavía no lo quieres ni un poquito.
-Y usté, ¿acaso todavía lo quiere?
-Si no lo quisiera, no estaría aquí.
Ella me miró con los labios fruncidos, expulsando el aire por la nariz.
-Eso cree usté, señora. Eso cree usté.
Es inclemente. Por eso, no se trata sólo de dar con la verdadera tonalidad de su piel, sino con el color que ella cree tener: un matiz demasiado oscuro la ofendería, uno demasiado claro también. Esa no soy yo, señora Susana, diría. ¿Acaso usté me vi a mí tan pálida, como si estuviera enferma?
Hubiera sido mejor no prometerle nada.
(Primer capítulo de "Los colores de Inmaculada", Cáceres, 2006). Novela de a la venta, en BAires, solamente en Fedro.)
Mori Ponsowy ha publicado "Enemigos Afuera" (poemas, Primer Premio Nacional Iniciación de la Secretaría de Cultura y Mención de Honor del FNA) y "Los colores de Inmaculada" (Premio de Novela de la Diputación de Cáceres).
Ha traducido a las poetas Sharon Olds ("El padre", Bartleby, España) y Marie Howe ("Lo que hacen los vivos", Luna Nueva, Venezuela), y editado el libro "No somos perfectas" (relatos de vida de 18 mujeres, Del Nuevo Extremo, 2006).
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