16 octubre, 2009

lazos de madre


Hebe Uhart
fragmento de “Leonor

Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca. Las albóndigas de harina de mandioca son tan duras como si tuvieran plomo, secas como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón, sin nada aceitoso, es un alimento merecido y vivificante.
Leonor creció y llegó a los dieciocho años. Su mamá le dijo:
—Hija, usted debe casarse. Cuando una se casa le dan una libreta, un hombre trae pan blanco y zapatos taco alto. Después se casa con ese polaco, le trae unos aros a la mamita.
Leonor dijo:
—Sí, mamita, pero el polaco muy grande es.
El polaco medía casi dos metros; todos los días arrancaba yuyos y los domingos ni iba al baile, trabajaba.
—¿Qué importa? –dijo la madre.
—Sí, mamita, yo me caso, pero me da vergüenza hablar delante de él.
—La vergüenza después se va (...). Usted le dice: “¿Querría un plato de porotos?”. Y un día comen porotos (...).
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Silvina Ocampo
Fragmento de“Viaje olvidado

Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía nunca llegar hasta el recuerdo de su nacimiento.
Los chicos antes de nacer estaban almacenados en una gran tienda de París, las madres los encargaban y a veces iban ellas mismas a comprarlos (...).
Pero ella había nacido una mañana en Palermo haciendo nidos para los pájaros. No recordaba haber salido de su casa aquel día, tenía la sensación de haber hecho un viaje sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras misteriosas, y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para los pájaros (...).
Cuando su madre dijo que iba a abrir la ventana y la abrió, su rostro había cambiado debajo del sombrero con plumas: era una señora que estaba de visita en su casa. La ventana quedaba más cerrada que antes, y cuando dijo su madre que el sol estaba lindísimo, vio el cielo negro de la noche donde no cantaba un solo pájaro.
************************************************************************************* Angeles Mastretta
fragmento de "Volando: como las ballenas”

Nunca he podido pensar en los ires y venires de la maternidad sin estremecerme (...). Doy por sentado que, una vez adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es versátil la paternidad.
Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras miraba al árbol lleno de grillos que crece encima de mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que tirarme al llanto como si se tratara de cantar un tango.
Es un arce y lo sembré hace quince años acompañada por la euforia de mis dos hijos. Tengo una foto de esos días: estamos los tres juntos al remedo del árbol y yo luzco dueña de una paz meridiana. La tenía entre las manos. Al menos así lo recuerdo. Tenía también dos niños con invitados frecuentes y largos fines de semana para el cine, las excursiones, las fiestas en pijama, las tareas de recortar y pegar, el teatro y celebraciones con distinto disfraz. Entonces, además de hacerme líos con mi destino, un asunto que va igual que viene, descubrí la preñez que es de por vida (...).

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Inés Fernández Moreno
fragmento de “Madre para armar”

Lo primero que perdí fueron los pechos. Debió haber sido de forma muy gradual porque no recuerdo cuándo sucedió. Sólo sé que un día me miré en el espejo y ya no estaban allí. Se habían desvanecido, dejando una leve aureola nacarada como para recordar, de todas maneras, que habían existido.
Pienso que fue Cecilia la que se quedó con ellos, porque desde un principio ése pareció ser su privilegio. Mamó hasta el año y medio, usó chupete hasta los cuatro y pasar de la mamadera a la taza fue un triunfo para el que tuve que recurrir a todos los subterfugios. Sólo noté una chispa de reproche en la mirada de Andrés, que fue destetado cuando apenas tenía quince días, y no porque yo quisiera, sino porque el médico me lo indicó.
Los ojos, en cambio, me duraron mucho más (...). Mirar durante las noches que respiraran bien. Mirar las irritaciones de su piel. Mirar las vueltas de carnero. Mirar cómo se zambullían en el agua. Y después mirar sus deberes, sus éxitos deportivos, sus novias (...).
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Susana Silvestre
fragmento de “Hoy venimos a cantarte”


El cumpleaños de mi mamá se presentó justo en el momento en que yo buscaba la historia de mis abuelos paternos.
Mi hermana mayor no cesaba de repetir: “¿Te das cuenta, ochenta años? Quién sabe si nosotras llegamos”. Mi hermana más chica sonreía con cierta ostentación, como quien se siente en parte artífice de la hazaña; yo estaba más bien asombrada; mi hermano no decía nada pero aprobaba con circunspección nuestros sentimientos femeninos hacia su madre y, en fin, todos coincidíamos en celebrar el acontecimiento con una fiesta inusual. Había que organizarla y naturalmente teníamos opiniones diversas acerca de la cantidad de invitados, la calidad de las comidas, la sencillez o la distinción del salón.
No es que yo escatimara mi cuarta parte correspondiente pero la búsqueda de nuestros ancestros me llevaba a ocupar cualquier hueco de los preparativos para hablar de mi papá, que estaba muerto, en lugar de mi mamá, que estaba viva (...).

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Pilar Mañas Lahoz
fragmeto de “Cuevas

Ahora que lo he visto casi todo –varios mares y un océano, el cielo roto, la primavera, la muerte, los amaneceres, la pintura abstracta y la impresionista, bocas negras con hambre– (...), es cuando desearía volver a oír la voz grave y nítida de nuestra madre. Y ahora sé que aquella fue la única voz que me dio la medida exacta del puro silencio alegre en el que han de cumplirse algunos sueños.
Cuando éramos pequeños, pasábamos mucho frío. Tal vez era porque vivíamos en un pueblo con río en la Castilla severa, o porque nuestra casa estaba situada demasiado cerca del río y la humedad ascendía al atardecer como los brazos de un muerto mojado y helado y en esas tierras las gentes sólo acostumbraban calentarse con una estufa de carbón o un brasero. En esas fechas, muchos éramos los que vivíamos en un país recién derrumbado y pobre. Nuestra madre decía a menudo (...): “¿Queréis dejar de quejaros, señoritingos? Hay gente más pobre que nosotros (...). Y a comer, que se enfría el cocido”.
************************************************************************************ Angélica Gorodischer
fragmento de “Madre hay una sola”

Chiste que ha circulado ¿desde cuándo?, andá a saber, de hijas a hijos: “Madre hay una sola, por suerte”.
Como hija, siempre lo he deplorado: lástima, lástima que madre haya una sola. ¿Te imaginás si hubiera dos? ¿Si hubiera tres, trece, veintisiete, ciento cincuenta? Si hubiera cien, yo no estaría todavía llamando a la mía. Que no me oye, por supuesto.
Cuánto mundo, cuánto consuelo, cuánta alegría si muchas hijas tuvieran muchas madres y si yo pudiera contarle a una lo que me pasó con la otra y a otra lo que me dijo una (...). Una sola es demasiado. Dos, tres serían poco. Siempre estaríamos pidiendo más y quién dijo que no lo obtendríamos.
También es cierto que sí. Que sí qué. Que hay muchas madres. Pero escuchame, te estás contradiciendo (...), primero decís que hay una sola y que sería estupendo que hubiera más (...). ¿Y dónde está la contradicción? ¿O no sabés que dos cosas opuestas no son excluyentes? ¿Einstein, Heráclito, Shakespeare y Freud pasaron inútilmente por tu vida? (...).

de Madres por Madres 2007.

05 octubre, 2009

Angelina Muñiz-Huberman (Fracia-México, 1936)

Areúsa en los conciertos (fragmento)




Por eso ver al director de orquesta, luego de la ruptura de los pensamientos cristalinos, es una urgencia que no puede soslayarse. Se olvida de la música de Wozzeck. Mejor dicho, une los pasajes a una sensación desequilibrada de intenso amor, desde ya, por el director. La escena primera, en la que el soldado Wozzeck afeita a su capitán y se enfrenta a la crítica por tener un hijo fuera del matrimonio, resuena en el interior de Areúsa como el principio del dislocamiento de la moral. ¿Qué importa el matrimonio? ¿Qué importa un hijo? Lo que importa es el amar en sí: el acto: y no las reglas. El lujurioso acto. Lujurioso por el lujo que significa, no porque sea un pecado. Es más, pecado es una palabra que no existe en el vocabulario de Areúsa. (Areúsa recuerda que lleva el nombre de una de las prostitutas del mundo de la Celestina.)


De inmediato piensa que podría hacer el amor con el director. Alguien que trata con esas historias puestas en forma musical debe saber cómo reconstruir la armonía perdida.


Si la música asciende en forma continua, la excitación también asciende. El deseo es irrefrenable. Areúsa añora una cama. Se conformaría con el pequeño diván del camerino del director. Entre acto y acto musical podrían ejecutar su instantáneo acto personal.


En ese momento, Areúsa se da cuenta de que ha equivocado la ópera. Sería mejor que el director estuviese dirigiendo Lulú: ese sí que es un mundo sórdido. Entonces, si fuese Lulú y no Wozzeck, la primera escena ya habría planteado el tono erótico-pornográfico y la relación con la muerte. Aunque, en realidad, las dos óperas se desarrollan en ese mismo tono (aparte del musical). Alban Berg era constante en sus obsesiones. Buscaba a autores desenfrenados, ya que su música también se fracturaba.


Areúsa se pregunta: ¿Qué le pasa a los desenfrenados? ¿Por qué en el centro de la pregunta está la prostitución? ¿Qué significa la pornografía? ¿Por qué temen tanto los hombres a las mujeres? ¿Por qué no puede ser natural la sexualidad? ¿Por qué los velos? (Los siete velos de Salomé.) (Gustave Moreau.)


Y estas preguntas, ocurridas en la sala de conciertos, serán las que ocupen a Areúsa durante un largo tiempo.


Mientras, se imagina cómo será el acto sexual con el director de orquesta. Porque no duda de que, una vez acabado el concierto, tendrá lugar su particular cópula.


Por lo que le gusta ir a los conciertos es porque le da la oportunidad de pensar sin ser interrumpida durante varias horas. Es verdad que también le gusta la música, pero, con frecuencia, se pierde en sus propios pensamientos y encuentra el camino cuando una melodía o una nota discordante la vuelven a la realidad sonora. La música había quedado en el fondo y, de pronto, recobra su lugar de primacía borrando los pensamientos y dejando que el oído sea el órgano receptor por excelencia. El órgano de la sensualidad. El que todo imagina.


Asistir a un concierto es, pues, una mezcla de estar y no estar. De oír y no oír. De medir el tiempo de manera diferente. (Claro, de una manera musical.) Notas. ¿Qué notas? Do, re, mi, fa, sol, la, si.


Le extrañan a Areúsa (a Areúsa siempre le extrañan) las actitudes de los seres humanos. ¿Cómo es capaz un hombre de encerrarse, por su voluntad, durante horas en una sala de música y permanecer en silencio absoluto disfrutando (salvo las toses pertinaces) (y los deseos salaces)?


Un hombre que, también, es capaz de unirse a la podredumbre, de vivir en el absoluto excrementicio, de salpicar la orina del hastío, de agitar los colmillos entre las gotas de la saliva hedienta, de triturar el cráneo de su semejante, de beber sangre, de astillar nervios, de desmenuzar meticulosamente capas y capas de dura mierda. Un hombre que no es sino una serie de sacos de desecho, colocados por aquí y por allá.


¿Y la poesía?, se interroga de nuevo Areúsa, que gusta de saltar de un extremo al otro.


Ah, la poesía. Mejor no hablar de ella: total engaño y total ficción. La torre de la desilusión: eso es.


Pero a algo habrá que aferrarse. Sí: a un clavo ardiente.


Areúsa, entre el sonido de las voces discordantes, donde los aprendices de Schönberg nadan en la atonalidad, rompen las estructuras y barren con las verdades eternas, recuerda que su estructura ha sido también fracturada. Areúsa ha ingresado al gremio de los hijos abandonados: acaba de entrar en la categoría de huérfana. Huérfana mayor de edad, pero huérfana al fin: que no hay edad para la orfandad aunque se propenda a pensar que sólo es lamentable la orfandad de los niños pequeños. Pues no, es peor la de los mayores, de la cual queda poco tiempo para sobreponerse. Con frecuencia los diccionarios se equivocan, sobre todo en lo que a estados de ánimo se refiere. Así que Areúsa huérfana es.


Areúsa sabe que tiene que repasar su historia para comprender antes de morirse. Se ha dado cuenta, Areúsa, con todo su erotismo a cuestas, de que es un compendio de la muerte.


De nuevo, la música tira de ella: Deja, deja los pensamientos si has venido a este concierto, sumérgete en mí, escucha con atención los chillidos de la cantante, las crispaciones del violín, el monótono chelo, el agobiante timbal. Oye, oye y deja de pensar. ¿Qué te crees que soy yo, la música? Un pasatiempo. Pues bien sí, un pasa, pasa tiempo, que breve tu vida es y aun la acortas más.


Bien, bien, te escucharé, oh música, se recrimina Areúsa. Si nada más quiero oírte, música. Lo demás no importa. Comprenderé cada trozo musical. Cada acto sexual. Olvida. Olvida. Nada más la música.


¿Y por qué oír a Alban Berg? Si es más fácil oír a Mozart o a Bach. Precisamente por eso, porque la ruptura hay que llevarla hasta el fondo. Si este es el siglo deshecho y contrahecho, rompamos todo, pluraliza Areúsa.


La música avanza. El director une su cuerpo al ritmo, al sonido, al timbre, a la voz, al tono, a la modulación. El director es un movimiento que no para. No puede parar. ¿Qué ocurriría si el director parase súbitamente? Al principio, la orquesta no se daría cuenta. Cierto automatismo la guiaría hacia adelante. Pero, en eso, el primer violín al levantar la vista hacia el director y su batuta lo contemplaría estático, y él se quedaría también estático: Qué ha pasado, se preguntarían todos. Los tonos, los sonidos irían deslizándose hacia una desafinada interrupción. Los cantantes desolados. El público miraría aterrado el escenario. Eso no puede ocurrir: ¿será el fin?, ¿la muerte del director y de la orquesta?, ¿la muerte del público, instantánea y en masa?


¿Qué hacer? ¿Qué hacer si una orquesta dejara de tocar? Pues, nada. Ante el silencio, nada. Tal vez recordar una breve sentencia de Ludwig Wittgenstein. Lapidaria.


Areúsa no quiere imaginarse una escena tal, a pesar de que ya se la ha imaginado. Más bien, lo que quiere es que no suceda. Es decir, imagina para conjurar.


Si imagina, no sucederá.


¿No?


La verdad es que la música se ha interrumpido, pero por otra razón. El consabido intermedio. Areúsa reacciona y se apresta. Debe correr al camerino del director. Querido, querido director, y amarlo en ese mismo momento. Lo importante antes que lo urgente o aquí, los dos juntos, coincidentes.


Areúsa se precipita entre las rodillas de los oyentes aún a medio enderezarse para ganar el pasillo antes que nadie. Corre, corre, trepa los escalones, ¿por qué se le ocurrió sentarse en ese lugar?, si la salida de emergencia está tan lejos.


Gana unos segundos, mientras los anónimos aplausos se prolongan y el director saluda una y otra vez.


Sí, llegará a tiempo para que su aplauso sea en persona y porte un nombre. Su breve e histórico nombre.


Abre, impetuosa, la puerta del camerino y ahí está él, secándose el sudor de la frente y con una copa de vino blanco a un lado. Se arroja en sus brazos y lo besa sin parar. La copa de vino se derrama. Caen los dos sobre el diván y ya están haciendo el amor.


Un amor encabalgado como verso que continúa de un renglón al otro, como nota con calderón que suspende el compás, como jinete desalado. Como lo que carece de ley de interrupción: precipitada catarata eterna, interna y externa. Ritmo sólo por la música preservado. Péndulo imparable. Sin sorpresa, en plena carrera hacia su conclusión.




* publicado por EDITORIAL ALFAGUARA, México, 2002


Angelina Muñiz-Huberman nació en Hyères, Francia, en 1936, hija de exiliados españoles. Viajera por varios países, finalmente se estableció en México. Es autora de más de veinte libros de narrativa, poesía y ensayo. Está traducida al inglés, francés, italiano, hebreo. Inauguró el generó de la novela neohistórica en la literatura mexicana con Morada Interior (1972), a la que siguieron Tierra adentro, La guerra del Unicornio; Huerto cerrado, huerto cellado, De magias y prodigioDulcinea encantada. Algunos de sus personajes favoritos son cabalistas, alquimistas y herejes. Castillos en la tierra dio comienzo al género de las seudomemorias.Las confidentes (1997).Siglo de Oro, como Molinos sin viento (Aldus, 2000).Areúsa en los conciertos (Alfaguara, 2002) 

El canto del peregrino : hacia una poética del exilio. Alicante, 2002.
El sefardí romántico. La azarosa vida de Mateo Alemán II. Alicante, 2009.

Entre otros, ha recibido los Premios Xavier Villaurrutia Sor Juana Inés de la Cruz.

02 octubre, 2009

Cecilia Ortiz .(Venezuela, 1951)

Imágenes de la memoria


Sólo recuerdo que la muñeca no cerraba los ojos.
Para cerciorarme de que estuviera dormida, cuando iba a la cama por mandato paterno, la ponía boca abajo, para que al menos no me viera dar vueltas como una marioneta.
Mi muñeca desapareció en alguna mudanza y llegué a la nueva casa sin ella.
Bajo un manzano contemplé lo que sería mi nuevo hogar.
Aún hoy contemplo la casona entre árboles más viejos que ella.
Me preguntaste, y en esta foto quienes están.
¿Quiénes?
No puedo decirte que lo sé. Me inventé una historia familiar cuando desaparecieron los que estaban posando para quedar por siempre. Quedar por siempre me suena a mucho tiempo.
No lo sé, contesto.
Por qué la guardas, entonces.
No la guardo, está por alguna razón. Me la habrá enviado alguien, luego de verme en tantas películas. Me imagino que habrá pensado que me gustaría.
Desempolvo la fotografía y la miro.
Sonrío.
Qué otra cosa se puede hacer sobre el polvo de las cosas.
El tiempo solo me ha dejado arrugas infinitas y una certeza de haber sido la mejor.
Ya nadie recuerda lo que fui.
Y los recuerdos no tienen movimiento. Ocupan un espacio. Que de tanto en tanto se inquieta y deja un trazo, leve, sobre el día que vivo.
La muñeca no cerraba los ojos.
Yo, ahora tampoco, me trago las visones para sentirme viva, vieja, pero viva.
Te alejas. Siempre te alejas y veo tu espalda que me habla. Me dices que eres lo único que tengo.
La muñeca y yo somos casi lo mismo. Dos formas estáticas, una plasmada en papel senil y yo, suspirando a la espera de reencontrar a los míos, en algún lugar de no sé dónde.


Nació en Buenos Aires, Argentina,
Docente. Poeta y narradora. Coordinadora de Talleres escritura.

Creadora del grupo literario DE RAÍZ LETRAS - 2006
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