Lygia Fagundes Telles
El muchacho del saxofón / O moço do saxofone
Yo era un chofer de camión y ganaba ríos de dinero con un tipo que se dedicaba al contrabando. Aún hoy no entiendo por qué fui a parar a la pensión de aquella señora, una polaca que se lanzó a la vida fácil siendo joven y, ya entrada en años, no dudó en abrir aquel hotelucho. Eso fue lo que me contó James, un tipo que tragaba hojas de afeitar, mi compañero de mesa en los días en que estuve enzarzado por allá. Había pensionistas y también transeúntes, una chusma que entraba y salía limpiándose los dientes, algo para mí insoportable. Un día planté a una mujer sólo porque, en nuestra primera cita, metió el palillo entre los dientes después de comer un bocadillo y se quedó con la boca tan desguarnecida que conseguía ver lo que el palillo escarbaba. Bien, pero yo decía que en aquel hotelucho estaba de paso. La comida, una porquería, y como si no bastase tener que tragar aquellas lavaduras, aun debíamos soportar unos malditos enanos que se enredaban entre nuestras piernas. Y estaba la música del saxofón.
No es que no me gustase la música; siempre me gustó oír todo tipo de charanga en mi radio por la noche, en la carretera, mientras voy haciendo mi faena. Pero aquel saxofón era capaz de retorcer a cualquiera. Tocaba muy bien, no lo dudo. Lo que me sacaba de quicio era la forma, una forma triste como un demonio. Creo que nunca más voy a oír a alguien que toque el saxofón como lo hacía aquel tipo.
- ¿Qué es eso? – le pregunté al de las hojas de afeitar. Era mi primer día en la pensión y aún no sabía nada. Señalé el techo que parecía de cartón, de tan fuerte que llegaba música hasta nuestra mesa-. ¿Quién está tocando?
- Es el muchacho del saxofón.
Mastiqué más despacio. Ya había escuchado antes saxofón, pero ése de la pensión no lo conseguiría reconocer ni aquí ni en la Cochinchina.
- ¿Y el cuarto de ese chico queda aquí encima?
James se metió una papa entera en la boca. Sacudió la cabeza y abrió más la boca, humeante como un volcán la papa caliente allá en el fondo. Sopló bastante tiempo el vapor antes de contestar.
- Sí, aquí encima.
Un buen compañero ese James. Trabajaba en un parque de diversiones, pero como ya se sentía medio viejo, quería ver si se asentaba en un negocio de billetes. Esperé que acabase la papa mientras iba llenando mi tenedor.
- Es una música cruelmente triste – continué.
- Su mujer le pone los cuernos hasta con el loro –contestó James, mojando la miga de pan en el fondo del plato para aprovechar la salsa-. El pobre pasa todo el día encerrado, ensayando. No baja ni siquiera para comer. Mientras tanto, la muy cabrona se acuesta con cualquier cristiano que se le ponga por delante.
-Y contigo, ¿también se acostó?
- Es medio flacucha para mi gusto, pero es bonita. Y tierna. Entonces le hice la pelota, ¡me entiendes? Pero ya vi que no tengo suerte con las mujeres: tuercen la nariz al saber que trago hojas de afeitar. Supongo que se quedan con miedo de cortarse...
Tuve ganas de reír, pero exactamente en ese instante el saxofón comenzó a t0car ... , como una boca que quiere gritar, tapada con una mano, entresaliendo por los dedos los sonidos exprimidos. Entonces recordé aquella chica que recogí una noche en mi camión. Salió para tener el hijo en el pueblo, pero no aguantó y cayó allí mismo en la carretera, dando vueltas como un animal. La acomodé en la carrocería y corrí como un loco para llegar cuanto antes, aterrorizado con la idea de que el hijo naciese en el camino y rompiese a aullar como la madre. Al final, para no colmar mi paciencia, ahogaba sus gritos en la lona, pero juro que sería mejor que gritase al mundo: aquel continuo ahogo de gemidos ya me estaba enfermando. Caray, no le deseo aquel cuarto de hora ni a mi peor enemigo.
- Parece alguien pidiendo socorro – dije, llenando de cerveza mi vaso-¿No tendrá una música más alegre?
James se encogió de hombros.
- Los cuernos duelen ...
En ese primer día supe también que el chico del saxofón tocaba en un bar; sólo regresaba de madrugada. Dormía en un cuarto separado del de su mujer.
- Pero, ¿por qué? – pregunté, bebiendo de prisa para terminar cuanto antes y marcharme. La verdad es que no tenía nada que ver con todo aquello; nunca me metí en la vida de nadie, pero era mejor el tra-la-lá de James que el saxofón.
- ¿Y los demás no reclaman?
- Ya se acostumbraron.
Le pregunté dónde estaba el W.C. y me levanté antes que James se empezase a escarbar los dientes que le sobraban.
Cuando subí la escalera de caracol, tropecé con un enano que bajaba. “Un enano”, pensé.
Al salir del W.C. lo encontré en el pasillo, pero ahora vestía ropa diferente. “Cambió de ropa”, me dije medio extrañado, había sido demasiado rápido. Y ya bajaba por la escalera cuando pasó otra vez delante de mí, pero con otra ropa. Me quedé medio atontado. ¿Pero qué diablo de enano es ése que cambia de ropa de dos en dos minutos? Lo entendí más tarde: no era uno solo, sino un trío, miles de enanos rubios con el pelo peinado de lado.
- ¿Puede decirme de dónde salen tantos enanos? – le pregunté a la dueña y ella se echó a reír.
- Todos artistas, mi pensión tiene casi sólo artistas...
Me quedé viendo con qué cuidado el camarero empezó a amontonar almohadones en las sillas para que ellos se sentasen. Comida ruin, enano y saxofón. No aguanto enanos, y ya había decidido pagar y desaparecer, cuando ella apareció. Llegó por detrás. Palabra que había espacio para que pasase un batallón, pero ella se las arregló para tropezar conmigo.
- Con permiso.
No tuve que preguntar para saber que aquella era la mujer del muchacho del saxofón. En ese momento el saxofón ya había parado. Me quedé mirándola. Era delgada, sí, pero tenía el trasero redondo y un andar muy cadencioso. El vestido rojo no podía ser más corto. Ocupó una mesa solitaria y bajando los ojos empezó a descascarar el pan con la punta de la uña roja. De pronto se rió y le apareció un hoyito en el mentón. ¡Qué ganas tuve, carajo, de ir allí, agarrarla por la barbilla y saber por qué se estaba riendo! Me quedé riendo yo también.
- ¿A qué hora es la cena? – pregunté a la dueña, mientras pagaba.
- Va de las siete a las nueve. Mis pensionistas fijos suelen comer a las ocho – me avisó, doblando el dinero y mirando socarronamente a la mujer de rojo. ¿A usted le gustó la comida?
Volví a las ocho en punto. El tal James ya masticaba su bife.
En la sala estaban un vejete de barbilla, profesor de magia, a lo que parecía, y el enano de ropa a cuadros. Pero ella no estaba. Me animé un poco cuando vino un plato de pasteles: tengo locura por los pasteles. James empezó a hablar entonces de una pelea en el parque de diversiones, ella entró, charlando bajito con un tipo de bigote pelirrojo. Subieron la escalera como dos gatos pisando mullidamente. No tardó nada y ya el saxofón se puso otra vez a tocar.
- Sí, señor – dije, y James pensó que yo estaba hablando de la pelea.
- ¡Lo peor es que yo estaba completamente borracho, mal me pude defender!
Mordí un pastel con más humo dentro que otra cosa. Examiné los restantes, intentando descubrir alguno más rellenito.
- ¡Cómo toca de bien ese condenado...! ¿Quiere decir que nunca viene a comer?
James tardó en entender de lo que estaba hablando. Hizo una mueca. Ciertamente prefería el asunto del parque.
- Come en la habitación, quién sabe, tiene vergüenza de la gente – refunfuñó, sacando un palillo-. Me da pena, pero a veces le tengo rabia, cornudo idiota. ¡Si fuese otro, ya habría acabado con la vida de ella!
Ahora la música subía a un agudo tan estridente que me dolían los oídos. Pensé de nuevo en la muchacha deshaciéndose de dolor en la carrocería, pidiendo socorro a no sé quién más.
- ¡No soporto eso, carajo!
- ¿Lo qué?
Crucé los cubiertos. La música al máximo, los dos al máximo encerrados en la habitación y yo allí, viendo al canalla de James limpiarse los dientes. Tuve ganas de arrojar al techo mi plato de guayaba con queso y escabullirme lejos de todo aquel malestar.
- ¿Es fresco el café? – le pregunté al mulatito, que ya limpiaba la mesa aceitosa con un trapo mugriento como su propia cara.
- Hecho ahora.
Por la cara, vi que era mentira.
- No es necesario, lo tomo en la esquina.
Paró la música. Pagué, guardé el cambio y miré fijamente hacia la puerta porque tuve el presagio que ella iba a aparecer. Y apareció con un airecito de gata de tejado, el pelo suelto en la espalda y el vestidito amarillo, aún más corto que el rojo. El tipo del bigote pasó enseguida, abrochándose la chaqueta.
Saludó a la dueña, puso cara de quien tiene mucho que hacer y salió a la calle.
- ¡Sí, señor!
- ¿Sí señor, qué? – preguntó James.
- Cuando ella entra en el cuarto con un fulano, él empieza a tocar, y para, cuando ella termina. ¿Te diste cuenta? Basta que ella se encierre y él empieza.
James pidió otra cerveza. Miró el techo.
- Las mujeres son el demonio ...
Me levanté, y cuando pasé junto a la mesa de ella, anduve más despacio. Entonces dejó caer la servilleta. Al agacharme, me agradeció, con los ojos bajos.
- Vaya, no hacía falta que se molestase.
Raspé un fósforo para encenderle el cigarrillo. Sentí fuerte su perfume.
- ¿Mañana? – le pregunté, ofreciéndole los fósforos-. ¿A las siete está bien?
- Es la puerta que queda al lado de la escalera, a la derecha de quién sube.
Salí enseguida, fingiendo no ver la carita maliciosa de uno de los enanos que estaba cerca, y arranqué en mi camión, antes que la dueña viniese a preguntarme si me estaba gustando el menjunje. Al día siguiente llegué a las siete en punto. Llovía a cántaros y tenía que viajar toda la noche. El pequeño mulato ya amontonaba en las sillas los almohadones para los enanos. Subí la escalera sin hacer ruido, preparándome para explicar que iba al W.C. por si alguien aparecía. Pero nadie apareció. En la primera puerta, la de la derecha de la escalera, golpée suavemente y fui entrando. No sé cuánto tiempo me quedé parado en medio del cuarto: estaba allí un muchacho con un saxofón. Estaba sentado en una silla, en mangas de camisa, mirándome sin decir una palabra. No parecía ni siquiera asustado, sólo me miraba.
- Perdón, me equivoqué de habitación – le dije, con una voz que no sé aun hoy a dónde fui a buscar.
El muchacho apretó el saxofón contra el pecho hundido.
-Es en la puerta siguiente – dijo con voz de susurro, señalando con la cabeza.
Busqué los cigarrillos sólo para hacer algo. ¡Qué situación, carajo! ¡Si pudiese, agarraría a aquella tipa por el pelo, la muy estúpida! Le ofrecí un cigarrillo.
- ¿Quieres uno?
- Gracias, no puedo fumar.
Fui retrocediendo de espaldas. Y de repente no aguanté. Si él hubiese esbozado cualquier gesto, dicho cualquier cosa, aún me dominaría, pero aquella calma brutal me sacó de quicio.
- ¿Y tú aceptas todo eso así tan tranquilo? ¿Por qué no le das una buena paliza, no la mandas a patadas con maleta y todo al centro de la calle? ¡Si fuese tú, carajo, ya la habría partido al medio! Perdóname por entrometerme, ¡pero no irás a decir que no haces nada!
- Yo toco el saxofón.
Me quedé mirando primero su cara, que de tan blanca parecía hecha de yeso. Después miré el saxofón. El dejaba deslizar sus largos dedos por los botones, de abajo para arriba, de arriba para abajo, muy despacio, esperando que yo saliese para empezar a tocar. Limpió con un pañuelo la boquilla del instrumento, antes de empezar con aquellos malditos aullidos.
Golpée la puerta. En ese momento la puerta de al lado se abrió despacito. Conseguí ver la mano de ella, agarrando la manija para que el viento no la abriese demasiado. Me quedé aún detenido un instante, sin saber qué hacer. Juro que no tomé enseguida la decisión, ella estaba esperando y yo parado como un idiota; entonces, ¡Cristo bendito! ¿Y entonces? Fue cuando empezó muy lentamente la música del saxofón. Me quedé capón en el mismo momento, porra. Bajé la escalera a saltos. En la calle tropecé con uno de los enanos metido en un impermeable, esquivé otro que ya venía detrás y me encerré en el camión. Oscuridad y lluvia. Cuando puse en marcha el motor, el saxofón ya subía a un aviso que no llegaba nunca al final. Mi ansia por huir era tan fuerte que el camión arrancó desenfrenado, de golpe.
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