29 julio, 2009

Fina Warschaver (Argentina, 1910-1989)


El servicio

 
-Estoy de acuerdo sobre el valor de la técnica pero hay que cuidarse del profesionalismo —dije mientras subíamos al automóvil.
En la parte de atrás estaban sentadas tres mujeres de caras tristonas. Amador y yo nos ubicamos en los dos asientos delanteros. Junto al chofer iba otro desconocido. Viendo que nuestro común amigo, Salas, buscaba un sitio en la hilera de coches, lo llamamos dispuestos a hacerle un lugar a nuestro lado. Pero, una perentoria negativa del chofer diluyó nuestros intentos de reconstruir el cónclave literario en aquel cortejo fúnebre.
—Más de dos no pueden ir en los asientos. Hay suficiente lugar en otros autos.
Así defraudó nuestras inclinaciones tribales. Comprendimos que habíamos entrado en dominios donde rigen normas muy distintas de las que estábamos acostumbrados. Pero nada podíamos hacer sino someternos a ellas. Las discusión sobre la técnica y el profesionalismo parecía agotada; por otra parte, no era cómodo dilucidar tales problemas ante gente extraña, dolorosamente ensimismada. Y no es que nosotros fuésemos indiferentes a aquella muerte. Más que por interés en el tema, nuestra obcecada discusión obedecía a la necesidad de esconder sentimientos que no queríamos exhibir en público. Acostumbrados a expresarnos ante una hoja blanca y sin rostro, un extraño pudor nos cohíbe ante la gente. Por eso, nuestra charla no significaba indiferencia u olvido. No, pero por consideración a aquellas mujeres sentadas detrás nuestro, enmudecimos mientras el cortejo iniciaba la marcha.
Allá adelante, el coche, con su carga de flores, se balanceaba a derecha e izquierda como un enorme animal preñado, cansado y vacilante. Durante un rato, ese vaivén triste marcó en mi mente la huella que quería olvidar: el vaivén de las cosas en el tiempo, de lo que viene y se va. Detrás de mí se oyó un quejido. Luego, otra vez el silencio.
Pero aun en las más tristes circunstancias estamos condenados a observar o, mejor dicho, a desdoblar lo que vivimos. No fue culpa mía si en aquella ocasión, un hecho que se repetía con renovada insistencia solicitó mis controles mentales en forma harto obsesionante.
Una y otra vez, cuando impedimentos de tráfico detenían al cortejo o le hacían aminorar la marcha, nuestro chofer trataba de ganarle la delantera al auto que nos precedía. No había razón para entablar allí una puja de posiciones y por más que analizara, me resultaba imposible explicarme semejante actitud francamente insoportable. El paso por la barrera fue momento propicio para que nuestro chofer intentara por tercera vez esquivar la hilera establecida. Luego, la oportunidad se la dio el cruce de la Avenida Juan B. Justo. Más allá, la aparición de una ambulancia. Pero todos los intentos resultaron vanos y nuestro chofer no logró ganarle la partida al auto de adelante y colocarse a la cabeza. ¡Extraña carrera! Ubicación no disputada hasta ahora por nadie, al menos a mi modesto entender.
Una quinta y una sexta vez volvió a producirse el extraño hecho, aguzando en seguida las antenas de mi dormida curiosidad. Observé detenidamente el auto aquel. Un Ford común de cuatro asientos, color gris claro; un auto particular, manejado, sin duda, por su dueño. Todo esto era evidente pero no me daba la solución del enigma. Gris claro o negro, como el nuestro, no había motivo justificable para querer desalojarlo de su lugar. Las causas, ¡Dios mío!, las causas de todo esto.
“Soy un juguete —me digo—, un pobre juguete de las circunstancias; mi mente, mi atención pueden ser llevadas así a la deriva de las estupideces de un maniático, un chofer que debería estar en el hospicio… A ver, a ver, un, dos, tres, demos vuelta la hoja. Aquí hay tres mujeres llorosas, allá… mi querido Félix, bajo esas flores. Nada tengo que ver con este auto gris claro, cuyo derecho a estar donde está yo no disputo. No ocurrirá más, se lo aseguro”.
Era humillante mi dependencia de los hechos, aun los más nimios, los más insignificantes, que rompían así mi unción interior, mi concentración, mi yo.
“Todos los demás son libres, ¡libres! Sólo yo soy un esclavo…”.
La tarde, las ramas, el aire, el color de las aceras, un chico que come manzanas, el elefante que se parece a un coche fúnebre, me ataban con pesadas cadenas. Y sin embargo, debía contenerme, debía tener consideración al dolor ajeno. Debía callar.
¡Una séptima vez! Y casi, si los frenos no fueran excelentes, le habría abollado el guardabarros. Inaudito, sencillamente inaudito.
“Y yo soy su amigo… un gran amigo de Félix… ¿Y mi dolor? ¿Soy capaz de sentir algo por alguien?... No, un ser insensible, un picaflor, un ser… un ser… versátil… ¡No! A callar, a callar…”.
Miré rencorosamente a ese chofer tirano, que así me obligaba a desnudarme, a comprobar la ligereza de mis sentimientos. Un hombre que no me había impresionado como “tocado” sino, al contrario, como un ser que estaba perfectamente en sus cabales. Y, delante, esa mancha gris… gris. Entonces no hay posibilidad de zafarse. Triste que yo, ahora, también entre en el juego; que también quiera desbancarlo.
Tuve que confesarme que ya me resultaba tan penoso como al chofer ver delante esa especie de cajón gris. Sólo que —constaté con tristeza— él sabía los motivos por qué lo hacía y yo, no.
Gris, gris. La avenida gris, sin árboles, desmantelada. Casas bajas, nuevas y pobres. Una combinación odiosa. Sobre todo, los frentes con zócalos de ladrillitos rojos –más baratos-, o con decoraciones presuntuosamente modernas de rayas en zigzag, o balcones con barrotes ondulados. Ni un tejado a dos aguas. Todo económico, reducido al mínimo. Entonces, ¿éste es el camino sin gloria…?
¡La octava! No pude contenerme más.
—¿Por qué quiere adelantársele? —dije en el tono más indiferente que pude modular.
—Está mal lo que hace ese coche —contestó él con voz ofendida—. Está muy mal. Eso no puede hacerse.
Me quedé pasmado ante aquel reproche quejumbroso. Y rompiendo todos los diques de contención, exclamé incontenible:
—¿Qué es lo que está mal? ¿Por qué lo molesta? ¿Qué necesidad tiene de pasarlo?
—Eso que él hace está mal —prosiguió parsimoniosamente—. No se debe cortar el servicio.
Recalcó “debe” como alguien que conoce a fondo todas las disposiciones del oficio.
—Los coches particulares deben colocarse detrás del servicio. Está mal, muy mal…
“Así que era eso”, pensé más calmado aunque con no menor desconcierto. Ahora, ante mí, se erigía un mundo de reglas desconocidas, un mundo que se escudaba en esa palabra formal, respetable: “El servicio”…
El chofer, ese hombre ni gordo ni delgado, ni alto ni bajo, serenamente posesionado de “el conocimiento”, dominando las leyes y reglas de “el servicio”, con un absoluto dominio profesional. En la cara, unas cejas espesas, unas mandíbulas más bien anchas. Y nada más.
Como para confirmar las razones de su actitud, remató:
—¡Porque El Servicio debe verse!
No dudé un momento del valor de esa afirmación. Era algo así como un axioma que no necesitaba comprobación. El color negro tenía su razón de ser, pues. Yo, mi amigo, las mujeres llorosas, todos formábamos parte de “El Servicio”, éramos sólo el fondo escenográfico que la empresa fúnebre debía administrar para lucimiento del cortejo. Y, en medio, el auto gris resultaba una mancha deleznable.
Estaba atrapado en los engranajes de “El Servicio”. Sorprendía sus necesidades superiores, los motivos… Autos negros, sombras cariacontecidas dentro, solemnidad, adelante sólo dos, detrás, tres. Ni más ni menos. La casualidad no nos gobierna cuando está de por medio “El Servicio”.
Sentí una confortable tranquilidad. Estaba respaldado por algo, en una hilera establecida, formaba parte de un todo unido por lazos firmes que siempre habían estado ausentes en mi vida.
“El Servicio… el servicio… una actividad y dentro de ella todo organizado… sin dudas ni tropiezos…”.
Los tropiezos empiezan cuando algún francotirador, un bohemio de auto gris intenta quebrar la línea uniformemente negra. Comprendía ahora la indignación del chofer. Yo mismo estaba tentado de ir y sacar de un manotón a aquel intruso.
Estos autos de “remise” son confortables. No se permite el hacinamiento, cada cual tiene su asiento y la empresa fúnebre goza de suficiente solvencia para hacer venir la cantidad de autos correspondiente a la cantidad de gente. No hay improvisación ni desorden. “El Servicio” es de primera siempre. Y, un malandrín cualquiera se interpone con su auto gris y arruina el conjunto, la perfecta armonía de la línea negra. ¡No hay derecho!
Acababa de hacer esta exclamación en mi fuero interno cuando alguien, a mis espaldas, pareció captarla y objetó con voz dolorida:
—¡Pero en el auto gris va la hermana del muerto!
La dolorida y llorosa mujer quería reivindicar, tal vez, el derecho de los deudos a interferir en el cortejo.
Y por un momento, el chofer, yo y todos los demás quedamos confundidos. Luego, el chofer, con tono vacilante, balbuceante, admitió con dificultad:
—Si es de la familia… claro… si es de la familia…
Hubo una larga pausa. Lo asediaban múltiples pensamientos; una lucha interior que ensanchaba sus mandíbulas y le hacía caer las cejas sobre los ojos.
—Pero, ¡no se debe cortar “El Servicio”! —exclamó al fin.
Había puesto las cosas en su lugar. Defendía principios que no podían claudicarse por ninguna consideración o privilegio particular.
Yo no sabía qué partido tomar. Pero “El Servicio” se me apareció claramente en su misión fúnebre y no como una abstracta enunciación de derechos.
—Se trata de los parientes, balbucí para hacerle comprender que podía haber otra organización de valores además de la de “El Servicio”. Quería que comprendiera las dolorosas circunstancias que rodeaban al “servicio”. Tal vez, si lo conociera a Félix… ¿Qué rostro tenía para él ése que iba allá, encabezando el cortejo?... Cerré los ojos, ante mí estaba una hoja blanca, sin rostro. ¿Eso era para el chofer “El Servicio”? Abrí los ojos. Él estaba allí sentado, en plena posesión de sus medios que eran, en este caso, el volante y ciertas normas que debía cumplir y hacer cumplir. Pero yo quería rebelarme contra esas normas que me parecían inhumanas. Y ya iba a hablar, a pleitear, cuando él volvió a decir perentoriamente:
—Lo que el muerto necesita se lo da “El Servicio”: un hermoso cortejo. Y todo lo demás…
Sí, era un hombre práctico, imbuido por su función. Y esa función era respetable, necesaria, útil.
Mis palabras se diluyeron como un terrón de azúcar bajo la lengua. Sentía un agotamiento infinito.
“En ese mundo los parientes no cuentan ya. Mientras que “El Servicio” le proporcionara todo lo que un muerto puede anhelar”.
Mis argumentos hubieran sido lógicos, valederos, si Félix volviera a la vida. Pero, allá delante, seguía andando aquel monstruo preñado de flores, balanceando su pesado cuerpo. En ese mundo, el chofer tenía la palabra y yo debía acatarla.
—Usted comprende que es una mala acción. Los coches de “El Servicio” deben estar todos juntos para que se los vea.
Lo admití como algo definitivo, terminante y sin apelación. Allí no podría ser de otro modo ni había lugar para pequeños coches grises.
—A veces —prosiguió patéticamente para remachar sus argumentos— viene un camión y se mete desde una bocacalle. ¡Pero eso es un egoísmo! ¡No se debe hacer! Porque a cada uno le va a tocar. Entonces, hay que ser considerado. Hoy por usted, mañana por mí. ¡Hay que respetar “El Servicio”!
Tuve la sensación de ir a la deriva en mi pequeño mundo desvinculado del cortejo, ignorante de “El Servicio”. Pero las palabras del chofer parecieron tener un efecto contraproducente sobre las mujeres que arreciaron el llanto. Ellas sólo tenían pensamientos para Félix y no querían admitir conversaciones especulativas como aquella sobre “El Servicio”. Sólo querían llorar al muerto.
Sin embargo, los hechos, implacablemente, iban a demostrar que el chofer no había mentido ni inventado nada. Todo ocurrió como él lo dijo anteriormente.
Un enorme camión se interpuso, aprovechando que un agente le daba el paso, entre nuestro auto y el resto de la fila.
—Ya ve —dijo triunfalmente—. ¡Es lo que le decía! ¡Está mal, muy mal!... ¡No se debe hacer!...
Fiel al cumplimiento de su deber, aceleró metiéndose abruptamente delante del camión recuperando su lugar.
Amador me hizo señas de que callara, pues a él también la conversación con el chofer le producía un no disimulado espanto. Callamos.
Limpié el vidrio empañado. Los estambres dorados de la tarde sacudían su polen sobre el camino. Entramos en una curva melancólica de cipreses y plátanos. Otro cortejo se cruzó con el nuestro. Los autos se detuvieron junto a un cantero de pedregullo y anémonas violetas. Amador y yo seguíamos a paso lento por el camino. Detrás quedaban los autos de “El Servicio” aguardándonos para conducirnos nuevamente fuera de aquel lugar. “El Servicio” aseguraba también eso: el retorno.
Seguíamos pensativos, sin decir palabra.
“Las reglas del oficio, pensé… Las reglas del juego”. Mi mente empezaba a picar la carnada que la casualidad le había echado.
“Una sociedad para cada órgano y partícula de nuestro cuerpo… un día para cada grupo societario… el día de los epidermistas, de los epistemólogos, de los… Y las asambleas. Y los simposios. Y los congresos nacionales y panamericanos. Y, muy luego, los internacionales. Y las fiestas del interregno mundial de los epistemólogos y los epidermistas y los… ¡Servicio! Todo, Servicio”.
Recordé nuestra discusión inicial antes de trabar conocimiento con las reglas de El Cortejo y comenté a Amador:
—Ya ves, el profesionalismo…
No agregué nada más, pero en aquellos puntos suspensivos estaba todo mi repudio a la rutina, mi repudio a la fina aplicación de normas fijas, de hábitos.
—Cierto —contestó burlón Amador—. Pero recién, mientras hablabas con el chofer sacaste el lápiz y la libretita…
Lo miré con aire culpable.
—Sí —sonrió con tristeza—. Inconscientemente anotaste algo. Algo para contarlo, tal vez, en un cuento… ¿Qué anotaste?
Asentí con amargura, y con un apocamiento culpable abrí la libretita donde estaban escritas las dos palabras que Amador leyó muy despacio: “El Servicio”.
Seguimos caminando enfrascados en pensamientos inquietantes, rumiando aquella extraña condición que nos obliga a sentir y servir al mismo tiempo.

Cuento incluido en El hilo grabado. Editorial Futuro, 1961





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